Nobleza obliga o Quién soy yo para que a Jesús le interese si elijo la mejor parte y asegure que no me será quitada? (16 C 2019)

Jesús entró en un pueblo, 

y una mujer que se llamaba Marta lo recibió como huésped en su casa. 

Tenía una hermana llamada María, 

que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. 

Marta, que andaba de aquí para allá muy ansiosa y preocupada con todos los servicios que había que hacer, dijo a Jesús: 

«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todos los servicios? Dile que venga a cooperar conmigo

Pero el Señor le respondió: 

«Marta, Marta, te preocupas y te pones mal por muchas cosas, 

y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. 

María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10, 38-42).

Contemplación

Marta y María. Así nos ha llegado titulado este episodio en la vida de Jesús. No es Marta o María, sino Marta y María. La contemplación tiene que ser de lo que se da entre las dos. Eran hermanas, no rivales. O con esa rivalidad tan especial que solo se da entre hermanos y hermanas. En la fraternidad vivimos la experiencia de ser diferentes siendo iguales, en el sentido de tener unos mismos padres y compartir características esenciales comunes, de genética, vida familiar y educación, y poder ser cada uno distinto. Pero la fraternidad siempre es «y», nunca «o». Todo en la familia suma.

Jesús entró en un pueblo. En otro lado el evangelio nos hará saber que era Betania. El pueblito cercano a Jerusalén donde el Señor solía ir a visitar a sus amigos.

Una mujer llamada Marta lo recibió como invitado. Marta es la mujer que hospedó a Jesús en su casa. Lucas usa la misma palabra para describir la invitación de Zaqueo, y agrega que el petiso lo recibió con alegría en su casa. Se ve que Jesús tenía algo que hacía que lo invitaran. No era un personaje lejano, de esos que uno dice para qué lo voy a invitar si no va a venir. Jesús iba donde lo invitaban. Más, estaba siempre en camino, yendo de pueblo en pueblo, y entraba en la casa que le ofrecía hospedaje a él y a los suyos. Aquí lo vemos a él solo. Se ve que la amistad que se creó con estas dos hermanas -luego el evangelio agregará que eran tres, las dos mujeres y Lázaro, su hermano- fue algo especial.

Marta tenía una hermana que se llamaba María. En este evangelio, la protagonista es Marta. Ella es la que invita a Jesús y ella es la que tenía una hermana. Lucas centra la atención en Marta y va contando las cosas desde su perspectiva. Ella lleva el hilo de la acción, o al menos así parece. Porque María, sin decir nada, se vuelve también protagonista. Pero una protagonista aparentemente pasiva. Es «la hermana de». Sin embargo tiene también un nombre de esos que el evangelio recuerda y que quedaron para siempre, mientras otros personajes permanecen anónimos o se nos describe lo que hicieron pero no se nos dice su nombre.

Habiéndose sentado a los pies de Jesús escuchaba su palabra. Marta había sido la primera en intuir la importancia de Jesús. Por algo lo había invitado. Pero María es la que con su gesto de sentarse y escuchar su palabra da a esa importancia su verdadero lugar. Con su gesto pone a Jesús en el centro de la escena. Cosa que Marta hace y deshace. Marta lo invita y, como suelen hacer algunas personas, lo deja en living y se pone a hacer cosas mientras le habla de lejos, yendo y viniendo. Es natural, porque hay que servir algo al invitado y alguien tiene que hacerlo. Y está bueno que haya una hermana que haga el otro papel, el del anfitriona que atiende al huésped y lo escucha. Para agasajar bien a un invitado hacen falta las dos actitudes, la de preparar algo y la de escuchar al otro, y ambas hermanas lo van haciendo bien. Por otra parte, no creo que el Señor hablara en voz baja, sólo con María. Sí es verdad que ella que estaba a sus pies podía escucharlo viéndole la cara y con todos sus sentidos, cosa que Marta, yendo y viniendo, no. Pero luego podrían compartir la experiencia como suele pasar en todo encuentro importante en el que los que participan comparten después lo que vivió cada uno. Esto es esencial con Jesús. Su persona, su presencia, sus palabras y gestos están tan llenos de vida, que se requiere una experiencia conjunta, la interacción de muchos testigos, para poder contarla luego. En la resurrección esta será la característica principal del modo de «aparecerse» que ejercita el Señor. No es Alguien del que se pueda apropiar alguno con exclusividad (no me retengas, le dice el Señor a María Magdalena). Por eso los testigos correrán siempre a anunciar lo que vivieron a los otros y se encontrarán con que también los otros tuvieron su experiencia del Señor. Así nace la Iglesia, la ecclesia, la asamblea o reunión de los que han experimentado la acción del Señor en sus vidas y creen en Él y lo comparten. Más aún, esto es la Iglesia. Esta reunión en su Nombre de los que comparten la fe, lo que vivieron con Jesús y lo que él les encargó. 

De ahí la importancia del gesto de María de sentarse a escuchar que centra la escena en Jesús. Pero lo hace gracias a que Marta lo invitó a la casa y está preparando todo. Ninguna rivalidad, por tanto. Sino colaboración. 

Dile que colabore conmigo. Colaboración. Justo es esta la palabra que le viene a la mente a Marta, que estaba distraída en muchos servicios, dice Lucas. Se para y le dice al Señor: no te importa que mi hermana me deje sola con todos los servicios? Dile que colabore conmigo. La frase es de lo más impulsiva y contiene de todo. Colaboración es una linda palabra. Pero «no te importa» es irrespetuosa. Implicar directamente a Jesús en el asunto significa reconocer que es Él con su Palabra el que está en el centro. El modo de hacerlo denota a la vez familiaridad y falta de consideración con el huésped. En síntesis, la acción de Marta es impulsiva y arrolladora. Se lleva las cosas por delante. Pero tiene mucho de bueno que debemos aprovechar. Porque si la invitación a Jesús la hubiera hecho una María que vivía sola, la cosa hubiera resultado más bien una conferencia que una invitación familiar y en cierto momento seguramente el Señor habría dicho: “no me darías un vasito de agua, María, por favor». 

 Marta Marta! La doble apelación del Señor significa un llamado de atención a la persona. No tanto a lo que dice, si tiene razón o no, porque la tenía, sino al modo. Jesús le acepta este llamado de atención y la nombra dos veces, para hacerle sentir que la tiene en cuenta tanto como a su hermana.

 Te pones ansiosa y te alborotas por muchas cosas y una sola es necesaria. El Señor le discierne la ansiedad y el alboroto. Dos actitudes que no le permiten centrarse en lo importante y gozar de todo lo bueno que está sucediendo en su propia casa, con Jesús en ella, con su hermana a los pies y ella preparando la comida. El Señor hará de esta cuestión, la de la ansiedad y la preocupación, un componente esencial de su enseñanza: en su reino, a cada día le basta su preocupación. La confianza en la Providencia de nuestro Padre es la actitud creatural básica, que lleva a alabar y a bendecir y a poner todo en sus manos. Esta actitud se conjuga con la de estar cada uno centrado en su misión y en su tarea, sintiendo a los otros como colaboradores que hacen lo suyo.

