Transfigurar la resurrección o poner de nuevo en juego una palabra culturalmente opacada (2 B Cuaresma 2018)

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

Contemplación

Cómo no decirlo de nuevo: los cristianos creemos en la resurrección de los muertos.

El solo hecho de formularlo así – de decir «resurrección»- hace sentir cuánto se ha opacado esta palabra. Necesitamos que se nos transfigure. Y nada mejor que el evangelio de hoy para hacerle recobrar a esta palabra que es el centro ardiente de nuestra fe toda su fuerza original de modo tal que nuestro corazón se adhiera a ella con la alegría de los primeros creyentes.

Las palabras, como las casas, sufren el paso del tiempo. Se las revoca, se las pinta de otro color, se les construye encima…, pedazos de ellas van a parar a otras.

Palabras potentes que salieron del lenguaje común para nombrar un acontecimiento nuevo y se convirtieron en «palabras mágicas», se desgastan con el tiempo. Se las usa para cualquier cosa y se depotencian.

Caridad, por ejemplo. La caridad expresaba un tipo de amor alegre y gratuito, un amor que el Espíritu derramaba a cada persona que creía en Jesús y que hacía que todas las relaciones comunitarias brillaran con luz propia, al punto de hacer decir a la gente, viendo a los cristianos: «Cómo se aman!»…, la caridad, sufrió una especie de «privatización». Quedó asociada a «instituciones de caridad». La fuerza de irradiación que nació del corazón de los santos que pusieron en práctica este amor caritativo y lo convirtieron en institución quedó reducido a dar una limosna o atender a gente que «necesita caridad». La gente poderosa y autosuficiente, que la publicidad nos incita a que seamos, es gente que «no necesita caridad».

Con la palabra Resurrección pasó otra cosa. Los términos para nombrar lo que aconteció a Jesús el domingo después de su muerte en la Cruz, eran términos que se usaban para algo tan cotidiano como «ponerse de pie». «Egeirei» -erguirse- y «anastasis» -levantarse-, eran palabras que se usaban para expresar que uno se despierta del sueño y se levanta otra vez por la mañana. Hoy la palabra «resurrección», perdió aquel sentido cotidiano de «levantarse» y suscita imágenes médicas -resucitación artificial- y de series de ciencia ficción  -«Resurrection».

Estos cambios y usos para otras cosas que sufren las palabras influyen en nuestra mentalidad y si no tenemos un pensamiento crítico, al usar la palabra resurreción podemos terminar pensando algo que no tiene nada que ver con lo que dice Jesús e incluso algo totalmente contrario!

Por tanto, es mejor -como siempre- partir de lo que dice el evangelio respecto a lo que pasaba en la cabeza de los tres amigos y discípulos del Señor a Quien acababan de ver «transfigurado»:

«Se preguntaban qué significaría ‘levantarse de entre los muertos'» (Mc 9, 10).

Evangélicamente podemos preguntarnos como los discípulos qué significa «resucitar» y pedirle al Señor que nos lo vaya aclarando. Cosa que, como veremos, requiere todo el evangelio y toda la historia de la humanidad, así que no hay apuro.

Jesús, aquel día, les había dicho algo totalmente nuevo. No es que la palabra les resultara totalmente ajena. De hecho en la Escritura se habla de que Dios puede volver a dar vida a los muertos. El profeta Oseas dice: «Volvamos al Señor! Después de dos días nos hará revivir; al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia» (Os 6, 1). La palabra que utiliza Oseas es «qum«, levantarse y es la misma que Jesús utilizó para «resucitar» a la hija de Jairo y que quedó en nuestro vocabulario: Talitá qum!, niña levántate!. Pero la referencia tan directa del Señor a su persona, no la entendieron. Así que también a nosotros puede hacernos bien preguntarnos: que quiere decir «resucitar de entre los muertos».

Cuando el Señor se les apareció vivo, luego que lo habían visto crucificado y puesto en el sepulcro, comenzaron a experimentar todo lo que implicaba esto de «haberse levantado de la muerte». No se trataba sólo del hecho de haber estado muerto y volver a la vida, sino que la vida entera de Jesús les resultaba ahora «igual y distinta» a la vez. Este es el punto: al hablar de resurrección hablamos de una vida «igual y distinta».

Trabajo crítico de transfiguración

Y para pensar esto tenemos que hacer un doble trabajo crítico ( de transfiguración): primero, sacarnos de la cabeza las imágenes «modernas» de aparatos médicos y series televisivas; segundo, tenemos que desopacar las palabras usadas en la liturgia para que readquieran su esplendor original.

Cuando uno lee los testimonios de la resurrección -de los ángeles, de las discípulas, de María Magdalena, de Pedro y Juan, de los discípulos…- resalta otra frase que va unida a la expresión: «se levantó de la muerte» (como quien se levanta de una enfermedad o del sueño). Esa palabra es «He visto», «hemos visto al Señor».

El primer anuncio de María Magdalena es el más hermoso (y hay pocos íconos de este momento tan trascendental en la vida de la Iglesia):

«He visto al Señor y me ha dicho estas cosas» (Jn 20, 18).

Este evangelio de María Magdalena a los Apóstoles contiene todo. Porque María no «ha visto» simplemente a Jesús como estaba en ese momento, sino que lo «ha visto» en Persona con su vida entera. Una breve anécdota puede ayudar: Ayer una hermana de las Pobres Bonaerenses me llamó para decirme que se abría la causa de canonización de la Hna Bernadita, muy querida por muchos de nosotros en nuestra época de formación. Me pedía un testimonio de su vida. Yo me alegré mucho y se me ocurrió decirle que, en realidad, tenía pocos «hechos» para contar, pero que mi recuerdo de ella era de su persona: de su maternidad espiritual, de su ternura y de su viveza, porque ponía cara de abuelita inocente pero no se le pasaba una… Le decía que hay gente que se transparenta toda en cada pequeño gesto y uno, en lo que hace, «ve» su persona.

