Domingo 4 C 2010

La fe de José: creer en Jesús en medio de la vida ordinaria

Y Jesús comenzó a decirles:
– Hoy se ha cumplido esta Escritura en los oídos de ustedes.
Todos daban testimonio en su favor y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios y comentaban:
– Pero ¿acaso no es éste el hijo de José?
Él les dijo:
– Seguramente ustedes me aplicarán a mí este proverbio: «Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu patria».
Sin embargo añadió:
– De verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su patria. De verdad les digo que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel al tiempo de Eliseo el profeta, y ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio.
Y se llenaron de ira todos en la sinagoga al oír estas cosas. Y levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero El, abriéndose paso por en medio de ellos, seguía su camino” (Lc 4, 21-30).

Contemplación
Como en la contemplación del Pan de Vida del año pasado (Domingo 19 B), la mención a San José es para mi una invitación a contemplar la Figura de nuestro Patrono y Protector. Son contadas las veces que San José aparece en el evangelio y, así como no hay que forzarlo a salir del silencio y del ocultamiento amoroso propios de su misión, tampoco hay que dejarlo pasar desapercibido cuando aparece. De contemplarlo en silencio podemos sacar mucho provecho para nuestra relación de fe con Jesús.

Meditando en la frase “Pero ¿acaso no es éste el hijo de José?”, me llama la atención que las mismas palabras tengan sentidos distintos en Juan y en Lucas. Las respuestas de Jesús nos revelan cómo Él entendió intenciones diversas en cada ocasión.
En el evangelio de San Juan, los Fariseos ‘ningunean’ al Señor cuando les revela que Él es “el Pan bajado del Cielo”. Con ironía se dicen entre sí: “Pero ¿acaso este no es el Hijo de José?. ¿Cómo es eso de que ha bajado del Cielo?”. Notábamos cómo Jesús no dejó pasar la frase. No sólo por un cariño natural a su padre adoptivo sino para que aprovechemos en la fe, uniendo la imagen de San José a la de la Eucaristía, Pan del Cielo.
Contemplamos nuevamente cómo para Jesús la imagen del pan está unida a ese pan cotidiano que San José, como padre de familia hebrea, bendecía y partía con amor en la mesa familiar. Jesús no es Pan “caído de un Cielo extramundano”, es Pan que viene de un Cielo que es la Intimidad Amorosa del Padre con el Hijo. Y esta Intimidad –este Reino de los Cielos – brota desde adentro del corazón humano de Jesús. A ese corazón María le brindó su carne purísima y San José un hogar. Ese hogar, en el que José partía el pan, fue durante muchos años el espacio terreno del Cielo, de la intimidad de Dios. Como dice el Card. Suenens en su hermosa “Carta a San José”: “Que misterio el hogar de Nazaret, esta degustación anticipada del cielo sobre la tierra”.

En el evangelio de hoy la frase es la misma –¿acaso no es éste el hijo de José?-, pero la tentación de los paisanos de Jesús no es la de menospreciarlo por ser hijo de José sino la de exigirle trato especial por ser de los suyos. Lo deducimos de la respuesta del Señor. Les dice: “Seguramente ustedes me aplicarán a mí este proverbio: ‘Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu patria’”.
Jesús pesca que lo consideran uno del pueblo y que el reproche va por el lado de los celos. ¿Por qué hacés milagros en otro lado? Tanto tiempo con nosotros sin darte a conocer y ahora resulta que volvés lleno de fama…
En el caso de los Fariseos la tentación de murmurar con ironía proviene de corazones totalmente cerrado de antemano. Entre los paisanos de Jesús la tentación tiene otra raíz. Primero quedaron encantados con Jesús, “todos estaban admirados por las palabras de gracia que salían de sus labios”.
Es notable cómo el mal espíritu puede mete su púa venenosa en el corazón mismo de una gracia y hacer que termine mal algo que comenzó bien!
La imagen de José fue utilizada para escandalizar!
Si es el hijo de José, tiene que hacer milagros aquí.

Resulta evidente que el Señor provoca a los que se tentaron con esta frase, porque les adivina lo que están pensando y agudiza la confrontación: “ningún profeta es aceptado en su patria”, les dice. Y para peor pone dos ejemplos de milagros hechos a extranjeros.
Digo provoca, pero no como provocamos nosotros. El Señor provoca amorosamente, con la esperanza de suscitar la fe en el corazón que está bajo la influencia de la tentación, que lo ciega manipulando sus pasiones. Lástima que no tengamos la grabación del diálogo, porque el tono de voz y la mirada de Jesús agregarían muchísimo a las frases escritas.
Podemos imaginar, sin embargo, que el Señor no les habló de manera hiriente. Aunque les haya soltado una serie de verdades duras de tragar. Tenemos muchos ejemplos de respuestas duras del Señor –a su Madre, a la Sirofenicia…- que en corazones buenos producen el efecto maravilloso de un notable aumento de fe y no de un rechazo.
Las mismas palabras a unos los hacen entregarse por entero a Jesús, con un acto de fe radical y a otros, en cambio, les endurecen más el corazón y los llevan a obstinarse en el alejamiento de la bondad de Dios. Qué misterio!
Y es la carne del Señor, su humanidad el ser “el hijo de José”, la piedra angular de la fe, que es también piedra de escándalo.

