Felices los Pedros que necesitan que les confirmen la fe para confirmar a los demás (21 A 2017)

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos

– ‘Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? Quién dicen que es?’

Ellos respondieron:

-‘Unos dicen que es Juan el Bautista, otros, Elías y otros Jeremías o alguno de los profetas’.

– ‘Y ustedes –les preguntó- ‘¿Quién dicen que soy?’

Tomando la palabra Simón Pedro respondió:

– ‘Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo’.

Y Jesús le dijo:

-‘Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre que está en el cielo.

Y Yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia,

y el poder de la muerte no prevalecerá sobre ella.

Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos.

Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo’

Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías” (Mt 16, 13-20).

Contemplación

Feliz de ti Simón!

Es la bienaventuranza de la fe.

De lo feliz que hace tener fe en Jesús.

La alegría que da hacerle caso a la fe cuando algo la despierta en nuestro corazón y sentimos el impulso a adherirnos sin peros a una certeza, que tiene que ver con un bien común, con algo que nos hace sentir plenamente humanos.

Algo especial se ilumina en los ojos de Jesús, mientras les va preguntando: “quién dice la gente que soy yo, quien dicen ustedes que soy yo…” y Simón le hace caso a lo que le dice su corazón.

Me pregunto si todos sentimos la voz del Padre cuando nos indica quién es Jesus, cuando nos revela que es su predilecto, el que esperamos, el Ungido…

El Señor dirá que el Padre se hace oír mejor por los pequeñitos y no por los que se complacen en escucharse a si mismos y en escuchar a los que los aplauden.

En todo caso, escuchar la voz del Padre e interpretarla como algo especial requiere ayuda, confirmación.

Esto es lo que hace Jesús con Simón: lo confirma, lo consolida en esa confianza que hace que se juegue y que lo convierte en Pedro, en piedra para confirmar la fe de sus hermanos, de todos nosotros.

Desde entonces, Simón Pedro -siempre con sus dos nombres, como hoy Jorge Bergoglio/Francisco- tiene la misión de confirmar personalmente la fe de los que queremos ser discípulos de Jesús.

Me gusta la idea evangélica de una fe en Jesús que necesita confirmación.

Una confirmación que no viene de la carne ni de la sangre, que no es cultural ni genética, sino que viene del Padre, del Altísimo, del Misericordioso, del que siempre está, estuvo y estará (que es una forma cercana de decir que es eterno).

Nuestra fe necesita esta confirmación de nuestro Padre y Él nos la hace llegar por dos vías, ambas eclesiales: por Pedro y por los pequeñitos del pueblo fiel, infalible en su modo de creer y de vivir la fe en su vida cotidiana.

Una fe que necesita confirmación es una fe pobre, es una “poca fe”.

Una “poca fe” que grita: Señor! Auméntanos la fe.

El plural indica que no se trata de una pobreza individual, de esas de las que uno podría salir por esfuerzo propio, sino de una pobreza que nos orienta hacia los demás, que nos hace salir de nosotros mismos y pedir ayuda. A Jesús , a Pedro y a las personas que vemos que tienen más fe que nosotros.

Volviendo a Simón Pedro, diría que él y todos los que con su nombre propio reciben el nombre de Pedro, solo se entienden desde esta fe. No se los entiende desde categorías meramente políticas, sicológicas, sociológicas…

Si se los elige es porque son gente que se deja confirmar y que se hace cargo de la tarea de confirmar a los demás.

Desde esta perspectiva se puede decir que Simón buscó ser Pedro, quería ser Pedro, fue siempre un Pedro, uno que era piedra para los demás, uno que se dejaba confirmar y que confirmaba a los demás en la fe, ya se tratara de tirar la red una vez más , aunque no hubieran pescado nada en toda la noche, o de caminar sobre las aguas en dirección a lo que para los demás era solo un fantasma.

Desear ser Pedro, desear ser confirmado para poder confirmar, es un deseo que regala el Padre a quien quiere. Suele dárselo a los que se animan a caminar sobre las aguas (y no a los que quieren trepar), a los que se dejan corregir y saben pedir perdón, a los que se juegan por sus hermanos sin miedo a quemarse…

Dejarse confirmar es disponerse a recibir el fruto de una acción conjunta: del Padre que pone a Jesus bajo la Luz del Espíritu Santo y lo transfigura ante nuestros ojos.

Confirmar a los demás también implica una tarea compleja, mas compleja que la que conlleva definir un dogma o escribir una encíclica. Esta es solo una cara, la cara intelectual de la fe. Pero confirmar requiere también acompañamiento, conducción pastoral a lo largo del tiempo, cariño y misericordia para perdonar las caídas, paciencia y fortaleza para iniciar un proceso y llevarlo a buen fin…

Es decir: confirmar en la fe es cosa de Padre.

Va más allá de decirle a un hijo “tienes que hacer esto” o “esto está bien y esto está mal”.