En «verlo y escucharlo a Él» está todo

Algo de esto es lo que sucede en la transfiguración y está también contenido en ese «he visto al Señor» de la Magdalena. En «verlo y escucharlo a Él» está todo. Los demás testimonios irán por este mismo cauce: Hemos visto al Señor… Los discípulos se alegraron al ver al Señor. El Señor ha resucitado y se ha «vuelto visible» (ofte; se le apareció) a Pedro. Los de Emaús contaron cómo se les habían caído las escamas de los ojos y habían «reconocido al Señor al partir el pan».

La experiencia es que al mismo Jesús que conocían, al que habían visto muerto, ahora lo veían vivo y sus palabras cobraban otro sentido. Y cada uno recogía cuidadosamente las palabras que el Señor le decía y se las comunicaba a la comunidad con gran alegría. Así nacieron los evangelios!

Es decir: la experiencia de la resurrección no es solo la de un «hecho físico» que le acontece a la carne del Señor, sino la experiencia de entrar otra vez en contacto con su Persona que, por una parte, se les presenta como siempre -saluda, come con ellos, se deja tocar- y, por otra parte, se presenta con características totalmente nuevas -se hace visible en medio de ellos estando las puertas cerradas, los acompaña por el camino sin darse a conocer y luego se deja ver (se transfigura)…

Y aquí nos encontramos nuevamente con la «transfiguración», que fue una experiencia única en la vida de la comunidad, testimoniada por Pedro, Santiago y Juan. En ella «vieron» a Jesús en todo ese esplendor y gloria que estaban velados en su interior y que relucían en sus milagros, en algún destello de su mirada, en la fuerza irresistible de su predicación.

Jesús vivía desde antes de la Resurrección con una Vida totalmente distinta en medio de la vida normal. Podemos decir que la Resurrección solo «liberó» o desató lo que había estado contenido y escondido y que se dejaba ver por momentos.

Jesús siempre fue un «Jesús resucitado», en el sentido de «levantado de toda postración y despierto de todo sueño». El Señor vivió siempre «de pie», erguido, vivió «de lo alto», del Espíritu, lleno de poder para hacer el bien, para sanar, para enseñar a amar y a adorar.

Luego de la resurrección los discípulos recuperan esta vida que habían compartido sin tener total conciencia: recuperan en la fe toda la vida del Señor como vivida por Alguien que es Dios con nosotros, que fue especialmente Dios con ellos.

Estas cosas son las que tenemos que recuperar también, en la oración contemplativa que es, literalmente, «ver al Señor».

La contemplación es fruto del Señor que «se aparece» «que se deja ver» y -consolándonos- nos dice «estas palabras» para que las anunciemos y vivamos. La contemplación es experiencia del Señor resucitado y transfigurado, ni más ni menos, sino exactamente igual que la que tuvieron las discípulas y los discípulos. Porque el Señor no resucita sino para que «lo veamos en Galilea» y para «decirnos todas sus cosas» y «abrirnos la Escritura» y «recordarnos todo lo que nos había dicho».

El evangelio no es otra cosa que «las palabras que el Señor les dijo que dijeran» a Magdalena, a los de Emaús, a los doce. Son Palabras cargadas con la fuerza del Resucitado que los envía a decírnoslas!

Contemplar es resucitar

Leer, saborear y pedir la gracia de entender estas palabras -el Evangelio- es igual no solo a «ver a Jesús resucitado», a que se nos «aparezca» por el camino, sino que es igual a «resucitar«. Más allá de la resurrección final, que no es más misteriosa que nuestro nacimiento y la creación del Universo, podemos vivir una  «resurrección actual», participando de la resurrección del Señor, mediante el contacto eclesial con los testigos a los que el Señor se les va apareciendo a lo largo de la historia, a los que les va haciendo experimentar la fuerza carismática de alguna de sus palabras que ellos, como testigos, convierten en obras de misericordia y de comunión fraterna.

Este participar de la resurrección de Cristo no es algo añadido, algo que sería pleno en Él y que a nosotros se nos regalaría con cuentagotas o vaya a saber uno cómo y cuando. La resurrección en cuanto «dejarse ver y tocar y poder hablar y hacer recordar todo lo que dijo e hizo por nosotros» es algo del Señor que es «enteramente para nosotros».

Lo que quiero decir es que Cristo siempre vivió con una vida que era la misma nuestra y más, infinitamente más, en tanto que vida del mismo Dios. Y esa vida suya, toda para nosotros, que fue comunicando a todos los que encontraba, como nos narran los evangelios -Cristo pasó haciendo el bien (se acostaba «cansado de haber hecho todo el bien posible» como dice el Papa Francisco que debemos vivir y él mismo da buen ejemplo)-, es ahora una vida que, gracias a la resurrección, está toda a disposición de quien la quiera vivir y compartir.

Eso son los sacramentos: estar bautizados -sumergidos- enteramente en la vida de Jesús (podríamos decir «en su evangelio», como si pudiéramos vivir dentro del evangelio y reeditar, en cada situación, alguna escena y meterla en nuestra vida como quien siembra una semilla buena que da ciento por uno en flores y frutos).

En la Eucaristía, entramos en comunión con la carne de Cristo resucitada, podemos estar con él compartiendo como los suyos en la última cena, podemos estar en el Calvario -como dice Francisco- comulgando en Jesús que muere en la Cruz con todos los que sufren y mueren en el mundo.

Y así en cada sacramento: vida plena que es toda para nosotros.

Bueno. La contemplación salió de un solo tirón, sin pensarla, partiendo de la dificultad para incorporar esa palabra «resurrección» y para mí es toda una experiencia de cómo una palabra puede volver a ponerse en pie y regalarnos tanto.

Diego Fares sj

Este es mi Hijo amado, el predilecto. Escúchenlo, les pido: es mi Hijo (2 A Cuaresma 2017)


Jesús tomó (en su compañía a sus amados discípulos),

a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,

y los llevó aparte a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos:

su rostro resplandecía como el sol

y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.

De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra

y se oyó una voz que decía desde la nube:

«Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo

Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.

Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo.»

Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.

Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión,

hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17, 1-9).

Contemplación

¡Escúchenlo!

Esta es la Palabra del Padre para todos los hombres: Escuchen a mi Hijo, escuchen a Jesús.

Toda la escena de la transfiguración apunta a inculcar para siempre este mensaje: tomar aparte a sus amigos, llevarlos consigo al monte Tabor, la transfiguración del Señor que se muestra en toda su gloria, la aparición de Elías y Moisés charlando con Jesús, la Nube luminosa que los cubre con su sombra (el Espíritu Santo) …, todo ayuda a que se grabe en los discípulos la Voz del Padre que dice: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo

En esto nos va la vida: en escuchar a Jesús.

¿Es fácil escuchar a Jesús? Siempre me impresionó la respuesta que dio un jesuita a uno que preguntaba si habían estado lindos los Ejercicios que había hecho. “Los ejercicios no son ni lindos ni difíciles –le dijo-: los ejercicios hacen mucho bien”.

Creo que se puede aplicar a Jesús: escuchar a Jesús nos hace bien, mucho bien. A veces será fácil, a veces difícil. A veces será agradable escucharlo, a veces será como tomar un purgante o cauterizar una herida… Pero “escuchar a Jesús” siempre nos hace bien.

San Ignacio, en el centro de los Ejercicios que es la meditación del Llamado del Rey, hace pedir esta gracia: “no ser sordo a su llamamiento, sino presto y diligente para cumplir su santísima voluntad” (EE 91). No ser sordo… No hacerme el sordo, como bien decimos.

Como en muchas cosas del evangelio, hay que estar atentos a un detalle: aquí se trata de una reduplicación. Se trata de “escuchar al Padre” que nos dice que “escuchemos a Jesús”…

Siempre me acuerdo de un hecho de mi formación que, recordado después de tanto tiempo, tiene un sabor simpático, pero que en el momento me zarandeó la fe en mis formadores. Eran nada menos que mi provincial de entonces y mi rector (Bergoglio). El provincial me había misionado a hacer el magisterio en Ecuador y fui a Bergoglio para pedirle plata para sacar el pasaje. Estaba ocupado y me dijo que le pidiera al Provincial, que estaba en la oficina de al lado con el secretario. Fui y estaban ocupados también. El provincial apenas levantó la vista y me dijo que eso se lo pidiera al rector. Volví a Bergoglio y le dije que el provincial me mandaba que eso se lo pidiera a él y me respondió que volviera a pedirle al provincial. Yo me disgusté y le dije: Pónganse de acuerdo entre ustedes, porque si no, yo no sé a quién obedecer. El me miró y como uno a quien le parece evidente que allí no había ningún problema, me aclaró: “Vos no te preocupés, vos obedecé a los dos”.

La verdad es que no “entendí” la formulación y salí medio queriéndome enojar, pero a los dos pasos se me quitó el enojo. Así que fui de nuevo al provincial, y le pedí lo mismo, con buen humor. Y él se rio y me hizo dar la plata para el pasaje.

Después de haber visto tantos problemas con respecto a la obediencia a lo largo de mi vida, creo que fue la lección práctica que más me ha servido para no enroscarme en esas tentaciones que tanto dañan y complican la vida de la iglesia. Si tenés que obedecer a este superior o a aquel, a la ley escrita en papel o a tu conciencia, al concilio Vaticano o al de Trento. “Vos obedecé a los dos”, ha sido siempre la fórmula que me ha puesto en el presente concreto y me ha llevado a dejar las cosas en manos del Espíritu. Nunca me olvidaré ese momento en que salí de la pieza de Bergoglio y caminé por el patio del Máximo aquellos diez o doce pasos que me llevaban a la Secretaría, cómo me hizo sonreír el pensamiento de que me podía pasar la mañana entera yendo y viniendo sin la plata, obedeciendo a los dos, de a uno por vez.

Esta anécdota es para introducirnos en esta especie de juego entre el Padre, que nos dice que escuchemos a su Hijo, y Jesús, que nos dice que hagamos la voluntad del Padre… Mientras vamos de uno al otro, el Espíritu nos acomoda las cargas de la vida y nos hace discernir.

Escúchenlo. Escuchar a Alguien como Jesús no es “escuchar nomás”.

En el escuchar, la intención lo es todo. Uno puede oír como quien oye llover o escuchar guardando en el corazón cada palabra –con sus tonos y sus énfasis-, como escuchaba María, según Lucas.

Uno puede oír apurado, ya sabiendo lo que viene y preparando la respuesta, o escuchar bien atento, como salido de sí y volcado en lo que dice Jesús, para tratar de que le pesen las palabras como le pesan a Él. Apurado lo escuchó Pilato, que ya tenía decidido hasta dónde se podía extender en la justicia y hasta donde no. Bien atento lo escuchó Zaqueo, que sin que Jesús le dijera nada, él solito se dijo lo que tenía que hacer, cuánto iba a devolver, cuánto iba a regalar.

Uno puede escuchar las cosas con el “oído teórico”, como aquel escriba que le dio la razón a Jesús (¡!) cuando el Señor citó los mandamientos como están “escritos”. Y también se ve que escuchó lo del prójimo, porque juzgó bien al decir que el que “se había hecho prójimo había sido el samaritano”. Pero a Jesús hay que escucharlo también con el “oído práctico”, que no se queda teorizando, sino que pasa directo a la acción, como lo escucharon los discípulos cuando “dejaron las redes y lo siguieron”.

Uno puede escuchar como escucha el mal espíritu –el acusador- o como escucha el Paráclito, nuestro abogado defensor. El Abogado defensor nos escucha atentamente, buscando la verdad, pero para salvarnos. El acusador en cambio, no se fija en si usa verdad o mentira, pero lo que quiere es hundir y condenar.