Recuerdo que cuando estaba por entrar en el Noviciado tuve que completar un trámite para la excepción del servicio militar y, en la cola que hacíamos en el Regimiento, me arrepentí y fui a decirle al padre Pangrazzi, que era mi director espiritual, que iba a esperar un poco. Que pensaba que era mejor hacer un año de colimba y luego decidir si entraba en la Compañía. El me escuchó y con bastante ironía me dijo: “Qué le vamos a hacer. Ya veo que nunca te vas a decidir”. Fue como un puñal que me hizo salir lo más hondo del corazón, y ahí nomás volví al Regimiento, completé el trámite (quedé demorado unas horas porque en esa época los que trabajábamos en el Barrio San Martín, en Mendoza, éramos sospechosos) y… aquí estamos. Siempre recuerdo esa palabra fuerte que me ayudó a jugarme.

Los paisanos de Jesús podrían haber tomado bien sus palabras. Le podrían haber dicho:
“Señor, auméntanos la fe”.
“Perdón por no haberte reconocido antes”.
“La verdad es que siempre notamos algo especial en Vos, en María, tu Madre y en José… Es que la humildad de ustedes guardaba muy bien el secreto… Pero ahora reconocemos que Vos sos el Mesías, el Hijo del Dios bendito”.

Jesús arrancaba estas confesiones de fe de los corazones que lo habían estado esperando, de los corazones buenos y humildes, que no le ponían peros ni condiciones a la revelación de Dios. Los ejemplos de la Viuda de Sarepta y de Naamán el Sirio son muy lindos. El general Sirio se deja sacar de su enojo con el profeta por las palabras sensatas de una criada y cumple con la condición “fácil” de bañarse siete veces en el Jordán, aunque sienta que los ríos de su patria son mucho mejores. Es que quería curarse de verdad. Y la pobre viuda no pone reparos en prepararle una tortita de pan a Elías con el poco de harina y de aceite que le quedaba. Dios le hace el milagro de que no se le agote nunca más la tinaja de harina ni la orza de aceite y, además, Elías le resucitará a su hijo, cuando poco después de haberlo hospedado, caiga enfermo y muera.

¿Y cómo entra San José en este pasaje tan lleno de imágenes?

Si vamos a lo esencial, lo que Jesús les dice a sus paisanos es que él no es un hacedor de milagros mágicos sino Alguien que obra allí donde encuentra fe. Les reclama la fe.
Pero ¿Qué tipo de fe?
Una fe como la de su padre. La humildad de la fe de José es más grande que la de Naamán el Sirio y que la de la viuda de Sarepta, porque José hace todo lo que el Angel de Dios le dice sin chistar ni protestar nunca, sin poner objeciones ni mostrar decaimientos de ánimo. Pero quizás lo más provechoso para nosotros de la fe de José sea lo de vivirla en la vida ordinaria.
Santa Teresita, refiriéndose a su devoción a San José, decía:
“Lo que más me edifica cuando medito el secreto de la Sagrada Familia es la idea de su vida del todo ordinaria. La Santísima Virgen y San José sabían ciertamente que Jesús era Dios y, sin embargo, muchos misterios les estaban ocultos y, como nosotros, vivían de fe. ¿No le ha extrañado esta afirmación del texto sagrado: “ellos no comprendieron lo que les decía?”. Y aquella otra, no menos misteriosa: “Sus padres estaban maravillados de lo que se decía de Él” ¿No es de creer que aprenderían algo? Porque esta admiración arguye alguna sorpresa”.
Vemos que la no comprensión y la admiración, a María y a José los llevaron a sumergirse más hondamente en el misterio de la fe. Por eso Jesús replica tan fuerte a sus paisanos. Usan a su padre para rechazar la fe en Él siendo que precisamente en José está la clave para tratar a Jesús, para creer en Él sin que nos haga ningún favor especial por ser de su familia. La fe lleva a más fe y a más amor, no a hechos milagrosos externos. La fe lleva a cuidar a los otros, no a lograr favores especiales para uno mismo.
No se trata de una tentación menor. Lo de “cúrate a ti mismo” se repetirá en la Pasión, cuando le digan: “Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y baja de la Cruz”. San José y María son un ejemplo extendido en el tiempo de una fe que va madurando el amor al prójimo, renunciando cotidianamente a los propios intereses. La vida enteramente ordinaria de José y María conviviendo con Jesús es escuela de fe.
Una fe que los lleva a salir de sí constantemente para sumergirse más y más en Jesús. No miran lo que Jesús podría hacer por ellos sino lo que ellos pueden hacer por Jesús. Y en eso encuentran mayor felicidad.
Una fe que los hace adaptarse a los ritmos de Jesús, que de golpe se les escapa y luego vive largos años sujeto a ellos.
Una fe que los hace salir de sus expectativas para esperar los tiempos de Dios.
A veces habrán querido apurar a Jesús y otras les habrá parecido que no pasaba nada… El silencio simple y rotundo de Nazareth es la respuesta de José y María, de la fe de José y María, cuyo fruto es luego su relación con Jesús maduro. ¡Dejaron que Jesús creciera en el interior de su hogar y de sus corazones!

