Señor, el que tu amas está enfermo (Cuaresma 5 A 2020)

Card. Krajewski, limosnero del Papa

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su her­mana Marta. María era la misma que había ungido con perfume al Señor y enjugado sus pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las herma­nas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que amas, está enfermo.» Al oír aquella frase, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Jesús amaba con predilección a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaban. Después les dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea.» Ellos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?»  Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.» Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.» Le dijeron: «Señor, si duerme, se curará.» Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.» Entonces, Tomás, el Mellizo, como le apodaban, les dijo a los otros “Vayamos también nosotros a morir con él.» 

Encuentro con Marta

Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania quedaba de Jerusalén sólo a unos tres kilómetros y muchos judíos habían venido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse Marta de que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Al verlo le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aún ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.» 

Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.» Ella le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.» 

Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida.

El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» 

Le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que viene al mundo.»

Encuentro con María

Entonces, sin decir más, lo dejó y fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde yo lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a su hermana, al ver que ella se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. 

María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»

Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, se estremeció en su espíritu y se conturbó, y preguntó: «¿Dónde lo pusieron?».

Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.»

Y Jesús lloró.

Encuentro con Lázaro

Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!» Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?»

Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: «Quiten la piedra.» Marta le dijo: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.» Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!» El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario.

Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.» 

Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían venido a la  casa creyeron en él. (Juan 11, 1-45).

Contemplación

Dentro del pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro nos encontramos con la historia de estos tres hermanos a los que Jesús amaba: eran sus amigos. Cada uno de ellos tiene su historia, una historia de encuentros con Jesús. Marta era la que lo había invitado a comer a su casa. María la misma que ungió con perfume al Señor y le enjugó los pies con sus cabellos. A Lázaro lo podemos describir con la frase que eligió junto con sus hermanas para mandar a llamar a Jesús: era “el que Jesús amaba y estaba enfermo”. 

Recordemos que, como dijo el Papa Benedicto en Aparecida y siempre le gusta repetirlo al Papa Francisco, nuestra fe no es el fruto de una idea, sino el fruto de un encuentro con la persona de Jesús. 

Estas historias de encuentros entre los tres hermanos y Jesús tienen, cada una, un sabor especial: de barrio, de amistad, de casa… Y nos hará mucho bien “encontrarnos” con ellos. Eso es la contemplación, un modo de tocar y de ver a las personas del evangelio que se encuentran con Jesús, un modo de sentir lo que dicen y de gustar lo que hacen. Nos hará bien en este tiempo en el que también nosotros le podemos mandar decir a Jesús, cada uno y el mundo entero: “el que tú amas está enfermo”. 

Esta frase por sí sola sintetiza lo que es un encuentro con Alguien como Jesús. Es una frase clave, de amigable complicidad, una frase que apela al corazón del otro y se confía enteramente a él, una frase que no necesita explicaciones. No es improvisada, se nota que la pensaron y la eligieron entre los tres, porque la repiten las dos hermanas. Quizás Marta hubiera deseado decir más cosas, como de hecho hizo cuando le salió al encuentro a Jesús que se había quedado en las afueras del pueblo. María, en cambio, dice solo esas seis palabras. Y llora. Imagino que Lázaro habrá sido tajante en esto de mandar a decir solo esa frase. Entre amigos, cuantas menos palabras, mejor.

Este tiempo en el que la pandemia nos mete en casa (a los que la tenemos), es tiempo de encuentros, con nosotros mismos, con el Señor, con la familia, con los que nos toca compartir la cuarentena, de cerca y de lejos. Tiempo de encuentros. 

Miremos cómo el Señor se detiene a hablar con cada persona, con sus discípulos, con Marta, con María, con el Padre, con Lázaro. No va directamente a lo práctico, no resucita a Lázaro de lejos…, más aún, retarda el milagro y se ocupa de la fe de cada uno. El Señor abre espacios de encuentro, los crea, les dedica tiempo y con cada uno se encuentra a su manera (la suya y la del otro). En esto Jesús es tan pero tan único y especial. Ojalá supiéramos y experimentáramos que hay un encuentro que es entre él y cada uno de nosotros solos. Un encuentro sin precedentes ni repetición. Un encuentro que abrirá y contendrá muchos otros, todos únicos. 

Los encuentros con los tres hermanos, siendo únicos, tienen algunos elementos que sirven de modelo a todos, o mejor, Juan contemplando estos encuentros ha sacado algunas cosas que nos sirven “para que creamos”, como dice al final de su Evangelio. Conscientes de que los encuentros de Jesús con la gente, si se contaran, no alcanzarían las bibliotecas del mundo (ni siquiera las digitales) para contener todos los libros.

Yo saco tres cosas.

Del encuentro de Marta con Jesús saco lo de invitarlo a venir a casa. A Jesús le gustaba ir a casa de Marta. Se sentía a gusto. Tenía su piecita, donde podía rezar tranquilo. Marta le cocinaría alguno de sus platos preferidos. Tener un lugar en casa para Jesús es una clave para que haya encuentro. Es bueno que sea un lugar solo para él. Yo por ejemplo, como mi pieza tiene dos ventanas, armé un rincón junto a una solo con mis cosas para rezar. Los encuentros necesitan tener su lugar. Y que haya algo que lo haga especial, aunque sea por un rato.