 María eligió la mejor parte y no le será quitada. Notemos que el Señor no dice que María eligió la única cosa necesaria, sino «la mejor parte». La parte que a ella le permite estar conectada -en paz, sin ansiedad ni alboroto- con la única cosa necesaria. Este es el discernimiento sencillo que hace el Señor y toda la escena sirve para «contemplar esto en la acción».

Qué queremos decir? Que no se trata de resumir la enseñanza del Señor en una frase abstracta. Hay que entrar en la escena por Marta. Invitados por ella a su casa, en la que vive la silenciosa María que elige su mejor parte, participar de todas sus emociones al recibir a Jesús. Y sintiendo sus deseos de agasajar al Señor y el gozo de tenerlo en su casa, hacer nuestros sus sentimientos, todo lo que se agita en ella, hasta que nos brote del alma ese no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo… Y Jesús, en vez de «decirle a la contemplativa que nos ayude» le dice a la activa que se serene y se focalice en lo esencial. Que elija su mejor parte y desde allí, viva lo único necesario y esencial, que es escuchar la palabra de Jesús. Escucharla sentada a sus pies o desde la cocina, en medio de la preparación de la comida.

 Luego de «leer» el evangelio palabra por palabra o frase por frase, elegimos una y nos sentamos como María a los pies de Jesús o la escuchamos desde la cocina como Marta.

La frase que nos gusta es esa en la que el Señor dice: «María eligió la mejor parte, que no le será quitada».

Es todo un mundo el que se nos abre con esta frase del Señor. Le agradecemos a Marta quien, como tantos otros alborotados y ansiosos del Evangelio (pienso en Magdalena, en Pedro, en Tomás, en tantos indiscretos que le preguntaban lo primero que se les venía a la cabeza a Jesús, que lo importunaban con pedidos fuera de lugar, que se le tiraban encima por el camino o le gritaban de lejos como Bartimeo, que lo iban a buscar para que fuera a su casa como Jairo o iban a verlo de noche como Nicodemo, los que se subían a higueras para verlo pasar y luego prometían que iban a devolver todo lo que habían robado, como Zaqueo..) logra que Jesús exprese su mejor frase y la ligue a una escena que la guarda en su interior para siempre y que podemos volver a revivir. Gracias al alboroto de Marta, la frase del Señor queda en medio de una escena, cotidiana pero inolvidable, y no se va al museo de las frases célebres que todos citan pero nadie come como alimento de vida.

A Jesús le interesa que María eligió. Se supone que eligió «su parte». Porque elegir es elegir una parte, una opción. No se puede «elegir todo». Tampoco se puede posponer la elección con el pretexto de que después veremos mejor cuál es la «mejor parte». Elegir es siempre ahora, aquí. Y lo importante es que la parte sea la nuestra. Es decir algo concorde con lo que nosotros somos y también algo que podamos llevar y usar. Elegir es como elegir zapatos, tiene que ser el que nos calce cómodo, que no siempre es el que más nos gusta a los ojos. 

Todo esto es obvio. O debería serlo. Pero lo interesante es que a Jesús le interese que María haya elegido. El Señor estaba atento a las personas y se ve que en algo pescó que lo de María no fue impulso devoto de una de sus fans sino una elección. Que tuvo que optar entre ir a ayudar a su hermana, que por lo que se ve se las arreglaba muy bien sola, o sentarse a los pies de Jesús. Jesús se da cuenta de que ella se dio cuenta de que él tenía ganas de hablar. Y quizás haya sonreído al ver que el Señor no le decía nada secreto ni importante sino que en pícara complicidad (me imagino yo ahora) se ponía ha hablar de cualquier cosa, esperando los dos que Marta saltara, para ahí sí, decirles a las dos lo que Él quería decir en este evangelio, que elegir la mejor parte no nos será quitado. La frase tiene las dos caras, la positiva, de afirmar que elegir la mejor parte no nos será quitado, y la negativa, de que estar ansioso y alborotado por muchas cosas es perderse la única necesaria. 

La mejor parte es Jesús, la palabra de Jesús que tenemos que escuchar. Y eso es algo que hay que elegir. No es una palabra que nos entre al oído como las otras, que se imponen, que se repiten publicitariamente, que nos llegan por muchos medios. La palabra de Jesús es una Palabra a la que uno se tiene que disponer para escucharla. Y esa disposición es fruto de una elección de vida. Elijo poner la Palabra de Jesús en el centro de mi vida, en el centro de mi casa, de mi cuarto -el «tameion», el cuartito de las escobas y de las provistas, la despensa donde nadie entra y puedo estar a solas-. Elijo poner la palabra de Jesús en el primer lugar, antes que la de los noticieros y antes que las propias mías. Primero el evangelio. Elijo a Jesús. Elijo su Palabra!

Dando vuelta la cosa. Quién soy yo para elegir su Palabra y que a Él le importe! Quién soy yo para que él se digne venir a mi casa a visitarme y me quiera hablar. Quienes somos nosotros que nuestro Dios quiso venir a hablarnos y se tomó todo el trabajo que se requiere para que una palabra pueda llegar verdaderamente a un corazón. Es decir todo el trabajo de encarnarse y de inculturarse y de participar de nuestra vida de manera tal que, cuando diga algo, sea para nosotros algo que podemos entender. Las palabras si no se encarnan se quedan en el reino de los libros, en la abstracción… Las palabras si no se inculturan se quedan en el reino de los universales sin el sabor y el matiz único que cada cultura les da. Las palabras si no han sido amasadas en el trajín de nuestra vida cotidiana y no tienen la pizquita justa de sal que les de nuestra historia personal, se quedan en el museo donde lo que se vivió a pie en el camino del tiempo queda colgado de una pared junto a cosas de otra época que no le dan contexto.

Pero entremos más hondo… Por qué le interesa a Jesús lo que elijamos? No se preocupa de lo que “sentimos”. Todos los sentimientos los toma como vienen y no les tiene miedo, como tampoco lo que uno diga o piense. Pero el Señor remite todo a la elección. No “elijas” ser incrédulo, le dice a Tomás (otro inquieto), sino fiel.

¿Se elige la fe? Sí, se elige. Porque no es un sentimiento o una idea sino que la fe es ser fiel. Uno no elige su primer sentimiento. Este brota espontáneo de la sensibilidad de cada uno, que tiene su genética y su historia de experiencias vividas (el que se quemó con leche…). Uno no elige el primer curso que siguen sus ideas. Los razonamientos dependen mucho del paradigma en el que uno vive inmerso y de discursos ya armados por los que las ideas transitan a gusto hacia un final ya preparado (esto son las ideologías, que te brindan conclusiones preconfeccionadas para que no tengas que gastar tiempo en pensar por vos mismo cuando te cuestionan). Sí puede elegir uno qué sentimientos cultivar, a veces a contramano de la sensibilidad de la propia piel. También puede uno elegir con quien ayudarse a razonar para pensar críticamente. Se puede elegir qué verdad te abre a más verdad o qué verdad te confirma en la que ya tenés. Es decir, estas cosas se pueden elegir “en un segundo tiempo”. Pero “ser fiel” se puede elegir de primera. Es la libertad básica: ser fiel al que me es fiel. Nobleza obliga.

