Jesús dijo a sus discípulos: «Si Ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con Ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque permanece a su lado y con Ustedes está. No los dejaré huérfanos, vuelvo a Ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero Ustedes sí me verán, porque Yo vivo y Ustedes vivirán. Aquel día (cuando venga el Espíritu) comprenderán que Yo estoy en mi Padre, y que Ustedes están en mí y Yo estoy en Ustedes. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él. Le dice Judas – no el Iscariote -: «Señor, ¿qué pasa que vas a manifestarte a nosotros y no al mundo?» Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escuchan no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho estas cosas estando entre Ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14, 15-26).
Contemplación Mi amiga misionera en Camerún, Victoria, me envía la exégesis que hacen con un amigo musulmán -Abdelmumin- partiendo de las raíces arameas del Evangelio. Hoy me resuena lo que dicen de los pronombres que usa el Señor. Son tantos en este pasaje de la Cena! Los pronombres le imprimen a cada palabra que Jesús dice y a cada gesto que Jesús realiza un sello enteramente personal. Parto de su expresión «mis mandamientos». No son los mandamientos, sino mis mandamientos. Su lenguaje es imperativo, pero los pronombres personales le dan un tono especial. No manda en general, como cuando uno describe una situación y concluye «hay que…», «tienen que…». Tampoco ordena el Señor «ámenme», como cuando nos da el mandamiento de amarnos unos a otros. Ahí sí manda: «ámense… como Yo los he amado» (también aquí entra su modo personal de amar). En este pasaje Jesús usa un condicional: «Si me aman, cumplirán mis mandamientos». Y cuando Judas Tadeo le pregunta por qué a «nosotros» y no a todo el mundo, le responde con el mismo esquema, ahora en singular: «Si alguna persona me ama, guardará mi Palabra». Más que dar un mandamiento lo que Jesús hace es conectar el amor con la capacidad o incapacidad de cumplir con lo que nos dice y de guardar sus palabras en el corazón. Constata lo que pasa: cuando amamos nos resulta natural hacer las cosas que el que queremos nos manda; ponemos cuidado en recordar y comprender bien lo que quiere y lo cumplimos con gusto. Los imperativos del amor son distintos de los imperativos categóricos. En estos últimos empuja el super yo, el deber ser con sus ecos familiares y sociales. En los imperativos del amor resuena el bien del otro, lo que nos mueve es la alegría de ver contenta a la persona que amamos y nos ama. También es bueno al leer este pasaje agudizar nuestro oído para escuchar bien cómo suena la otra cara, la negativa: «El que no me ama no guarda mis palabras». No guarda en el sentido de que «no podrá guardar». Las palabras de Jesús no son difíciles, son «imposibles» de cumplir sin la presencia constante de su amor, sin el trabajo conjunto que realizan en nosotros Él, nuestro Padre y el otro Paráclito, el Espíritu Santo. Detengámonos un momento nuevamente en lo personal: no es lo mismo guardar una frase linda dicha por alguien famoso pero que no conocemos, que guardar una sentencia dicha por nuestra madre o nuestro padre en algún momento especial de nuestra vida. Como dicen mis amigos exegetas: aquí los pronombres «no dejan el menor resquicio de duda sobre Quién es el que habla, a quién y de qué. En este precioso versículo Jesús hace un ovillo con los pronombres para atarse al Padre, para atarnos a Él y atarnos al Padre». Me gusta esto del «ovillo» y de «atarnos» en el sentido de hacer alianza. La imagen primordial que resuena en estas palabras-lazos que teje Jesús es la imagen del tipo de relación que se da cuando entre un grupo de personas hay lazos familiares y de amistad. Cuando en una mesa familiar y con amigos, los papás llevan bien la conversación, van haciendo que todos participen y puedan decir lo suyo. Vale igual la anécdota graciosa del más pequeño, los monosílabos de los adolescentes, la sentencia paterna acerca de algún comportamiento que hay que modificar en cuanto a los horarios o al orden de la casa y lo que va mechando la mamá para hacer hablar al que le cuesta más… Y si hay un invitado, se lo suma como a uno más. Las palabras valen porque en ellas cada uno se comunica como la persona que es, en medio de todos igualmente queridos y valiosos. Por eso no es casual que Juan ponga estos discursos íntimos de Jesús en la Cena. Solo en un ámbito así se podían revelar y comunicar las cosas que Jesús compartió. Nos quedamos solo con un detalle que, como decíamos, es propio de la mesa familiar: no se si se dieron cuenta de que todos aquellos que Jesús va mencionando y las cosas que hacen tienen la misma importancia. El modo como los va metiendo en la conversación -como