Del encuentro de María con el Señor saco lo de encontrar el modo de darle un trato especial. María tiene sus perfumes, sus lágrimas, sus cabellos y su modo de sentarse a escuchar como si no existiera nadie más en el mundo. A Marta esto la irritaba bastante. Pero al Señor le gustaba. En todo caso, lo que hizo notar es que era una elección de María y que “no le sería quitada”. Hay gestos que son enteramente personales y no se pueden replicar. Encontrarlos es una aventura sin guías, sin límites a la imaginación, que no necesita que nadie la justifique desde afuera. Pensemos que Jesús defendió los gestos de María poniendo en su lugar tanto a Marta como a Judas. Los defendió del ataque artero de Judas, que la atacó con argumentos de una pretendida “teología de los pobres” usada para desprestigiar un gesto de amor de adoración puramente gratuito. Y la defendió también de la crítica de su hermana, ese tipo de críticas familiares que parecen poca cosa pero a veces matan una personalidad, anulan una vocación, cortan las alas antes de que nazcan. El encuentro con el Señor requiere “gestos de amor especiales”.

Del encuentro de Jesús con Lázaro saco lo de que llegar tarde no importa, porque la amistad es la cercanía definitiva e íntegra que se da “de una vez”. Sólo a los muy amigos se los puede hacer esperar como Jesús hizo esperar a Lázaro. Pensemos: todos los días de la enfermedad, desde que lo mandó a llamar hasta que Jesús se enteró y después dos días más sin que el Señor se moviera para llegar cuatro días después que se había muerto. Lázaro se dejó resucitar lo mismo, como si no hubiera estado ya oliendo a podrido. El encuentro con el Señor requiere estar dispuesto a esperarlo todo lo que el quiera, hasta cuatro días después que nos muramos o se nos mueran los que amamos, de coronavirus o de lo que sea.

Que estos tres amigos queridos del Señor nos despierten la sed de encuentro con él que habita en lo más hondo de nuestra esperanza para que nada ni nadie nos robe esta cita con Él -cara a cara-, la final y las que se dan, milagrosamente, en medio de la vida cotidiana, gracias a esa virtud que tiene Jesús Resucitado de “aparecerse”, de volverse encontradizo y cercano cuando Él quiere.

Diego Fares sj

  Pd. La foto del limosnero del Papa la elegí porque me cayó simpática como expresión de un cura todo terreno que hace llegar la cercanía de Francisco a los que nadie llega.

Comenzar el año como quien carga el sueño de un hijo sobre las espaldas

Repaso del año con las bienaventuranzas (Santa María Madre de Dios C 2018-2019)

            En aquel tiempo, los pastores fueron de prisa y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que el ángel les había dicho de este niño. Y cuantos escuchaban lo que decían los pastores, se quedaban maravillados. Pero María atesoraba todas estas cosas reflexionando y sacando provecho en su corazón.

            Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios, porque todo cuanto habían visto y oído era tal como les habían dicho. A los ocho días, cuando lo circuncidaron, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción (Lc 2, 15-19).

Contemplación 

            María no solo se maravilla con las cosas que cuentan los pastores acerca del Niño, sino que las «atesora». Guarda como un tesoro en el corazón todo lo que dicen estos hombres sencillos que anuncian la buena noticia que les revelaron los ángeles, este primer evangelio predicado por los pobres de Belén. 

            María atesoraba estas cosas «meditándolas». Pero con una forma de meditar que es especial. La frase que mejor expresa lo que quiere decir «synballousa» es quizás la que usa San Ignacio en los Ejercicios: reflexionar para sacar provecho. Se trata de guardar las cosas ponderándolas, confiriéndolas unas con otras, hasta que uno concreta algo y saca provecho para su vida. Nuestra Señora es Maestra en esta contemplación para la acción. Para nosotros, los Ejercicios espirituales son un modo muy cercano a este modo de rezar que practica la Virgen por connaturalidad: Se trata de atesorar (en la memoria), de meditar (con la inteligencia) y de aprovechar para sentir y gustar afectivamente (con la voluntad).

            Una palabra más sobre «atesorar» o «conservar cuidadosamente». Lucas usa el verbo «sintereo«, que implica «guardar las cosas poniéndoles un rótulo que dice «tesoro», «cosas muy buenas para amar», «maravillas de Dios». Lo que filosóficamente llamamos «sindéresis» es un juicio básico y originario que configura nuestra razón práctica. Es habitual y no meramente puntual porque nuestra mente «se enciende o activa» en este programa que ilumina todo lo que se nos presenta para decidir diciendo: «hay que amar el bien y rechazar el mal». Siempre está encendida la llamita de esta «sindéresis», siempre esa voz -que llamamos conciencia- nos está diciendo:  sea lo que sea que hagas y elijas tenés que elegir el bien y rechazar el mal. Gracias a esta certeza nos podemos corregir cuando nos damos cuenta de que hemos elegido algo menos bueno o malo, podemos juzgar por nosotros mismos, rectificar el rumbo y orientarnos nuevamente al bien, que es el sentido de nuestro obrar. 

            Todo esto que decimos apunta a sintonizar con el modo de pensar y sentir de María, que en su simplicidad, es la Sabiduría misma. Sabiduría práctica que discierne siempre lo que le agrada al Padre y lo que está tratando de hacer Jesús. De aquí brota su consejo práctico: «hagan todo lo que Él te diga». Esto, si lo que deseas es beber el Vino bueno del Espíritu y que tu vida tenga otro sabor, otra pasión y otra alegría, más plenas  que las del mundo, que son pasajeras y se acaban («No tienen vino»). 

            Teniendo en cuenta la riqueza que estas palabras adquieren en María, repasamos el 2018 poniendo la atención en el 2019, es decir: mirando para adelante. 

            Atesoraremos algunas cosas, sí!, pero no para guardarlas en el archivo de fotos (las lindas para mirar de vez en cuando y las feas y tristes para borrar), sino para discernir con más claridad y determinación qué ánimo nos dan estas perlas preciosas para vivir más fecundamente el año que se nos ofrece. 

