El que discierne que el Reino es algo único, sorprendente, especial, se prepara rezando un poco de más (32 A 2017)

Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:

«Se asemejará el Reino de los Cielos a diez jóvenes que, habiendo tomado sus lámparas, salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran imprudentes y cinco prudentes. Las imprudentes habiendo tomado sus lámparas, no tomaron consigo el aceite; las prudentes tomaron aceite en los vasos, junto con sus lámparas. Demorándose el esposo, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas. Pero a medianoche se oyó un grito: «Ya viene el esposo, salgan a su encuentro». Entonces se despertaron todas las jóvenes y prepararon sus lámparas. Las imprudentes dijeron a las prudentes: «¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?» Pero las prudentes les respondieron diciendo: «No vaya a ser que no baste para nosotras y para ustedes, vayan más bien a los vendedores y compren para ustedes.» Pero mientras iban a comprar, llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él en la fiesta de bodas y se cerró la puerta. Después llegaron las otras jóvenes diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «En verdad, en verdad les digo que no las conozco.» Velen despiertos, porque no saben el día ni la hora» (Mt 25, 1-13).

Contemplación

El corazón de la parábola es, como en todas, el Reino de los cielos. El Reino es algo muy real pero su realidad es tan única, tan especial, que Jesús para hacer que nos despertemos a la magnitud de aquello en lo que consiste, recurre a sus parábolas.

Esto significa que no podemos definir el Reino con una definición abstracta, sino que tenemos que meternos en la intriga de un relato como este de las diez muchachas.

Sí podemos identificar el “detalle” significativo. Está claro que, materialmente, la clave es el aceite. El aceite con el que se empapaban las tiras de tela de las antorchas.

En torno a este aceite que mantiene encendidas las lámparas, se dan los momentos dramáticos de la “comparación” que hace Jesús.

El primer momento, en el que se ve la imprudencia y la prudencia de cada grupo de jóvenes, es cuando toman sus lámparas. Mateo muestra la secuencia de modo invertido. Contemplemos la escena.

“Las imprudentes habiendo tomado sus lámparas,

no tomaron consigo el aceite;

las prudentes tomaron aceite en los vasos,

junto con sus lámparas”.

Instintivamente, las manos de unas van directo a las lámparas y dejan el aceite y las manos de otras van primero al aceite y lo toman junto con sus lámparas. Unas van a lo esencial, que parece menos vistoso (el aceite ensuciaba un poco, era pringoso, digamos) y las otras, no del todo.

Aquí viene bien recordar algo que dice Santo Tomás y que siempre me ha iluminado con la contundencia de su verdad: la prudencia termina en la cosa (no en una frase o en una explicación ulterior). Es decir: si uno fue prudente o no, se mide por la realidad, por los frutos, no por las buenas intenciones. Y aquí “la cosa” es el aceite.

Prudentes fueron las que se proveyeron de más. El punto era iluminar la entrada y la danza del novio al entrar en la casa. En el segundo momento clave, el juicio también mira al aceite: “No vaya a ser –dicen las prudentes- que no baste para todas”, no vaya a ser que dividiéndolo terminen apagándose antes de tiempo todas las antorchas y no iluminemos la celebración.

El tercer momento será hacer ver el tiempo que les llevó a las imprudentes salir corriendo a comprarlo. Tuvieron buena intención, pero la realidad es que llegaron tarde y el esposo no les abrió la puerta.

No las conozco era una frase que usaba un maestro para hacerle ver a un discípulo que le había fallado. Significaba que no quería verle la cara por una semana al menos.

De nuevo aquí, lo importante es “la cosa”. Le fallaron al esposo en algo que no tiene arreglo. No va a entrar de nuevo para que ellas puedan participar haciendo su papel. La invitación a tener un rol protagónico en la fiesta no dependía de cuestiones subjetivas sino del momento. Es verdad que el esposo se demoró (cosa que podía pasar, porque discutían la dote con la familia y eso era signo del aprecio de la familia que daba a su hija como esposa a alguien). Es verdad, también, que la tardanza fue demasiada (se ve que Jesús escogió un ejemplo particular), pero eso hace ver mejor que la prudencia no es cuestión subjetiva. Fueron prudentes en ese caso las que se prepararon para la realidad como vino.

Esto es a lo que quiere despertarnos el Señor: Mirá –nos dice- que el Reino es algo especial. Mejor preparate con un poco de más que de menos.

Aquí, cada uno debe aplicarse la parábola a su vida en este punto preciso: cómo ando de aceite.

En mi caso, en esta misión improvisa y especial de estar en Roma, en La Civiltà Cattolica, cada vez que Francisco nos sorprende con algo nuevo y hay que despertarse del ensueño de la mundanidad espiritual y salir a su encuentro, con la lámpara encendida, siempre siento que agarré poco aceite, que otros están mejor preparados. Un periodista amigo, en Argentina, cuando salió Evangelii gaudium, me pidió un comentario “para el día siguiente”. Yo me excusé diciéndole que era muy poco tiempo para leer toda la exhortación y él me respondió, muy fresco: “eso decíselo a tu jefe, que nos tiene a todos a los saltos”. Siempre mantengo vivo el recuerdo de la vergüenza que me dio su reproche tan prudente. Digo prudente porque me hizo mirar la realidad. Una realidad a la que yo me tengo que poner a la altura y no pretender que se ponga a mi bajeza.

Sin embargo, más allá de que hace bien sentir el terror de desaprovechar la oportunidad y que se me cierre la puerta, la realidad, aunque es implacable, siempre es mejor que las excusas.

Las excusas son frases, son ideas. Y uno puede quedar encerrado en una idea por muchos años. Encerrado, digo, en una idea que no le permite “entrar en la realidad”, “salir al encuentro del esposo”, que es lo que importa.

La realidad, en cambio, no es como las ideas. La realidad, si te cierra una puerta, siempre te abre otra.

Ese es el efecto que el Señor quiere crear con sus parábolas “implacablemente reales”.