La fe se confirma bancando a los hijos. Hijos que, como Simón Pedro, a veces dicen cosas geniales y otras cualquier pavada, que se tiran al agua porque quieren caminar sobre el mar y después piden ayuda porque se hunden, que se entusiasman y también a veces niegan cobardemente, que se arrepienten y regresan…

Jesus elige a Pedro porque se anima a pasar por todas estas cosas escuchando la voz interior del Padre que le hace ver desde adentro quién es Jesus a quien tiene delante. Confía en el. Fíate. Es mi Hijo. Es tu Amigo, tu Señor, escúchalo: es uno que te puede enseñar, tu maestro (tu director espiritual, tu rabí, tu iman, tu sensei, tu shifu…, como quiera llamarlo tu cultura).

Pero, como decíamos, no se trata de una fe individual sino comunitaria, eclesial. Es una fe misionera, que responde quién es Jesus en medio de la gente y para ir a confirmar a la gente. Una fe que escucha lo que dicen los medios -que Jesus es esto y lo otro-, y dice: para mí Jesus es el Hijo De Dios y esto salgo a anunciarlo y a compartirlo con los demás. En el conflicto de las interpretaciones, la fe resuena -Jesus quiere que resuene- con el tono de voz único y personal de cada uno. El Señor no le interesa sacar un promedio estadístico de lo que la gente piensa de él para que uno se quede con ese tanto por ciento. Le interesan voces que se jueguen por el el cien por ciento. Le interesa lo que yo pienso y elijo cultivar de mi relación con él en lo íntimo de mi corazón, no que yo tenga una opinión promedio acerca de quién es él.

Nadie puede decir Jesús es mi Señor si el Espíritu no le mueve el corazón.

Y el Espíritu no mueve sino corazones que quieren confirmar la fe de sus hijos pequeñitos, de los pobres mas pobres y de los que quieren aprender las enseñanzas del evangelio.

Diego Fares sj

La gracia de aprender a recibir la Eucaristía con la ayuda del Espíritu Santo (Corpus A 2017)

Jesús dijo a los judíos: Yo soy el pan vivo bajado del cielo.

El que coma de este pan vivirá eternamente,

y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.»

Los judíos discutían entre sí, diciendo:

«¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»

Jesús les respondió:

«Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre

y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna,

y yo lo resucitaré en el último día.

Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.

Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida,

vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí» (Juan 6, 51-58).

 

Contemplación

El que me come vivirá por mí, dice el Señor. No se trata de un comer inconsciente, sino de un comer espiritual. Recibir la Eucaristía es comer un Pan que uno elige, rodeando de preparación y cuidado la comida (la misa) para saborearlo y gustarlo como un banquete especial, junto con toda la Iglesia, en cada comunidad.

Comulgar así, es una gracia del Espíritu Santo, que no solo hace espiritual al agua del Bautismo y al aceite con que somos ungidos en la Confirmación, sino que hace que la Carne de Cristo, el Pan de la Eucaristía y el vino consagrado que es verdaderamente la Sangre del Señor –derramada para el perdón de nuestros pecados- sean también comida espiritual, que nos hace “vivir por Jesús”: el que me come vivirá por mí.

Solemos separar a Jesús del Espíritu y más bien los deberíamos unir siempre y todo lo posible. La Carne del Señor, el que se nos dé como Pan y como Vino consagrados, hace que la vida que el Espíritu nos da, no sea solo una cuestión que captamos con la mente o con el corazón, sino que podamos “sentir y gustar” sensiblemente, masticando y bebiendo en un momento breve pero concreto que nos permite experimentar que “hemos tomado la comunión”. Pero al mismo tiempo es el Espíritu Santo el que hace que este acto físico, que no permite abstracciones ni espiritualizaciones vagas, que conecta el pan de la Eucaristía con el pan que comemos en casa y la Carne de Cristo con nuestra Carne –de modo preferencial con la Carne que necesita ayuda, la carne de los enfermos, de los pobres y desamparados de este mundo-, que este acto material de recibir una hostia consagrada, tenga un sentido mayor que el de tomar un simple alimento. Humanamente, comer un pedazo de pan y beber un vaso de vino, adquiere un significado diverso si uno sólo los toma como alimento rápido camino al trabajo o si los comparte en una fiesta familiar y de amistad. La comida es alimento material y al mismo tiempo concreta y sella una alianza espiritual. Así también comer la Carne del Señor, es alimento físico, viático que da energía para el camino diario y banquete de bodas, comida de alianza, adelanto del Banquete del Cielo.

El Espíritu Santo es el que inspira el sentido de cada comunión: hace que la comunión de la misa diaria sea alimento para la jornada, que la comunión del Domingo sea expresión de la unión con la familia, con la comunidad y con todo el pueblo fiel de Dios y que las comuniones en los momentos grandes, en el matrimonio o en las Fiestas de la Iglesia, sean comuniones de renovación de la Alianza con el Señor y con su pueblo.