Ayer fui a renovar el permiso de estadía en Italia, que te renuevan por dos años. El lugar es un campo militar, bien en las afueras de Roma y para llegar hay que cambiar subte y luego tomar un colectivo. La cuestión es que no venía el micro y me tuve que tomar un taxi para llegar. El tipo se hizo el tonto y arrancó con el reloj en 6 euros en vez de en 3. Como me di cuenta a los dos minutos le pregunté “elegantemente” si variaba la tarifa “di partenza” (yo le dije “di partita” y habrá pensado que hablaba de la partida de fútbol). Se hizo el tonto y me respondió en abstracto: diciendo que dependía de si era horario nocturno o diurno y si era feriado. Yo le dije que me refería a la de ahora, porque había arrancado en 6 euros y no en 3 y me dijo que no importaba porque el viaje hasta el “ufficio immigrazione” eran 15 euros siempre. Me mostraba el reloj como diciendo “ahí está” pero no tiene nada que ver. En esto de hacerse los que no entienden los tanos son especialistas. La cuestión es que no me quería bajar porque tenía el turno fijo (que te lo dan 2 meses antes y si lo perdés es complicado) así que me dispuse a hacer lo del evangelio y pagarle de más. El reloj marcó 16,10. Le di 50 y le dije que me cobrara 20. Ahí no entendió de veras, porque me pidió monedas. Le insistí que cobrara 20, pero me dijo que no tenía cambio y entonces le di 15. Aceptó. Le dije: te quería dar 20 pero como parece que no nos entendemos bien, te doy los 15 que decís que cuesta. Ahí se le abrieron los ojos y me dijo un poco avergonzado: Está bien padre, está bien así. Le di una bendición y quedamos todos contentos.

Al salir del trámite, luego de dos horas compartidas con cientos de inmigrantes africanos, norteamericanos, chinos, suecos y de otros lados que no reconocí, como había tenido que llegar en taxi, no sabía cómo volver. Así que le pregunté a dos militares que estaban mirando un videíto en el celular, si sabían cómo podía llegar a la estación de Termini. Me miraron como si les hubiera preguntado cómo se hacía para llegar a González Catán o algo así y sacando por un instante la mirada del jueguito uno me dijo que la verdad es que ellos no sabían estas cosas. Pero que fuera hasta la esquina que por ahí pasaba un bus y que seguramente a alguna parte me iba a llevar. Con un poco de ironía le dije que estaba muy bueno eso de que “seguramente a alguna parte me iba a llevar”. “É buona questa!” – agregué y me parece, por la cara que pusieron, que dudaron un poco si yo era infradotado o si los estaba mandando “va fan c…”, como dicen aquí. Pero se olvidaron de mí y volvieron al jueguito. En ese mismo momento escuché una voz de atrás que me decía que el colectivo de la esquina a donde iban ellas me llevaría hasta el subte… Mientras me seguía explicando, me di vuelta y vi que era una señora, que resultó ser brasilera de Bahía, que escuchó mi conversación al pasar y con dos palabras me orientó al micro. Iba con una amiga cubana y charlamos todo el viaje, primero en el micro y después en los dos subtes. La señora brasilera, mamá de dos hijos ya grandes y que trabajaba en Italia desde hacía 12 años…, me dijo que era raro estar charlando, porque ella no solía hablar con nadie en la calle, pero que conmigo había sentido confianza. Y yo le dije que ella me había escuchado primero y me había hablado…

Digamos que hay gente que escucha, que quiere escuchar y con la que te hacés amigo… Y gente que no escucha, o se hace la que no entiende… Se evitan algunos problemas, es verdad, pero se pierden oportunidades, de ganar 5 euros o de hacer amigos. Cuento todo esto porque el Padre dice que escuchemos a Jesús y Jesús dice que él habla a través de los pequeñitos.

Diego Fares sj

Cuaresma 2 A 2011- San José

Tomar consigo

Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos:
su rostro resplandecía como el sol
y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bien estamos aquí!
Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra
y se oyó una voz que decía desde la nube:
«Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra,
llenos de temor.
Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
«Levántense, no tengan miedo.»
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó:
«No hablen a nadie de esta visión,
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» (Mt 17, 1-9).

Contemplación
Tomar consigo. “Tomó en su compañía”, dice Ignacio en los Ejercicios.
Hoy la Transfiguración coincide con la fiesta de San José, de quien podemos pensar que Jesús aprendió lo que significa “tomar consigo” a alguien. San José ha quedado grabado en el imaginario de nuestro corazón como el que “tiene consigo al Niño Jesús en brazos”. Este abrazo de Padre (que Jesús expresa tan emotivamente en la parábola del hijo pródigo) es lo que Jesús vive en “el seno del Padre” y lo que vivió en su infancia en Nazareth, cada vez que José lo alzaba en brazos y lo tomaba consigo. De su padre aprendió Jesús lo que significa “hacerse cargo de la gente”, tomar consigo a sus amigos y hacerles participar de su transfiguración y de su pasión.

Si la perfección de la fe de Abraham fue respuesta a un “dejá” –“sal de tu tierra y deja tu casa paterna”-, la perfección de la fe de San José es respuesta a un “tomar consigo”: “Pensando él en esto, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo y recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
San José pensaba que tenía que “dejar a María” y lo que Dios le pide ahora, en esta nueva etapa de la fe, es que “la tome consigo y tome consigo a Jesús”.

Esta será la manera de obrar de Jesús, la de tomar consigo. Así lo hace en la transfiguración con sus compañeros Simón Pedro, Santiago y Juan: los tomó consigo, se hizo acompañar por ellos. Así también hará en la pasión: los tomará consigo y los llevará a rezar con él en el Huerto.

Con Jesús la fe ya no consiste en dejar sino en tomar. “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”. Este es el estilo de Jesús resucitado: “Les dijo Jesús: — Vengan y coman. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Vos, quién sos?», porque sabían que era el Señor. Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio (Jn 21, 12).
La fe consiste en recibir y tomar con nosotros al Espíritu Santo que se nos envía: “Entonces sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu Santo (Jn 20, 20).
La fe consiste en recibir a Jesús, sabiendo que “el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió (Jn 13, 20).