el papá o la mamá que van haciendo hablar a todos y ponderando lo que se dice- hace que se pase del Padre a Judas Tadeo y por él a «alguno que me ame», como dice Jesús. El Señor va mechando las cosas de manera tal que resulta tan importante que el Padre «venga a habitar (!) en nosotros» como que el Espíritu «nos vaya recordando las cosas»; que nosotros «lo amemos y guardemos sus Palabras» (basta «alguno que lo ame») para que esto redunde en revelación para «todo el mundo». El gesto de lavar los pies a cada pondrá el «sello» a este tipo de «importancia» en el que cada uno vale porque es amado y ama. Para fijar estas cosas, que las debemos experimentar como se experimenta la armonía de una mesa familiar y que tenemos que conservar en el corazón y rumiarlas para que de ellas salgan frutos, las formulo aunque sea provisoriamente diciendo que: Jesús cambia de una vez y para siempre la imagen de nuestra relación con Dios. Sustituye todas las imágenes de una «jerarquía exterior, estática» -el Padre en lo más alto sobre un trono, el Espíritu bajando como Paloma, Jesús en medio y nosotros abajo- integrándolas en esa jerarquía del amor que se da en torno a la mesa y que es dinámica: el protagonismo se comparte y -sin confusión ni división- el mismo amor se comunica de unos a otros, sin necesidad de que nadie haga valer su rol con signos de autoridad exteriores -posición, vestidos, tiempo para hablar…-. Jesús «desjerarquiza» la imagen de Dios (lava los pies) para que cada uno la «rejerarquice desde adentro». Sienta en torno a la misma mesa al Padre, al Espíritu, a sus amigos, a todo el mundo y va diciendo lo que hace y hará cada uno, como en una sencilla conversación de sobremesa. Benditos pronombres personales que en boca de Jesús -La Palabra hecha carne- valen más que todos los verbos y todos los adjetivos calificativos. Diego Fares sj
Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que había ungido con perfume al Señor y enjugado sus pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que amas, está enfermo.» Al oír aquella frase, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Jesús amaba con predilección a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaban. Después les dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea.» Ellos le dijeron: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?» Jesús les respondió: «¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.» Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.» Le dijeron: «Señor, si duerme, se curará.» Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.» Entonces, Tomás, el Mellizo, como le apodaban, les dijo a los otros “Vayamos también nosotros a morir con él.»
Encuentro con Marta
Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania quedaba de Jerusalén sólo a unos tres kilómetros y muchos judíos habían venido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse Marta de que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Al verlo le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aún ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.» Ella le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que viene al mundo.»
Encuentro con María
Entonces, sin decir más, lo dejó y fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde yo lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a su hermana, al ver que ella se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí.
María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»
Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, se estremeció en su espíritu y se conturbó, y preguntó: «¿Dónde lo pusieron?».
Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.»
Y Jesús lloró.
Encuentro con Lázaro
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!» Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?»
Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo: «Quiten la piedra.» Marta le dijo: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.» Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!» El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario.
Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.»
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían venido a la casa creyeron en él. (Juan 11, 1-45).
Contemplación
Dentro del pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro nos encontramos con la historia de estos tres hermanos a los que Jesús amaba: eran sus amigos. Cada uno de ellos tiene su historia, una historia de encuentros con Jesús. Marta era la que lo había invitado a comer a su casa. María la misma que ungió con perfume al Señor y le enjugó los pies con sus cabellos. A Lázaro lo podemos describir con la frase que eligió junto con sus hermanas para mandar a llamar a Jesús: era “el que Jesús amaba y estaba enfermo”.