No es que uno sea “incrédulo” por fatalidad. No es que unos tengan fe y otro no, vaya a saber por qué destino o decisión de Dios. Esto es un lugar común que usan muchos que se dicen “agnósticos” y que viene bien revisar, al menos de vez en cuando. Jesús es el que vino a plantear este tema. Y nos lo echa en cara a todos con su vida y su testimonio. El es Fiel. Aunque nosotros no lo seamos, dice Pablo, Él es fiel. Y abogado fiel. Es decir uno que nos defiende aunque seamos clientes dubitativos y desconfiados. Ser fiel al hombre es una decisión suya; una opción que lleva hasta las últimas consecuencias y que el Padre ve con buenos ojos. Jesús es el hombre fiel que valora a los que eligen serle fieles. María es la que pone en acto la primera actitud hacia una Persona que se nos muestra incondicionalmente fiel: escucharla.

Esta todo aquí. Es el único mandato del Padre: escuchen a Jesús. A una persona que se juega la vida por mí, no puedo no escucharla con excusas. Si no la escucho es mi elección. Por eso lo de “no quieras -no elijas- ser incrédulo. Por eso lo de que esta mejor parte -escuchar su palabra- no nos será quitada. 

 Y para no alargarme más, que lo que quería decir ya lo dije, una referencia a San Ignacio. Para elegir hay que disponerse. Porque estamos llenos de “pre-elecciones” que nos han dejado afecto a cosas que nos alborotan, si pretendemos dejarlas de lado para escuchar a Jesús, y que nos preocupan y angustian, si planeamos apartarlas un poco para que nos permitan estar en paz ante lo único necesario. Por eso los ejercicios espirituales son un tesoro: porque nos ayudan a encontrar nuestro lugarcito para estar a los pies de Jesús y la paz interior (en medio de la lucha espiritual) para escuchar su Palabra que tanto bien nos hace.

Diego Fares sj

El misterio de la Trinidad santa nos abre un espacio ancho por el que los cristianos podemos salir a servir a todos, a anunciar el evangelio a todos y a dialogar y acompañar a todos (Trinidad C 2019)

            Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden cargar ahora. Cuando venga, el Espíritu de la verdad, El los encaminará a la Verdad total: porque no hablará desde sí mismo, sino que lo que oiga, eso hablará, y les anunciará lo por venir. El me glorificará a Mí porque tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn 16, 12-15).

Contemplación

            La reflexión de hoy, sobre la Trinidad, nace del diálogo interior con un hermano musulmán. Para hablar de la Trinidad siento que para mí es mejor partir del diálogo con alguien fiel que cree en Dios y, por adorarlo como el Dios Único, tiene dificultad para aceptar nuestras fórmulas trinitarias, y no partir del diálogo de sordos con un mundo que ni siquiera se plantea que pueda existir una Trinidad, o del diálogo con gente que cree que con sus reflexiones teológicas ya lo sabe todo acerca de Ella.

            Charlamos con Sheer, un pakistaní musulmán que vive en San Saba, nuestro centro de acogida para «personas en situación de haber tenido que emigrar de su país» (cómo expresar la situación del que tiene su casa -en su país y en el de inmigración-, pero no tiene «papeles»?). A poco de escucharlo nombrar regiones y ciudades como Kashmir, Islamabad…, me doy cuenta de lo poco que sé de Pakistán. Son más de 200 millones de personas; su monte K2, el segundo más alto del mundo, domina el imaginario geográfico de mi amigo como el Aconcagua el mío… Sheer tiene hoy ganas de hablar y yo, que voy a San Saba para eso, lo sigo. Me pregunta mi edad. Cuando le digo 63 ahí nomás me pregunta cuántos hijos tengo. Yo me quedo medio cortado al ver lo raro que suena en su cultura que alguien no tenga hijos. 

            Este fue el encuentro más «fuerte» de esta semana. Y suelo partir de esas cosas significativas para confrontarme con el Evangelio del domingo. 

            En Europa, en cambio, no suena raro lo de no tener hijos. Pero por otros motivos, más raros todavía. Actualmente aquí la gente no tiene hijos o tiene uno, a lo sumo dos. Acá ni siquiera es raro no casarse. Solamente es raro no tener parej@. 

            En la siesta de este rinconcito romano multicultural que es San Saba, nuestra Basílica situada sobre el Aventino, en un barrio cuya historia se remonta al siglo VI (aquí vivió San Gregorio Magno y su madre Silvia), se da un fenómeno raro en la conversación: la inmediatez de la charla hace sentir la distancia cultural. 

            Basta ver qué está cocinando alguno de los huéspedes para caer en la cuenta de que no es fácil explicar vivencialmente lo que es un mate o comprender el tipo de fideos que come un nigeriano. Y lo mismo sucede al hablar de la familia entre un encargado del centro que es italiano y tiene una sola hermana y un senegalés que tiene más de veinte hermanos y medio hermanos de las cuatro esposas de su padre. 

            A lo que voy es a que «entrar en una cultura» no solo requiere tiempo, sino también «vivir en un lugar». Por eso es que el hecho de estar todos «acercados» físicamente por el mundo mediático común y por la posibilidad de viajar, paradójicamente dificulta la inculturación. La dificulta porque uno cree que todos pensamos parecido, pero a poco de hablar surgen diferencias grandes, muchas veces milenarias. Manejamos los mismos aparatos, pero los afectos van por otros caminos. El celular es el mismo modelo, pero cada uno escucha la música de su tierra y habla con familiares que habitan mundos tan distintos como un campo de refugiados sirios en Turquía, un pequeño pueblo con plantaciones de plátanos en Gambia o una ciudad a cientos de kilómetros del K2, desde la que se lo ve en los días claros (la montaña sobresale más de medio km entre las de su entorno).

            Al experimentar lo difícil que es explicar por qué no tengo hijos me viene a la mente lo que supondría empezar a hablar de la Trinidad! 

            Después, en casa, investigo un poco y leo lo que dice el Corán en el Cap. 4 v 171: «Oh Gente de la Escritura, no se excedan en su religión y no digan sobre Allah otra cosa que la verdad. El Mesías Jesús, hijo de María no es otra cosa sino un mensajero de Allah, una Palabra suya que Él puso en María, un Espíritu proveniente de Él. Crean pues en Allah y en sus Mensajeros. No digan «Tres», dejen (de decirlo). Será mejor para ustedes. La verdad es que Allah es un dios único. Tendría un hijo? Gloria a Él. A Él le pertenece todo lo que hay en los cielos y todo aquello que hay sobre la tierra. Allah es suficiente como protector«.