Por eso Jesús los provoca a sus paisanos. En la frase que usó alguno que estaba tentado se encuentra la clave para una gracia.
Este es el hijo de José.
Felices nosotros que hemos convivido con él sin saberlo.
Podemos ahora dejar que nos explique todo lo que aprovechó de nuestra vida ordinaria para ir madurando y llegar a revelarse plenamente como Hijo de Dios.
Felices de nosotros que estuvimos cerca suyo.
Cuántos beneficios nos hizo en pequeños detalles, sin que nos diéramos cuenta!
Somos el más privilegiado de los pueblos.
Dios ha querido habitar entre nosotros y compartir nuestra vida.
Nuestra vida sencilla es valiosa a los ojos del Señor…
Jesús les reclama una fe que, si miran bien, es cercana a ellos, ya que han convivido con María y con José.
Que nuestro Patrono y Protector nos conceda la gracia de su fe silenciosa que le ensanchó el corazón con el gozo de vivir con Jesús y María una vida común.
Diego Fares sj

Navidad C 2009-2010

Ejercicios sencillos para “apesebrar el corazón” en Nochebuena

Misa de Nochebuena

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,
ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea,
y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Y aconteció que estando ellos allí, se le cumplieron a ella los días del parto; y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales
y lo acostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en la hospedería (Lucas 2, 1-14).

Contemplación

La contemplación del Pesebre es como la contemplación de la Cruz. Hace bien repetirla; porque, si al mirar de paso, tal vez los pesebres parecen siempre lo mismo, al inclinarnos para mirar de cerca el Niño del pesebre nos ilumina los ojos con la fe de la infancia y nos sacia el hambre de ternura que inquieta nuestro corazón.
Es que el pesebre – la patena para la Eucaristía- está siempre en el centro de nuestra oración de Navidad. Y hace bien “rumiarlo”, que para enseñarnos a rumiar están allí el buey y el burrito dando calor al Niño; y hace bien volver sobre las mismas cosas, esas que “María, su Madre, guardaba rumiándolas en su corazón”. Contemplar al Niñito Jesús en el Pesebre de Belén – la Casa del Pan- hace que nos llenemos de ganas de apesebrar el corazón para recibirlo.

Recordamos algunos ejercicios sencillos para “dejarnos apesebrar el corazón”

Para apesebrar el corazón tenemos que aceptarlo tal como es
El pesebre es como es: rústico, práctico, no decorativo, útil para usar, sin pretensión de notoriedad ni de protagonismo… humilde. El pesebre sabe que es Jesús el que lo hace importante.
Y que fueron María y José los que lo eligieron para poner allí al Niño Jesús.
Si María lo recostó en el pesebre fue por que vio en él algo familiar, algo simple y seguro, como su corazón. Si no no hubiera puesto allí a su Hijo.
¿Qué vio en vos María, pesebrito de Belén, para confiarte a Jesús recién nacido?
El Pesebre es como nuestro corazón, el lugar humilde y pecador que Dios ama para venir a salvar.
Y si Jesús lo acepta, si María y José le confían al Niño, nosotros también podemos aceptar nuestro corazón y el de los demás –la realidad toda, tal como es- como lugar para que venga a nacer Jesús. Hogar de tránsito, es verdad, pero Hogar al fin, gracias al cariño y los sacrificios de María y de José y de todos los pastores que ayudaron a hacer más cálido el pesebre de Belén.
Al poner al Niño en el pesebre, María y José nos transmiten un mensaje claro y consolador: el Señor quiere comenzar a salvarnos en centro mismo de nuestra realidad-pesebre, con todas sus precariedades y crudezas.
Basta pues ser lo que somos, mantenernos pesebre – o mejor, dejarnos apesebrar el corazón- para que María nos ponga al Niño y nos lo confíe.

¿Y cómo se hace este ejercicio de “apesebrar el corazón?

El corazón se apesebra dejando que San José nos lo afirme
Nuestro corazón es vacilante. Se agita por todo, todo lo teme y todo lo desea. Para que María ponga al Niño en nuestro corazón, tiene que estar firme, sin temblequeos, en paz.

Imagino a José que ajusta las tablas con dos o tres golpes de sus manos carpinteras y afirma el pesebre en el suelo, para que no esté tembleque.
El pesebre son cuatro tablas o troncos, bien calzados pero ajustables. Cada tanto requiere unos golpes que encajen bien los encastres y también requiere que se busque su posición en el suelo, para salvar desniveles.
Así pasa con nuestro corazón. Si en algo se asemeja a un pesebre es en que en él resuena todo lo humano y todo lo divino. Nuestro corazón es el lugar misterioso donde encajan nuestra carne –con sus pasiones- y nuestro espíritu –con sus consolaciones y desolaciones. Y los encastres se desvencijan y necesitan ajuste, para que el corazón no ande tembleque y con una pata más corta que la otra.
De frágil equilibrio el pesebre, sin embargo, en manos de un buen carpintero, es fácil de ajustar y de afirmar.
Por eso, al contemplar cómo María reclina al Niño en él, advertimos el detalle de un José que se le adelanta y en un instante lo ajusta y lo afirma bien en el piso con cuatro palmadas y buscándole la posición.