Me gusta rebobinar la parábola y pensar que la frase que las imprudentes dijeron a las prudentes – “podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?”- es una frase justa. Aquí se les despertó la prudencia y vieron la realidad.

A favor de ellas quiero decir que no disimularon, entrando a la fiesta con las lámparas humeantes. No le echaron la culpa al esposo diciendo que era él el que se había demorado. Tampoco perdieron tiempo discutiendo con sus amigas. Les dieron la razón, dejaron que saliera bien la entrada a la fiesta con las lámparas de las otras y salieron corriendo a buscar cómo reencender bien las suyas. El asunto es que no bastó y se ligaron el reto del esposo. Pero yo me animaría a decir que aprendieron la lección de la prudencia: que hay que estar a la altura de la cosa, a la altura del Reino. Tanto para protagonizar a la perfección la misión que a uno le ha sido encomendada como para aguantar bien un reto, sin tratar de justificarse ni de acusar a otro, aprendiendo de la humillación de no haber estado a la altura.

Un detalle que me parece que puede avalar este intento de ver una enseñanza positiva que incluye lo que les pasó a las imprudentes, es que el Señor no habla aquí de un afuera en el que hay llantos y rechinar de dientes. Me animaría a decir que la parábola no apunta a la moral sino a algo previo, que es el intelecto práctico. No hay que pensar que las prudentes son buenas y las imprudentes malas. Si no juzgaste bien, no es que seas malo, sos un o una imprudente. Y la indiscreción puede tener efectos tanto o más desastrosos que el ser malo.

Por eso el Señor trata de despertarnos del sueño e intenta hacer que aprendamos la lección de la prudencia que incluye a los dos grupos de muchachas. La prudencia se aprende sacando lección también de los errores. Hay que saber aguantar demoras en el cumplimiento de las promesas y tener todo listo y preparado, aunque parezca que no pasa nada. Porque el Señor viene, vendrá y la fiesta se celebrará. El punto es participar nosotros en nuestro lugar de servicio propio. Iluminando con lo mejor de nuestro carisma.

La parábola apunta, pues, toda ella, a despertar en nosotros una “prudencia adecuada al Reino”, una prudencia que se centra en lo esencial, en el aceite que hace brillar las antorchas para iluminar la entrada del esposo. Un aceite que hay que procurar tener de más y, si no se tiene, hay que ser capaz de pedirlo y también de salir corriendo a comprarlo y, si no se llega a tiempo, hay que saber dejarse retar.

Seguramente la madre del esposo habrá hecho entrar a estas muchachas por la puerta de la cocina y, ya que no pudieron ser protagonistas del brillo de la entrada, habrán podido participar en la fiesta con los invitados de segunda (el vestido de fiesta ya lo tenían).

Dice el Papa Francisco, a propósito de esta parábola: “Cuando una lámpara comienza a debilitarse, tenemos que recargar la batería. ¿Cuál es el aceite del cristiano? ¿Cuál es la batería del cristiano para producir la luz? Sencillamente la oración. Tú puedes hacer muchas cosas, muchas obras, incluso obras de misericordia, puedes hacer muchas cosas grandes por la Iglesia —una universidad católica, un colegio, un hospital…—, e incluso te harán un monumento de bienhechor de la Iglesia, pero si no rezas todo esto no aportará luz. Cuántas obras se convierten en algo oscuro, por falta de luz, por falta de oración de corazón».

Es linda la imagen de la oración como ese aceite del Espíritu que bendice lo que hacemos, lo vuelve luminoso con la luz de Dios, no con la nuestra. Digo que es linda imagen porque ese aceite –la oración- está a nuestra disposición siempre y en todo momento. Cuando tenemos que decir “Señor ábrenos” y cuando tenemos que decir: “Señor perdónanos”. Rezar es “lo prudente”, lo que nos abre la puerta del reino, con sus sorpresas. Lo que nos hace estar a la altura de lo inesperado de Dios. Por eso siempre es prudente, en adelante, rezar un poco de más que de menos.

Diego Fares sj

El efecto Zaqueo: decidirse en un instante por Jesús y hacer las cosas de corazón (31 C 2016)

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Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Vivía allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos y rico; y buscaba ver a Jesús –quién era- pero no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura, así que se echó a correr hasta ponerse adelante y subió a una morera para poder verlo, porque Jesús estaba a punto de pasar por allí… y al llegar a ese lugar, Jesús, levantando la mirada, le dijo: Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy tengo que ir a quedarme en tu casa. Zaqueo bajó a toda prisa y lo recibió alegremente.

 

Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: Entró a hospedarse en casa de un hombre pecador. Pero Zaqueo, poniéndose de pie dijo al Señor: Mira, Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguno, le restituyo cuatro veces más. Y Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido» (Lc 19, 1-10).

 

Contemplación

Para Zaqueo el encuentro con Jesús debe haber sido como un solo instante. Así como lo que escribí, todo de corrido: desde el momento en que Jesús entré en Jericó y le avisaron hasta que se cruzaron sus miradas. Él allí en lo alto, subido a una morera y Jesús abajo que alzó la mirada y le habló a él, en medio de la gente, y le dijo que tenía que ir a alojarse en su casa.

La otra escena es un espejo de la primera, en el sentido de que también todo ocurre en un instante. A Zaqueo le basta con escuchar medio comentario de crítica a  Jesús porque ha ido a alojarse en su casa, para ponerse de pie y restituir de una vez lo que había ido acumulando y robando por años.

Es el efecto Zaqueo: el de decidirse en un instante por Jesús y hacer las cosas de corazón. Con Jesús esto sirve. Con otra gente uno puede decir “vamos a ver”, “lo pensaré tranquilo”. Con Jesús que pasa, las cosas se resuelven en un instante.

Por supuesto que detrás ha habido todo un proceso y que, después, cuando se ponga a devolver y a rebajar deudas, también se iniciará otro. Pero son procesos llenos de “saltos”, llenos de “momentos de discernimiento” que son como toda una eternidad de salvación, ya que si la vida de Zaqueo terminara en cualquiera de esos momentos, su vida estaría plena.