            Me impresionan las expresiones que usa el Corán: «no digan ‘Tres’; «dejen de decirlo»; «No se excedan en su religión»; «Allah basta como protector». 

            Hay allí una manera de pensar, una lógica que entra en diálogo con la persona y le da indicaciones precisas sobre cómo actuar. No dice: “no existe la trinidad», dice: «no digan «Tres», «dejen de decirlo», «no se excedan», «basta Allah como protector…». 

            Es un lenguaje que no discute usando definiciones abstractas, sino que matiza prescripciones y sugerencias de modo persuasivo. Se siente la fuerza del mandato concreto, la apelación a la fe que tiene la gente en un texto sagrado. Y esto va «moderado» por una argumentación basada en el «no se excedan» y «será mejor para ustedes». Es un lenguaje difícil de resistir; tiene algo de fascinación quizás porque actúa directamente sobre los deseos más que sobre el intelecto.

            De lo poco que conozco del islam, una de las cosas que más me impresionan es cómo con pocas prescripciones, muy precisas, hacen sentir la misma pertenencia a todos por igual -ricos y pobres, de pueblos y culturas muy distintas-.

            Y entonces? Con respecto a la Trinidad, veo que si vamos por el camino de los conceptos metafísicos, la discusión podría ser infinita, lo cual lleva a ni siquiera querer comenzarla. Si ya partimos de que para nosotros el misterio de Dios es que es Uno y Trino y los musulmanes y hebreos piensan que sólo puede ser Uno y único, mejor ni hablar. 

            Sin embargo, nuestra fe en «Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un sólo Dios verdadero» no es cuestión de disquisiciones metafísicas sino de riqueza de Vida. Una riqueza de vida que nos permite relacionarnos con Jesús como hermanos, siguiéndolo de manera tal que Él se convierte en nuestro Señor, en nuestro Maestro de vida, en nuestro Salvador: el que nos perdona los pecados y nos alimenta con la Eucaristía. Nuestra fe en Jesús nos abre un camino a tratar con Dios como Padre, nuestro y de todos los hombres, nos sitúa en una cercanía familiar y a la vez llena de respeto y deseo de adoración. Nuestra fe en el Espíritu Santo nos hace escucharlo y gustarlo en nuestra vida cotidiana, sintiendo que es el mismo Dios el que nos mueve, el que nos enseña todas las cosas, nos fortalece y santifica. 

            Esta fe rica y compleja no es para «discutir» ni para elaborar teorías que no nos convencen ni a nosotros mismos, sino que es una fe para ser vivida plenamente y explicada «sin excedernos» en nuestras teologías, como bien recomienda el Corán.

            La fe en el Dios Trino y Uno nos permite acercarnos a todos los hombres y comenzar a caminar con ellos sin necesidad de poner por delante una Doctrina en sí misma ya terminada y completa, como condición para comenzar a hacer algo.

            Decía el Cardenal Martini: «El Espíritu nos enseña a «observar» la Palabra, siendo Maestro de nuestra vida práctica. Lo que importa es que la «observemos» -la vivamos- y con nuestro modo de vivir enseñemos qué quiere decir observar. Aquí no se pone el acento sobre una recta doctrina en sí misma, sino sobre la capacidad de hacer vivir evangélicamente a la gente; por tanto, antes que nada se trata de empeñarnos nosotros en vivir una vida evangélica».

            Nuestra fe en el Dios Trino y Uno, antes que algo para «razonar y explicar» es un espacio infinito para relacionarnos con los demás «entrando por cualquier puerta que tengan ellos abierta con su fe». 

            Podemos dialogar con el que cree en que Allah es el único Dios y no ofendernos de que no acepte la formulación ya acabada de que Jesús es el Hijo Unigénito del Padre, de su misma naturaleza. A Jesús no le molestó presentarse como uno más, como un simple hijo del hombre, y por eso mismo es capaz de acompañar a uno que cree en el Dios Único sin exigirle que crea en Él, como hizo durante su vida terrena. Incluso a aquellos a quienes se reveló en toda su gloria y esplendor, les dijo que tenía muchas cosas para decirles pero que todavía no podían «cargar con ellas». Jesús no se hizo problemas teológicos, por decirlo así. Confió y sigue confiando en que el Espíritu Santo que envía irá enseñando todas «sus cosas», toda la verdad, sorbo a sorbo, no de un trago. En este sentido, un cristiano es uno que cree en que Jesús es el Hijo de Dios «en la medida en que el Espíritu se lo va enseñando y le va dando las fuerzas para cargar con esta verdad, haciéndola real en su vida». Me animo a decir que en este sentido tenemos tanto para aprender de la Trinidad como un musulmán o un judío. Puede ser que gracias a muchos santos y padres y doctores de la Iglesia tengamos una elaboración teológica refinada y muy consistente de las verdades de la fe. Pero luego, a nivel personal, es bueno que cada uno se sienta como analfabeto, como mendigo de fe y de revelación,  como niño de escuela al que el Espíritu le tiene que enseñar todo sobre el Padre y el Hijo. En este punto, creerse que porque uno sabe un poco de teología, «tiene» la verdad revelada, es muy poco cristiano (y poco realista). 

            Por eso es bueno para la fe dialogar con los que tienen otra fe. No para discutir, sino para aprovecharnos de su modo distinto de creer y de las preguntas que nos hacen y las dificultades culturales que tienen para profundizar en lo nuestro, para ser «evangelizados» nuevamente por el Espíritu y tener esto como una actitud permanente: la de ser siempre discípulos.

            El Espíritu es nuestro maestro de vida y no solo nos «recuerda» y nos «enseña» la verdad de Jesús, sino que nos ayuda a «cargar» con la Palabra como el Señor cargó con la cruz (Jn 19, 17). 

            La Palabra es algo que se abraza y se carga como la Cruz, no es una espada o un dedo en alto que usamos para discutir. 

            La Palabra es algo que se recibe con la fe, que se contempla y se gusta en la oración,  y que se pone en práctica con la caridad y la misericordia. Haciendo todo esto, al mismo tiempo, se sale a anunciarla a los demás, a todos los pueblos y culturas. La Palabra no es algo que se usa solo para escribir libros ni -mucho menos- para proyectar esquemas de pensamiento de la propia cultura. 

            La palabra de Jesús -que «es La Palabra»- no es una palabra que Él pretenda decir entera! El se encarga de vivirla y deja que sea el Espíritu el que «cuando venga, el Espíritu de la verdad, Él los encaminará a la Verdad total»

            La Palabra con que nos «encamina» el Espíritu no son «ideas suyas», no es una palabra autorreferencial: «Porque Él Espíritu no habla desde sí mismo, sino que lo que oye (de lo que se dicen el Padre y Jesús), de eso habla»

            La Palabra que dice el Espíritu no es tanto una explicación como un anuncio: «Les anunciará lo por venir».