Que San José nos apesebre el corazón, para que “no temamos recibir al Niño”. Que San José nos apesebre el corazón, para que el Niño pueda reposar en nosotros en paz.
Como dice el Salmo: “Mi corazón está firme y se mantiene en paz”.
El signo de que tu corazón está apesebrado es la paz:
Que sobre tu alegría y tu fatiga reine la paz.
Que tu trabajo tenga esa tranquilidad del buen orden en la que consiste la paz.
Que tu fiesta familiar transcurra en paz: que ayudes en paz a hacer las cosas y aprendas a corregir en paz…
Que proyectes en paz tus planes y que recuerdes en paz el año que ha pasado,
¡Y, por sobre todo esto, que al besar al Niño El te transmita su paz!
La paz es la gracia del bebé recién nacido, del que duerme envuelto en pañales sobre el pesebre afirmado: Él es el que nos trae la paz.

El corazón se apesebra dejando que María nos lo ahueque y lo ponga mullido
Nuestro corazón tiene sus pinches, sus rispideces, sus durezas y cerrazones. Pero si nos encuentran la vuelta con cariño, nuestro corazón se deja moldear.
Como el pesebre, que se deja ahuecar.
Tiene forma ahuecada pero, además, las ramitas de paja se dejan moldear y por eso son aptas para contener al Niño en paz.

Imaginamos a María, que moldea suavemente el huequito quitando alguna rama pinchuda para que no lastime el pañal, y juntando el pastito para que la dureza de las tablas no moleste al Niño.
Mantenerse en paz es también dejarse ahuecar el corazón, dejar que nos ablanden las aristas –angustias, pensamientos obsesivos, miedos, necesidad de controlar todo…-, que pueden molestar al Niño.

Es el peso del Niño el que da la medida de cuán mullido debe estar el hueco del corazón. No las circunstancias de la vida.
La paz es poder hacer las cosas sin perder el sentido del peso del Niño que reposa en nuestro corazón.
Por eso, cuando miramos a María que reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo no lo pone directamente sino que al ponerlo aplasta un poco la paja y hace un huequito acogedor.

Que María nos apesebre, pues, el corazón, para que el Niño se acomode a gusto y encuentre su centro, su lugar justo para estar.
La miramos cómo se aleja un poquito, y se queda junto a José, contemplando a su Niño en torno al cual todo comienza a girar distinto: ordenado en su paz.
María fue la primera en realizar este gesto trascendente. Y al reclinar al Niño en el pesebre centró el mundo y la historia en su quicio. Al tener en sí a Jesús, ese pesebrito marginal, se convirtió en el centro del Imperio y de la historia. No es que fuera por sí mismo más que antes, pero el amor de Dios el Padre que lo centró todo en Jesús, lo centró con pesebre incluido. Así, todo cristiano que lleva a Jesús en sí camina en paz, porque es el centro del mundo y de la historia. Centro no para ser admirado sino para poder actuar con amor. Y por eso cada cristiano puede desarrollar en paz mil pequeñas acciones, limitadas y pobrísimas exteriormente, pero llenas de caridad, y hacerlo con los mil estilos distintos propios de cada uno –así como cada quien arma su pesebrito particular-: la paz brota del centro que todo lo ordena y todo lo bendice y ese centro es Jesús –con pesebre (nosotros) incluido-.
Algún día nos daremos cuenta de que el universo entero es eso: pesebre en el que está recostado Jesús. Eso somos nosotros: lugar para que se recueste Dios. Morada de Dios. Su casa. Donde quiere habitar. Por eso nos atrae tanto el pesebrito. Porque es lo que somos. Y quisiéramos serlo más, para que habite Jesús en nosotros.

Que el Niño nos apesebre el corazón con su paz, para que obrando en paz Él pueda centrar todo lo que hacemos en sí.

Centrado en el pesebre, el Niño se convierte en alimento.
El pesebre es donde comen paja el asno y el buey.
Es verdad que tiene forma de cuna, pero en realidad es mesa: la mesa de los animales que sirven al hombre, del de carga y del de yugo.
Allí va a ser recostado el que se convertirá en nuestro alimento.
La primera patena para el pan de la eucaristía es un pesebrito (phatne en griego, de allí “patena”).
Al recostar al Niño en el pesebre María ya nos puso el pan a la mesa, en Belén, la casa del pan. Jesús ya es Eucaristía desde el primer momento.
Es Nochebuena.
Los ángeles nos dicen:
“Paz a los hombres que le caen bien al Señor”.
Y con este anuncio, la Esperanza
–ese hueco que nada ni nadie puede llenar en el corazón del hombre-
se vuelve gesto sencillo:
el gesto de dejarnos apesebrar el corazón
por las manos de José y de María.
Para que el Niño se acomode bien
y con su peso leve y tierno de Eucaristía
nos quite los temores y nos llene de paz el corazón.
Diego Fares sj

Domingo 19 B 2009

Jesús el hijo de José, Pan del Cielo

Niño bendiciendo el pan

Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho:
‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’.
Y decían: ‘¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José?
Nosotros conocemos a su padre y a su madre.
¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo?’