Una primera gracia, que vaya a saber desde cuando se venía preparando, le vino en el momento en que la avisaron que Jesús estaba entrando en la ciudad. Fue nada más escuchar y decirse “yo lo tengo que ver”. Aunque se diga en un instante, esa frase es algo complejo. Se puede ver tanto por lo que desencadena como por lo que podría haber abortado el encuentro. “Yo lo tengo que ver” es frase que esconde una gracia recibida, un deseo incontenible y un juicio claro que pone en acción a Zaqueo y lo lleva a meterse entre la gente, a adelantarse corriendo y a subirse a la morera. En cualquiera de esos pasos podría haber cambiado la historia. Zaqueo se podría haber conformado con verlo de lejos, dando algún saltito; podría haber sentido vergüenza de subirse a la higuera… Tantas cosas, pequeñas o grandes, pueden ser impedimento para realizar un deseo, para llevar a cabo una decisión.

Por supuesto que Zaqueo era un hombre de acción, que se arriesgaba a prestar y luego era implacable a la hora de cobrar. Sólo que aquí utiliza toda su viveza y resolución para conectarse con Jesús. Zaqueo no se avergüenza de ser él. No dice “para ver a Jesús primero tengo que cambiar y ser bueno”. Lo va a ver así como está y como es. Y Jesús le dice que quiere hospedarse en su casa, como diciendo que no solo lo acepta a él sino a él con todos sus amigos y su familia. Porque a veces también sucede que pensamos que, para ver a Jesús, tenemos que ir solos y de noche, sin que nadie se entere, como pensaba Nicodemo. A este también lo recibió el Señor, pero parece que era un hueso más duro de roer, como se puede deducir del hecho de que se manifestara públicamente como amigo de Jesús recién después de su muerte, cuando fue a pedirle el cuerpo a Pilato.

Zaqueo, el publicano, se le adelanta, cumpliendo eso que dice Jesús que los publicanos y las prostitutas (y todas las personas que cada sociedad discrimina por su condición sexual, religiosa, política, o por sus opiniones o acciones presentes y pasadas) se adelantan a todos y entran primero en su Reino de misericordia y alegría.

El efecto Zaqueo puede servirnos para discernir nuestros “momentos” cuando pasa Jesús.

Yo pongo como ejemplo las actitudes cuando pasa el Papa. Están los que dicen “Yo lo tengo que ver” y están los que, después que pasa o dice o hace algo, dicen “Vamos a ver”. Están los que corren y se adelantan y gritan y tratan de acercarse y los que consideran que no hay que “idolizar” al Papa. Por supuesto que el cariño y la emoción al ver pasar a Francisco se confirman luego en la vida diaria, si uno cultiva el mismo entusiasmo para acercarse a los pobres y mejorar en su relación con los demás. El segundo paso del efecto Zaqueo, luego de su emoción y cholulismo por ver a Jesús, es reparar sus pecados devolviendo dinero robado y perdonando deudas. Eso no quita que la actitud paralizante, fría y llena de peros, de los fariseos con respecto a Jesús sea equiparable a la de Zaqueo porque de última, todo “sentimiento y emoción” demuestran su autenticidad en la práctica. Yo diría que con Jesús la emoción y el sentimiento y el deseo de acercarse, de verlo y de tocarlo, son ya una “práctica”: la de la oración y adhesión a su Persona en la fe. De allí brota luego la fuerza para ser más justos con los demás y más misericordiosos. Por eso, la emoción de la gente ante el Papa, el deseo de acercarse y de entrar en contacto con su persona, no es un acto sentimentalero. Visto de afuera puede ser que parezca que es la misma euforia que se desata ante cualquier persona famosa. Pero es despreciar la inteligencia y el corazón de los demás rebajar los sentimientos hondos porque la expresión “carnal”, digamos, sea la misma, vista desde afuera. Es una manera sutil de negar la encarnación. Es pensar que toda lágrima es “lágrima de cocodrilo”, que todo entusiasmo es “pasajero”, que toda emoción es subjetiva y superficial, que toda adhesión a una persona es “personalismo” etc.

San Ignacio, en la espiritualidad encarnada de los Ejercicios, cuando entramos en oración, con el debido respeto que nos merece Dios nuestro Señor, nos hace ejercitar todo nuestro ser, poniendo en acción nuestras capacidades más espirituales –como la libertad y la capacidad de contemplar- junto con nuestros sentimientos –pidiendo lágrimas y vergüenza por los pecados y gozo y alegría por la resurrección del Señor- y teniendo en cuenta la posición para rezar, el lugar, las comidas, el sueño, los paseos… Todo sirve a la hora de alabar y buscar y hallar al Señor y de entrar en coloquio con él como un amigo con otro amigo o un servidor con su Señor.

El efecto Zaqueo consiste en dejarse movilizar íntegramente por la presencia y el paso del Señor. Dejar que movilice nuestros deseos más hondos, que ponga en acción nuestra capacidad de decidir en un momento, que agilice nuestros pies para correr y que nos devuelva la agilidad de niños para trepar a un árbol, que nos haga movilizar a todos los de nuestra casa y a nuestras amistades y que la gracia llegue a nuestro bolsillo y a la billetera y cambie la dirección de nuestros intereses convirtiéndonos en personas para los demás.

Diego Fares sj

La oración… La oración es suponer que uno tiene un Amigo a quien puede recurrir a cualquier hora (17 C 2016)

 padre con niño (1)

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó,

uno de sus discípulos le dijo:

«Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos.»

El les dijo entonces:

«Cuando oren, digan:

Padre

¡Que sea santificado Tu Nombre!

¡Que Venga Tu Reino!

El pan nuestro, el necesario para la existencia, dánoslo cotidianamente,

Y perdónanos nuestros pecados,

Porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe;

Y no nos metas en la prueba.

Jesús agregó:

«Supongamos que algunos de ustedes tiene un amigo

y recurre a él a medianoche, para decirle:

«Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle,» y desde adentro él le responde:

«No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos.»

Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.

También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará desde el cielo el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11, 1-13).