Por eso tenemos que pedir al Espíritu saber comulgar bien, con un sentido espiritual, que hace de cada Eucaristía algo único. El cansancio o la rutina con respecto a la Eucaristía no tienen sentido si, simplemente, se pide la ayuda al Espíritu para comulgar. Otras ayudas, el Espíritu las da “como quiere y cuando quiere”, y como sus carismas requieren nuestra participación y el cultivo de sus gracias –que son siempre “la mitad”- a veces no los “recibimos” plenamente. Como además, toda gracia del Espíritu es para el bien común, el que no está en su puesto de trabajo y de servicio propio, elegido como vocación –o si está en el lugar a donde es llamado por el Señor, a veces haraganea o se distrae- tampoco recibimos “plenamente” las gracias que el Espíritu siembre y derrama abundantemente sobre toda la humanidad y la creación. Pero con la Eucaristía es distinto porque no se trata de recibir nosotros una gracia según nuestra capacidad y la del entorno en el que históricamente nos hemos situado, sino que se trata de que el Espíritu “haga brillar” al mismo Jesús, haga que su Carne de toda su energía y su Sangre todo su fervor. Es decir: la parte “subjetiva” espiritual que plenifica todo acto material, haciendo que despliegue toda su potencialidad, no es nuestra subjetividad sino la del Espíritu.

En definitiva, lo que digo es que no se puede comulgar bien con Jesús sino es con la ayuda del Espíritu Santo.

Al Espíritu le tengo que pedir todo: que me dé ganas de ir a misa y que me de gustarla y aprovecharla según Él desea para el bien común.

Si uno comulga sólo desde sus expectativas, por ahí su comunión es aburrida. Como cuando uno se sienta a la mesa en un banquete de otra cultura y solo come lo que le resulta conocido. Pasamos gran parte de la vida “comulgando solo con un Jesús “pan conocido” y nos perdemos todos los sabores que el Espíritu da a cada Eucaristía. Comulgar con la ayuda del Espíritu es comulgar “apostólicamente”, en orden a gustar y aprovechar cosas nuevas que serán fuente de vida para servir mejor a aquellos a los que somos enviados a evangelizar.

Probemos a comulgar rezando con el Ven Creador.

Digamos el Espíritu: “enciende con tu luz nuestros sentidos” para que el sabor de la Eucaristía nos traiga a la memoria el pan ázimo que el Señor consagró por primera vez.

Pidámosle: “infunde tu amor en nuestro pecho” para que al tragar la Eucaristía y sentir el calor del Vino consagrado, el camino que recorren desde nuestro paladar a nuestro estomago encienda de fervor nuestro corazón.

Roguemos al Espíritu: “fortalece con tu fuerza inquebrantable la flaqueza carnal de nuestro cuerpo”, para que la experiencia de estar en comunión con Cristo nos haga sentir y experimentar que “nada ni nadie podrá separarnos del amor del Señor” que el Espíritu ha infundido en nuestros corazones.

Solicitémosle “repele lejos a nuestro enemigo”. Que la Carne del Señor no deje hacer valer al mal espíritu esa “mala alianza” que estableció con nuestra carne. Si uno reflexiona bien, esto que decimos de “comulgar con la Carne del Señor ayudados por el Espíritu” tiene su contrapartida en el hecho de que es el mal espíritu el que utiliza la debilidad de nuestra carne para alejarnos del amor de Dios. Nuestra carne no se aleja de Dios naturalmente. Se desordenó por el pecado. Y aún en su desorden, tiene límites. Lo que no tiene límites es lo espiritual, que hace que nuestra ira no tenga medida –como sí la de un animal, que solo mata para comer- o que nuestra avaricia sea insaciable. La lucha, pues, no es entre carne y espíritu, así sin más. Es entre nuestra carne bajo el dominio del mal espíritu y nuestra carne –unida a la Carne de Cristo- conducida por el Espíritu Santo.

Que en la fiesta del Corpus, el Espíritu Santo nos enseñe a comulgar bien y nos quite la niebla de los ojos para que sepamos reconocer al Señor Jesús resucitado en cada partir el pan.

Diego Fares sj

Fátima: el Señor se revela a cada persona y a cada época según su carácter y su corazón. Pascua 5 A 2017

 

Jesús dijo a sus discípulos:

«No se agite su corazón. ¿Ustedes creen en Dios?, crean también en Mí. En la Casa de mi Padre hay muchas moradas; de no ser así, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Y a donde Yo voy ya saben el camino.»

Tomás le dijo: – «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a saber el camino?»

Jesús le respondió: – «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me comprenden, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto.»

Felipe le dijo: – «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.»

Jesús le respondió: – «Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes y toda­vía no me conocen (no comprenden quién soy). El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Las palabras que digo no son mías: el Padre que habita en mí es el que hace las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanlo, al menos, por las obras. Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre» (Juan 14, 1-12).