Jesús tomó la palabra y les dijo:
‘No murmuren entre ustedes.
Nadie puede venir a mí a no ser que mi Padre que me envió lo atraiga a mí;
Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito: Todos serán instruidos por Dios.
Todo el que oye al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí.
No (quiero decir) que al Padre lo haya visto alguien:
Solo el que viene de parte de Dios: ese es el que ha visto al Padre.
Se los digo de verdad: el que cree, tiene vida eterna.

Yo soy el pan de la Vida.
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo,
para que aquél que lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo que descendió del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente,
Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo’ (Jn 6, 41-51).

Contemplación

La mención de San José en medio del evangelio del Pan de vida me encanta.
Es verdad que se trata sólo de una mención indirecta, que no está dicha con cariño sino con menosprecio y que más que alabar a José quiere rebajar a Jesús. Pero en el evangelio las cosas no son lo que parecen y las maledicencias pueden terminar siendo bienaventuranzas.
Los judíos murmuran, critican las palabras de Jesús sobre el Pan del Cielo argumentando entre ellos para confirmarse que tienen razón:
“¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José?
Nosotros conocemos a su padre y a su madre.
¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo?”.

La respuesta de Jesús parece no tener en cuenta que utilizaron el nombre y el oficio de su padre para quitarle veracidad a sus palabras.
Sin embargo, podemos releer las palabras del hijo de José poniendo a San José en el centro de la escena.
¿Por qué?
Antes que nada, por gusto; por cariño a San José.
Son tan pocas sus apariciones que cuando sale a la luz, (que siempre suele ser como al costadito, en un rol secundario), cuando se lo menciona, digo, hay que aprovechar para sacarle el jugo. Teológicamente seguimos la lógica de la Encarnación de Juan que revela cómo “a los que creen en la Palabra hecha Carne –hecha Pan-, Dios les da la gracia de ser sus hijos. Y en esto de ser discípulos del Reino, si la primera es María, el segundo, sin dudas, es San José. Juan XXIII que sentía así puso por eso a San José en el Canon, después de la Virgen y antes que todos los demás santos.

La grandeza de José a los ojos de Jesús es indudable. Baste solo una referencia, que tiene que ver con el Pan de vida del que trata el evangelio de hoy: el origen del gesto de partir el pan en nuestra Eucaristía lo conocemos todos. La cena judía, sobre todo la pascual, comenzaba con un pequeño rito: el padre de familia partía el pan para repartirlo a todos, mientras pronunciaba una oración de bendición a Dios. Este gesto expresaba la gratitud hacia Dios y a la vez el sentido familiar de solidaridad en el mismo pan. Así que la imagen que tenía Jesús de cómo se partía el pan le venía de José. Cada día, desde pequeño, le vio partir el pan bendiciendo al Padre. Cada día recibió Jesús en sus manitos de niño el pan partido por José. Horneado por María, bendecido, partido y repartido por José. Al elegir el gesto de partir el pan como modo de estar presente entre nosotros, el Señor nos incluye en sus sentimientos de familia.

Imaginemos entonces los sentimientos de Jesús cuando, mientras está hablando de sí mismo como Pan del cielo, le hacen un desprecio a su padre cuya imagen tiene tan unida al gesto del partir el pan.

¿Qué siente el Señor, que está dando su enseñanza mayor, la del Pan de Vida, cuando le meten a su padre José en la conversación con el fin de desautorizar su Palabra? En otro pasaje sus adversarios acentuarán la ironía al utilizar la expresión: “el hijo del carpintero”. ¿Qué siente Jesús cuando ve que utilizan la condición de artesano de su padre para desautorizar su “pretensión” de dar vida?
Se trata de esos argumentos que se usan para ningunear al otro, a los que estamos tan acostumbrados en nuestro tiempo. Lo primero que uno siente es que el Señor no tendría que haberlo dejado pasar. Jesús no está reivindicando para sí un título que podría ser mérito exclusivo suyo, más allá de la condición de su familia. Al presentarse como Pan de vida la imagen de su madre que le amasó el pan de cada día y de su padre que lo partió dando gracias al Padre del Cielo, están integradas al contenido de lo que quiere revelar. San José y la Virgen María son parte integral de Jesús como Pan de Vida. El es el Pan del Cielo que el Padre nos da, pero no “caído del cielo” como el maná, Jesús no es el pan en serie de la panadería sino el pan que fue “creciendo (levando) en sabiduría y gracia, durante largos años en el hogar de San José.

Si es así, la respuesta que da Jesús a continuación, puede leerse desde la perspectiva de un hijo que honra a su padre. Lo quieren sacar del juego despreciando a su familia y él mete en el juego a su familia y realza su participación en su misión.