San José es el primero en esta “obra de la fe” que le agrada al Padre.
Pareciera que es “lo único que hace”: tomar consigo, una y otra vez, al Niño y a su Madre.
María “toma consigo” a Jesús de una manera única, como sólo se da en la concepción (con-captar): “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús”. Lo que ella “recibe” y “acepta” físicamente en la Encarnación es lo que hace y hacemos todos en la fe: “concebir” a Jesús que entra en nuestra intimidad por la Palabra recibida en la fe y “recibir” y “tomar con nosotros” a Jesús que viene a nosotros en los pobres , en la Eucaristía y en cada “consolación” del Espíritu Santo. San Ignacio dice que las consolaciones hay que “recibirlas” y las tentaciones “lanzarlas”.

Es muy clara, entonces, la dinámica de Jesús. En el cristianismo lo primero no es “dejar” sino “agarrar”: tomar y recibir.
En el AT también, si se dejaba algo era para recibir algo mayor, pero en promesa. Como le promete Dios a Abraham cuando deja todo por él: “Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y será una bendición para los demás”.
Con Jesús la promesa se hace realidad en el acto.
Al tomar José consigo a María y a Jesús lo tiene todo y por eso no agarra nada más.

Esto lo experimenta el que pone manos a la obra en alguna tarea de servicio que implica “tomar consigo” a los demás. De afuera, otros ven lo que uno deja. Pero la persona experimenta lo que “toma”, lo que recibe de más al tomar consigo el servicio.

De allí viene esa experiencia de gozo que uno no sabe explicar muy bien por qué. Los voluntarios dicen: después de trabajar sirviendo a los necesitados salgo lleno, salgo contento. A veces me cuesta ir (dejar lo que tengo entre manos) pero después cuando estoy allí me olvido de todo y salgo mejor que antes. Es la llenura que da el recibir a Cristo en la persona de los que servimos. Por eso la frase para los voluntarios es la del Angel a José: “No temas tomar contigo” a los que vas a servir en la Iglesia, porque lo que hay en ellos es del Espíritu Santo. Está Jesús en ellos, al servirlos a ellos recibís a Jesús.

Esta es la palabra que San José nos comunica en su silencio perfecto: con sueños y acciones. San José es el que abre esos dos espacios en los que la Palabra se gesta, crece y es fecunda: el sueño y la acción. San José no habla porque su Palabra es Jesús entero: La Palabra. No habla porque está lleno de La Palabra, lleno de escuchar y contemplar –embobado como un padre con su hijo- a Jesús, las transfiguraciones cotidianas de su Jesucito. No habla porque está ocupado en “hacer lo que esa palabra le dice interiormente”. El silencio de José es como el silencio del Padre, que lo único que repite es: “Esté es mi hijo amado, el predilecto. Escúchenlo”.

San José sueña esos sueños tormentosos en los que el deseo y la angustia luchan hasta que son pacificados por la Palabra de Dios cuando brota de lo más íntimo de nuestro interior, allí donde somos “creados” por el Padre. Ese sueño en el que nuestro espíritu se libera de todo límite racional y fluye en la libertad imaginativa del que duerme, es ámbito propicio para que el Padre hable una palabra plena, esas palabras que aclaran todo y que uno siente plenamente propias y a la vez de Dios.

“Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”.
El otro ámbito de la Palabra es la acción pura y concreta. San José no se sienta a cavilar si lo que soñó es sólo un sueño. Se despertó y puso en práctica la Palabra que le había sido revelada. No pone peros ni le da vueltas a lo recibido sino que lo ejecuta obedientemente. Allí está la perfección de la fe: poner en práctica la palabra oída: obedecer (“ob-audire”).
La reflexión no se excluye, pero viene después.
San José nos enseña esta “matriz” cohesionada y fecunda de la fe: total disponibilidad para oír y recibir (sueño) y total fidelidad y prontitud para llevar a la práctica (acción). La reflexión viene luego, para sacar fruto y aprender.
La belleza del sueño y lo trabajoso del bien están primero que la verdad.
El que se anima y lo hace lo goza.
El que pone en medio, entre lo soñado y lo actuado, las idas y vueltas de la razón, pierde tiempo y muchas veces pierde el momento oportuno.

Le pedimos a San José estas sus gracias: la de soñar las cosas de Dios: soñar que el Angel nos dice, tomá contigo a María y a Jesús, tomalos con vos y no los sueltes, agarralos bien contra tu pecho y tu corazón. No importas cómo estés: soñá que los tomás contigo. Soñá que te toman ellos de la mano. Tomá con vos a Jesús en la Eucaristía. Tomalo de la mano en algún pobre que te pida. Alzá en brazos a los bebés de tu familia y tomalos contra tu corazón, tal como ves en la imagen de San José con el Niño. No tengas miedo: tomalos. Abrazá a algún anciano, bendecí en la frente a un enfermo, poné la mano en el hombro de los jóvenes… No temas.
Y también le pedimos la otra gracia suya, la de “hacer”, hacer lo que Dios nos hizo soñar, levantarnos y salir rapidito a comenzar a hacer, poner manos a la obra, no pensar, hacer. Después que hagamos un rato lo que soñamos que se nos mandaba, sí, parar un momento y pensar. Veremos que el pensamiento corre libre, agradecido, que no necesitamos pensar mucho si hacemos o no sino más bien “cómo”. El “cómo hacerlo mejor” orientará nuestro pensamiento puesto en acción. Tomá con vos a Jesús y sentirás cómo el Padre te toma en brazos a vos: “al que me ama, el Padre lo amará y vendremos a él y habitaremos con él”.
Diego Fares sj

Domingo de Cuaresma 2 C 2010

El secreto de sus ojos

Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago y subió al monte para orar. Y mientras estaba orando, aconteció que el aspecto de su rostro parecía otro y sus vestidos se volvieron de una blancura refulgente.
Y he aquí que dos hombre hablaban con Él. Eran Moisés y Elías, que, apareciendo circundados de gloria, hablaban del éxodo que Jesús había de consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros, estaban cargados de sueño, pero habiéndose desvelado vieron la gloria de Jesús y a los dos varones que estaban con él. Y aconteció que al retirarse ellos de Él, Pedro dijo a Jesús:
–Maestro, ¡qué hermoso que es para nosotros estar aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, una para Moisés y una para Elías.
Pedro no sabía lo que decía. Mientras estaba hablando, se formó una nube y los cubrió; y se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y se dejó oír una voz de la nube que decía:
–Este es mi Hijo elegido; escúchenlo.
Mientras sonaba la voz, Jesús se quedó solo. Ellos guardaron silencio y no contaron a nadie por entonces nada de lo que habían visto (Lc 9, 28b-36).