            Una imagen es mirarnos a nosotros mismos cada vez que nos toca armar la mochila para salir de viaje. Al meter o dejar de lado cosas, uno hace memoria, discierne los pesos inútiles que cargó la vez anterior y busca poner esta vez lo esencial, solo lo que más le ayudará a caminar ligero y bien provisto, el viaje que emprende. Como ese papá que carga el sueño de su hijito como peso principal.

………

            Rezando esta mañana pedía como cada día, «esa limosna de oración» al Espíritu que me permite arrancar la mañana (y el año) con algo Suyo y no mío, algo pequeño pero nuevo.

            Suelen caer en mi jarro gracias muy pequeñitas, que apenas tintinean, y que estoy aprendiendo a no dejar pasar por quedarme esperando billetes grandes que no siempre llegan. 

            Hoy sentí que caían las moneditas de las bienaventuranzas. Y se me ocurrió hacer el repaso del año desde esa perspectiva: un examen y un plan en clave de bienaventuranzas. 

            Esto para  mí quiere decir que no tomo las afirmaciones de Jesús desde el «deber ser» (algo así como «si querés ser feliz, tenés que ser pobre, llorar, ser manso… etc.), sino como algo que puedo constatar de manera muy real y práctica: la felicidad que el Señor desgrana en sus bienaventuranzas son «lo que quedó», cuando tamizo la arena del año que pasó y que malgasté en gran parte. Las bienaventuranzas me quedan en el cernidor  como algunas pepitas de oro y se nota enseguida que son puro don. 

            Tomo solo dos: Felices los pobre y felices los que lloran.

            Los índices nos dicen -con la crudeza de los números- que terminamos el año más pobres. El salario real -las cosas que podemos comprar para vivir con el dinero que conseguimos- cayó más del 10%. Hay más de 7 millones y medio de personas que caminan al lado nuestro que no tienen recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Es decir que no comen bien, no se pueden vestir dignamente, no tienen remedios si se enferman, no pueden mandar a sus chicos a la escuela con todos los útiles que necesitan para aprender… 

            La constatación de la pobreza material, en un mundo que tiene todos los recursos naturales y sociales para erradicarla, nos lleva a una conclusión: ha aumentado la miserabilidad política: la inequidad de pensar cada uno solo en lo suyo y no en el bien común, el no ser creativos en la solidaridad. Esta miseria política es la causa de la miseria material. No es un problema natural! Ni heredado como una fatalidad. Ni culpa de la situación mundial. Si en una familia o en un pueblo los padres de uno de cada tres niños no tienen para cubrir sus necesidades básicas, es un problema político, en el que entramos primero como padres de los otros dos chicos y, luego, cada uno con su profesión y posibilidades. Quiero decir que a esta pobreza hay que entrarle primero con el corazón, donde se encarna el sentido político del pobre.

            Aprender políticamente, crecer como ciudadanos que construyen un pueblo y dejar de ser meros individuos que van de la queja a la avivada, lleva tiempo. Mucho tiempo y muchos aprendizajes (digo aprendizaje y no fracasos porque «en la vida no se fracasa: o se gana o se aprende«, como dice Vecchione, un cantautor italiano). Sin embargo, la bienaventuranza de Jesús que dice: «Felices ustedes pobres, porque de ustedes es el Reino de los Cielos», nos puede abrir una perspectiva más honda, más inmediata y posible de practicar. 

            Es la visión de la vida que surge cuando uno termina de aceptar que «es» pobre. Que sea cual fuere el punto del índice comparativo en el que me encuentro socialmente en este momento, soy radicalmente pobre. En cosas, en cualidades, en tiempo, en méritos y hasta en mis pecados: soy pobre. 

            Pero no en sentido despreciativo de ser «un pobre tipo». No!

            La clave de la pobreza feliz del Reino está en la paternidad. Solo un padre, solo una madre, son verdaderamente pobres. Porque uno si no tiene hijos a quienes cuidar y alimentar y hacer crecer como personas, no experimenta lo que es la pobreza. Experimentará solo carencias o necesidades individuales. 

            La pobreza verdadera es no tener nada para dar a los que uno ama y que dependen de uno. Cuando experimento esta pobreza, de tener muy poco o nada para dar a mis hijos, a mi comunidad, a mi pueblo, entonces la bienaventuranza de Jesús se abre como una revelación y una promesa. Porque el Reino que nos ofrece Jesús es siempre un tesoro que puedo dar. Yo, aquí y ahora. Lo puedo dar, no importa cuán pobre sea! Y cuando experimento que no tengo otras cosas para dar, este tesoro, esta perla de Jesús, comienza a irradiar con todo su esplendor. 

Es un tesoro que no se devalúa ni se corrompe. 

Se nos regala gratuitamente y lo podemos regalar. 

La alegría que nos produce, nadie nos la puede quitar. 

No nos lo pueden robar. 

Todo lo que hacemos con sus monedas -la de la misericordia y la de la caridad- se capitaliza, da fruto para otros, produce el 30, el 60 y el 100 por uno. 

Y los que amamos lo pueden heredar.

No son «monedas para acumular» (apropiables, que yo utilizo como y cuando quiero), son monedas que se capitalizan como «monedas para dar». 

No son monedas que se puedan atesorar en lugar alguno -material o espiritual- de esta tierra. Por eso se llaman «tesoro del cielo». 

No son parte de un sueldo mensual, son limosna diaria para vivir y para dar hoy. 

No dan renta, producen frutos.

Las distribuye -con exclusividad- el Espíritu. 