Recordemos que, como dijo el Papa Benedicto en Aparecida y siempre le gusta repetirlo al Papa Francisco, nuestra fe no es el fruto de una idea, sino el fruto de un encuentro con la persona de Jesús.
Estas historias de encuentros entre los tres hermanos y Jesús tienen, cada una, un sabor especial: de barrio, de amistad, de casa… Y nos hará mucho bien “encontrarnos” con ellos. Eso es la contemplación, un modo de tocar y de ver a las personas del evangelio que se encuentran con Jesús, un modo de sentir lo que dicen y de gustar lo que hacen. Nos hará bien en este tiempo en el que también nosotros le podemos mandar decir a Jesús, cada uno y el mundo entero: “el que tú amas está enfermo”.
Esta frase por sí sola sintetiza lo que es un encuentro con Alguien como Jesús. Es una frase clave, de amigable complicidad, una frase que apela al corazón del otro y se confía enteramente a él, una frase que no necesita explicaciones. No es improvisada, se nota que la pensaron y la eligieron entre los tres, porque la repiten las dos hermanas. Quizás Marta hubiera deseado decir más cosas, como de hecho hizo cuando le salió al encuentro a Jesús que se había quedado en las afueras del pueblo. María, en cambio, dice solo esas seis palabras. Y llora. Imagino que Lázaro habrá sido tajante en esto de mandar a decir solo esa frase. Entre amigos, cuantas menos palabras, mejor.
Este tiempo en el que la pandemia nos mete en casa (a los que la tenemos), es tiempo de encuentros, con nosotros mismos, con el Señor, con la familia, con los que nos toca compartir la cuarentena, de cerca y de lejos. Tiempo de encuentros.
Miremos cómo el Señor se detiene a hablar con cada persona, con sus discípulos, con Marta, con María, con el Padre, con Lázaro. No va directamente a lo práctico, no resucita a Lázaro de lejos…, más aún, retarda el milagro y se ocupa de la fe de cada uno. El Señor abre espacios de encuentro, los crea, les dedica tiempo y con cada uno se encuentra a su manera (la suya y la del otro). En esto Jesús es tan pero tan único y especial. Ojalá supiéramos y experimentáramos que hay un encuentro que es entre él y cada uno de nosotros solos. Un encuentro sin precedentes ni repetición. Un encuentro que abrirá y contendrá muchos otros, todos únicos.
Los encuentros con los tres hermanos, siendo únicos, tienen algunos elementos que sirven de modelo a todos, o mejor, Juan contemplando estos encuentros ha sacado algunas cosas que nos sirven “para que creamos”, como dice al final de su Evangelio. Conscientes de que los encuentros de Jesús con la gente, si se contaran, no alcanzarían las bibliotecas del mundo (ni siquiera las digitales) para contener todos los libros.
Yo saco tres cosas.
Del encuentro de Marta con Jesús saco lo de invitarlo a venir a casa. A Jesús le gustaba ir a casa de Marta. Se sentía a gusto. Tenía su piecita, donde podía rezar tranquilo. Marta le cocinaría alguno de sus platos preferidos. Tener un lugar en casa para Jesús es una clave para que haya encuentro. Es bueno que sea un lugar solo para él. Yo por ejemplo, como mi pieza tiene dos ventanas, armé un rincón junto a una solo con mis cosas para rezar. Los encuentros necesitan tener su lugar. Y que haya algo que lo haga especial, aunque sea por un rato.