Contemplación

Balthasar dice que “La transfiguración no es un anticipo de la Resurrección, en la que el Cuerpo de Jesús se verá transformado en dirección a Dios, sino, al contrario, la presencia del Dios Trinitario y de la historia de salvación entera en su Cuerpo predestinado a la Cruz”.
¿Qué quiere decir?
Que lo que Jesús desvela por unos instantes a los ojos de sus discípulos amigos es lo que acontece en su interior: cuál es el diálogo que habita su corazón, sus pensamientos y sentimientos mientras comparte con ellos los caminos de la historia. Jesús metido en la vida cotidiana de la humanidad, anónimo en la opacidad de su cuerpo –como uno de tantos-, deja que se trasluzca el secreto del cielo interior en el que vive. En el Cuerpo de Jesús habita la historia de Salvación entera. Puede leerse en su Carne todo lo que aconteció desde Abraham hasta los Profetas, pasando por Moisés y David. En su Cuerpo se reeditan los hechos salvíficos:
su Carne es la Tierra prometida a Abraham;
su Cuerpo es la Escalera que soñó Jacob: “una escalera apoyada en tierra, cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella”;
su Cuerpo es el Maná, el Pan del Cielo y la Medicina de Moisés que cura las mordeduras de serpiente;
el borde de su manto es más poderoso que la mitad del manto que Eliseo consiguió desgarrar de Elías cuando le fue arrebatado al Cielo;
su saliva y el barro que hace con sus manos crean ojos nuevos;
sus dedos abren oídos sordos y sueltan lenguas mudas;
los pies de Jesús pisan nuestra tierra abriendo caminos que llevan al Padre, de ellos se puede decir con gozo: “es hermoso ver bajar de la montaña los pies del mensajero de la paz”. Cuando Jesús se pone en camino no hay mar rojo que detenga su marcha; todo desierto florece y es verdad que “se hace camino al andar”. Los pies del Señor acercan el Reino de los Cielos y lo establecen con su pisada por donde sea que pasa;
los ojos del Señor transfiguran las cosas con su mirada buena. Cuando el Señor mira con amor se derriten los pecados de la Magdalena, se disipan las dudas de Simón Pedro, se imprime el amor a la Madre en el corazón de Juan…

También es verdad que ante su mirada se entristece el ánimo del joven rico y cuaja la traición en el corazón amargado de Judas.
El Cuerpo de Jesús porta en sí y pone en acto toda la historia de la salvación y si no nos adherimos a Él –si no comemos su Carne y no bebemos su Sangre salvadora- otras historias se apoderan de nuestro cuerpo:
historias como las de Adán y Eva, que teniendo a mano todos los frutos sanos que crecen en el paraíso de la espiritualidad comen del árbol de la ciencia del bien y del mal y se despiertan a una historia autorreferencial en la que ya no hablan más con su Padre Creador;
historias como la de Caín que siguen encantando a los Saramagos de moda que parecen querer justificar que termine matando por envidia a su hermano Abel;
historias como la de los hombres en Babel, construyendo desencuentros y malentendidos con una pasión a la que muchos de nuestros políticos no tienen nada que envidiar;
historias de festicholas y corrupción que terminan con Diluvios;
historias de pueblos idólatras que dan vueltas cuarenta años por el desierto de sus errores y necedades repetidos con obstinación…

La historia de la salvación tiene su piedra angular en el Cuerpo de Jesús nuestro Señor. Al topar con él o se edifica o se tropieza. Lo que no se transfigura en Jesús se desfigura.

En el Cuerpo del Señor se recapitula la historia y la vida de cada persona y de toda la humanidad:
de ese Cuerpo mana la fuente de la vida y de la santidad;
de ese Cuerpo nos alimentamos, de Él bebemos,
en Él nos injertamos para dar fruto como los sarmientos a la Vid,
en torno a Él nos reunimos para que nos apaciente como el Buen Pastor a sus ovejas,
si su Cabeza se recuesta en el cabezal de nuestra barca para descansar, estamos seguros en medio de cualquier tempestad.

Y no solo recapitula para atrás sino también para adelante:
ese Cuerpo es el que la Madre Teresa experimentó que tocaba con sus manos al tocar la carne doliente de las personas que recogía de la calle;
ese Cuerpo fue el que abrigó Hurtado con su sobretodo cuando lo vió empapado de frío aquella noche de invierno y le hizo abrir los ojos para ver que “el pobre es Cristo”.

El Cuerpo de Jesús obra como transfigurador de toda realidad: en él las cosas y las personas adquieren otra densidad, revelan otra dimensión de la que comunmente vemos y experimentamos. El Cuerpo del Señor permite catalizar todo lo bueno y purificar todo lo malo.
Pensaba ayer, leyendo el evangelio de “ponerse de acuerdo con el adversario” a cuántas personas amaba sin peros. Y creo que no había casi ninguna a la que alguna vez no le hubiera puesto un pero, circunstancial para los más queridos, pero pero al fin. Y me daba cuenta de que sin Jesús es imposible amar sin peros. Los primeros son para mí mismo. Y si no me amo como Dios me ama ¿cómo amar a los demás sin condiciones?
Pero con Jesús, con el plus que pone Jesús a cada acto bueno, con el perdón que regala Jesús a cada arrepentimiento, con la bendición que derrama sobre cada canasta con cinco pancitos ofrecida, es posible amar sin peros. Con Jesús es posible consolidar el amor a cada persona en un gesto, recibiendo lo que nos dan como perfeccionado en Jesús y ofreciendo lo que damos solicitando la bendición del Señor.
Así se transfiguran las acciones buenas: cuando se hacen en el Nombre de Jesús.
Lo que hacemos o padecemos en su Nombre adquiere transparencia de Cielo y fecundidad de Vida eterna y peso de Gloria infinita.