Yo puedo administrar estos talentos y negociarlos para que se multipliquen, pero nunca soy dueño. De nada. Aunque, paradójicamente, se me de todo y posea la administración total del capital ilimitado de misericordia y caridad que se me confía. 

Feliz entonces si la vida me ha llevado al punto de ser consciente que no tengo nada mío para dar a los que amo. Feliz porque recién entonces puedo valorar lo real del tesoro que Jesús me ofrece para dar. 

Examino, pues, el año, desde la perspectiva de lo que he «perdido» (aprendido), desde aquello en lo que me he empobrecido y lo agradezco, ya que esta moneda de mi pobreza es la que me permite adquirir derecho al Reino, derecho a poseer todas las gracias que Jesús nos comparte y nos regala para distribuir a los demás. 

….

Felices los que tienen la moneda del llanto, porque recibirán la de la consolación

            Me propongo encontrarme con el Señor allí donde tengo la fuente de mi llanto. Es un lugar especial. Como hacen los niños que se han golpeado, que primero pispean si los ha visto su madre y recién allí sueltan el llanto, así también yo muchas veces no me atrevo a llorar por no sentirme bajo el abrazo de Dios. 

Llorar es signo de pobreza y de amor. 

Pido perdón por haber llorado poco, pido la gracia de acercarme más a Dios, para poder llorar bien, como lloran los padres.

Con estas dos monedas, de la pobreza y el llanto, adquieren mansedumbre paterna las demás bienaventuranzas, especialmente las del hambre y la sed de justicia y la de la  persecución. De la pobreza y el llanto de padres se origina la gracia de no perder nunca la paz. Esta gracia que el Espíritu le ha dado a Francisco y de la que participamos los que lo queremos y seguimos como Papa.

En este espíritu de bienventuranzas y en esta clave de paternidad-maternidad, cada uno puede atesorar y reflexionar para sacar provecho la bienaventuranza que el Espíritu le de a elegir y desde allí examinar el año que pasó, dando gracias por las gracias, pidiendo perdón y proponiéndose un plan de vida dichoso para el año que viene.

Diego Fares sj

Caminar y cantar -como María- las maravillas de Dios con los humildes (4 C Adviento 2018)

            Hay un himno muy lindo de la liturgia siro-antioquena, que se canta en esta fiesta de la visitación y que inspira el mosaico de Rupnik: 

«María, nube llena de vida, se levantó y fue a apagar la sed de la tierra sedienta [Isabel] y a hacerla fructificar. (…) La joven susurró al oído de la anciana, su palabra se deslizó por él y despertó al predicador de la Verdad. Un salto se apoderó de él, preso de alegría, como David, el hijo de Jesé, que danzó ante el arca.En el sexto mes, cuando las almas de los niños callan todavía, Juan danzó con gran júbilo en el seno de su madre». 

María se levantó y fue con premura a la montaña, a un pueblo de Judá,entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Apenas esta oyó el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantó la voz con gran clamor y dijo:

– ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí (esta gracia): que la madre de mi Señor me venga a visitar? Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos, exultó de alegría el niño en mi seno. Dichosa tú que has creído que se te cumplirían plenamente las cosas que le fueron dichas de parte del Señor (Lc 1, 39-45).

Contemplación

            En breves palabras, Lucas nos narra el encuentro de Isabel con María en clave de escucha. María e Isabel son las mujeres de la escucha. 

En el mosaico de Rupnik, que está en el monasterio de las ursulinas de Verona, contemplamos cómo en el encuentro entre las dos mujeres, María aprieta contra su pecho la Palabra de Dios, que es «lámpara para sus pasos, luz en su sendero» -palabra por la que ha caminado-, e Isabel, en señal de acogida, abre el manto. Ambas tienen la otra mano sobre sus panzas, sintiendo cómo sus niños se reconocen: Juan salta de alegría ante Jesús y su madre lo expresa. El sonido de tu voz…, dice Isabel. Ella nos hace comprender que se trata de una doble escucha: la del saludo de María desde la puerta y la de su hijo que salta de alegría en su interior. Isabel conecta todo e interpreta el sentido de lo que sucede: Dichoso mi niño que salta de alegría, dichosa yo que soy así visitada, dichosa Tú, María, porque se te cumplirán las palabras que te fueron dichas de parte del Señor. Dichosos todos, dichosos nosotros, dichosa Tú…

Makaria! Esta es la Palabra que «escucha» Isabel de varias maneras. Makaria significa bienaventurada, dichosa, bendita. Es una palabra que expresa cómo se «engrandece» («mak«) la persona sobre la cual se extienden los beneficios de Dios. Indica una experiencia de predilección que es extensiva e inclusiva, propia de la Palabra cuando se derrama sobre una persona, sobre su vida, haciendo que -al caminar en Ella practicándola- se transforme en fuente de gracias para todos los demás a los que visita. Lo que vivimos en un santuario mariano, ese ámbito de paz que sentimos allí, que nos atrae y nos hace sentir ganas de ir a visitar a la Virgen, de ponernos en camino y peregrinar, es lo que vivió Isabel como primicia con la visita de su joven pariente. 

Esta experiencia se convertirá en María en algo habitual, una vez que dice Sí a la propuesta de Dios y la Palabra se hace carne en su seno. Irradiará esta gracia en las bodas de Caná, mantendrá sólidamente unidos a sí a Juan y a las otras María -aguantando- al pie de la cruz, y en el cenáculo, todos recibirán la visita del Espíritu en compañía de María.

Donde vaya, donde esté, María llevará consigo a Jesús y las creaturas lo percibirán, lo sentirán y se le acercarán. María crea cercanía, como dice el Papa. 

