Domingo 17 C 2010

Llamarle la atención a Dios

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó,
uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos.»
El les dijo entonces:
«Cuando oren, digan:
Padre
¡Que sea santificado Tu Nombre!
¡Que Venga Tu Reino!
El pan nuestro, el necesario para la existencia, dánoslo cotidianamente,
Y perdónanos nuestros pecados,
Porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe;
Y no nos metas en la prueba.
Jesús agregó:
«Supongamos que algunos de ustedes tiene un amigo
y recurre a él a medianoche, para decirle:
«Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle,» y desde adentro él le responde:
«No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos.»
Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11, 1-13).

Contemplación

El dibujo de Fano con esa María pequeñita que, con sus manitos juntas y su mirada pícara, “capta” la atención del Espíritu, me conmovió el corazón. La mente me decía que no era el dibujo que correspondía, ya que no aparecían ni Jesús ni el Padre y el evangelio era justo el del Padrenuestro, pero ¡quién mejor que María para rezar el Padrenuestro, quién mejor que ella para sentir lo que significa que el Padre da su Espíritu a quienes lo desean! Guiándome más por el gusto que por la razón, comencé a mirar bien el dibujo. Primero el espacio: en ese espacio entre la Altura del Espíritu y las rodillas en tierra de María, se hacen sentir Jesús y el Padre. ¡Y están! Los podemos descubrir, pequeñitos también ellos, en la imagen del Triangulo con dos Remienditos –esa Trinidad Remendada- que es como le gusta representar a Fano a Dios.
Advertimos también la perspectiva en la que nos sitúa el autor: nos pone entre María y el Espíritu y, entre los dos, más cerca del Espíritu, que gira su cabecita porque algo le tocó el corazón.
Al mencionar el corazón se ilumina María arrodillada en la Sombra de un Corazón grande. Eso remite a un Sol que está más Alto y nos recuerda la frase del Arcángel: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cobijará con su sombra”. Esa es la escena que dibujó Fano y es lo que acontece cada vez que alguien reza con fe, como dice Jesús: “¡Cuánto más vuestro Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu Santo a los que se lo pidan!”.
Nos detenemos un instante en el giro de la cabecita del Espíritu. Con su vuelo surca el Reino a gran altura y sin embargo la oración de María le hace girar la cabecita “para mirar con bondad su pequeñez”.
Es como otra faceta de la escena, que la vuelve casual, cotidiana. No es un vuelo teledirigido y planeado sino una advertencia al pasar. Esto pinta muy bien lo esencial de la escena en la que Jesús está rezando y los discípulos le piden “Enséñanos a rezar”. Por un lado, el Maestro les regala las palabras infinitas del Padre Nuestro, que abarcan el Reino en toda su amplitud, altura y profundidad, y por otro lado les cuenta la parábola del amigo hincha que despierta a su amigo a medianoche para pedirle tres pancitos para otros amigos que cayeron de visita.
Nos enseña así Jesús que la oración es para las cosas grandes y para las cosas pequeñas. Para pedir la justicia del Reino y para encontrar el botón que se perdió. Lo que importa es la fe, esa confianza filial de los hijitos con su Padre Y la fe de los niños se consolida tanto con los gestos grandes con que los papás los cuidan y los defienden de los peligros y con los gestos pequeños que les prometen un regalito y se lo dan luego de un jueguito de escondidas.
La confianza filial se teje en lo grande y en lo pequeño. Por eso el Padre nuestro hay que aprender a rezarlo para el pan de cada día y para que venga el Reino y su justicia en todo el esplendor de su gloria y su poder. Jesús nos enseña a rezar deseando lo grande en lo pequeño, conectando mi pancito con el pan de todos, mi perdón de las pequeñas deudas cotidianas con el perdón de las deudas grandes, no solo las sociales sino las definitivas, el perdón de las deudas que nos apartarían del cielo.
En el pan de cada día bendecido y hecho Eucaristía, está el deseo multiplicado del pan que sacia todas las hambres de todos los hombres del mundo.
En el perdón de las ofensas personales está el deseo de la paz que calme todas las violencias y agresiones del mundo.
En pronunciar el Nombre del Padre, bendiciéndolo e invocándolo en secreto muchas veces, está la Gloria inabarcable de un Dios cuyo corazón se ensancha si se puede decir así cuando el hombre, su hijo querido, vive y ama.
En el deseo del Reino, con sus semillas que dan ciento por uno, sus ovejitas encontradas, sus tesoros escondidos y sus fiestas de bodas, están unificados en una misma dinámica el Bien grande y el bien pequeño.
En el “hágase tu voluntad” expresamos claramente la voluntad definitiva del Cielo y la cambiante de esta tierra y de nuestra historia.
De la misma manera está unida la petición de que nos libre del Maligno y del Mal mayor con la petición de que no nos deje caer en cada tentación.
Lo grande y lo pequeño, lo definitivo y la fugaz, lo serio y lo “sin importancia” van de la mano en la oración de los hijos.
Le pedimos al Señor y a María que nos enseñen a rezar de tal manera que nuestra oración le “llame la atención a Dios”, que haga que el Espíritu se de vuelta en su vuelo y obediente a la Voluntad del Padre atienda los deseos de sus hijos y nos llene con su Llenura.
Diego Fares sj