 

Contemplación

“No se agite su corazón. Ustedes creen en Dios? Crean también en mí”.

“No teman. Yo soy el ángel de la paz. Recen conmigo! Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo”.

Cuando uno lee los diálogos del ángel y de nuestra Señora con los pastorcitos de la Cova da Iría –San Francisco, Santa Jacinta y la sierva de Dios Lucía- se percibe el mismo aire que en los diálogos del Señor con sus apóstoles.

El tono de instrucción del ángel cuando, en la segunda aparición (que ya no les mete miedo), los ve sesteando a la sombra de los árboles de la quinta que rodeaban el pozo: “Qué están haciendo. Recen. Recen mucho. Que los corazones de Jesús y de María tienen sobre ustedes planes de misericordia”. En la primera aparición les había dicho que Jesús y María estaban “atentos a la voz de sus súplicas”. Y les había juntado en la oración el rezarle a Dios con interceder por los pecadores: “…Y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”. Ahora les agrega a la oración, los sacrificios: “Ofrezcan constantemente oraciones y sacrificios al Altísimo”.

Aquí es donde Lucía, con esa familiaridad de los chicos, se anima a preguntarle: “¿Y cómo hemos de sacrificarnos?”. Pareciera que estamos escuchando a Tomás cuando le dice al Señor: “¿Cómo vamos a saber el camino? (Si no sabemos a dónde vas)”. Al igual que el Señor, el Ángel de su Guardia y de Portugal (con ese nombre se les revela) aprovecha para darles una instrucción más detallada y acorde con su mentalidad. Les dice: «De todo lo que puedan ofrezcan un sacrificio como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre su patria la paz. Yo soy el Ángel de su Guardia, el Ángel de Portugal. Sobre todo, acepten y soporten con sumisión el sufrimiento que el Señor les envíe”.

En torno a Fátima se sienten siempre palabras como “los secretos de Fátima” o “el tercer secreto”…; en el rosario se agrega en muchos lados: “líbranos del fuego del infierno”. También se une Fátima a la conversión de Rusia… El fenómeno del sol que se movía, visto por la multitud, quedó también, pero más en un segundo puesto.

Si uno lee con atención, ve que a cada uno de los niños las apariciones, del ángel primero y de nuestra Señora después, a lo largo de todo un año, le produjeron efectos distintos. Todos verdaderos y dignos de atención. Francisco, por ejemplo, no escuchaba lo que la Virgen decía. Su prima Lucía y su hermanita se lo comunicaban. A él, lo que le quedó fueron las palabras del ángel, que sí escuchó, y que les dijo: “Consolad a Dios”. El pequeño se quedó con eso. Dice Lucía años después: “Él trataba solamente de pensar en consolar a Nuestro Señor y a la Virgen, que le habían parecido tan tristes”. Cuando su prima y su hermanita le contaban lo que decía la Virgen, Francisco, dominado por el sentimiento de la presencia de Dios, discurría sólo en torno a este punto. Les decía: “Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? Esto no lo podemos decir. Pero qué pena que Él esté tan triste; ¡Si yo pudiera consolarle!”.

En la pregunta que se hace Francisco – “Cómo es Dios”-, ¿no resuena el “Muéstranos al Padre”, de Felipe?

Y en el centrarse en ese sentimiento tan humano, que es sentir pena por la tristeza de Jesús, ¿no resuena la respuesta del Señor a Felipe de que el que lo ve a Él, ve al Padre?

Es la misma pedagogía, son los mismos diálogos, es el perfume del evangelio en el que Jesús se revela y a cada uno le habla según es su corazón y puede entenderlo.

Francisco se quedó con esto, con que él podía consolar a Dios. Y en su enfermedad le confiaba a su prima: “Nuestro Señor estará triste? Tengo tanta pena de que Él esté así. Le ofrezco cuantos sacrificios puedo”.

Jacinta, en cambio, más pequeña con sus seis añitos, quedó impresionada con la visión del infierno. Se preguntaba por qué Nuestra Señora no se lo mostraba a todos. Y le decía a su prima, que se ve que era la que hablaba, que le dijera a la Señora que se lo mostrara a todos los pecadores. “Verás cómo se convierten”. Esta frase es como la de Felipe: “Eso nos basta”. “Muéstranos al Padre y eso nos basta”. Es ese sentimiento tan nuestro de querer algo que resuelva todo. Pero Jacintita agrega: “Qué pena siento por los pecadores”. Sus ideas van por el lado de su imaginación, pero es la pena, el sentimiento de pena que anida en su corazón de niña, lo que el Ángel evangeliza. La buena noticia es que los dos hermanitos que hoy han sido canonizados, “encarnaron” la pena de Jesús por los “pobres pecadores” (así habla Jacinta de nosotros, como “pobres pecadores”). Y más allá de sus ideas acerca de “revelar a todos el infierno”, ella al igual que su primo, se deciden a hacer algo, su parte.