Ella fue consciente de esto desde el comienzo: Me llamarán «makaria», bienventurada, profetizó en el Magnificat. Y esta gracia interior es la que la impulsa a levantarse con prontitud y salir a visitar a Isabel. 

Esto es lo que la hace «caminar y cantar», como predicó tan lindo el Papa Francisco en la misa de Guadalupe. Hacía ver el Papa cómo María es nuestra Maestra en esta tarea tan linda de hospedar a Jesús y de ir con él a visitar a los que él quiere visitar. Ella «entra en las casas, en las celdas de las cárceles, en las salas de hospital, en los asilos de ancianos, en las escuelas o en las clínicas de rehabilitación. En todas partes transmite el mismo mensaje: “¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?”. 

¡Ella más que nadie sabe de cercanías! Es mujer que camina con delicadeza y ternura de Madre, se hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en medio de las tormentas”. 

“En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos que estar: al pie y de pie ante tantas vidas que han perdido o le han robado la esperanza. En la escuela de María aprendemos a caminar nuestro barrio y la ciudad no con zapatillas de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos» sino llevando a todos el canto de las maravillas que Dios hace con los humildes.

La oración es ponerse a la Escucha de La que nos trae la Palabra encarnada, para que nos consuele con su alegría el corazón y al sentirnos predilectos por sus Visitas, también nosotros nos pongamos en pie con premura, para salir a servir y a anunciar el evangelio a los demás. 

Diego Fares sj

Las partes vulnerables del hombre, por las que entra el mal espíritu con su “lógica de la serpiente”, son tres : el bolsillo, el espejo y el pedestal (4 B 2018)

(Jesús y los primeros discípulos) Entraron en Cafarnaúm y el sábado enseñaba en la sinagoga. La gente estaba asombrada de su doctrina, porque Jesús les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas-letrados.

Había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu inmundo que -de pronto- se puso a gritar diciendo: «¿Qué hay entre nosotros y Tú, Jesús Nazareno? ¿Viniste a perdernos? Te conozco, sé quién eres: el Santo de Dios.»

Jesús lo conminó, diciendo:

«Cállate y sal de él.»

Sacudiéndolo violentamente y gritando con un gran alarido, el espíritu inmundo salió del hombre.

Quedaron todos pasmados. De tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva… y con qué autoridad…! Impera a los espíritus impuros y lo escuchan y obedecen»

Y se extendió rápidamente su renombre por todas partes, en toda la región de Galilea (Mc 1, 21-28).

Contemplación

Cállate! Es la tercera palabra de Jesús en el evangelio de Marcos.

La primera fue: Crean! Fue una palabra de Jesús para todo el pueblo fiel de Dios, para toda la gente de buena voluntad: Conviértanse y crean!

La segunda fue: Síganme. Se la dijo a los discípulos, a sus primeros amigos, a los que querían estar con Él, quedarse en su compañía: Síganme y yo haré que se conviertan en pescadores de hombres.

La tercera, se la dice al mal espíritu: Cállate! Cállate y sal de ese pobre hombre.

Los imperativos de Jesús…

Me viene al corazón aquí el “Tomen y coman! Hagan esto en memoria mía”. Ese el imperativo más cariñoso de nuestro Señor, que nos alimenta cada día con la Eucaristía.

El origen de todo está en un único imperativo del Padre: Escúchenlo! Es mi Hijo amado, escuchen a mi Hijo predilecto. Él les enseñará todo lo que hay que saber.

Este mandamiento del Padre se concreta maternalmente con el de María: Hagan todo lo que Él les diga.

En el abrazo de estas dos recomendaciones se inscriben todos los imperativos de Jesús. Hace bien sentir que cuando el Señor nos dice “Hagan la Eucaristía en memoria mía”, podemos sentir que el Padre corrobora y asiente, diciendo “Escúchenlo”, y que la Virgen nuestra Madre lo ratifica con tono materno, como una madre que dice ese simple “comé”, de tal manera que uno come con gusto.

Además de los imperativos positivos -podemos agregar “perdonen”, “no juzguen”, “den”…-, están las sugerencias del Señor. Toman la forma de las bienaventuranzas: dichoso el que cree sin ver, dichosos los que trabajan por la paz, dichosos los perseguidos por practicar la justicia… Es una manera exhortativa de decir “hagan esto”. No impulsando, como cuando se manda, sino atrayendo, como cuando uno muestra lo lindo de una acción y da el ejemplo.

Cállate! Es un mandato sin apelaciones. Cállate y sal de ese hombre es una orden en dos pasos. Primero manda al demonio que no hable, y luego, que salga del hombre. Indica que el coludo, diría Brochero, entró por etapas: primero se nos metió y una vez adentro -quizás no enseguida- se puso a hablar. El Señor le hace contra siguiendo el camino inverso: primero lo acalla y luego lo expulsa.

Aquí puede ayudar algo que dice San Pedro Fabro: “Yo por lo que a mí toca, ya que soy tan inclinado al mal y estoy cercado de tantas cosas que me pueden manchar de parte de la carne, del mundo y de todos los malos espíritus, me gozo de que mi naturaleza no sea tan simple. Porque si simple fuera, demasiado deprisa sucedería ser mi ánima toda penetrada de algún mal espíritu, y consiguientemente quedar toda infecta. Mas ahora, aunque penetre algún mal espíritu, por ejemplo, en mi carne, o en mi entendimiento, o en el apetito y lo demás, no por eso inmediatamente soy todo malo; porque podría no querer tales males y con mi voluntad resistiendo contradecirlos”.

Es decir, a cada uno le entra el mal espíritu por algún lado, el que tiene más débil, y después que se asienta, comienza a opinar mentalmente y, lo que es peor, por chat.