Contemplación

La primera moción, al leer la oración de petición en que Abraham busca cambiarle el corazón a Dios, haciendo que se compadezca por los diez justos de Sodoma, me hizo sentir que la oración que se adentra en el corazón de Dios es para cambiar el mío, no el de Él.

El de Él en el sentido de cómo lo siento yo, cómo me comporto de acuerdo a lo que imagino que Él pensará y querrá. Eso puede cambiar en mi oración: cambiar lo que yo siento de Dios.

Por eso la oración es charlar como con los amigos: buscando el sentimiento más auténtico para compartirlo como un pan.

Los amigos se alimentan de sentimientos auténticos, de lo que le pasa al otro: lo que más le gusta, lo que está soñando, lo que siente que no es leal, las dificultades, el amor… Todo lo auténtico alimenta la amistad.

Y con el Señor, la dificultad es que hay mucho espacio libre en medio. El responde, sí, pero no como un amigo inoportuno que viene de noche a pedir algo y nos obliga a cambiar nuestros sentimientos.

Del sentimiento de ir recluyéndonos en la intimidad propia del sueño el amigo inoportuno nos interpela a salir de nosotros mismos y a atenderlo a él.

Esa insistencia, es una manera de presencia del otro, que nos cambia.

Con los amigos no es difícil salir de nosotros mismos para abrirles la puerta. Porque la amistad enseguida transfigura la relación y del fastidio propio se pasa a la alegría compartida.

Pero con Dios es distinto. Aunque ahora que lo pienso, fue a Jesús al que se le ocurrió este ejemplo del amigo inoportuno. Es que Jesús es así. Si uno lee bien el evangelio es más cercano de lo que parece. Nos adivina todo lo humano. Es más: lo profundiza. Nos hace descubrir cosas nuestras –bien humanas- que no conocíamos que existieran en el hombre. Y nos lo encamina. Encamina hacia Dios precisamente eso que a nosotros nos parecía que nos aleja. Con el pecado es claro: es el receptáculo para Dios mismo, cuyo nombre es Misericordia. Pero también aquí, ese respeto humano que nos aleja, para no molestar, Jesús nos hace ver que es lo más importante: molestarlo a Dios.

Por estas cosas, que se le notarían al rezar, será que al verlo, a ese discípulo, bendito discípulo que se animó a importunar a Jesús que estaba rezando con el Padre, nada menos, se le ocurrió hacerle esta petición!: enséñanos a rezar.

El pensamiento de un amigo es así: si veo que estás en otra cosa, igual te insisto porque sé que eso te hará ver que lo que me pasa es auténtico –si este me llama a esta hora, dirás, es por algo-, y apenas veas esto sé, que como sos mi amigo, me ayudarás con alegría. Esta es la confianza de la amistad.

Esto que yo siento cada vez que tengo que pedirle algo a un amigo que se que está ocupado –o que se está recluyendo en la intimidad del sueño, como el de la parábola- me lleva a ver que Jesús dice la parábola pensando en el discípulo que lo “importunó”. O sea, el amigo inoportuno fue el que le pidió que nos enseñara a rezar. Capaz que Jesús vio que alguno le daba un codazo, como diciendo cómo se te ocurre pedir una cosa así en este momento…

La verdad es que no se si es tan así como me lo imagino, porque el evangelio dice que le preguntó “cuando terminó de rezar”. O sea que no le cortó la oración para pedirle que les enseñara a rezar (lo pidió para todos, pero fue él el que sintió la necesidad). Pero capaz que le pidió medio con un exabrupto ya que me imagino que si el Señor estaba rezando con el Padre sería algo así como cuando uno comulga y se queda un rato en silencio. No es que cortó con el celular y pasa a atenderte a vos. O capaz que Jesús le leyó el corazón y vio que había dudado si hacerle la petición o no, porque se ve que no era Pedro ni ninguno de los más importantes, de los que siempre hablaban, sino solo “uno de sus discípulos”, como dice Lucas, y entonces Jesús lo anima contando esta parábola. Le hace sentir que estuvo bien y que eso tiene que ser la oración: importunarlo a Dios. (Si no, para qué rezar? Para pedirle lo que ya sabe? O lo que es lógico que siga su curso normalmente? Jesús viene a decir que a Dios le gustan más las oraciones molestas!).

Sin embargo, este respeto humano que por ahí sentimos con Jesús, y que seguramente sentimos más con ese Señor Misterioso y un Poco Lejano, a quien Jesús nos dice que lo llamemos Padre, es el que Jesús aprovecha para enseñarnos a rezar.

No hay que tener respeto humano con Dios en la oración. Eso nos enseñó.

Llámalo Padre. Ahí está todo. Esta palabra es mágica. Te abre la puerta de su corazón.

Pero entrá en tu corazón antes de pronunciarla con los labios y decila auténticamente. Es decir sintiéndola.

Con sencillez, porque es una palabra muy sencilla y de lo más común, pero sintiéndola. Siempre que digo esto de que padre es una palabra común, me viene al corazón la voz del niño… Iba caminando por Once, en Buenos Aires, entre los negocios de ropa, de sábanas, de calzado, de artículos para el hogar…, y siento entre las voces de la gente, una voz de niño que dice “abba… y no se si “mirá esto” o “vamos ahora a comprar aquello…” No recuerdo lo que siguió porque yo solo escuché “abba”. Me quedé conmovido y para que no se notara que me daba vuelta aminoré el paso y dejé que se me adelantaran. Les ví un momento el rostro, cuando me pasaban, y luego de espaldas, los dos de negro y con saco, el papá, joven, con su sombrero y las trenzas, y el niño de unos ocho o diez años, de la mano, también de negro y con kipá y trenzas castaño claro, que alzaba un poco el rostro, con lentes, y seguía hablando con su abba, delante de mí, en medio de la gente. Sentí que tenía ganas de decirle: enseñame a rezar. Con lágrimas en los ojos, lo dije en voz baja. No a él, a ese niño, ni a su abba. Pero también a ellos. Porque me imaginaba a Jesús de niño, de la mano de José, por el Once en Nazaret. Cosas que sólo pasan en Buenos Aires.