Domingo 14 C 2010

Encantados por el Reino o “el magnificat de Jesús”

El Señor designó a otros setenta y dos,
y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo:
«La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío
como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado,
y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero:
«¡Que descienda la paz sobre esta casa!»
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente:
«Se ha vuelto cercano a ustedes el Reino de Dios.»
Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a las plazas y digan:
«¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros pies,
lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que se ha vuelto cercano el Reino de Dios.»
Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente que esa ciudad.»
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo (jarás):
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre.»
El les dijo:
«Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo.»
Y en aquel momento, exultó de gozo (egalliasato) Jesús en el Espíritu Santo (Lc 10, 1-12; 17-21).

Contemplación
El Magnificat de Jesús es misionero. Igual que su Madre, el Señor exulta de gozo lleno del Espíritu Santo al contemplar cómo el Padre se revela a los pequeñitos. Los ojos del Señor y todo su corazón están centrados en la misión. En el ir y venir de Jesús a los hombres y de la gente al Señor.

El maestro les comunica a los Setenta y dos el espíritu con que deben salir a misionar. Y no sólo les dice cómo deben ir sino cómo deben actuar en medio de la misión y cómo deben regresar.
Nos hace bien detenernos a escuchar atentamente qué es lo que nos encomienda el Señor a todos, ya que la misión de los setenta y dos abarca a todos los discípulos misioneros, cualquiera sea su estado de vida.

Comencemos por lo que nos encomienda que hagamos. Teóricamente es mejor comenzar por el llamado y el don, pero todo discípulo siente cierta urgencia práctica. “No le des mucha vuelta Señor, decime qué querés que haga y yo lo haré”.
Bueno, aquí tenemos los verbos bien concretitos para nosotros:
Rueguen-vayan, coman-curen, entren-permanezcan-digan, salgan-digan, alégrense (de… estar incluidos).

“Rueguen” al Padre es la primera acción que el Señor encomienda a los discípulos misioneros. Este ruego brota espontáneo al mirar el mundo tal como lo ve Jesús; con una mirada de discípulos misioneros, como dice Aparecida.

Jesús mira el mundo como una gran cosecha, lo ve lleno de cosas buenas, de frutos que el Padre ha sembrado y que Él junto con nosotros, tenemos que cosechar. Experimentamos con Él la abundancia de bienes y los pocos que somos los cosechadores. Esta mirada hace elevar nuestro corazón al Dueño de los frutos y rogarle que envíe más cosechadores.

Se trata de una mirada positivísima, de una manera de ver al mundo que no es la que estamos acostumbrados. Cuando nos dicen misión y envío lo primero que resuena en nuestra mentalidad es “nos mandan a trabajar porque el mundo anda mal”. Nada de eso. Es como si Jesús mirara la Argentina y viera los campos sembrados de soja, de trigo y maíz espirituales y sintiera que hay que convocar más gente para esa cosecha sobreabundante.

El comienzo de la misión parte de contemplar un derroche de bienes y de belleza que hay que cosechar. ¡Qué no se pierda tanto bien! Ese es el ruego. Que muchos sintamos todo lo bueno y hermoso que podemos hacer juntos con Jesús. El bien está a la mano, hace falta “pescar hombres”, convocar cosecheros, manos que quieran cosechar los frutos.