Las partes más vulnerables del hombre, por las que entra el mal espíritu con su “lógica de la serpiente”, son tres : el bolsillo, el espejo y el pedestal, o como dicen los doctos: la codicia de riquezas y placeres, la vanidad y la soberbia.

El asunto es que la pedagogía del Señor comienza por hacerlo callar: que no twittee y que no hable solo, primero, y luego lo echa. Aquí es donde viene lo de Fabro, porque el mal espíritu, cuando lo echan de un lado suele suceder que se va a otro, como pasó con esos que eran una legión y cuando el Señor los echó del geraseno se metieron en los chanchos suicidas, y parece que de alguna manera -más educada- volvieron, porque toda la gente se puso de acuerdo en pedirle cortésmente a Jesús que se fuera de su territorio, lo que equivale a decir que lo mandaron callar y que no predicase allí. En nosotros, por ahí se nos va del bolsillo al pedestal y, si bien tratamos de ser más generosos con los pobres por ahí nos ponemos soberbios y agresivos al atacar a los demás. Y cuando lo dominamos en estos dos sectores resulta que se nos mete en el espejo y comenzamos a creernos mejores que los otros. Menos mal, dice Fabro, que somos seres complejos. Eso nos salva de quedar a merced del acusador en todos los sectores y, aunque en alguno nos converse y nos seduzca, en otros lo podemos tener atado.

Si bien en esta vida no podemos evitar que el Mentiroso esparza sus chismes venenosos, dentro y fuera de nuestra alma, sí podemos cambiar nuestra frecuencia de radio cada vez que empieza a hablar y ponernos en la frecuencia del Espíritu. Si no podemos expulsarlo totalmente de nuestra ira y se nos sube la mostaza al escuchar algo que enciende nuestra indignación, sí podemos dejar que el Espíritu haga presión hacia abajo y no deje que la ira se nos suba a la cabeza, inundando la paz de nuestra mente e impidiéndonos pensar con claridad.

De la misma manera, si un pensamiento que vemos “totalmente justo” se apoderó de nuestra mente y no podemos sacarnos de la cabeza que la injusticia que nos hicieron, podemos dejar que el Espíritu no permita que la ira baje a la boca y a las manos: podemos dejar que Jesús diga “callate” y que detenga las ganas de golpear y lastimar. Así damos tiempo a que los pensamientos se aclaren y se amplíen los argumentos, cosa que ayuda a no obrar mal.

El Espíritu siempre nos inspira “lo que tenemos que decir”. Y así como inspira a una madre que en un momento le pega un grito a su hijo con enojo para que perciba claramente que algo está muy mal, luego la inspira para que, si ve que el pequeño se sintió herido, lo consuele y le explique serenamente las cosas, mientras lo abraza y lo contiene. En los dos modos de actuar ayuda y asiste el Espíritu para bien de los suyos.

Una gracia concreta para hacer callar al mal espíritu es tener a mano esta petición: Señor, te pido por esta persona. Dale la gracia que más necesita en este momento.

Esta petición me la enseño un amigo. Él no se dio cuenta de que me la enseñaba porque simplemente estaba compartiendo cómo es que reza por el Papa: “Yo digo: dale Señor la gracia que necesita en este momento. Vaya a saber qué estará haciendo este hombre, qué tendrá que resolver en este instante! Yo rezo así y eso me alegra y me trae paz”.

Me quedó en el corazón esta petición, tan sencilla y tan real. Sentí que había en ella una gracia muy honda, de esas que el Espíritu revela a los sencillos de corazón. La puse en práctica y me resolvió algo que no tenía discernido. Cuando me venían deseos de rezar por alguien decía: “Señor, te pido por fulano”. A veces se detenía ahí la petición. Otras veces agregaba algo concreto: Curalo, si estaba enfermo; ayudalo a ver, si estaba confundido; consolalo, si estaba desanimado… Pero era como que el deseo quedaba medio indefinido, que es lo peor que le podemos hacer a un deseo, ya que el bien es concreto o no es. Al decir “dale la gracia que más necesita en este momento”, comencé a sentir que el deseo se concretaba de una manera misteriosa. Por un lado, me hacía sentir lo que esa persona estaba sintiendo en ese momento. En algunos casos, de gente muy amiga y de situaciones concretas, puedo sintonizar perfectamente con lo que están sintiendo. En otros casos, no tengo idea de lo que sienten, pero me alegra sentir que el Espíritu sí sabe y que me permite sumarme a su acción, ponerme a su lado con mi oración mientras le da a esa persona la gracia que necesita.

Esta oración tan simple me hace poner los pies en la realidad del momento, me lleva a sentir que puedo rezar por el otro de manera muy eficaz y también que lo mío es muy pequeño. Esa misma insignificancia despierta las ganas de rezar a cada rato “por la gracia que está necesitando cada persona en el momento en que rezo”. Puedo rezar por los desconocidos: por la gracia que necesita el que ahora está muriendo, solo o en alguna casa de la bondad; puedo rezar por el niño que está naciendo y saber que todo lo que necesita se lo está dando el Espíritu por los brazos de su mamá que lo acoge; puedo rezar por el que está decidiendo ahora su vocación, como me decía una abuela a la que apenas había conocido como vecina cuando era niño y que, ya ordenado, me contó que ella, no sabía por qué, siempre había rezado por mí.

Cuando uno se embarca en esta conversación con el Señor, el Espíritu gana en amplitud de onda y en interés, y la posibilidad de participar en un “chat” tan inmediato con Él, hace que pierda interés lanzar opiniones al aire y masticar pensamientos inútiles. Lo cual es como decirle al mal espíritu sin palabras, simplemente cambiando de tema: Cállate!