….

Retomo luego de un rato. Cuando llegué al corazón de la contemplación, con el recuerdo lindo del niño y su abba, me puse a buscar la foto. Encontré esta que está linda. El niño va agarrado a su abba y ambos miran cada uno para su lado. Pero en cualquier momento él niño se da vuelta y le dice “abba” tal cosa… Por eso me gustó.

El Abba –el Padrenuestro- con sus palabras sencillas es un poco así.

Uno puede ir con Dios mirando cada uno para su lado, pero en cualquier momento puede darse vuelta –el que lo sienta primero- y decir “abba” tal cosa –santificado sea tu nombre o comprame el pan o perdona lo que hice o librame de este mal…- o él puede decirnos “hijo” tal cosa –quiero que vengas a trabajar a mi viña, o todo lo mío es tuyo, o escúchalo a tu Hermano (a Jesús)-.

Pensaba que la parábola del amigo inoportuno viene tan pero tan bien para rezar! Lo de inoportuno es una de esas palabras impertinentes que resalta la amistad diciendo todo lo contrario. Porque en el amor a un hijo, por ejemplo, la inoportunidad no existe. Si un hijo llama de noche y en el celular suena el ringtone especial, un papá no piensa qué molesto sino “qué le habrá pasado”, “qué necesita”, “qué bueno que llame porque seguro que le pasó algo y gracias a que llama lo puedo ayudar”… Un papá piensa sin pensarlo todas esas cosas y otras por el estilo. Si el que llama a medianoche es un amigo, como el que describe Jesús, el sentimiento no es tan inmediatísimo como con un hijo, pero tarda pocos segundos en sintonizarse con la necesidad del otro. Quizás cuánto tarde sea un medidor de la amistad, si es que ese aparato existe. En todo caso, si la amistad se mide es para cultivarla mejor y no para reprochar nada.

Pero poniendo las cosas en el marco de la enseñanza que el discípulo pidió y que el Señor le dio con esta parábola, podemos concluir que nuestra capacidad de insistencia es lo que indica el grado de familiaridad que tenemos con nuestro Abba y Amigo y allí está el punto para crecer en la oración.

Que esto lo sabemos –que somos hijos- es una verdad. Se constata en las malas, porque ahí acudimos a Dios sin vergüenza y le decimos “Dios mío”, por qué me abandonás o no permitas que esto pase. El líbranos del mal es una oración que traemos de fábrica, digamos. Pero otras, más cotidianas, como la del pan y la del perdón, las tenemos que trabajar mejor. Y la de santificar su Nombre –bendecirlo y cariñosearlo gratuitamente- es algo que tiene que salir de un corazón que se trabaja a sí mismo y cultiva los sentimientos más nobles. Lo mismo la de venga tu reino. Esa es una oración que la tenemos que hacer en la acción, mientras nos arremangamos para poner manos a la obra.

Como yo escribo rezando (o rezo escribiendo) la seguiría…, pero dejo aquí la contemplación para enviarla, sonriendo porque con la diferencia horaria les llegará a muchos a “medianoche”. Pero al fin y al cabo la oración es suponer que uno tiene un amigo a quien puede recurrir a medianoche.

Diego Fares sj

 

Domingo 30 C 2010

El icono del publicano rezando

Refiriéndose a algunos que estaban persuadidos de ser justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así:
«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.»
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
«¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se empequeñece a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

Contemplación
La parábola del Fariseo y el Publicano tiene algo especial. No me animo a definirlo exegéticamente pero sí a decir que me llama la atención que Lucas diga de entrada en qué se fijó Jesús para inventarla y contarla. El Señor se fija en cómo reza la gente. Es algo más íntimo todavía que dar limosna o pedir la curación de una enfermedad. Toda actitud externa tiene su correlato interior y muchas veces, de la cara que ponían los fariseos, Jesús les adivinaba los pensamientos. Pero escuchar cómo habla con Dios la gente cuando está sola es algo que ni la misma persona tiene muy conciente. Por eso digo que esta parábola tiene algo especial, muy íntimo. Tanto que ni los mismos personajes de la parábola pescan que los compararon y que uno salió justificado y el otro no. Jesús pone su mirada profunda en lo hondo de los corazones y escucha el sonido de la fuente de la que brotan las palabras interiores. No sabemos rezar como conviene, dice Pablo, pero el Espíritu gime en nuestro interior. Y Jesús nos dice que el Padre escucha ese gemido, el sonido de esa fuente espiritual intimísima.
No es fácil escucharse a uno mismo, discernir las palabras primordiales que se expresan en muchas otras, a veces con signo cambiado. No es facil ponerle nombre a lo que motiva nuestro discurso interior.
Esta parábola nos ayuda precísamente a eso: a discernir los dos discursos posibles de nuestro corazón cuando hablamos a solas invocando a Dios.

