Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.
Apenas surgió del agua, vio rasgarse los cielos
y al Espíritu descendiendo hacia Él en forma de paloma.
Y una voz vino de los cielos:
‘Tu eres mi Hijo amado, en ti me complazco«.
Y ahí nomás el Espíritu lo sacó al desierto.
Y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás;
y estaba entre los animales, y los ángeles lo servían.
Después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea
predicando el Evangelio de Dios, y decía:
«Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios.
Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1, 12-15).
Contemplación
Al elegir la palabra que el Padre le dirige a su Hijo recién bautizado – «En Ti me complazco»- me vino la imagen de San José.
Encontré muchas estampitas de San José con el Niño, aunque ninguna lo expresa tal cual cómo me lo imagino, tantas veces complacido en Jesús: sonriente, contemplando a su hijo recién nacido; embobado, viendo jugar a su hijo niño; orgulloso, viendo a su hijo ayudarlo en medio del trabajo, hecho todo un joven. Cuánto debió complacerse San José durante su vida viendo crecer a Jesús en estatura, en sabiduría y en gracia, delante de Dios y de la gente!
Es linda esta imagen en que José mira al Niño que trabaja concentrado, con sus manitos tiernas que se irán haciendo ásperas en contacto con la madera, pasando la escofina.
Y pensaba que es actitud de padre esta de complacerse en los hijos. En cada hijo, cada uno con sus cosas. Con su habilidad particular y con su límite.
Cada hijo es distinto y los padres saben encontrar de qué complacerse en cada uno.
Se trata de una complacencia realista: que sabe ver algo -lo mejor- de cada hijo. Cosas que los mismos hijos a veces no vemos, quizás porque nos comparamos con otro hermano, pero que vamos descubriendo con el tiempo… La mirada incondicional de nuestros padre no es la única mirada desde la que uno se mira en la vida, pero es la del más amor auténtico. No porque no tenga fallas sino porque el amor de nuestros padres es capaz de ir superando sus propios límites, prejuicios y expectativas. Es verdad que los padres se proyectan en sus hijos y que a veces se complacen de más en alguna virtud más llamativa o se lamentan demasiado al ver algo distinto, algo que no comprenden. Pero con todos los límites, la búsqueda siempre renovada de complacerse en lo más auténtico de los hijos, en lo que los hace ser, crecer y luchar por seguir su propio camino, es lo propio de los padres. Se expresa a veces en forma positiva, de aliento y de alabanza. Pero también en forma negativa, de disgusto y hasta de reproche amargo.
Es que también ellos, los padres, se tienen que ir «haciendo padres» en este diálogo.
Hacerse padre es ser capaz de ir modificando la propia complacencia, para que no sea «autocomplacencia» sino un verdadero «alegrarse en el otro».
Es una lucha esto de complacerse en el otro, una lucha entre los propios sueños y la realidad de los hijos. Un padre, en el secreto de su corazón, nunca renuncia a sus sueños sobre sus hijos. Y tampoco renuncia nunca a aceptar a sus hijos tal como son.
…….
Estas cosas salieron pensando en San José. Porque cuando uno lee que el Padre «se complace en su Hijo amado», piensa en una complacencia perfecta con el Hijo perfecto. Y cuando miramos a Jesús en su relación con el Padre, también es perfecta la imagen: la del Hijo que hace todo lo que le agrada al Padre, que cumple su voluntad y no la propia.
Pero mirando la paternidad de José salen otras cosas. Menos perfectas, diría, aunque no menos llenas de gozo.
Digo esto porque el ejercicio de la cuaresma puede ir por el lado fundamental de aprender a «complacernos en Jesús». Y como la complacencia del Padre de los Cielos puede resultar demasiado perfecta, mirar atentamente la complacencia de San José puede resultarnos algo más cercano y posible de practicar.
Pensaba que nos puede hacer bien la complacencia de San José en cuanto padre adoptivo que complementa la complacencia de María, Madre de Dios. En el sentido de no ser «posesivos» con Jesús, como si sólo fuera hijo único de la madre Iglesia jerárquica romana. Los evangelios dan testimonio de cómo nuestra Señora tuvo que recorrer un exigente camino de discipulado en el que San José le habrá ayudado a moderar sus ansiedades maternas aceptando que su Hijo tenía que estar en las cosas del Padre, que son las de todos los pueblos.
El amor de José por Jesús, como rezamos en el «mes de San José», es un amor en el que, de entrada, se da la lucha entre lo que le quiere dar a su hijo y lo que la realidad le permite. San José se tendrá que complacer en su hijito nacido en un pesebre.
Pero antes de esto, su paternidad ya comenzó con un despojo total: el de aprender a alegrarse (lo aprendió de la alegría de María) con un hijo que no era suyo.
San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre adoptivo. Y esto ya es el Molde para aprender cómo debemos complacernos los hombres en Jesús. Él es el Hijo del hombre, es uno de nosotros, parte de la humanidad. Pero no es nuestro. Lo tenemos que adoptar. No viene de la carne ni de la sangre, ni de ninguna cultura.
Toda cultura debe adoptar a Jesús! Lo cual significa que no es más nuestro que de los otros. No es más de los cristianos que de los judíos, ni más de Europa que de Latinoamérica ni de lo que será el Jesús de los chinos.
Ir aprendiendo a complacernos como sabe complacerse un padre adoptivo, que es más padre que nadie porque no se complace en verse a sí mismo en su hijo sino que se complace en que ese hijo sea él mismo y se enorgullece de poder darle un padre.