El final de la misión es el gozo exultante de Jesús en el Espíritu Santo, bendiciendo al Padre que hace cosechar tantos bienes a gente pequeñita. La alegría al regresar de la misión es también sobreabundante, igual que la cosecha.
Como vemos, la belleza, el gozo, la alegría, el derroche de bienes, son lo primordial en el Reino de Dios.
Las fronteras del Reino son –objetivamente- terreno cultivado y con frutos abundantes, y –subjetivamente- sentimientos de plenitud y de gozo ante la potencia del Padre que hace dar frutos de Vida a los hombres.

Cuando Jesús manda a anunciar que el Reino de Dios se ha vuelto cercano, lo que está queriendo comunicar es que “una cosecha abundante de bienes y de gozos” está a la mano, en medio de la sociedad. Hace falta ver con los ojos de la fe para que todo este bien se vuelva visible y experimentable. Al mandarlos a ellos antes de ir Él en persona, lo que está queriendo el Señor es despertar la atención de la gente para que, cuando lo vean a Él en medio de ellos, caigan en la cuenta de que Él es el Reino de Dios actuando entre nosotros. Jesús es el fruto que hay que “cosechar” en el corazón del mundo, fruto que se come y da Vida, fruto sembrado que ha ido creciendo en lo secreto, fruto que se comparte y alimenta, que se vuelve a sembrar y da el ciento por uno.

¿A qué se opone esta mirada espiritual, positiva, esperanzada, gozosa?
Se opone a toda riqueza menor, a todo bien que no sea el Reino mismo. Por eso el Señor hace ir en pobreza, sin muchas cosas en las manos: porque es más grande y hermoso lo que hay que cosechar que lo que uno puede llevar. Hay que rogar con las manos juntas y salir con las manos abiertas. Más que lo que tenemos que dar es lo que tenemos que juntar y cosechar.

Esta mirada encantada y deslumbrada ante tanto bien por cosechar es lúcida de los peligros. El que está cosechando en cierta manera está indefenso. No puede usar sus manos para tener armas porque las tiene llenas de frutos.
El Señor sabe que esto implica estar en la vida “como corderos en medio de lobos”. El que está atento al bien que hay que cosechar sufre los zarpazos y las mordidas de los lobos. Sin embargo el Señor redobla la apuesta: nada de previsiones. Ni para el propio confort ni para la defensa.

Las culturas y las personas que están deseando el Reino recibirán a los enviados y reposará sobre ellos la paz. Tendrán así la buena disposición para que pueda ser cosechado en ellos el Fruto del Reino de Dios, que es Jesús, el Hijo de Dios venido en carne.
Es tan sólido y verdadero este Bien y está tan maduro ya para la cosecha, que urge que los hombres se den cuenta, para que puedan elegir y jugarse por acogerlo y comenzar a vivirlo. Está tan extendido el fruto que no se puede perder tiempo en convencer al que no quiere participar en la cosecha. Se anuncia de todas maneras que El Reino está cerca, que lo tienen a la mano, pero se parte para otra ciudad si en una no quieren recibirlo.
Ni los enemigos (lobos) ni los que no tienen interés o rechazan a los enviados tienen peso al lado del peso glorioso de la cosecha de bienes que tenemos para cosechar. Jesús envía discípulos misioneros a convocar gente que quiera trabajar en torno a lo positivo, cosecharlo, desarrollarlo, compartirlo, extenderlo… No somos un ejercito a la defensiva sino cosechadores de bienes y sembradores de esperanza.
………..
Tenemos en el Hogar una colaboradora que ha venido de España. Habla con todo el salero y a todos nos encanta. Y contaba cómo le preguntaba un comensal del desayuno “que cuánto ganaba ella. Porque para venirse de España ha hacer este trabajo, debe ser mucho”. Y que “cuando yo les digo sonriente que no gano nada ¡hombre!, que lo hago por gusto, y es que me encanta poder servir en un lugar así, pues que no se lo creen!”. Y lo dice de tal manera que uno se da cuenta de que sí se lo creen. Y que si uno no se lo cree, cuando pasa con el plato o con la panera, ella ya está sirviendo a otro, igual de encantada.