Jesús interpreta la persuasión de fondo que fariseisa el corazón del fariseo e inventa una parábola. El fariseo está confiado en su religión, se siente totalmente tranquilo y tiene todo bajo control: lee la ley y cumple al pie de la letra todo lo mandado: ayuna dos veces por semana y paga el diezmo. El problema es que cumple “comparando”. Empieza bien, dando gracias, pero se le va el ojo comparativo y termina agradeciendo porque “no es como los demás”. Se ve que al entrar vió de reojo al publicano y sintió desprecio, como cuando uno entra en la iglesia y ve a algún pobre mal vestido con la cabeza apoyada en el respaldo del banco seguramente durmiendo la mona… Y al comenzar a rezar alabando a Dios se le viene al corazón que él no es como ese publicano. Antes de alabar a Dios y de contarle lo que ha hecho bien se encuentra hablando mal de otros: despreciando a los demás.
El contexto de la parábola que inventa Jesús para caricaturizar bien esta actitud es una constante en la Biblia: “el Señor condena a la insignificancia a todos aquellos que desprecian a los que Él elige”. La palabra “despreciar” aparece muchas veces en el AT: Esaú despreció la herencia y se la vendió a su hermano por un plato de lentejas (Gen 25, 34), Goliat despreció a David porque vió que era apenas un adolescente (1 Sm 17, 42), Mikal despreció en su corazón a David porque saltaba y bailaba delante del Arca de Yahveh (2 Sm 6, 16). A todos estos personajes bíblicos ese desprecio de lo que el Señor amaba les valió que el Señor mismo los despreciara a ellos. Esaú, por más que lloró, no pudo recuperar la bendición que su padre –engañado- le había dado ya a su hermano Jacob; al gigante Goliat que se burlaba de David, el joven ungido lo bajó de un hondazo…
En la Parábola Jesús deja en ridículo al Fariseo y ensalza la figura humilde y contrita del Publicano, pero no queda claro si ellos se dan cuenta de lo que ha sucedido. Por eso diría que es una parábola abierta –como la del hijo pródigo- que nos invita irresistiblemente a entrar nosotros en los personajes.
Puede resultar inquietante ponernos el traje del fariseo, imitando su tonito sobrador y ver qué ecos despiertan sus palabras en nuestro corazón. Por ahí uno se sorprende encontrando a flor de labios expresiones como “gracias por que no soy como aquel” o “qué bronca o qué pena de no ser como aquel otro”.
Ahora bien, la figura del fariseo que crea Jesús tiene algo de caricatura para que uno pesque lo patético que puede resultar ir en esa dirección y enfile directamente para el lado del publicano.
Por eso nos hará bien ponernos en el último banco de la iglesia como el publicano y golpearnos el pecho (aunque alguno nos vea y piense mal porque nos conoce) y decir “Padre, tené piedad de mí que soy un pecador”. Veremos cómo enseguida esta oración prende en nuestra lengua y comenzamos a repetirla con gusto.
La otra en cambio cansa. Si nos animamos, podemos sobreactuar un poquito el papel del fariseo de modo que se nos vuelva clara esa radio permanente que tenemos como trasfondo, en la que un personaje interior habla y habla comparándose y juzgando a los demás. Así como hay radios que atraen y radios que uno cambia apenas escucha el tono de voz o alguna frase que detesta, así también sucede con nuestra radio interior: Jesús nos enseña a sintonizar con la radio del publicano, cuyas palabras pacifican el corazón y lo ensanchan haciéndonos sentir la misericordia infinita del Padre. Y el mismo gusto del discurso bueno hace que experimentemos disgusto por el discurso fariseo. Ese discurso que nos auto justifica pero que al Padre lo deja expectante y preocupado (como el discurso del hijo mayor). En cambio, el otro discurso -“Dios mío, ten piedad de mi que soy un pecador”- que es el mismo del hijo pródigo, al Padre le conmueve las entrañas y hace que su corazón se ensanche de alegría y se llene de amor.

Insistimos un poco más en el carácter abierto de la parábola. La tendencia general a sacar moralejas la devalúa, la “deprecia” (y ya hemos visto lo que le sucede a los que desprecian aquello que el Señor valora!). No se trata de “despreciar” al fariseo y ensalzar al publicano. ¡Eso lo puede hacer sólo Jesús!
¿Quién sabe si es un fariseo o un publicano siglo XXI? Es fácil saber lo que era un fariseo de aquella época. Pero hoy? La parábola nos da a entender que el fariseo estaba chocho consigo mismo (ni sospechaba que era un “fariseo”. O mejor aún, pensaba que ser fariseo era lo mejor que le podía haber pasado). También nos da a entender Jesús que el publicano “no se enteró” oficialmente de que estaba justificado. Capaz que por eso mismo volvía cada semana al templo y repetía la misma oración: ¡Ten piedad de mi Señor, que soy un pecador!
No se trata, por tanto, de encontrar un espejo –esa ley en la que se mira el fariseo y que lo hace sentir justificado-.
De lo que se trata es de encontrar una puerta.
Lo que nos toca a nosotros es “entrar en la parábola” humildemente y discernir si nuestro discurso interior es una oración sentida que nos hace entrar en relación con el Padre o es un monólogo autorreferencial en el que constatamos que tenemos todo bajo control y que “gracias a Dios” nuestros criterios no son obtusos como los de “esos otros” que cada uno conoce.
Lo que Jesús nos regala es un icono, una figura viva en cuya piel nos podemos meter, un corazón de publicano rezando con el cual nos podemos configurar para experimentar nosotros la misma justificación que él experimentó seguramente luego de orar así.
La otra figura, la del fariseo autosuficiente, es un icono caricaturizado, un icono para detestar apenas discernimos que se nos pegó su máscara, que se nos contagió su tono comparativo y lleno de desdén.
Hay que tener cuidado porque el discurso del fariseo es pegadizo.
En la época de Jesús había un solo modelo.
Hoy el fariseísmo es multicultural.
Hay fariseos integristas, como siempre, pero están también los fariseos progre, que desprecian tanto pero tanto al fariseo clásico que muestran una hilacha de envidia. El “no soy como los demás”, con el “gracias a Dios” agregado, es un alerta rojo de fariseísmo siempre. También si viene de los “fariseos moderados” que “no son como los demás ideologizados y extremistas”.
Si ponemos blanco sobre negro, sin grises, como hace Jesús, me animaría a decirme que, cuando muevo un poquito el dial y lo saco de la onda que musita con amor de hijo pequeñito: “Jesús, hijo del Padre, ten piedad de mí, que soy un pecador”, seguro que ya me puse dentro de la frecuencia de algún discurso fariseo que comienza a invadir el espacio de mi mente.
La oración del corazón está siempre encendida –el Espíritu la reza en nuestro interior, poniendo anhelos de habitar en esa relación tan linda que tienen Jesús y el Padre-. Pero nuestra mente está constantemente invadida por discursos fariseos. El “no soy como los demás”, el “no quiero ser como aquellos” el “pienso totalmente distinto a esos”, el “yo hago lo que tengo que hacer, en cambio los otros…”, son discursos que tienen lo que Jesús llamaba “la levadura de los fariseos” y fermentan todas las divisiones y peleas que se dan a nivel personal, familiar y social.