Hay una igualdad en la adopción -porque el hijo adoptivo también tiene que adoptar a sus padres- que es puerta abierta al misterio del amor de Dios.
San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre pobre en su hijo. El segundo despojo de San José fue, como decíamos, el del pesebre. No le pudo dar lo mejor que tenía a su hijito.
Los padres se complacen en comprar la cuna, la ropita, los juguetes… Y me viene la imagen de toda la liturgia que la Iglesia, como buena madre, ha ido «comprando» para alabar a Jesús. Es algo muy bueno y muy de familia. Pero hoy más que nunca se nota que el apego a estas cosas tiene mucho de autocomplacencia. Aquí en Europa las Iglesias de paredes pintadas, como yo les llamo, se parecen a esos cuartos de los niños que quedan igual a como estaban una vez que los hijos ya se fueron.
San José nos enseña a complacernos con un Jesús en pañalitos, un Jesús cuya riqueza son los brazos de sus padres, sus besos y caricias… Por supuesto que enseguida nomás comenzaron a caer los pastorcitos trayendo sus regalos y luego los reyes. Cada cultura adorna a Jesús con sus cosas y sus costumbres. Pero tenemos que aprender a complacernos en Jesús puro Jesús. Con todas sus cosas y también despojado de todas ellas.
San José es maestro en conjugar la pena de la circuncisión con la alegría del Nombre de Jesús, las incomodidades y peligros del destierro con la felicidad de la casita propia en Nazaret, la aflicción profunda de perder a su hijo con la consolación suavísima al encontrarlo en el Templo…
Nuestro pueblo fiel, en su religiosidad popular, sabe mucho de esto. Se complace en vestir y adornar al Señor, a su Madre y a los santos, con sus flores, sus exvotos, sus vestidos y coronas …, con todo lo mejor que tiene. Si uno se fija bien, la gente adorna más las imágenes que el templo. Al menos en nuestros barrios del gran Buenos Aires, los templos se quedan más bien humildes, pero las imágenes salen a la procesión vestida la Virgen como una reina y llenas de flores las andas del Señor. Siempre recuerdo cuando nos robaron la Cruz del Señor de los Milagros de Mailín unos días antes de la Fiesta: aunque pusimos otra y la fiesta se hizo, la orfandad se sintió muy fuerte.
En la mística popular le complacencia puesta en las imágenes gloriosas del Señor, de la Virgen y los santos, ricamente adornados en medio de un contexto de sobriedad y más bien de pobreza en lo demás es, como decía, una puerta abierta -la puerta estrecha- a esta espiritualidad de «complacerse en Jesús gloriosamente pobre y humilde».
Nos quedamos con estas dos imágenes: la de San José que se complace en Jesús como un padre adoptivo se complace en su hijo y la de San José que se complace en Jesús puro Jesús, como se complace un padre pobre en su hijo, sin adornos o con todos los adornos, ya que siempre se centra en su persona misma.
Pedimos al Espíritu la gracia de la cuaresma, que es gracia bautismal: gracia de «bautizarnos» y sumergirnos en la complacencia en Jesús».
Complacencia perfecta, como la del Padre.
Complacencia perfecta-imperfecta como la de San José.
Al ejercitarnos en complacernos en Jesús, nuestro hijo adoptivo, nuestro hijo despojado y adornado, podemos sentir y gustar cómo es que se complace el Padre en nosotros.
También nosotros no somos más que hijos adoptivos. También nosotros somos hijos pobres de toda pobreza a los que nuestro Padre no nos puede dar todo lo que quisiera por las circunstancias duras de la vida. Nuestro Padre se complace en nosotros así como estamos y somos, más allá de lo que nos puede dar!
Complacernos en Jesús será nuestro Ejercicio de cuaresma.
Le sumo algunas complacencias evangélicas para adornar el sentimiento.
Complacernos quiere decir que nos caiga bien todo lo que Jesús hace, siguiendo lo que aconseja nuestra Señora en Caná. Porque para poder hacer todo lo que nos diga, primero nos tiene que caer bien Él, y así luego, nos caerá bien lo que nos manda hacer. Pablo dice que al Padre le agradó hacer habitar en Jesús toda plenitud y que fuera Él el que reconciliara a todas las cosas en sí, pacificándolas con la sangre de su Cruz (Col 1, 19-20).
Complacernos es sentirnos orgullosos de Jesús -y de sus amigos y de su iglesia y de su pueblo-: aprobar lo que son y lo que dicen y hacen y cómo lo hacen. Pablo dice que a Dios le ha agradado salvarnos por la locura de la predicación (1 Cor 1, 21).
Complacernos es sentirnos contentos con Jesús y que nos agrade todo Él y todo lo suyo: sus sacramentos, su evangelio, sus parábolas, sus mandatos y consejos, su estilo, sus opciones por los pobres, su gusto por estar con los pequeños… Lucas le dice a los pequeños, al pequeño rebaño del pueblo fiel de Dios: «no teman, porque el Padre se ha complacido en darles el Reino a ustedes» (Lc 12, 32).
Complacernos en Jesús es complacernos en lo que le complace a Él, y esto es: que conozcamos al Padre! Un Padre a quien no le agradan los sacrificios sino la misericordia (Hb 10, 6), que se complace en sus pequeñitos, a quien no le gusta que ninguno se pierda, que viste a los lirios del campo y le da de comer a los pajaritos (ninguna cae sin que Él «esté»), que está siempre esperando a los pródigos y haciendo fiestas a las que quiere que todos vayamos y se enorgullece cuando colaboramos en la cosecha de su viña.
Cómo no complacernos en gente como ellos!
Diego Fares sj