Domingo 4 C Adviento 2009-10

María, ese espacio seguro de la visita de Dios

Levantándose María en aquellos días
se encaminó con premura
a la montaña, a un pueblo de Judá
y entró en la casa de Zacarías
y saludó a Isabel.
Y aconteció que, apenas esta oyó el saludo de María,
exultó el niño en su seno,
e Isabel quedó llena del Espíritu Santo,
y levantó la voz con gran clamor y dijo:
– ¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
¿De dónde a mí (esta alegría): que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos,
exultó de alegría el niño en mi seno.
Dichosa la que creyó que se le cumplirían plenamente
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor (Lc 1, 39-45).

Contemplación

La Visitación: “¿De dónde a mí esta alegría: que la Madre de mi Señor venga a mí?”
María con Jesús en su seno visita a todos.
María visita a Isabel, su prima anciana, y hace que todo el Antiguo Testamento se convierta en Precursor en la persona de Juan Bautista y cobre sentido si se orienta a Jesús, el Esperado.

María visita a Juan, se va a su casa, enviada por su Hijo en la Cruz, y apacienta a los discípulos hasta la Visita del Espíritu Santo en Pentecostés.

María visita a su pueblo fiel y lo invita a visitarla a ella en sus Santuarios, apacentando a todos. Como dice hoy Miqueas:
“Los apacentará con la fuerza del Señor,
con la majestad del nombre del Señor su Dios
y ellos habitarán tranquilos su tierra y él mismo será su paz”

Visitando y siendo visitada María nos apacienta en Jesús.

Jesús ha prometido claramente la gracia de estas visitas:
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre,
y el que en mí cree no tendrá sed jamás”
“Todo aquel que el Padre me da, vendrá a mí,
y al que a mí viene, no lo echo fuera.
Escrito está en los Profetas: «Y todos serán enseñados por Dios».
Así que, todo aquel que oye al Padre y aprende de él, viene a mí” (Jn 6, 35-45).

En María todo va y viene hacia Jesús.
Ella ha nacido del Espíritu que “sopla donde quiere” (Juan 3, 8)
y la lleva a visitar a Isabel, la lleva a centrar a los discípulos, la lleva a apacentar a su pueblo .

En este Adviento hemos estado contemplando los espacios donde Dios viene a nosotros:
el cielo y el desierto.
Y el espacio del Espíritu en el que el Señor nos mete:
el espacio común y jerárquico de la Iglesia.
Hoy contemplamos a María como espacio de Dios.
En ese pequeño espacio que ocupa una persona
se abre un espacio espiritual infinito para Dios:
en el seno puro de María viene a habitar el Verbo hecho carne,
el Hijo del Padre Altísimo.
María se convierte así en Templo vivo,
en Iglesia que camina y sale a visitar a sus ovejitas.
Ella, la Pastora, es espacio de pastura en el desierto para los corderitos del Señor.
Ella, la Mujer de carne como la nuestra, es Puerta abierta al espacio del Cielo, a lo gratuito de la gracia del Señor.

María es espacio abierto para Dios y crea espacios de adoración y de alabanza con su presencia y con sus visitas.
Sus pequeñas imágenes que están constantemente visitando nuestras casas van creando ese espacio común y santamente ordenado en torno al bien, a la verdad y a la belleza, que llamamos el reino de Dios.

En María nuestro pueblo fiel siente que “llega a un espacio seguro”.
No hay torno a ella nada que sea barrera o exclusión.
En ella es verdad que Jesús “no rechaza a ninguno de los que, porque n en su interior la enseñanza del Padre, vienen a Él”.

María es espacio jerárquicamente ordenado.
El aparente “desorden” que reina en los santuarios, en los que parece que todas las ovejitas andan por donde quieren en el corral, es sólo aparentemente desordenado.
Si uno pudiera ver los corazones (y a veces se ven clarísimamente en los ojos iluminados de la gente que mira a la Madre), vería que están cada uno en su sitio, en la cercanía justa entre Ella y los demás.
Los más sinceros y amantes, imantados por ella hasta esa cercanía que los hace girar en torno al Amor como un planeta en torno a su Sol.
Los más lejanos, visitados por el cariño y la palabra de Ella que los apacienta, que sin dejar de girar en la órbita de su Amor a Dios, se inclina y se acerca a sus pequeñitos: “De dónde a mí que la Madre de mi Señor me venga a visitar”.

A los que como Isabel anciana, su peso excesivo no los deja salir a Jesús atraídos por la enseñanza del Padre, María les acerca a Jesús visitándolos ella misma.

Ir a visitar o recibir la visita, la alegría y el gozo es el mismo.