Sus sacrificios, no eran sólo esa cuerda que se ataban y que la Virgen les aconseja que se la desaten para dormir. Tampoco el pasar una novena y, de vez en cuando, hasta un mes sin beber. Hacían también pequeños sacrificios como no comer la merienda y dejar “los higos y las uvas a los pobres”.

El secreto de Fátima –todos los secretos- están a la vista para que el que tenga ojos para ver, vea cómo el corazón de los pequeños pastorcitos es capaz de conocer a Dios –en su pena- y practicar sus mandamientos –con pequeños sacrificios por amor a los demás-.

Pero a lo que iba es a que la revelación del Señor va unida a cómo es cada uno, de carácter y de corazón.

Tomás y Felipe representan a dos tipos de hombres. Tomás es de los que preguntan por el camino; Felipe, de los que preguntan por la meta. Tomás necesita ver y tocar, hacer su experiencia, encontrar el modo. A Felipe con “ver al Padre basta”.

Jesús dialoga con cada uno teniendo en cuenta estas inquietudes existenciales que los mueven.

También con los niños de Fátima. Jacinta es más Tomás, podríamos decir. Ella quiere resolver el problema de los pecadores y le parece que basta con que “toquen” y experimenten lo que es el fuego del infierno, como quema, así se convierten y listo el pollo. Francisco es más como Felipe: queda fijado en “cómo es Dios” y en la consolación. A él le basta con hacer lo que sea para consolar al Señor. Los dos coinciden en el sentimiento de compasión y misericordia que les hace arder el corazón sin quemarlos.

Así también nosotros. En estos cien años, Fátima habló a varias generaciones con un aspecto de su mensaje que se centró en algunas cosas que tienen que ver con un carácter y una mentalidad. Nosotros podemos atender también a otras.

A mí me conmueve la pequeñez y la valentía de Jacinta y de Francisco. Me interpelan sus sacrificios. Rezando a Jacinta, sentía cierto temor ante la posibilidad de que Dios me pidiera sacrificios como los suyos (le tocó morir sola en el hospital -la Virgen se lo predijo y le prometió que la acompañaría todo el tiempo- y ser operada sin anestesia –le quitaron parte de dos de sus costillas). Y sentía que me decía algo así como que ni lo pensara. Que no me daba el cuero para ser tan valiente como ella. Que sí podía hacer pequeñísimos sacrificios, como lo de dejar algunas uvas para los pobres. Y la verdad es que imaginar a esta niña, que es todo un carácter, alienta y hace posible estos pequeños sacrificios para “consolar a Jesús” y para “interceder por los que no creen, no adoran, no esperan (¡pobres!) y no aman al Señor”.

Diego Fares sj

 

 

 

Las Bienaventuranzas: 9 bendiciones consoladoras de Jesús que forman al Pueblo fiel de Dios (4 A 2017)

 

Captura de pantalla 2017-01-28 a las 7.25.42.png 

Al ver a las muchedumbres, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.

Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:

«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el

Reino de los Cielos.

Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.

Felices los afligidos, porque serán consolados.

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.

Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.

Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.

Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.

Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo» (Mateo 5, 1-12ª).

 

Contemplación

El Señor, al comienzo de su ministerio, retoma al profeta Isaías. Le dice a la gente que el Espíritu Santo lo ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y consolar a los afligidos.

Las bienaventuranzas son ese Anuncio.

Son las bendiciones consoladoras de Jesús a su pueblo.

Nos hará bien escucharlas de los labios de un Jesús sentado en medio de su pueblo.

Al ver a la gente que lo había seguido multitudinariamente –grandes y chicos, familias enteras que lo siguieron en procesión, esperando que el Maestro los juntara en algún lugar adecuado y se pusiera a enseñarles-, Jesús subió al monte y allí –rodeado de sus discípulos- se sentó tranquilamente y comenzó a “anunciar la buena noticia a los pobres”.

Su anuncio no es comparable a ningún tipo de anuncio o enseñanza humana. O mejor, es el más humano de los anuncios y la mejor de las enseñanzas.

Dos detalles. Se dieron cuenta de que, para empezar, toma la pobreza, las penas y el hambre y sed de justicia de la gente? Jesús no anuncia ni enseña lo que la gente “no sabe” sino que toma lo que la gente “vive” y eso es lo que ilumina.

 

Felices los pobres, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia. El reino es de ustedes, los pobres: serán consolados en sus penas, serán saciados en su sed de justicia.

Vemos como en la primera bendición consoladora está todo: Benditos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

El discurso es convocante: los está mirando a ellos, notando su pequeñez

¿Quiénes eran, uno a uno, esas personas que estaban escuchando aquel día?

¿Qué tenían de especial para ser destinatarios del anuncio más bello de la historia?

No eran nadie y, por eso mismo, eran todos.

Eran los más comunes. Ninguno pudo reivindicar “yo estuve allí, aquel día”, porque no había periodistas.