            Y mucho menos es una Palabra de autoelogio, es toda de elogio de Jesús: «El me glorificará a Mí porque tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes». 

            Y este elogio que le hace el Espíritu, Jesús siente que no es algo suyo sino del Padre: Es que «Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes”.

            Como vemos, Jesús no da definiciones dogmáticas combinando números uno dos y tres, sino que nos revela un modo de actuar en comunión profunda entre el Padre el Espíritu y Él que la definición «Uno y Trino» no hace sino resguardar. Pero no es ni mucho menos el final sino el comienzo del amor que Dios nos quiere revelar.

Diego Fares sj

Las tres moradas de la Palabra (Pascua 6 C 2019)

Le pregunta Judas (no el Iscariote): 

Señor ¿cómo es eso de que te vas a manifestar a nosotros y no al mundo? 

Respondió Jesús y le dijo: 

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; y vendremos a él y en él haremos morada. En cambio el que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les he dicho estas cosas mientras permanezco con ustedes. 

Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre les enviará en mi Nombre, Él les enseñará todas las cosas y les recordará todas las cosas que les dije.

 Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquiete su corazón ni se acobarde! Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes». Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean».

Ya no hablaré muchas cosas con ustedes porque viene el príncipe del mundo. A mí no me hace nada, pero es necesario que el mundo conozca que amo al Padre y que hago las cosas tal como el Padre me las mandó. Levantémonos, vámonos de aquí (Jn 14, 22-31).

Contemplación

            Tres “moradas” y un «ir y volver». Cuando Judas -el fiel, no el Iscariote- le pregunta a Jesús “Señor, cómo es (eso de) que te vas a manifestar a nosotros y no al mundo”, Jesús le responde hablando de tres moradas y de su irse y volver, de su estar yendo y viniendo, podemos decir. 

            “Vendremos a él y haremos morada en él” le dice. El Padre y Yo vendremos y haremos morada en el que sea fiel a mi Palabra, en el que conserve mi Palabra en su corazón -como María- y la ponga en práctica en su vida. Vendremos y haremos casa en su alma, nos hospedaremos en él. 

            Este venir y hospedarse del Padre y de Jesús es misterioso. No podemos explicarnos muchas cosas: cómo es que viene, cómo es que está… Pero quedémonos en que uno sabe por connaturalidad que las personas muy queridas “viven” en nosotros, habitan… Quizás una buena imagen es decir que hay personas que tienen su lugar propio en nuestro corazón. Como un huésped especial que tiene la llave de casa y su propio cuarto y puede venir cuando quiere. Es gente que puede entrar sin llamar, como dice una de las chacareras más hermosas de Carlos Carabajal, cuya letra es del poeta santiagueño Pablo Raúl Trullenque  (1936-2000): Mi pueblo es un cantor/ Que canta la chacarera/ No ha de cantar/ Lo que muy dentro no sienta/ Cuando lo quiera escuchar/ Entre a mi pago sin golpear. Esta letra expresa tan bien lo que quiere decir el Señor que da gusto: hay un pueblo (y un Dios) que está siempre cantando, lo que siente muy adentro. Y para escuchar hay que entrar a donde habita. Se entra sin golpear. Ojalá podamos decirle al Señor que entre así en nosotros. Y si uno siente que solo no es muy digno, hace bien saber que como parte de ese pueblo, sí se lo podemos decir. Porque nuestro pueblo sabe hospedar al Señor. También lo dice Trullenque: Así es como se dan/ En la amistad mis paisanos/ Sus manos son/ Pan, cacho y mate cebado/ Y la flor de la humildad/ Suele su rancho perfumar.

            Me gusta esta imagen del huésped para no entrar en disquisiciones teológicas o psicolológicas sobre la inhabitación trinitaria en el alma, que por ahí me distrae del centro. El corazón de lo que Jesús dice es que su venir a nosotros y permanecer en nuestra vida tiene que ver con la fidelidad a su Palabra. Es en torno a su Palabra que se da la realidad de su presencia. Y por eso, para que hablemos bien, para que su Palabra se abra espacio, se haga diálogo compartido, en el que uno pregunta, como lo hacían los apóstoles, como lo hace Judas hoy, el Señor inventa la Eucaristía: una mesa común en la que compartir el pan nos remansa el alma y nos permite conversar en familia. 

            Comiendo juntos es como somos fieles a su Palabra. Comiendo juntos el diálogo familiar va brotando tranquilo. Es lo que se contempla en la imagen del cuadro de los discípulos de Emaús, de Sieger Köder (1925-2015), el sacerdote y pintor alemán: la presencia del Señor se expande como luz en el espacio entre las Escrituras y el Pan y el Vino.

            En torno a la mesa, cada miembro de la familia siente que puede decir sus cosas y escuchar el corazón de los demás en lo que se va diciendo. La mesa familiar es el lugar donde la Palabra encuentra su mejor espacio para “habitar”. No es la palabra que decimos cuando llamamos a otro para charlar de “un tema”, cosa también muy buena, sino algo más amplio: la palabra primordial que es uno mismo y que se va diciendo en muchas maneras a lo largo de toda la vida: compartiendo algo que le pasó, contando un chiste, anunciando un deseo, una buena noticia, contando una pena… En la mesa familiar cada uno es él mismo y se expresa en el conjunto, no haciendo un unipersonal, sino aportando su palabra a la de los demás. Cada uno puede reflexionar acerca de la relación que tiene lo que uno es y lo que puede decir en la mesa familiar (a veces hay cosas que lleva años decir, pero uno sabe que las dirá en alguna ocasión, porque allí están los suyos, que la acogerán seguramente como amor). La cuestión es que el Señor une su venir a habitar en nuestra casa y en nuestra mesa familiar con su Palabra. Una cosa ayuda a la otra: la mesa a la palabra y la palabra a la mesa. Se necesitan y se complementan. Lo que tiene para decir, esa Palabra que es Él mismo, no la puede decir en un discurso sino a lo largo de toda la vida y entre la gente de su familia. 

            Entonces si entendemos -Judas- por qué el Señor se manifiesta a los suyos y no lo hace en público. Y los suyos, nosotros que somos honrados con esta presencia suya que es la de uno de casa, debemos seguir el mismo camino para profundizar en esa Palabra y para anunciarla al mundo: debemos perseverar en esto de hacerle casa al Padre y a Jesús, de  hospedarlos -hospedando a los pobres- para que hagan su morada entre nosotros, para que vengan cuando quieran.

            La otra morada de la que habla Jesús es la del Espíritu. El Espíritu también es alguien que viene a habitar: es el Dulce Huésped del alma, el Paráclito, El que nos está siempre al lado, como quien quiere estar a nuestra disposición, para instruirnos y defendernos, para ayudarnos a discernir y elegir lo que le agrada al Padre, lo que Jesús nos sugiere. 