En el Cuerpo de Jesús no resplandece sólo la historia de la salvación –pasada, presente y futura-, sino que resplandecen por encima de todo las Personas del Padre y del Espíritu Santo.
En el Cuerpo de Jesús el Padre se nos vuelve cercano.
Como decíamos hace unos años en esta misma contemplación:
“Desde que vino Jesús, pareciera que Dios Padre se volvió más misericordioso, más realista, más vulnerable…”.
O mejor decir –para no ser irreverentes- que desde que vino Jesús se transfiguró “nuestra manera de percibir la acción de Dios”.
Dejamos de percibirlo como castigador, como hacía el Antiguo Testamento.
Dejamos de percibirlo como Juez que cree que con dar unos mandamientos basta.
Dejamos de experimentar su acción como arranques de Todopoderoso, que destruyen y construyen arbitrariamente, tan frecuentes en la visión del Antiguo Testamento.
En el Cuerpo de Jesús, el Padre se nos muestra frágil y conmovido (misericordioso), como un hombre mayor que corre a abrazar a su hijo pródigo.
En el Cuerpo de Jesús, el Padre se nos muestra humillado pero sin bajar los brazos, (paciente) en esa tarea tan difícil de los padres cuando no se resignan a no encontrar argumentos para convencer al hijo, que está sentido, de que entre a la fiesta familiar.
En el Cuerpo de Jesús, el Padre se nos muestra preocupado por la gestión de su viña (trabajador), saliendo Él en persona a buscar obreros, abajándose a charlar con los que han estado holgazaneando y perdiendo tiempo. Es un Padre metido en la paga de sueldos y que escucha los comentarios que se hacen por lo bajo.
En el Cuerpo de Jesús, el Padre se nos muestra lúcido ante la acción del enemigo que siembra cizaña y contenedor de sus servidores para que no arranquen el trigo en su impaciencia (providente).
En el Cuerpo de Jesús, el Padre se revela como el que lo hace todo por la fiesta de bodas de su Hijo con la humanidad, atento a las invitaciones y los detalles de la fiesta, invitando personalmente y rearmando las cosas a medida que parece que no salen bien (glorioso).
Es un Padre cercano. Como el que nos revela Sor Eugenia Ravasio, con ingenua lucidez evangélica en “El Padre habla a sus hijos”: un Padre que “pone en el suelo su corona y toda su gloria para tomar la actitud de un hombre común”. Ella cuenta que “se le sentó al lado” y comenzó a hablarle de su amor por sus hijos.
Mirando el Cuerpo de Jesús transfigurado la voz del Padre que lo nombra Hijo amado y predilecto hace que toda nuestra carne se sienta irresistiblemente atraída por la Gloria de este Jesús que pronto irá a dar su vida por nosotros en la Cruz.
En la transfiguración el Señor deja que el secreto de sus ojos inunde con su luz por unos instantes todo su cuerpo bendito de modo tal que la historia de su muerte se convierta, a los ojos de la fe, en la historia de su Amor.
Diego Fares sj

Domingo 2º B Cuaresma 2009

transfiguracion 

  

La transfiguración: “Comulgar con Él con los ojos del corazón”

 

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

 

Contemplación

            También nosotros nos preguntamos (o más bien “tememos preguntarnos”) que significará “resucitar de entre los muertos”.

La verdad es que no lo sabemos ni podremos entenderlo nunca si pretendemos saberlo como se “saben” las cosas humanas. No lo sabremos ni por el sentido común que brota de nuestras experiencias, ni por las ciencias. Todo nos dice que los muertos no resucitan (y que las vueltas a la vida puntuales son más bien propias de películas románticas o de terror).

 

La pregunta “¿qué significa resucitar de entre los muertos?” es una pregunta que, si la queremos hacer, sólo tiene sentido hacérsela a Jesús. Y Jesús sólo responde al que se acerca a preguntarle con fe de buen amigo, al que desea situarse dentro de ese ámbito de comunión eclesial que se da en torno a la contemplación del Evangelio. Una contemplación que “sabe” las cosas “saboreándolas”, comulgando con ellas. A este saber de comunión apuntamos cuando le preguntamos al Señor por la resurrección. Nos interesa comulgar con su muerte y resurrección, como cuando recibimos la Eucaristía. Esta comunión con su carne hace que se nos abran los ojos y lo reconozcamos transfigurado…, en lo cotidiano de la vida.

 

Llegar a saborear lo qué significa “resucitar de entre los muertos” es la esencia del cristianismo. Y el Señor nos muestra que es camino largo, de subida, y de subida en compañía. Por algo se llevó a sus tres amigos al Monte y les previno que no contaran nada de la belleza de su Gloria hasta que él resucitara de entre los muertos. Y cuando resucitó, se les reveló sólo a los que habían compartido su vida y su pasión, para que la buena nueva se fuera transmitiendo ─ como se transmite la vida ─ en el ámbito íntimo del amor interpersonal.

 

Hacer esta pregunta en otro ámbito lleva rápido al ridículo. Y algunos cristianos se sienten mal al ver que se cae en el ridículo cuando se trata el tema de la resurrección en algún programa de televisión o en un ámbito profano. Como si fuera ridícula la resurrección. ¡No! Lo que es ridículo es tratarla fuera del ámbito de la fe. Lo ridículo no es la Perla sino tirar la perla a los chanchos.

 

Nos ponemos, pues, con humildad de corazón, en este ámbito elegido por Jesús para iluminarnos con su transfiguración.

 

Subimos al Monte junto con los que él eligió como “testigos de su belleza”.