Salir a apacentar o ser apacentados son dos caras de la misma moneda, ya que siempre somos discípulos misioneros.

María la primera: la visitada por el Espíritu y la que visita llenando del Espíritu a los demás.

La invitamos a nuestra casa, para que nos ensanche el corazón esta Navidad y podamos hacernos un lugarcito para recibir la visita del Niño Jesús.
Y le pedimos la gracia de salir, con ella, a visitar a los que no pueden responder como tanto desearían a esa atracción del Padre hacia su Hijo Amado.
Salir a visitar a los pobres de Dios,
salir con el deseo de apacentar de María,
creando esos espacios comunes y ordenados en torno a la bondad y a la belleza, que son pesebres –casas, hogares e iglesias- donde nace y si ha muerto resucita el Reino de Dios.
Diego Fares sj

Domingo 3 C Adviento 2009-2010

El espacio del Espíritu, en el que Jesús nos sumerge

La gente le preguntaba a Juan:
– «¿Qué debemos hacer entonces?»
El les respondía:
– «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene;
y el que tenga alimentos, que haga lo mismo.»

Algunos recaudadores de impuestos
vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron:
– «Maestro, ¿qué debemos hacer?»
El les respondió:
– «No cobren más de la tasa estipulada por la ley»

A su vez, unos militares le preguntaron:
– «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Juan les respondió:
– «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.»

Como el pueblo estaba a la expectativa
y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías,
él tomó la palabra y les dijo:
– «Yo los bautizo con agua,
pero viene uno que es más poderoso que yo,
y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias;
él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.
Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era
y recoger el trigo en su granero.
Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible.»
Y por medio de muchas otras exhortaciones,
anunciaba al pueblo la Buena Noticia (Lucas 3, 10-18).

Contemplación
Hemos identificado y resignificado dos “lugares de Adviento”, dos espacios o ámbitos donde Jesús viene a nosotros: el cielo y el desierto.

Que Jesús viene del cielo quiere decir que viene “desde más allá de lo esperado”. Y en nuestro mundo en el que todo es negociable, lo único inesperado es lo gratuito. Por eso decíamos que para ver venir a Jesús debemos fijar la mirada en los espacios de de no-negocio, en los lugares de gratuidad que hay en nuestra vida: la familia, la amistad, la eucaristía, el voluntariado…

Que la Palabra viene a nosotros en lo desierto quiere decir que viene “en lo que es capaz de ser consolado”, en lo que con nuestras solas fuerzas es estéril pero se vuelve capaz de florecer y dar frutos con la gracia, como los desiertos florecen con las lluvias.
Y decíamos que pueden florecer en Dios los corazones y las obras que permanecen fieles al compromiso de su amor,
los corazones y las obras que no aceptan consolaciones artificiales,
los corazones y las obras en los que hemos sembrado semillas verdaderas que cuando las visita la consolación florecen y dan fruto. Mantenerse paciente y fielmente en lo desierto implica no querer otro consuelo que no sea el de Jesús.
Allí donde hemos sido enviados por él, allí donde están los que amamos, allí esperamos la consolación que nos haga florecer.
No queremos consolaciones artificiales.

Hoy el evangelio nos habla de un espacio totalmente especial, un espacio donde sólo Jesús puede sumergirnos: “El los bautizará en el Espíritu y en el fuego”, dice Juan Bautista.
Este espacio no existe como parte de la naturaleza.
Es un espacio sobrenatural, espiritual; un espacio que Dios crea, que sólo él abre y delimita con su presencia.
Es el espacio del Espíritu.

Se puede hablar del Espíritu en términos de espacio.
El territorio del Espíritu es lo que llamamos “Reino de Dios” o “Reino de los cielos”.
Es un espacio que “viene”.
Por eso rezamos al Padre: “venga a nosotros tu reino”.
Cuando el Señor envía su Espíritu, la presencia del Espíritu crea un ámbito especial. No es algo puntual sino una realidad que se expande. Esto es tan así que la presencia del Espíritu en un corazón siempre lo lleva a “hacer lugar”, a crear lugar, a transfigurar lugares, como hizo José con el pesebre de Belén, como hacemos nosotros con nuestras casas y hogares.

Este espacio del Espíritu tiene sus características especiales.
Se me ocurren algunas muy lindas y espero que cada uno aporte lo suyo.