            El Espíritu es -digamos así- el Huésped estable. Es como el que le organiza la venida y la presencia al Padre y a Jesús. Organiza la agenda, en el sentido de que conoce los tiempos -los de Dios y los nuestros- y va encontrando “el momentito oportuno” para cada encuentro, para cada cosa. Él hace su tarea con mucha discreción, de manera tal que uno sienta que “se va encontrando” providencialmente con Dios a lo largo de su jornada y de su vida. También es el que dosifica la Palabra de Jesús, para que “se ilumine” la Palabra justa en cada situación. 

            El Señor anuncia esta tarea que tendrá cuando dice que “El Espíritu nos enseñará todas las cosas y nos recordará todo lo que Él nos dijo”. Vemos cómo también la Presencia del Espíritu tiene que ver con la Palabra. 

            El Espíritu Santo es uno que viene a enseñar y a recordar. Su habitar en nosotros, por tanto, tiene algo que ver con la escuela. Aunque quizás esta sea la imagen estándar que nos viene cuando nos dicen que alguien nos “enseñará”: la imagen de la maestra de escuela o del profesor. Sin embargo hay otras imágenes. Se me ocurre más bien la de esas personas que nos dicen, si querés que te enseñe, te me tenés que poner al lado, tenés que ver cómo voy haciendo las cosa, tenés que verme en acción, porque yo no tengo tiempo de sentarte y ponerme a darte clases teóricas. 

            Pero atención! Porque el Espíritu invierte de alguna manera lo que sería la actitud de uno que nos quiere enseñar su modo de trabajar para que colaboremos en su empresa. La invierte, digo, porque somos nosotros los que no tenemos tiempo de sentarnos a que nos enseñe, y entonces Él se nos pone al lado y nos acompaña durante nuestra jornada. Previendo que somos así, es que Jesús hizo todo para enviarnos Alguien que nos acompañara por la vida. La imporancia del trabajo que hizo el Señor fue la de hacernos desear su venida y su compañía. No era cuestión de enviarlo, nomás, y que no lo recibiéramos, como pasó con Él. 

            El Espíritu, por tanto, no tiene interés en enseñarnos en primer lugar un trabajo en particular, no tiene una misión para darnos de entrada, sino que lo que desea primero es enseñarnos a vivir y hacer lo mismo que ya hacemos, pero “con buen espíritu”, usando los criterios de Jesús, para que nuestra vida resplandezca y de testimonio de la Bondad del Padre. 

            Hay que avivarse de esta inversión de roles, porque si no uno anda siempre mirando para arriba, esperando que baje el Espíritu en forma de Paloma, y resulta que el Espíritu lo tiene al lado, lo tenemos adentro; o uno está esperando una palabra que lo ilumine de arriba y le resuelva las cosas y el Espíritu está trabajando en los afectos, para que sintamos bien, confiado en que la palabra justa, si estamos en paz, saldrá sola; o por ahí uno está esperando que venga del futuro y resulta que más bien tiene que recordar algo en lo que ya estuvo (suele ser más fácil reconocer su acción luego que hizo algo por entero, con todo el proceso que llevó). Por eso el Papa recomienda el examen del día, para ver cómo manejó el Espíritu esa Palabra de Jesús que se hizo carne en nuestra vida.  

            Con la clave de estas dos presencias o modos de habitar de las divinas Personas en nuestra vida -la del Padre y Jesús en torno a la mesa y la del Espíritu mientras vamos por la calle- podemos entrar en la tercera morada, que es a la que Jesús dice que «vuelve», que va al Padre. 

            Releemos y meditamos la frase entera porque es central en el Evangelio: “Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquiete su corazón ni se acobarde! Me han oído decir: ‘Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean”.

            Leemos imaginando a Jesús sentado allí con los suyos, en torno a la mesa, compartiendo esto tan hondo, como cuando uno anuncia que se va lejos, de viaje, y que volverá, pero no pronto.

            Lo primero que hace Jesús, como siempre que viene, es darles la paz. Hace que las emociones no les nublen la mente para que puedan escuchar bien lo que les tiene que decir. El Señor usa su Palabra para indicarles cómo sentir: no tienen que inquietarse -les dice- sino alegrarse! Y para ello tienen que estar en paz. Esto es propiamente lo que llamamos un discernimiento. Jesús les enseña a discernir su Palabra, a discernir qué sentimientos abren la casa a la Palabra y le permiten hospedanrse -la paz, la alegría-, y qué sentimientos dejan afuera la Palabra -la inquietud, la tristeza-. 

            Lo que anuncia el Señor es que Él “vuelve al Padre”. Y dice que eso nos tendría que alegrar. Por qué? Si se va. La respuesta va por el lado de lo que meditamos antes. Pero cada uno le tiene que dar tiempo a relacionar este modo de “venir” a nosotros que tienen Jesús y el Padre (cuya agenda organiza el Espíritu), y el modo de “volver” de Jesús al Padre, su modo de “estar” con el Padre, que es Mayor que Él. 

            Lo que hay que pescar es la dinámica: el modo que tienen de estar entre Ellos es el mismo modo que tienen ahora de estar entre nosotros. Al decir esto, en ese clima único de la última Cena, el Señor nos ha compartido algo muy grande. Algo que solo pueden comprender los que comulgan con él y los que se dejan amaestrar en su vida diaria por el Maestro interior, por el Espíritu. Es algo que se va transmitiendo de persona a persona a lo largo de la vida y de la historia.

            Me encantó asociar la canción de Peteco Carabajal con este modo que tiene Jesús de entrar en nuestro pago sin golpear. Y más todavía descubrir que la canción era de su padre, Carlos Carabajal y la letra de don Pablo Raúl Trullenque. Un poeta desconocido para mí hasta hoy, que supo encontrar en la canción popular una tierra buena para que sus versos dieran fruto en las almas sin que se conociera mucho su persona. Es la gracia del cantor de la que habla Atahualpa en su poema «La responsabilidad del canto», donde dice que:

            La luz que alumbra el corazón del artista/ es una lámpara milagrosa que el pueblo usa /para encontrar la belleza en el camino, /la soledad, el miedo, el amor y la muerte.

Y profetiza  a los poetas que creen en su pueblo y aman «traducirlo»: Nadie los nombrará./ Serán lo anónimo / Pero ninguna tumba guardará su canto. 

            Cuando uno descubre un alma gemela, un poeta o un pensador que expresa lo que uno siente, es como si lo sentara a su mesa, como si se convirtiera en amigo inesperadamente y pudiera hospedarse en su casa de ahora en más. Esta experiencia de descubrir un alma en un verso y ganar un nuevo amigo gracias a una palabra es de las cosas más lindas que tiene la vida. 

           Y Jesús nos dice que así lo viven Él, el Padre y el Espíritu. Que son como estos poetas, que escriben lo que sienten muy adentro y lo lanzan al viento, para que encuentren sus «yapitas» -como dice Atahualpa en «el canto del viento»- los que tienen sed de estas Palabras y siempre están atentos a lo que trae el Viento. 