Eran las familias del pueblo, las mamás que salieron con sus hijas a ver si Jesús se las bendecía. Eran los hombres con sus hijos que estaban trabajando en su campito: dejaron el arado y se fueron con sus compañeros a escuchar a Jesús. Eran los viejos, que estaban sentados a la puerta de su casa y les decían a todos que estaba bien ir a escuchar al Rabí. Y, por supuesto, en primera fila estaban los mendigos que habían ido todos. Y los enfermos, los que el Señor había curado y los que tenían la esperanza de hacerse curar.

Felices los que tienen alma de pobres, los que no pretenden mucho para sí, solo poder estar sanos para trabajar por su familia…

Jesús anuncia que su Reino, el de los cielos que han bajado a ese monte y a esa pequeña multitud del pueblo fiel –en la que bien caben todos los pueblos de la historia, esos pueblos que somos todos cuando nos abajamos a estar juntos, contentos de ser uno más que escucha junto con todos a Alguien como Jesús, cuando convoca-, su Reino… les pertenece: es de ellos!

A veces uno se pregunta cómo llegaría el mensaje a tanta gente, qué escucharían, qué podrían entender… Yo creo que esto, lo entendieron todos. Perfectamente.

Uno presta atención cuando, en medio de una multitud, dicen “los que tienen asiento de la fila 20 a la 40 suben primero”; o “las personas con niños a cargo o personas ancianas, por este lado”. Cuando Jesús dijo “los que tienen alma de pobres”, nadie se movió, pero todos los que estaban allí, sentados en el suelo, después de haber dejado sus cosas para seguir a Jesús, sintieron que les estaba hablando a ellos. Y les decía que El Reino de los Cielos era de ellos.

Y apenas sintieron que les hablaba a ellos, que los pobres de espíritu eran ellos, los que “lo habían seguido para escucharlo y estaban allí sentados en el suelo”, el Maestro los contuvo con la bienaventuranza de la paciencia y les hizo sentir que comprendía su estado de ánimo y su sed. Como si hubiera dicho levanten la mano los que tienen alguna aflicción y los que están esperando que se haga justicia. No hizo falta que levantaran la mano. El anuncio era, indudablemente, para ellos.

Y entonces, después de escuchar esto, se les abrieron bien los oídos y entendieron todo lo demás, que les vino como un agua fresca para sus corazones y los consoló como el solcito de la tarde que los iluminaba haciendo que las palabras del Reino entraran en sus mentes y se fijaran para siempre en su memoria común.

Ustedes serán consolados, serán saciados. Eso vengo a anunciarles, esa es la buena noticia. Ahora cambian las cosas, se dan vuelta: lo mismo que los afligía se convierte en su bendición. Porque Yo estoy con ustedes, el Padre me ha enviado, y Yo los veo y los comprendo, yo los consuelo, yo les hago justicia.

Fue en ese momento, en el que todos estaban pendientes de sus labios porque se sentían comprendidos en su situación y en sus aspiraciones más hondas y comunes, que el Señor sembró La Bienaventuranza: Felices los misericordiosos porque alcanzarán Misericordia. Allí, en el corazón de su discurso, en el momento culminante de esa homilía que duró nueve minutos –porque el Señor hacía silencio luego de cada una y esperaba que se la dijeran unos a otros, especialmente a los que estaban más lejos- Jesús anunció y reveló que las dos Misericordias van unidas: la que damos a los demás con la que recibimos de Dios.

Esta es la más importante, si se puede hablar así, o mejor, es el corazón, que da vida a las demás, en ese latir que purifica todo, asumiéndolo, y oxigena todo, con sangre renovada. Por eso, ahí mismo, viene la que dice: Felices los de corazón puro, porque verán a Dios.

A continuación, todos comprendieron que el Señor les daba una tarea –la de trabajar por la paz, como buenos hijos de Dios. Y los precavía contra la tentación de pensar en un reino fácil o triunfalista. El Señor les enseña que, así como asume todas sus pobrezas, sus penas y deseos de justicia, también asume las persecuciones. Pone dos clases –y por eso se dice que estas dos últimas bienaventuranzas son una que se desdobla-: la persecución por practicar la justicia (por luchar por los pobres y oprimidos) y la persecución por causa suya (por confesar la fe). Así como unió las misericordias en una sola, también une los martirios en uno solo. La confesión de la fe y la lucha por la justicia van unidas en una misma bienaventuranza.

 

El asunto es que la gente entendió perfectamente estas bienaventuranzas.

La gente recibió estas bendiciones consoladoras de Jesús que los iban convirtiendo así, de mera multitud en el pueblo fiel de Dios.

Cuando Jesús dice que “de ellos –de los pobres de espíritu que lo escuchan allí sentados como Él en el suelo- es el Reino de los Cielos” está diciendo que son el pueblo de Dios, porque un Reino más que un territorio o una Constitución es un pueblo fiel a ese territorio y a esa constitución. Aquí el territorio es el del Cielo y la ley carismática e identitaria son estas bienaventuranzas.