El espacio que se genera cuando viene el Espíritu y cuando aceptamos bautizarnos en Él es siempre un Espacio Común.
En el territorio donde reina el Espíritu del Señor no hay sitios exclusivos –ni countries ni villas ni ningún tipo de lugar reservado sólo para algunos o que se puedan reclamar como “propio”: todo es común, eclesial, comunitario.
Debemos tener cuidado sin embargo en malinterpretar este espacio común con criterios mundanos. Como nuestro mundo se ocupa constantemente de crear espacios exclusivos para negociarlos, lo común está desvalorizado, se convierte en tierra de nadie. Lo vemos con tristeza e impotencia en nuestras ciudades: las plazas, los parques, los lugares públicos, son objeto del descuido y el maltrato.

En el Espacio común del Espíritu no es así. Lo más común es lo más sagrado: en vez de ser tierra de nadie es tierra de todos, pero de todos jerárquicamente organizados. Es decir, espacio común que todos cuidamos respetuosa y organizadamente. Con caridad discreta, diría Ignacio. Caridad que brinda su servicio en el tiempo oportuno y con la distancia óptima.
Así, el espacio que se genera cuando viene el Espíritu y nos dejamos bautizar en él es siempre un Espacio Jerárquico. “A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 7).

Jerarquía significa “principio santo” u “orden sagrado”. Es un orden que se establece teniendo en cuenta lo principal, lo más santo. Cuando la jerarquía es artificial o se utiliza para los negocios y la fama de algunos en desmedro de otros, es detestable. Pero cuando la jerarquía es verdadera, cuando se distribuyen los cargos y roles de acuerdo al mayor servicio, a la mayor belleza y al mayor conocimiento, entonces es amable y defendible a toda costa.
Si hablamos en términos de belleza es muy claro. En una fiesta de bodas los tiempos y espacios deben estar ordenados para realzar a los novios: la mesa principal, destacada, el momento del vals, momento en que se deja todo lo demás de lado…
Si hablamos en términos de salud, también es claro: en un hospital todo se organiza para el bien del enfermo, tanto los lugares como los roles de los que deciden qué hay que darle, cómo y cuándo.
Y así también en una universidad… el que más sabe hace valer sus conocimientos ordenadamente, para bien de los que aprenden…
Resulta obvio que si la vida social y política no está organizada según las jerarquías de la verdad, el bien y la belleza, no es porque carezca de orden. El problema no es el “desorden”. Lo que sucede es que en vez de jerarquía –orden sagrado- hay “negociarquía”, por usar un neologismo. Y el orden de los negocios es impiadoso: no deja lugar para la gratuidad, que es propiamente “lo sagrado”, la “gracia”, lo “no-comprable ni controlable”.
Por eso el espacio del reino choca –a veces de manera manifiesta y otras (muchas más) de manera sorda y tapada- con los espacios de los negocios. Cuando alguien está defendiendo el espacio de sus negocios causa interferencias de distinto tipo y grado con los que están cuidando los espacios del Espíritu. Dos señales son el boicot al espacio común y al orden que busca la verdad, el bien y la lindura.

Para no abundar, destaco otra característica del espacio del Espíritu.
Si los espacios humanos tienen límites inciertos y fluctuantes, el espacio del Reino en el que nos bautiza Jesús es un ámbito de certeza.
El espacio del Espíritu tiene una sola ley, la caridad, y la caridad no tiene límites ni condicionamientos.
Por eso su fruto y corona, la alegría del espíritu, se expande de manera tal que nada ni nadie nos la puede quitar.
Todas las alegrías humanas tienen como contrapartida algún miedo o tristeza, real o posible, pasado o futuro.
El gozo del Espíritu, la alegría de tanta alegría de Jesús resucitado, no tienen límite que los amenace, no son gozo mezclado con angustias.
Pablo es el que mejor se anima a formularlo como es él, sin medias tintas: “No se angustien por nada”, le dice los Filipenses.
“Alégrense siempre en el Señor. Insisto, alégrense”.
Este es el mensaje de Juan el Bautista, el Precursor, el Amigo del Novio que se alegra con su alegría: Jesús los bautizará en este ámbito del Espíritu: espacio común, santa y hermosamente ordenado, donde la caridad reina y la alegría es cierta.

Adviento es tiempo de dejarnos bautizar por Jesús en el Espíritu para que “venga a nosotros el Reino del Padre”.

Diego Fares sj