Diego Fares sj

La Alegría del amor o todas las familias son sagradas (B 2017)

José y María subieron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, un hombre que vivía esperando la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. Conducido por el Espíritu Santo, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste para todos los pueblos: Este es la luz que viene para iluminar a las naciones paganas y la gloria de tu pueblo Israel.»  Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño hará que se revelen los pensamientos de fondo de muchos corazones. A ti una espada te traspasará el alma.»  Había también allí una profetisa llamada Ana, que era viuda y tenía ochenta y cuatro años. Vivía en el Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Llegando a aquella misma hora se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él (Lc 2, 22-40).

Contemplación

Suele pasar, cuando nace un niño en la familia, que la alegría de las abuelas es más expansiva que la de los papás. Los jóvenes padres vienen de pasar las angustias y los dolores del parto. Su alegría es honda, pero el agotamiento los hace hablar menos. Eso sí, gozan mirando cómo los abuelos toman en brazos al recién nacido y lo llenan de sonrisas y palabras de cariño y lo muestran y hablan hasta por los codos.

Algo así es lo que Lucas quiere decir cuando cuenta que: “Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él”. Los ancianos Simeón y Ana tomaban al Niño en brazos, lo alzaban en alto alabando a Dios, se lo mostraban a todos y llenos de alegría, profetizaban lo que sería de él. Felices, daban testimonio de que su vida ahora estaba plena y que se habían cumplido todas sus esperanzas. Ellos gozaban ya de las cosas que Jesús haría en el futuro. La esperanza les había ensanchado de tal manera el corazón que les permitía abrazar en la fe a todos los pueblos y ver claramente cómo ese Niño iluminaría a todos los hombres y provocaría un discernimiento en cada corazón: sería necesario optar. O por él o en su contra. Nadie podría permanecer neutral o indiferente ante el testimonio que Jesús daría.

De toda la efusividad que respira el texto de Lucas, me detengo a contemplar la alegría que desata el Niño Jesús.

El la genera y la concentra.

Es una alegría que tiene necesidad de abuelos que la expliciten y se la cuenten a todos. Incluso a sus mismos padres que, admirados, absorben cada palabra  y van aprendiendo a conocer al Jesús que les cuentan los demás.

Esta dinámica, de aprender a alegrarse viendo lo propio con los ojos ajenos, comenzó para José y María la Nochebuena, con la llegada de los pastores, que contaban llenos de entusiasmo las cosas que el ángel les había anunciado y miraban y remiraban al Niño acostado en el pesebre: ese era el signo, esa era la señal. Siguió con la llegada de los reyes magos…, y ahora con los ancianos Ana y Simeón.

Para María había comenzado antes, con el saludo de su prima Isabel, en la que Juan Bautista había saltado de alegría en su seno. Toda su vida sería así: un alegrarse con lo que la gente sencilla le contaba que había hecho su Hijo. A los que hablaban mal, no les prestaría oídos, no dejaría que la adrenalina del mal, que sube del hígado y conmueve el corazón, se le subiera a la cabeza, le afectara su inmaculada fe. No faltarían, por supuesto, los momentos oscuros y amargos. Como le profetizó Simeón, una espada le abriría el alma y le partiría en dos el corazón. Pero eso formaba parte también de la alegría, ya que la alegría que generaba y genera su Hijo no es una media alegría, no es solo la cara soleada de la vida, siempre amenazada por la cara sombría de la oscuridad. La alegría que trae su Hijo al mundo es esa que nada ni nadie nos podrá quitar. Es una alegría entera: por todo lo que pasa: por las buenas y las malas, por la salud y la enfermedad, por la vida, larga o breve.

La de Jesús no es una alegría por algo bueno. No es por algo sino por Él. Alegría por Alguien que vino para quedarse, que vino a acompañar, todos los días, hasta el fin del mundo, a nuestra humanidad. Alegrarse de tanto gozo y gloria de Jesús Resucitado, dice Ignacio en los Ejercicios. Y es un alegrarse por el Resucitado que recién nace, por el Resucitado niño presentado en el Templo y por el Resucitado preadolescente que allí se perdió; por el Resucitado hombre que llama a seguirlo, por el Resucitado que nos atrae, alzado en alto en una Cruz y por el Resucitado que nos sale al encuentro diciendo que son felices -como Simeón y Ana- si creemos sin ver.

De la alegría de la Sagrada Familia, esa alegría íntima de José y María con el Niño en brazos, que mientras suben al Templo, se va irradiando como un solcito que ilumina y hace arder a los corazones de gente como Simeón y Ana y, a través de ellos se extiende a todos los demás, pasamos a meditar acerca de la alegría en nuestra familia, en medio del mundo actual.

Es la “Amoris laetitia”, de la que habla el Papa Francisco: la alegría del amor en la familia que es júbilo para toda la Iglesia.

Antes de seguir, ponemos una tarea: releer Amoris Laetitia puede ser una linda “tarea para las vacaciones”.

Para ayudar a releerla la situamos en el marco amplio de los últimos 50 años, en los que la preocupación pastoral de la Iglesia por llegar a las familias, ha sido una constante.

El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes al tratar “los problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano” comienza hablando de la familia.

La perspectiva era realzar “La dignidad del matrimonio y la familia”, frente a un mundo que había comenzado a cuestionar su valor absoluto, proponiendo otras formas de relación.

En el 68 Pablo VI saca la Encíclica sobre “Humanae vitae”. Allí el Papa miraba a la familia desde la perspectiva de “El gravísimo deber de transmitir la vida humana”.

Se enfrentaba el problema del control de la natalidad, instrumentalizado por los estados. La posibilidad de “controlar” la fecundidad fue objeto de discusión biológica, médica, política… y por supuesto, religiosa.