 

Mientras subimos, recordamos la imagen de nuestro corazón como el desierto donde Dios nos habla. “Orar es descender con la mente dentro del corazón”. Descender a sentir el silencio del corazón, a escuchar cómo el Espíritu nos recuerda allí las pocas palabras esenciales:

 

Padre.

 

Te doy gracias.

 

Jesús, ten misericordia de mi, pecador.

 

No teman. Tengan paz.

 

Yo soy la resurrección y la vida.

 

Este descenso a lo hondo del corazón ─ donde el Señor nos hace saborear que El es la resurrección y la vida ─ no es posible mantenerlo si Jesús no se nos transfigura.

Los padres hablan de descender al corazón “y estarse allí ante el Rostro del Señor, siempre presente”.

Sólo el Rostro de Jesús transfigurado ─ con el peso de su Amor y de su Gloria ─ es capaz de atraernos al interior de nuestro corazón y hacer que nos “estemos allí”.

 

Sin el brillo transfigurado de su Rostro amable, sin la sonrisa de sus ojos buenos, nuestra mente genera imágenes que  nos expulsan compulsivamente hacia el exterior. Hay que atravesar esa zona media del corazón, zona de turbulencia y de impulsos ciegos, de movimientos compulsivos, de temor o de ansiedad de novedades, para llegar a la zona quieta y serena, a ese monte que se eleva en el centro de nuestro corazón, punto firme desde donde surge el impulso de la vida como Don del Padre.

 

Allí, sólo ocurren dos cosas, o bien se nos desvela el rostro transfigurado de Jesús y entonces nos estamos allí, comulgando con esa luz en silencio o bien se nos vela como en medio de una nube y entonces nos estamos allí, comulgando con la Voz del Padre que nos dice al oído: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo”.

 

Comulgando con la carne transfigurada del Señor y con la voz transaudicionada del Padre, tal como nos lo transmiten los testigos podemos saborear en la fe, en la esperanza y en la caridad, qué significa “resucitar de entre los muertos”.

 

“Resucitar de entre los muertos” es creer en Jesús, adherirnos a su Persona, comulgar con él con los ojos del corazón.

La fe es en sí misma es una resurrección. Creer en otro, confiarse enteramente en otro y ponernos en sus manos es una experiencia que nos hace morir de alguna manera ─ a nuestros criterios, a controlar nuestra propia seguridad ─ y resucitar cuando el otro no nos defrauda.

Me contaba ayer Rossi una experiencia de fe y un milagro que le hizo el Hno. Figueroa (santo hermano jesuita que fue portero de nuestro Colegio de la Inmaculada de Santa Fe) una tarde de niebla cerrada en las sierras de Córdoba. Habían subido con el Hno. Luis Rausch al Champaquí ya con niebla de mañana y al caer la noche se dio cuenta de que estaba perdido. No se veía ni a un metro y como caía la noche le propuso al Rausch hacer carpa mientras tenían algo de luz. El otro se plantó con que “de ninguna manera” y le dijo que le pidieran al Hno. Figueroa que los orientara. Rossi contaba que al ponerse de rodillas y comenzar el Padrenuestro sentía bajar un escepticismo más denso que la neblina. Tipo “estamos perdiendo dos minutos que lamentaremos cuando no podamos ni armar la carpa”. Sin embargo es difícil contradecir a un Rausch y más si está rezando, así que rezó nomás. Me contaba que en el mismo instante en que terminaron el Padrenuestro escucharon voces de niños! La escuela estaba a unos 600 metros y los chicos habían salido de clase y conversaban. La experiencia del milagrito fue fuerte. Por haberlo pedido en la fe del otro…; y por las voces de los niños… me decía Rossi. (Me acuerdo ahora de San Agustín, cuando rezaba pidiendo una señal y escuchó las voces de aquellos chicos que del otro lado del muro de su jardín cantaban en medio de un juego “toma y lee; toma y lee” y él tomó la Escritura y leyó “No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revístanse de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleen su cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo (Rm 13, 14)” (Confesiones 8, 12).

Hacer un acto de fe, comulgando con otro, es “resucitar de entre los muertos”, resucitar del escepticismo, que nubla la mente más que la niebla de la sierra los ojos.

 

“Resucitar de entre los muertos” es tener esperanza, beberse en el momento presente, de un trago, el Cáliz del Señor, confiando en que luego de beberlo se nos abrirán los ojos y veremos distinto. La esperanza es en sí misma una resurrección. Aquellos que “sólo en Jesús ponen su esperanza”, experimentan en su vida lo que significa “resucitar de muchas muertes”. La esperanza nos hace resucitar de esa muerte que es cada desilusión que nos pegamos cuando no esperamos sólo en “Cristo Jesús, nuestra Esperanza”─ (1 Tm 1), sino que nos ilusionamos con los espejismos de nuestro propio yo o con las proyecciones de las estadísticas.

La esperanza cristiana es una resurrección porque es una reduplicación. Esperar es “creer en la esperanza misma (no en cosas que vendrán)”. Así lo expresa hermosísimamente Pablo refiriéndose a Abraham: “contra toda esperanza, creyó en esperanza…” (Rm 4, 18). Esperanza cristiana es creer allí donde ya no hay esperanza humana. Creer cuando la niebla no deja ver ni a dos pasos adelante y esperar hasta oír las voces del Buen Pastor que nos orientan a la fuente de vida.

 

Resucitar de entre los muertos es tener caridad. Poner manos a la obra con caridad. La caridad es en sí misma una resurrección, porque nos saca de la parálisis de la muerte y nos pone a caminar y a trabajar en el Nombre de Jesús resucitado. La caridad es más que el mero amor. Es amor esperanzado y creativo, que da vida allí donde parece que sólo hay esterilidad. La caridad resucita la vida donde ha muerto por el pecado o por agotamiento natural.

 

Resucitar de entre los muertos es orar. Orar con fe, esperanza y caridad.

 

Orar es descender (morir) con la mente dentro del corazón… y alzar los ojos (resucitar) al Rostro del Señor, siempre presente, cuya mirada transfigura todo en tu interior”.

Diego Fares sj