“Dios mío”, dice el fariseo. “Dios mío”, dice el publicano. Fijémonos que Jesús está hablando de la oración al Padre que todas las creaturas hacemos. El Señor mete el bisturí de su Palabra y cala hasta la médula de los huesos: discierne lo más profundo que se da en una creatura, discierne cómo hablamos con Dios.
Por eso la parábola no tiene consecuencias exteriores. No hay ninguno al que se lo meta en la cárcel, como en la parábola del deudor miserable. No hay paga de salario para nadie, como en la parábola de los últimos que recibieron igual que los primeros. No se le quita el denario al que lo enterró ni hay anuncios de alegría a los vecinos por la ovejita encontrada. La parábola transcurre en el interior más íntimo de los personajes y nos interpela a entrar en nuestro propio interior.
Cada uno elige de qué va a hablar con su Dios mío, con su Abba, con su padrecito del cielo, con Jesús su Salvador y buen amigo.
Cada uno elige el tema y el tono.
Si vas a hablar de tus ganas de ser perdonado mil veces,
si vas a desahogarte en tu Padre y abrazarte a su misericordia,
como un mendigo sediento y muerto de cansancio,
deseoso de saciarte solo de misericordia
y de no hablar de nada más, bien!
Misericordia, misericordia, misericordia.
Es lo que desea mi corazón,
es lo que desea el de todos,
es lo que necesita el mundo.
También el fariseo, ese personaje único y globalizado –cuya expresión es el famoso “discurso único”- que alza la voz en todos nosotros cuando perdemos la sintonía fina con la Voz del Espíritu que dice “Padre, ten piedad de mí, pecador”.
Me gusta este dibujo de Fano en el que podemos imaginar a un fariseo y un publicano presentando al Padre su oraciones (corazones): la del fariseo es una oración-bandeja/poltrona; la del publicano es una oración-tierra (humus).
El Padre tiene para darnos “semillas” (sus gracias de Amor y de Vida no vienen hechas, son semilla, y en un corazón-humilde pueden fructificar. Para la semilla del Espíritu –que es Amor y Vida Plena-, sirve el corazón-tierra.
Podemos tratar de escuchar lo que están diciendo en su interor y la imagen que tienen de lo que Dios les dará.

Diego Fares sj

Domingo 29 C 2010

¡Recen, que el Padre escucha!

Jesús, para mostrarles que es necesario orar siempre sin descorazonarse, les proponía una parábola diciendo:
«Había un juez en cierta ciudad que no temía a Dios ni le importaba lo que los hombres pudieran decir de él.
Había también en aquella misma ciudad una viuda que recurría a él siempre de nuevo, diciéndole:
«Hazme justicia frente a mi adversario.»
Y el Juez se negó durante mucho tiempo. Hasta que dijo para sí:
«Es verdad que yo no temo a Dios ni me importan los hombres, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia, no sea que al fin, de tanto venir, me abofetee en la cara”.
Y el Señor dijo:
«Oyeron lo que dijo este juez injusto? Y Dios, ¿no se apresurará en auxilio de sus elegidos, Él, que los escucha pacientemente, cuando día y noche claman a él? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 1-8).

Contemplación
La gracia a pedir en la contemplación de este evangelio, es que se nos liberen las ganas de rezar de manera tal que podamos entablar una comunicación familiar, permanente, con nuestro Padre del Cielo.
Ojalá sintamos que se nos abre la puerta del Cielo y que el Padre se complace en escuchar nuestras oraciones y en concedernos todo lo que le pedimos, como un padre que le da cosas buenas a sus hijos.
Padre, que en un abrir y cerrar de ojos
nos concedas la gracia de poder rezarte
con el gusto y la confianza de tus hijos queridos.
Que te contemos todo, Padre
y lo esperemos todo de Vos.

Saboreamos este evangelio de la oración insistente con toda nuestra fe, seguros de que la Palabra es eficaz para hacer lo que dice.
Y ¿qué dice? Dice que Jesús “quiere mostrarnos que es necesario rezar siempre”.
Nos detenemos en el deseo de Jesús. Podemos ver lo que desea en lo que hace con más pasión. En Lucas vemos muchas veces a Jesús rezando.
Su oración es una manera de relacionarse muy linda y muy íntima que Él tiene con el Padre y su deseo es que nosotros podamos entablar la misma relación.
Es un deseo hermosísimo el de Jesús: recen, que el Padre los escucha como me escucha a mí.

Rezar, todo el mundo reza. De alguna manera todos “suspiramos” a Alguien en nuestras angustias (ese “Dios mío” que brota de lo profundo del ánimo de quien sufre) y todos damos gracias a “la Vida” cuando nos va bien. Rezar es como respirar. Todas las religiones enseñan a rezar, a ponerse de acuerdo con los propios deseos y a invocar al Creador, al que es fuente de la vida.
Pero la oración de Jesús es eso y mucho más.

Contemplemos, pues, a Jesús rezando en el evangelio de Lucas:
cuando Jesús reza se abre el cielo y el Padre envía el Espíritu Santo sobre Él (Lc 3, 21-22).
Cuando Jesús reza entra en la intimidad del Padre. Jesús busca espacios de soledad y tiempos tranquilos, se va a lugares desiertos para rezar (Lc 5, 16) y pasa las noches en oración (Lc 6, 12).
Cuando Jesús reza se transfigura en esa charla con Dios y con sus amigos los santos (Lc 9, 29).
Cuando Jesús reza despierta en los discípulos un deseo irresistible de rezar así: “enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Y la oración que Él les enseña es el Padre nuestro: “cuando recen digan Padre…” (Lc 11, 2).
Cuando Jesús reza su oración es insistente. El modelo será la oración del Huerto: recen para no caer en tentación, recen para ponerse bien de acuerdo con la voluntad del Padre (Lc 22, 40-46).