Escuchemos con intención las palabras del hijo de José:

“No murmuren entre ustedes”, les reprocha.
El Señor recoge el guante. Juzga que están criticando mal. Es decir: que están utilizando argumentos para herir, no para mejorar la comprensión de las cosas. Esto es lo que nos dio pie a sentir que a Jesús le afectó que mencionaran a sus padres.
Luego agrega un largo párrafo que pareciera que no tiene mucho que ver, pero que podemos leer en el mismo espíritu con que leemos las respuestas de Jesús cuando le mencionan a su Madre. Cuando le dicen que su Madre y sus hermanos lo buscan, el Señor responde que “su Madre y sus hermanos son sus discípulos, los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica”. La Iglesia siempre ha interpretado este pasaje, no como un menosprecio a María sino como una manera de honrar a su Madre, que fue la primera discípula, la que mejor escuchó la Palabra y aceptó activamente que se hiciera realidad en ella.
En esta misma línea podemos leer lo que Jesús dice a continuación como una manera de resaltar la fe de buen discípulo de su padre San José.
Leemos el pasaje teniendo en el corazón –paralelamente- la Anunciación a José, cuando el evangelio nos narra cómo:
“el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:
no temas recibir en tu casa a María, tu mujer”; y luego continúa mostrando la docilidad de José a la Palabra:
“Despertado José del sueño
hizo como le mandó el angel del Señor” (Mt 1, 20 ss.).

Escuchemos lo que dice Jesús contra los que murmuran menospreciando su condición de hijo de José:
“Nadie puede venir a mí
a no ser que mi Padre que me envió
lo atraiga a mí; y Yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito: Todos serán instruidos por Dios
(Isaías 54, 13: “Todos tus hijos serán discípulos de Yahvéh
y será grande la dicha de tus hijos”).
Todo el que oye al Padre
y aprende su enseñanza,
viene a Mí.
No (quiero decir) que al Padre lo haya visto alguien:
Solo el que viene de parte de Dios:
ese es el que ha visto al Padre. Se los digo de verdad:
el que cree, tiene vida eterna”.
Si aplicamos a San José las palabras de Jesús entonces está diciendo:
José es mi padre terrenal no originándome,
sino dejando libre paso a la Paternidad de mi único Padre,
él, mi padre adoptivo.

José es mi padre terrenal siendo “no protagonista”,
aceptándome en la fe luego de haberme ya encarnado,
él, la sombra del Padre.

José es mi padre terrenal viniendo a mí,
siendo atraído a mí, que ya había sido concebido en el seno de mi Madre,
él, el hombre nacido del Espíritu, que sin saber de dónde viene ni a donde va se deja guiar por él (Jn 3, 8).
José es mi padre terrenal tomándome bajo su custodia,
él, el Custodio del Redentor.

José es mi padre terrenal porque es
“el que oye al Padre y aprende su enseñanza”,
él, el “discípulo de Yahvéh”.

José, mi padre terrenal, al igual que mi Madre,
son esos “discípulos” que profetizó Isaías en el libro de la Consolación,
en los cuatro cantos del Siervo de Yavéh.
Y por eso los reivindico reconociéndome como hijo de estos dos discípulos
a quienes mi Padre “ha abierto el oído” y los ha instruido
para que me reciban y, creyendo en Mí, tengan vida eterna.

Así, en esta línea, cada uno puede ir sintiendo y gustando la paternidad de San José, tal como la realza Jesús. Lo que Dios hace en María no lo hace en ella sola, sino integrando a José. Suele deslumbrarnos el polo luminoso de la llena de gracia, su respuesta hecha canto en el Magnificat, su participación en Caná, el estar junto a su Hijo al pie de la Cruz, su tomar a Juan ( a nosotros) por hijo y ser adoptada por él  (por nosotros) como Madre. Todas y cada una de estas dimensiones de las maravillas que el Todopoderoso hace en la vida de María pueden ser contempladas en unión con su Esposo San José.
La anunciación a María en la conciencia despierta de la fe tiene su otro polo en la anunciación a José en la lucidez del sueño. El fruto en ambos es el mismo: la encarnación de Jesús aceptada y adoptada en la fe. María deja que la Palabra se haga carne en ella, José hace lo que el Padre le dice y toma consigo al Niño y a su Madre.
La visitación tiene a María por protagonista, llevando la alegría del Niño que hace saltar de gozo a los que lo reciben con fe. La huida a Egipto tiene como protagonista defensivo a José, que custodia al Niño defendiéndolo de los que odian la fe.
El Magnificat es explosión de júbilo cantado por María a viva voz. El silencio de José es un silencio de Magnificat cantado interiormente. La misma alabanza, con dos maneras de expresarlo. ¿No le sienta acaso el Magnificat a San José?
No imaginamos su oración interior desbordada de gozo por que el Señor ha mirado con bondad su pequeñez y ha hecho grandes cosas con él?
En Caná, María sintetiza su espiritualidad en esas dos frases: a su Hijo: “No tienen vino” y a los servidores: “Hagan todo lo que él les diga”. José fue envuelto por esta Autoridad de la palabra y vivió toda su vida en la Obediencia de la fe: hizo como el ángel del Señor le dijo.