            Tres moradas para la Palabra, para que venga y vaya y vuelva cuando quiera: la morada de nuestro corazón -como una mesa familiar-; la morada del camino, por el que nos acompaña el Espíritu; la Morada del Padre, de donde vienen Jesús y el Espíritu y adonde nos alegra que vuelvan y que siempre estén y un día nos lleven con ellos.

Diego Fares sj

Contemplar es pescar, es echar las redes en su Nombre (5 C 2019)


            Estaba Jesús en cierta ocasión junto al lago de Genesaret y la gente se agolpaba para oír la palabra de Dios. Vio entonces dos barcas a la orilla del lago; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separase un poco de tierra. Se sentó y estuvo enseñando a la gente desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón:
–Navega mar adentro y echen sus redes para pescar.
Simón respondió:
–Maestro, hemos estado toda la noche trabajando sin pescar nada, pero en tu palabra, echaré las redes.
Lo hicieron y capturaron una gran cantidad de peces. Como las redes se rompían, hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo:
–Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues tanto él como sus hombres estaban sobrecogidos de estupor ante la cantidad de peces que habían capturado; e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón:
–No temas, a partir de ahora serás pescador de hombres.
Y después de llevar las barcas a tierra, dejado todo, lo siguieron (Lc 5, 1-11).

Contemplación 

«En tu palabra echaré las redes». En boca de Simón la palabra «palabra» (ῤῆμα), no es algo abstracto: es algo que dijo Jesús, un «dicho» con un significado preciso, algo que se dice en un momento concreto a viva voz e indica y manda algo que hay que hacer enseguida. Cuando Pedro responde «en tu palabra echaré las redes» está diciendo: nos ponemos en marcha mar adentro y lanzamos de nuevo las redes «porque Tú lo dices» (solo porque Tú lo dices), «ahora que lo dices» y «como Tú lo dices». Así lo hicieron y pescaron una gran cantidad de peces. Tanto que las redes se rompían y tuvieron que pedir a ayuda a los compañeros de las otras barcas.

Rezar es pescar. Contemplar es pescar. Como quien se va mar adentro -el mar del Evangelio, el mar de la realida, el de su corazón y su mente- y echa las redes allí donde le dice Jesús, en la escena y en la frase de Jesús en la que el Espíritu le hace sentir y gustar las cosas un poco más.

La pesca tiene mucho de limosna, de aventura, de «a ver qué me dará hoy ese mar». No es algo que se pueda planificar totalmente. Aún con los medios tecnológicos de hoy, los grandes barcos pesqueros tienen que ir detrás de los peces… Ni qué decir en aquella época. 

En tu palabra echaré las redes fue toda una confesión de fe por parte de un pescador experimentado como Simón que se fió -aunque no pudiera formular bien por qué- de la orden precisa que le dió aquel Jesús de quien sabían que era carpintero y que venía de las montañas de Nazaret. 

El diálogo podría haber terminado ahí, como tantas veces en que algún desubicado pretende enseñarnos cómo hacer nuestro trabajo y le decimos sí, cómo no; ahora mismo nos embarcamos de nuevo, navegamos mar adentro y nos ponemos a pescar como si no hubiéramos estado haciendo eso toda la noche. 

Sin embargo, Simón se fió. Él mismo habrá contado tantas veces la escena… Podemos imaginar la satisfacción con que la contaría. Él, un pescador que no había pescado nada en toda la noche, haciéndole caso a un nazareno, a un Rabbí… 

Jesús le enseñó después a reconocer en esas frases suyas, que le salían espontáneamente cuando hablaba Jesús, la voz del Padre. El Maestro le enseñaría a discernir que poner en práctica inmediatamente un dicho de Jesús era una gracia del Padre, no cuestión de su carne ni de su sangre, no un esquema mental suyo o algo cultural. 

Aquella mañana, en la barca, empezó a ser Pedro, la roca firme de la fe en la que el Señor fundaría su comunidad, su Iglesia. 

Todo por una frase. Por una respuesta suya que dijo sin pensar, porque ya se había puesto a dar órdenes a los otros que lo miraban sin poder creer que le estaban haciendo caso.

Es que las cosas de Jesús, eso que Él llama «su reino», son así: cuestión de palabra. 

Le preguntaban a un teólogo por qué la Iglesia tenía necesidad de un estado como el Vaticano y el respondió que, según su opinión, no tenía necesidad. Y entoces por qué lo tiene, le retrucaron. Y él dijo que era una herencia histórica. Pero que la Iglesia tiene «personería jurídica» reconocida internacionalmente (la santa sede) sin necesidad de tener un estado. Conserva algo mínimo, pero podría prescindir. Porque de hecho en lo que se funda es en un «codigo lingüístico común». Es decir en una Palabra recordada en común y puesta en práctica en común. Como hizo Simón Pedro y sus compañeros cuando aquella primera vez le hicieron caso al Maestro que les había pedido permiso para subir a su barca y predicar desde allí a la gente. Allí comenzó la pesca milagrosa que es la Iglesia, institución, sí, pero pescada cada día y que pesca con la sola red de la Palabra. Palabra testimoniada con estilo y obras, se entiende.

Decía que la Palabra de Jesús, sus dichos, sus indicaciones y mandatos, no son palabras abstractas. Son como las redes de esos pescadores, con su cuerdas anudadas y fuertes, que hay que limpiar y desenredar. La palabra de Jesús pesca, recolecta realidades vivas como los peces del lago de Genesaret. 

Hoy en día hay redes más amplias, redes virtuales, que abarcan toda la realidad pero cuando la sacás no te pescaron nada concreto. Las de los amigos de Jesús son más modestas, pero pescan peces reales. Pescan hombres y cada uno que pescan se convierte en pescador. 

Hay que poner en práctica la eficacia de esta «red echada en los dichos de Jesús». Cada mañana, hay que salir mar adentro a pescar en su Nombre, que está bendito.

Cada tanto, cuando uno siente que no pesca nada, que trabaja en vano, hay que extender las manos como una red, implorando al Señor que «en su Nombre», lo que estamos haciendo de fruto, pidiendo ánimo y eficacia apostólica, pidiendo ayuda contra el cansancio de la esperanza.

La red echada en la palabra de Jesús supone una pesca personal y otra comunitaria. Hay que pescar solos y hay que saber pedir ayuda y pescar en red. Es así. Tirar la red -la redecita en el lago pequeño de la propia vida- y pescar la palabra concreta para el momento en que se está. Luego, con esos dos peces y esos pancitos que el mismo Señor nos cocina a las brasas de su Eucaristía cotidiana, se cobra ánimo para las pescas más grandes, las que hay que hacer en común.

Así como el Señor nos hace pescadores de hombres, la metáfora dinamiza otras y podemos decir que hay palabras-peces que se convierten en palabras-red. Palabras que pescamos como un pescadito en el lago de nuestra contemplación personal, que se convierten en palabras-red que pescan a muchos otros y ayudan a comprender la realidad.