Qué lindo que es tener acceso directo a quien nos puede ayudar y aconsejar. El Padre siempre atiende el celular cuando llama uno de sus hijos.
Qué lindo que es haber experimentado que la oración nos “transfigura” el rostro y transfigura lo que nos pasa: ilumina nuestros sentimientos, nos aclara la mente, nos pacifica el corazón.
Qué lindo que es sentir que uno puede ajustarse plenamente a lo que le agrada al Padre. Con esfuerzo, es verdad, pero contando con la ayuda del Espíritu y siendo bien humildes podemos sentir que al Padre le agrada de verdad lo que hacemos en Nombre de Jesús.

Cuando llegamos a este punto surgen los peros: la duda, el no creer del todo, cierto descorazonamiento… todo muy lindo, pero…

Y a esto apunta precisamente Jesús con la parábola de hoy: quiere que nos entusiasmemos con la oración, que nada ni nadie pueda apartarnos de la gracia de poder rezar siempre y en toda situación a nuestro Padre del Cielo.

Vayamos palabra por palabra, que aquí todo es importantísimo y vital.
Es necesario rezar (dein), dice Jesús. No hay que escuchar una sola campana, la que nos dice “tenés que”, “es tu obligación”. “Es necesario” significa también es oportuno y es lo correcto. No se trata sólo de un “ideal” que pocos alcanzan. Jesús nos quiere enseñar que “podemos” rezar siempre, que esa necesidad que sentimos y que nos ahoga porque no sabemos cómo hacer para rezar bien es una necesidad legítima y que, con sus enseñanzas y ayuda, podemos satisfacerla en plenitud.
Podés rezar, es correcto que reces todo lo que quieras, es oportuno insistir en la oración, al Padre no le molesta.

“Rezar siempre, sin descorazonarnos”. Jesús sabe que nos descorazonamos fácilmente. A veces, cuando estamos consolados, la oración brota espontáneamente, como la respiración. Rezamos con peces en el agua: agradecemos y pedimos “naturalmente”. Pero en otros momentos sentimos que la oración es imposible. Que se nos deshacen las peticiones en la lengua en el mismo momento de pronunciarlas. Experimentamos que lo que más deseamos es justamente lo que no sabemos pedir porque tememos que eso no nos será concedido. Para qué rezar!

Para desmentir esta falacia, Jesús inventa la parábola de la viuda insistente y el juez inicuo. El Señor toma el toro por las astas: detrás de los descorazonamientos en la oración hay una mala imagen de Dios. Pensamos que en el fondo “no le importa”. Tantas cosas que pasan en el mundo, por qué se va a ocupar justamente de lo mío. (Las estadísticas nos matan!). Por eso Jesús inventa el ejemplo extremo de alguien a quien no le importa nada. Los jueces muchas veces se sienten dios. Sus dictámenes son ley. Tiene más poder incluso que los presidentes. Pues bien, uno de estos jueces inicuos termina cediendo por conveniencia y por temor: para que la viuda no le siga “rompiendo” (esa es la expresión del evangelio), no vaya a ser que le arme un escándalo y lo desprestigie.
¿A dónde apunta el Señor? Apunta a que la insistencia en la petición justa vale por sí misma. Y que este valor es “no negociable” lo pesca hasta un juez inicuo. Y le teme. Él, que no teme a nadie más, le teme a esta coherencia hecha petición. Pedir lo justo hace a la dignidad de la viuda. Aunque no sea escuchada por mucho tiempo ella no puede dejar de reclamar, porque si no pierde su esencia.
Las madres del dolor y las personas que reclaman justicia expresan muchas veces esta verdad: “yo antes no era así, decía una mamá. La muerte injusta de mi hijo me cambió. Y ahora soy otra: soy una persona que reclama justicia. No solo para mí sino para todos”.
En estos días, rezar por los mineros chilenos y por los que los están ayudando a salir en este preciso instante, es una cuestión de honor, de participar de corazón en lo bueno que se está haciendo. No podemos no rezar, no podemos no ocupar tiempo deseando el bien y pidiendo a Dios por ellos. No se trata del resultado, que está en muy buenas manos y el “milagro” va parejo, sin contradicciones, con la tecnología humana. Se trata de unir el corazón al corazón de los demás que están deseando el bien. Rezar nos compromete y, en lo que ya va bien, nos permite participar!
Eso está diciendo Jesús: podés rezar significa podés participar! Con tu oración sos parte, pertenecés, todo lo bueno que hace el Padre te incluye y cuenta con vos, con tu corazón, con tu buen deseo, con tu amor.

Así pues: podemos rezar, rezar nos hace bien, hace a nuestra dignidad de seres humanos, rezar nos une, nos comunica, nos hace partícipes.

Aquí es importante la figura del Padre que “nos hará justicia en un abrir y cerrar de ojos”. La expresión vale porque pinta tan bien lo que es la vida. ¿Acaso no se nos pasa la vida en un abrir y cerrar de ojos? La experiencia siempre es así: las cosas parece que tardan y, luego, cuando ocurren, parece que todo fue en un abrir y cerrar de ojos. Pues bien, la oración nos permite capitalizar lo que acontece en un instante. Sin la oración el mundo se vuelve inasible, fugaz… Haber rezado nos permite “ver” de manera distendida, lo que Dios hace en el tiempo. Y este ver con fe –haber pedido creyendo y luego agradecer el don- le da consistencia –Vida plena- a nuestro corazón.
La oración nos revela nuestro propio ser de creaturas. El soberbio no reza. El que reza se ubica como humilde creatura y lo deja a Dios ser Dios. Lo de un abrir y cerrar de ojos es una verdad profunda. La vida pasa en un abrir y cerrar de ojos. Y la oración nos da la oportunidad de ponernos del lado del Dios Padre que lleva adelante su plan de salvación. Rezar nos hace ser hombres.

Por eso Jesús nos quiere enseñar que podemos orar siempre, sin descorazonarnos, sin perder ánimo, sin desmayar ni desfallecer.
Jesús nos insta a pedir lo que creemos justo e insistir, como la viuda.
Y nos asegura que el Padre se apresurará a venir en nuestro auxilio.
Recen! Que el Padre escucha! Él está haciendo maravillas y vos podés ser parte con tu oración, como María.

Diego Fares sj