El pueblo fiel de Dios es el de los afligidos –enfermos, pecadores y esclavos de alguna adicción que los somete al poder del diablo- a los que el Señor consuela.

El pueblo fiel de Dios es el de los que tienen hambre y sed de justicia y esperan pacientemente la herencia. Mientras tanto son el pueblo de Dios que el Señor alimenta multiplicando los panes y los peces y dándose a sí mismo como viático en la Eucaristía.

El pueblo fiel de Dios es el que practica y recibe la Misericordia en un mismo gesto: como es misericordioso y comprensivo con las debilidades de los demás y se compadece de sus miserias, con la misma grandeza de corazón recibe el perdón de Dios.

El pueblo fiel de Dios tiene el corazón purificado, no por muchas virtudes, que también las tiene, sino sobre todo por esa misericordia común e inclusiva, con que los más pobres acogen a todos y siempre tienen lugar para uno más.

El pueblo fiel de Dios está formado por las inmensas multitudes que trabajan por la paz. Siempre allí donde uno levanta un arma y hiere a otro, hay diez que tratan de contenerlo y que asisten al herido.

El pueblo fiel de Dios es el de los perseguidos (hoy también se persigue excluyendo o tratando como sobrante) por reclamar justicia para los hombres y por adorar a Dios.

El Señor convoca, armoniza y conduce a su pueblo

dándole pertenencia –sellada con su sangre y caracterizada en el bautismo-,

conteniéndolo y consolándolo,

saciando su sed de justicia

haciéndolo misericordioso y misericordiado,

revelando sus cosas a los más pequeñitos

otorgando a todos el don de trabajar artesanalmente por la paz (en todos sus trabajos, más allá de las distintas tareas que cada uno esté realizando, la gente sencilla siempre está construyendo la paz),

y alegrándolo en medio de las persecuciones y desprecios.

Bendito Jesús que dio las bienaventuranzas a su pueblo!

Diego Fares sj

 

 

Lázaro el pobre es quien puede refrescarnos la vida con la gota del brillo agradecido de sus ojos cada vez que le damos una mano (26 C 2016)

 

Mother Teresa Visits Patients At Kalighat Home For The Dying
01 Jan 1976 — Mother Teresa Visits Patients At Kalighat Home For The Dying — Image by © JP Laffont/Sygma/CORBIS

«Oían todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de Jesús. Y Jesús dijo a los fariseos: ‘Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día banqueteaba espléndidamente.

En cambio un pobre, de nombre Lázaro, yacía a su puerta lleno de llagas y ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; pero hasta los perros venían y lamían sus úlceras.

Sucedió que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham.

Murió también el rico y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó:

– Padre Abraham, apiádate de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan.

– Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.

Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí.

El rico contestó:

– Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento.

Abraham respondió:

– Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen.

– No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán.

Pero Abraham respondió:

– Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán’” (Lc 16, 19-31).

Contemplación

Impresiona en la parábola cómo las intuiciones del rico no le alcanzan para pensar bien. Ve a Abraham y a su lado a Lázaro y de alguna manera intuye que es el pobre el que lo puede ayudar. Lázaro, el pobre, es la clave de su vida. Pero no llega a captar que está “al lado de Abraham”. Habituado a pensar como rico imagina que Abraham lo tiene de sirviente o de esclavo y por eso no le habla directamente a Lázaro sino que le dice a Abraham que se lo mande con la gotita de agua para refrescarle la lengua con el dedo.

Ni siquiera allí se da cuenta de que Lázaro es Cristo.

O quizás debamos decir que “precisamente allí –en el infierno- no puede reconocer que el pobre es Cristo”.

Y más aún: no reconocer que los pobres son la carne de Cristo es estar ya en el infierno.

Alguno dirá que no, que en todo caso el infierno vendrá después, que ahora los ricos y poderosos la pasan bárbaro.

Pero no es así. Será un infierno acolchonado, placentero, divertido… pero no deja de ser un infierno vivir excluyendo del amor a tanta gente, vivir tapando la compasión, vivir perdiendo la oportunidad de darse y de dar.

Hemos identificado superficialmente al infierno con sufrimientos físicos y de ahí hemos deducido que si uno la pasa bien, entonces no está en el infierno. Pero este es uno de esos razonamientos equivocados que son propios del rico, que piensa que su problema es que “ha caído en un lugar de tormentos”. Sólo se ve a sí mismo, en su situación física, de llamas que le dan sed. NI se le ocurre pedirle perdón a Lázaro, por ejemplo, por no haberlo ayudado en vida. Su mente ofuscada se extiende un poco y llega a pensar en sus cinco hermanos. Es capaz de salir un poquito de sí mismo y extender su preocupación a los de su familia, pero no más. Y lo único que se le ocurre es que “no vayan a caer en el mismo lugar de tormentos que él”. Cero arrepentimiento, cero compasión, casi cero amor. Capaz que si lo refrescaran un poco hasta se acostumbraría al infierno.