María da pie a esta integración de José a todo lo que ella vive en el pasaje de Jesús perdido y hallado en el Templo, cuando habla en nombre de ambos y le reprocha cariñosamente al Niño Jesús: “Hijo, por qué nos has hecho esto. Tu padre y yo con angustia te buscábamos” (Lc 2, 48).
Podemos sacar de aquí el criterio exegético (la búsqueda interpretativa) de María para con lo que Jesús hace y dice: ella expresa que buscan a Jesús de a dos: es un criterio esponsal, familiar, eclesial.
María puede revelarnos: recibí a Jesús pensando en José (cómo puede ser esto si no conozco varón);
di a luz a Jesús ayudada por José,
lo presentamos en el Templo juntos (“…cuando sus padres entraban en el Templo, Simeón…”);
lo custodiamos juntos con José
y creció en sabiduría y gracia sujeto a nosotros…
Y así, como en la mesa familiar, que los incluía a los tres, cada cosa de Jesús puede situarse teológicamente en esta espacio de amor generado entre José y María. Especialmente la Eucaristía: Pan bajado del cielo y compartido cotidianamente en el hogar de José y de María.
Profundizar en esta espiritualidad que integra a Jesús en esa polaridad vital de amor y fe que se alimenta mutuamente en el corazón de José y María, ayuda a acercar más la encarnación a nuestra vida. José representa todo el trabajo humano, vivido con la dignidad del silencio y del trabajo que un simple servidor realiza con alegría, para que Jesús sea protagonista de la Redención y María resplandezca a su lado, en el primer lugar para bien de todos.

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Diego Fares sj

Domingo de Pentecostés B 2009

Sagrada Familia 2

El Hospedero a quien nos confió el Buen Samaritano

Hermanos, nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’,
si no está impulsado por el Espíritu Santo…
En cada uno el Espíritu se manifiesta para el bien común”
(1 Cor 12, 3 ss.)

Al atardecer del Domingo los discípulos estaban con las puertas cerradas
por miedo a los judíos; vino Jesús y se puso en medio de ellos y les dijo:
‘La paz esté con ustedes’.
Mientras les decía esto les mostró sus manos y su costado.
Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: ‘La paz esté con ustedes.
Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes’.
Al decir esto sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo.
Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen
y serán retenidos a los que ustedes se los retengan’ (Jn 20, 19-23).

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso,
que llenó toda la casa en la que se encontraban.Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que, repartiéndose, se aposentaron sobre cada uno de ellos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hc 2, 1 ss.).

Contemplación

En la liturgia de las horas de Pentecostés hay un hermoso pasaje de San Ireneo sobre el Envío del Espíritu Santo, en el que lo compara con el Hospedero a quien el Buen Samaritano le confió al hombre herido que estaba tirado al borde del camino. Dice así:
“Y ya que tenemos a quien nos acusa, tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció y vendo sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con interés”.

Me llamó la atención la comparación y buscando en griego el nombre del “hospedero” a ver si se aplicaba al Espíritu, descubrí con alegría que se dice “pandojei” =el que recibe bien (dejomai) a todos (pan). “Dejomai” significa “recibir”, tomar con la mano, y se usa para acoger a un huésped y para recibir hospitalidad, también para tomar y recibir una enseñanza… De ahí que San Ireneo compare al Espíritu con el Hospedero.
El Espíritu es el Dulce Huésped del alma y cuando un alma lo hospeda, se convierte Él en Hospedero.
Él es el hospedero que sana nuestras heridas, el Espíritu que el Señor sopló sobre los discípulos “para el perdón de los pecados”.
Él es el que nos recibe y nos acoge como buen Abogado y Paráclito y se pone a nuestro lado para defendernos y consolarnos de quien, con sus insidias, nos acusa y nos zahiere, del mal espíritu que intenta desolarnos y para impedir ese suave y constante “permanecer en el amor” que nos manda el Maestro.
El Espíritu huésped-hospedero es quien nos enseña a recibir las enseñanzas de Jesús en tierra buena, de modo tal que la semilla de fruto abundante.

Esta misteriosa cualidad de hospedar y ser hospedado es lo más propio de la relación entre Jesús y el Padre, relación de amor en la cual el Señor nos quiere incluir para que incluyamos.
“El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado” (Mc 9, 37).

El milagro de la comunidad

Guardini expresa muy bien el fruto de este recibirse y hospedarse mutuamente en el amor y el perdón: la comunidad. ¡El milagro de la comunidad! como decía Hurtado. Milagro más grande que los milagros de las obras exteriores, porque es el Espíritu de alegría de la comunidad el que fructifica en obras de amor.
El Espíritu posibilita ese anhelo que no podemos realizar de ser nosotros mismos y de formar comunidad plenamente con otros. El Padre y el Hijo sí que pueden estar plenamente el uno en el otro sin perderse como personas, ser plenamente uno siendo dos. Esto es el Amor entre ellos y ese Amos es el Espíritu que se Donan mutuamente y que nos envían a nosotros como Don. Por eso, en el Espíritu podemos recibirnos todos: podemos incluir a todos los hombres, podemos hospedar al mismo Dios que viene a habitar en nuestro interior.