Hay redes que ya están consolidadas para el uso. Si bien la pesca de cada día es siempre una aventura nueva, no hay que inventar redes si ya tenemos unas bien trajinadas y expertas ,que han pasado por las manos de Pedro y de sus compañeros. Son redes llenas de pescas milagrosas, curtidas por los vientos de tantas noches de pesca, redes que «pescan solas» si se puede decir así. 

Lo que quiero decir es que la Palabra de Jesús no son palabras aisladas, son palabras con historia, entretejidas con otras, que han sido pasadas y repasadas por muchos corazones. Comenzando por nuestra Señora, que las guardaba todas en su corazón, siguiendo por la gente, que se bebía las palabras de Jesús y lo escuchaba con gusto, continuando por los apóstoles, que le preguntaban luego en privado al Maestro lo que significaba cada cosa que había dicho en sus parábolas y consejos, hasta llegar a nuestra época, en la que cada palabra del Señor se ha convertido en un carisma gracias a los santos y en una obra de misericordia concreta gracias a tantos colaboradores que abrazan en sus manos-red a tantos necesitados y pobres de este mundo.

Contemplar es echar estas redes de nuevo -cada vez, muchas veces, las más que podamos- en el nombre de Jesús. Y pescar, pescar. Cada día. Personas, gente, creando cercanía, projimidad, encuentro, como dice y hace Francisco, el Pescador. Con esta manera tan especial de pedir como limosna lo que nos ganamos con nuestro trabajo. Que eso es la pesca, una limosna ganada con trabajo. Limosna, porque no está dicho que si echamos la red el mar nos dará sus peces. Trabajo, porque el Señor quiere servirse de nuestra barca y de nuestras redes para hacer sus milagros. Siempre requieren colaboración los milagros de Jesús: manos que llenen de agua las tinajas, manos que repartan los panes y los peces multiplicados, manos que siembren semillas buenas, manos que echen en su Nombre, una vez más, las redes. Contemplar es pescar.

Diego Fares sj

Caminar y cantar -como María- las maravillas de Dios con los humildes (4 C Adviento 2018)

            Hay un himno muy lindo de la liturgia siro-antioquena, que se canta en esta fiesta de la visitación y que inspira el mosaico de Rupnik: 

«María, nube llena de vida, se levantó y fue a apagar la sed de la tierra sedienta [Isabel] y a hacerla fructificar. (…) La joven susurró al oído de la anciana, su palabra se deslizó por él y despertó al predicador de la Verdad. Un salto se apoderó de él, preso de alegría, como David, el hijo de Jesé, que danzó ante el arca.En el sexto mes, cuando las almas de los niños callan todavía, Juan danzó con gran júbilo en el seno de su madre». 

María se levantó y fue con premura a la montaña, a un pueblo de Judá,entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Apenas esta oyó el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantó la voz con gran clamor y dijo:

– ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí (esta gracia): que la madre de mi Señor me venga a visitar? Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos, exultó de alegría el niño en mi seno. Dichosa tú que has creído que se te cumplirían plenamente las cosas que le fueron dichas de parte del Señor (Lc 1, 39-45).

Contemplación

            En breves palabras, Lucas nos narra el encuentro de Isabel con María en clave de escucha. María e Isabel son las mujeres de la escucha. 

En el mosaico de Rupnik, que está en el monasterio de las ursulinas de Verona, contemplamos cómo en el encuentro entre las dos mujeres, María aprieta contra su pecho la Palabra de Dios, que es «lámpara para sus pasos, luz en su sendero» -palabra por la que ha caminado-, e Isabel, en señal de acogida, abre el manto. Ambas tienen la otra mano sobre sus panzas, sintiendo cómo sus niños se reconocen: Juan salta de alegría ante Jesús y su madre lo expresa. El sonido de tu voz…, dice Isabel. Ella nos hace comprender que se trata de una doble escucha: la del saludo de María desde la puerta y la de su hijo que salta de alegría en su interior. Isabel conecta todo e interpreta el sentido de lo que sucede: Dichoso mi niño que salta de alegría, dichosa yo que soy así visitada, dichosa Tú, María, porque se te cumplirán las palabras que te fueron dichas de parte del Señor. Dichosos todos, dichosos nosotros, dichosa Tú…

Makaria! Esta es la Palabra que «escucha» Isabel de varias maneras. Makaria significa bienaventurada, dichosa, bendita. Es una palabra que expresa cómo se «engrandece» («mak«) la persona sobre la cual se extienden los beneficios de Dios. Indica una experiencia de predilección que es extensiva e inclusiva, propia de la Palabra cuando se derrama sobre una persona, sobre su vida, haciendo que -al caminar en Ella practicándola- se transforme en fuente de gracias para todos los demás a los que visita. Lo que vivimos en un santuario mariano, ese ámbito de paz que sentimos allí, que nos atrae y nos hace sentir ganas de ir a visitar a la Virgen, de ponernos en camino y peregrinar, es lo que vivió Isabel como primicia con la visita de su joven pariente. 

Esta experiencia se convertirá en María en algo habitual, una vez que dice Sí a la propuesta de Dios y la Palabra se hace carne en su seno. Irradiará esta gracia en las bodas de Caná, mantendrá sólidamente unidos a sí a Juan y a las otras María -aguantando- al pie de la cruz, y en el cenáculo, todos recibirán la visita del Espíritu en compañía de María.

Donde vaya, donde esté, María llevará consigo a Jesús y las creaturas lo percibirán, lo sentirán y se le acercarán. María crea cercanía, como dice el Papa. 

Ella fue consciente de esto desde el comienzo: Me llamarán «makaria», bienventurada, profetizó en el Magnificat. Y esta gracia interior es la que la impulsa a levantarse con prontitud y salir a visitar a Isabel. 

Esto es lo que la hace «caminar y cantar», como predicó tan lindo el Papa Francisco en la misa de Guadalupe. Hacía ver el Papa cómo María es nuestra Maestra en esta tarea tan linda de hospedar a Jesús y de ir con él a visitar a los que él quiere visitar. Ella «entra en las casas, en las celdas de las cárceles, en las salas de hospital, en los asilos de ancianos, en las escuelas o en las clínicas de rehabilitación. En todas partes transmite el mismo mensaje: “¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?”. 

¡Ella más que nadie sabe de cercanías! Es mujer que camina con delicadeza y ternura de Madre, se hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en medio de las tormentas”. 

“En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos que estar: al pie y de pie ante tantas vidas que han perdido o le han robado la esperanza. En la escuela de María aprendemos a caminar nuestro barrio y la ciudad no con zapatillas de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos» sino llevando a todos el canto de las maravillas que Dios hace con los humildes.

La oración es ponerse a la Escucha de La que nos trae la Palabra encarnada, para que nos consuele con su alegría el corazón y al sentirnos predilectos por sus Visitas, también nosotros nos pongamos en pie con premura, para salir a servir y a anunciar el evangelio a los demás. 

Diego Fares sj