Jesús dice esta parábola a los fariseos que “eran amigos del dinero”. El Señor ha contado las tres hermosas parábolas de la misericordia, en su dinámica creciente que va de lo instintivo y técnico a lo más personal, que es la misericordia del Padre para con sus hijos que se pierden su amor; uno por gastarse todo el dinero en fiestas y el otro por ahorrar para heredarlo todo después.

El Señor ha contado también la parábola del administrador astuto, el que se ganó amigos con el dinero inicuo…

Y estos fariseos, que son amigos del dinero (cosa terrible si las hay), se le burlan.

Endurece el Señor el discurso y les habla en su lenguaje, contando una parábola de alguna manera “adaptada a la mentalidad de estos amigos del dinero”. Una parábola que habla del “cambio de suertes”: el que recibió bienes en esta vida, los pierde en la otra. Y viceversa. Es una parábola de emergencia, digamos. Una parábola con trampita. A ver si se dan cuenta de que no se trata de amenazas con un infierno en el que se da vuelta la tortilla.

La parábola es para ver si alguno dice: un momento, aquí de lo que se trata es de ver a Lázaro. Al fin y al cabo, de eso hablan Moisés y los profetas. De eso habla Jesús, cuando dice: “tuve hambre y me diste de comer”.

No es cuestión de muertos que resuciten y asusten a los fiesteros. Se trata de algo interior, de escuchar la voz de la compasión que habla en el propio corazón y de seguirla. Esa voz que me dice, mirá a tus hermanos, es una voz que abre los ojos y hace pensar bien.

El camino de la compasión y de la misericordia no es un camino de imposiciones ni de mandamientos externos. Ver a Lázaro, compadecerse de Lázaro, darle una mano a Lázaro…, es un camino de humanidad, un camino que hace que uno se dé cuenta de la propia dignidad al valorar la del otro, es un camino que nos iguala con todos y hace que nuestro corazón se ensanche instantáneamente y alcance la anchura y la profundidad de la humanidad entera y, más aún, de todo lo creado.

La parábola es para que uno se dé cuenta y le diga al Epulón que habla y habla con Abraham: Amigo, callate y mirá a Lázaro. Hablá con él. No para que te refresque la lengua sino para que te salve!!!. Lázaro significa: Dios ayuda. Aunque vos no lo hayas ayudado a él, capaz que él es mejor que vos e intercede ante el Señor. Fijate que a lo mejor, Lázaro no es un pobre cualquiera sino Jesús. Te acordás que en el evangelio el Señor resucitado es más parecido a un pobre Lázaro que a un Dios glorioso? Se aparece como el jardinero, como un extranjero que se nos acerca por el camino, como uno de los pobres que se acercaban a los botes a la mañana pidiendo un poco de pescado para comer…

Lázaro es uno de esos que no cuentan, a los que no identificamos por la cara porque solo salen en fotos multitudinarias, esas que disparan los drones sobrevolando desde lo alto las barcazas atestadas de emigrantes.

Pero no es uno que viene a sacarte dinero. Es tu Lázaro, es el Dios que te ayuda. Un Dios venido en carne, como remarca siempre Francisco.

Francisco, el profeta que les dice a los Lázaro del hospital para dependientes químicos de Brasil: “Quisiera abrazar a cada uno y cada una de ustedes que son la carne de Cristo”.

Francisco, el profeta que nos refresca la memoria, pero no como quería el rico, sino abriéndonos los ojos: “No olviden la carne de Cristo que está en la carne de los refugiados: su carne es la carne de Cristo”. “Los pobres, los abandonados, los enfermos, los marginados son la carne de Cristo”.

Francisco, el profeta que nos lee el corazón en los gestos y nos advierte que no hay que soltar desde arriba la monedita de limosna: “Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres”.

Francisco, el profeta que nos aclara la teología que había marginado la carne de Cristo al “no lugar” de la sociología abstracta: “La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo, la pobreza que nos ha traído el Hijo de Dios con su Encarnación.

Francisco, el profeta que le ha abierto la puerta de la Iglesia a los mendigos y tiene la esperanza de que al entrar ellos comencemos a entender algo de cómo es Dios: “Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor”.

Francisco, el profeta que escandaliza a muchos, no porque le falte doctrina sino porque trata de verdad a los pobres como a Cristo: “Nosotros podemos hacer todas las obras sociales que queramos —expresó— y dirán “¡qué bien la Iglesia! ¡Qué bien las obras sociales que hace la Iglesia!”. Pero si decimos que hacemos esto porque esas personas son la carne de Cristo, llega el escándalo”.

Lázaro es Cristo: Él es el quien puede refrescarnos la vida con su gotita de agua, la del brillo agradecido de sus ojos, cuando lo miramos como persona y le damos una mano.

Diego Fares sj.