Odres nuevos para recibir a Jesús

El Espíritu, al ser bien recibido, crea en nosotros eso que llamamos “gracia”, Él mismo es la Gracia increada y al dársenos a cada uno en nuestra medida, nos transforma en “odres nuevos”. Permite que tengamos un lugar en nosotros mismos (por decirlo de alguna manera) donde podemos recibir bien a Jesús. Recibirlo, digo,de manera definitiva: sin roturas ni parches. El Espíritu nos hace recipientes aptos para la Buena Nueva. Sin el espíritu no nos sería posible recibir a Jesús. Lo vemos en las apariciones del Señor resucitado: el efecto que produce en sus discípulos es tal que no terminan de creer. Cada vez que el Señor se les presenta, les cuesta reconocerlo. Luego de un camino juntos, lo reconocen y eso los llena de alegría. Una alegría que permanece cuando se va, pero que al poco tiempo decrece y las vacilaciones y las dudas vuelven a ganar lugar.
Sin el Espíritu tendríamos idas y venidas, nuestra fe sería vacilante.
Es un milagro la fe: ¡que uno crea y crea para siempre!.
La fe de los sencillos es el milagro mayor.
En otras cosas de la vida uno avanza y retrocede, cree y descree.
Esto también sucede con la fe (o mejor con la práctica de la fe), pero en su cara más superficial. En el fondo más hondo, el que cree sabe que una vez que creyó, cree para siempre. El temor mismo a perder la fe y lo que sufrimos cuando la sentimos “poca”, no son sino confirmaciones de cuánto la sentimos indeleble.

Las pausas del Espíritu

Por estas cosas, al promediar nuestra contemplación sobre el Espíritu Santo, es bueno hacer una doble pausa (las pausas en el Espíritu son la fuente de una continua paz interior). Una primera pausa, como la de quien entra en una Iglesia: dejando afuera el movimiento de la calle, doblamos la rodilla y centramos nuestra mirada en la lucecita del sagrario para adorar a Jesús. Es la pausa para entrar en la presencia de Dios que nos serena y pacifica. Hecho esto, es bueno detenerse nuevamente un instante más, ralentar la adoración al Padre o a Jesús e hincar de nuevo la rodilla para mirar no ya al Dios Otro sino al Dios que se hace un Espíritu con nosotros. Nos hace bien dar gracias expresamente al que fue Motor de nuestro deseo de entrar en la iglesia, al Espíritu que nos hace reconocer que “Jesús es el Señor”, al Espíritu que nos impulsa a exclamar de corazón ¡Abba, Padre!

Es que el Espíritu es protagonista de la oración y de las acciones de la Iglesia, no su objeto. Pablo lo expresa muy bien: “Hermanos, nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, si no está impulsado por el Espíritu Santo…” Nadie podría ponerse a rezar con el evangelio si el Espíritu no le hubiera dado ya el deseo de rezar y el gusto que lleva a comprender lo que se lee. Por eso, es siempre lindo y noble el gesto de agradecer al Espíritu al comienzo, en el medio o al final de cualquier cosa que hagamos en el nombre de Jesús y para la Mayor Gloria del Padre. Sin el impulso del Espíritu no podríamos iniciar ni terminar nada en lo que a las cosas de Dios respecta. “Él lo ordena todo para el bien común”, como dice Pablo.

San José Hospedero

Terminamos buscando una imagen que nos ayude a enfocar nuestra relación con el Espíritu, porque esta doble pausa y reflexión requiere trabajo y de alguna manera pareciera que va como a contrapelo del movimiento del Espíritu, que siempre llena y hace salir, produce éxodos y misiones, lleva a contemplar a Jesús, a adorar al Padre y a salir al encuentro de nuestros hermanos necesitados de evangelio y de justicia amorosa…
Con la conciencia de que al Espíritu le agrada que lo reconozcamos, es bueno hacerlo a su estilo:
Reconocerlo con gestos, no con palabras.
Reconocerlo dejándonos conducir y amaestrar por él, no haciéndolo objeto de estudio.

La imagen más linda que me viene al corazón es la de San José.
San José es el hombre del Espíritu.
Su silencio se parece mucho al del Espíritu, que no habla nada suyo porque hace hablar a Jesús, la Palabra.
San José es el que “recibe” y toma consigo al Niño a su Madre, y cuidándolos a ellos, ellos le cuidan su paz a él.
Su no tener una palabra propia que haya quedado en el Evangelio es una elocuente forma de decir que pasaron por su corazón todas las palabras de Jesús. A Él si le habló y mucho, seguramente. Pero así como María habla poco (y como Madre hace suyas las palabras del Padre: “hagan todo lo que el Hijo les diga”), San José, como el Espíritu, sólo muestra a su Hijo en brazos y con su amor invita a que lo recibamos nosotros también y lo cuidemos con el mismo amor.
El silencio de José crea el ámbito de hogar y hospedería para que la Palabra crezca en estatura, gracia y sabiduría, sanando heridas y dando frutos del ciento por uno y del doble de los denarios recibidos.
Los gestos de Hospedero fiel y previsor de San José, a quien el Señor puso al frente de su familia, traducen la acción del Espíritu en acciones de la vida diaria, convirtiendo nuestras Obras en Reino de Dios.

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Diego Fares sj