De alguna manera el ámbito íntimo de la familia -la conciencia del esposo y de la esposa, su diálogo personal -diálogo que tiene sus tiempos, que se hace día a día, en medio de la vida y del trabajo, del cuidado de los hijos y de la marcha de la casa, y que se retoma en tiempos fuertes-, su maduración única y distinta en cada caso…, todo ese mundo familiar, se vio sometido a ideas y productos nuevos que les llegaron y les siguen llegando bajo la forma de una avalancha de cuestiones discutidas.

Discuten sobre la familia los biólogos, los médicos, los políticos, los sociólogos, los curas… Y todo a través de los medios  de comunicación y de los movimientos sociales.

En el ojo del huracán, las familias tienen que decidir a mil por hora si se juntan, se casan, se divorcian o se juntan de nuevo; si tienen un hijo o dos o más, si engendran con fecundación asistida, congelan óvulos, adoptan un vientre o abortan un hijo con malformaciones genéticas; si usan tal o cual píldora, preservativo o método llamado natural… y todo esto sin hablar de que ya desde adolescentes se les plantea qué género quieren elegir y si serán hetero, homo, o transexuales.

En medio de esta agitación en la que cada familia viene viviendo, el Papa Francisco, realizó “uno de los hechos más significativos de su pontificado” – al decir de muchos analistas-: convocó a una Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos para tratar “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización” (5-19 octubre de 2014).

Una convocación de este carácter (un pequeño Concilio, podemos decir), que tiene solo dos antecedentes, se hace cuando un asunto hace al bien de la Iglesia universal y requiere “una resolución rápida”.

Luego vino un segundo Sínodo sobre la familia. Fue ordinario y con los aportes  del extraordinario, trató el tema de la familia desde la perspectiva de su misterio y vocación.

Al finalizar, el Papa escribió su Exhortación apostólica “Amoris Laetitia”.

El tema de la “alegría del amor” lo había mencionado San Juan Pablo II en Familiaris consortio (1980) al hablar de la “irradiación de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza” mediante las cuales las familias son testigos del amor de Cristo, de las virtudes del reino que están presentes y son reales en esta vida y de la vida bienaventurada (FC 52).

Qué nos quiere decir el Espíritu con todo esto? Yo lo expreso así: con Amoris Laetitia estamos en presencia de un regalo del Espíritu a las familias.

Es un regalo bien envueltito que cada familia debe ver cómo lo desenvuelve y se lo goza.

Es un regalo que comenzó a prepararse hace 50 años y que se vio envuelto -empaquetado- en todo tipo de peleas, discusiones, recomendaciones severas, teorizaciones abstractas de todo tipo…

Un regalo que el Papa Francisco tuvo el coraje de poner sobre la mesa en medio de dos sínodos de Obispos y, luego de escucharlos atentamente y ver cómo revivían en los diálogos todas las discusiones de estos 50 años, tuvo el coraje redoblado de desempaquetar todo, sacando lo que no era esencial y devolvernos el regalo de lo que el Espíritu viene queriendo decir a las familias desde hace 50 años.

Y qué es lo que nos quiere decir el Espíritu?

Ante todo y simplemente: “una buena noticia”.

Que “La alegría del amor que se vive en cada familia es también el júbilo de la Iglesia”. Que a pesar de todas las crisis, “el deseo de familia sigue vivo, en especial entre los jóvenes, y que esto motiva a la Iglesia” (AL 1).

Contra todas las pálidas -bajo forma de que no vale la pena la familia o de que es algo tan puro que es imposible de alcanzar y por tanto se vive siempre bajo la sombra de la culpa- Francisco nos regala esa buena noticia.

La tarea es animarse a “leer una buena noticia”: de punta a punta, palabra por palabra y capítulo por capítulo.

No todo el mundo es capaz de soportar noticias tan buenas que le toquen en su intimidad más íntima: en su casa, en su mesa y en su lecho conyugal.

Pero ese es el desafío: Francisco nos habla largo y tendido de la alegría del amor que experimentamos en familia y se dedica corajudamente a defender esta alegría contra toda mala onda, a alentarla en sus más mínimos pasos y en sus decisiones más valientes. Le pone palabras de reconocimiento a todo lo que es positivo y palabras de infinito respeto, ternura y misericordia, a todo lo que es dolor, herida, angustia y pecado.

Esto quiero decir con lo de que Amoris Laetitia es un regalo: que la perspectiva desde la que habla el Papa es la de la alegría. No la alegría en abstracto, no la alegría destilada de los puros, no la alegría en dosis del mundo. Es la alegría de la familia, de todas las familias reales, las no perfectas, las que luchan por su amor y tratan de sacar adelante a sus hijos y se hacen cargo de los viejos. El Papa empieza, sigue y termina por esta alegría. No la empieza con el dedo en alto del deber ni con el dedo señalador de la acusación. No se mete a hurgar en las llagas, sino que las venda con el bálsamo de la misericordia. No se extiende en las razones para temer, que vuelven rígidas las posturas, sino que se alarga en las razones para la esperanza y el amor. Francisco mira todo “a la luz del ministerio pastoral: almas que salvar y que reconstruir”, como escribía en su diario Juan XXIII, poco antes de la apertura del Concilio.

Amoris Laetitia es un regalo esencial porque, al cambiar de lugar algunos acentos, brinda elementos de discernimiento para que cada persona descubra esa alegría duradera que experimenta cuando “hace familia”, la distinga de todo lo que no puede hacerse familiar y se anime a dar un pasito que concrete esta vocación universal a la alegría del amor.

Diego Fares sj