Del encuentro de María con el Señor saco lo de encontrar el modo de darle un trato especial. María tiene sus perfumes, sus lágrimas, sus cabellos y su modo de sentarse a escuchar como si no existiera nadie más en el mundo. A Marta esto la irritaba bastante. Pero al Señor le gustaba. En todo caso, lo que hizo notar es que era una elección de María y que “no le sería quitada”. Hay gestos que son enteramente personales y no se pueden replicar. Encontrarlos es una aventura sin guías, sin límites a la imaginación, que no necesita que nadie la justifique desde afuera. Pensemos que Jesús defendió los gestos de María poniendo en su lugar tanto a Marta como a Judas. Los defendió del ataque artero de Judas, que la atacó con argumentos de una pretendida “teología de los pobres” usada para desprestigiar un gesto de amor de adoración puramente gratuito. Y la defendió también de la crítica de su hermana, ese tipo de críticas familiares que parecen poca cosa pero a veces matan una personalidad, anulan una vocación, cortan las alas antes de que nazcan. El encuentro con el Señor requiere “gestos de amor especiales”.
Del encuentro de Jesús con Lázaro saco lo de que llegar tarde no importa, porque la amistad es la cercanía definitiva e íntegra que se da “de una vez”. Sólo a los muy amigos se los puede hacer esperar como Jesús hizo esperar a Lázaro. Pensemos: todos los días de la enfermedad, desde que lo mandó a llamar hasta que Jesús se enteró y después dos días más sin que el Señor se moviera para llegar cuatro días después que se había muerto. Lázaro se dejó resucitar lo mismo, como si no hubiera estado ya oliendo a podrido. El encuentro con el Señor requiere estar dispuesto a esperarlo todo lo que el quiera, hasta cuatro días después que nos muramos o se nos mueran los que amamos, de coronavirus o de lo que sea.
Que estos tres amigos queridos del Señor nos despierten la sed de encuentro con él que habita en lo más hondo de nuestra esperanza para que nada ni nadie nos robe esta cita con Él -cara a cara-, la final y las que se dan, milagrosamente, en medio de la vida cotidiana, gracias a esa virtud que tiene Jesús Resucitado de “aparecerse”, de volverse encontradizo y cercano cuando Él quiere.
Diego Fares sj
Pd. La foto del limosnero del Papa la elegí porque me cayó simpática como expresión de un cura todo terreno que hace llegar la cercanía de Francisco a los que nadie llega.
y una mujer que se llamaba Marta lo recibió como huésped en su casa.
Tenía una hermana llamada María,
que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
Marta, que andaba de aquí para allá muy ansiosa y preocupada con todos los servicios que había que hacer, dijo a Jesús:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todos los servicios? Dile que venga a cooperar conmigo
Pero el Señor le respondió:
«Marta, Marta, te preocupas y te pones mal por muchas cosas,
y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria.
María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10, 38-42).
Contemplación
Marta y María. Así nos ha llegado titulado este episodio en la vida de Jesús. No es Marta o María, sino Marta y María. La contemplación tiene que ser de lo que se da entre las dos. Eran hermanas, no rivales. O con esa rivalidad tan especial que solo se da entre hermanos y hermanas. En la fraternidad vivimos la experiencia de ser diferentes siendo iguales, en el sentido de tener unos mismos padres y compartir características esenciales comunes, de genética, vida familiar y educación, y poder ser cada uno distinto. Pero la fraternidad siempre es «y», nunca «o». Todo en la familia suma.
Jesús entró en un pueblo. En otro lado el evangelio nos hará saber que era Betania. El pueblito cercano a Jerusalén donde el Señor solía ir a visitar a sus amigos.
Una mujer llamada Marta lo recibió como invitado. Marta es la mujer que hospedó a Jesús en su casa. Lucas usa la misma palabra para describir la invitación de Zaqueo, y agrega que el petiso lo recibió con alegría en su casa. Se ve que Jesús tenía algo que hacía que lo invitaran. No era un personaje lejano, de esos que uno dice para qué lo voy a invitar si no va a venir. Jesús iba donde lo invitaban. Más, estaba siempre en camino, yendo de pueblo en pueblo, y entraba en la casa que le ofrecía hospedaje a él y a los suyos. Aquí lo vemos a él solo. Se ve que la amistad que se creó con estas dos hermanas -luego el evangelio agregará que eran tres, las dos mujeres y Lázaro, su hermano- fue algo especial.
Marta tenía una hermana que se llamaba María. En este evangelio, la protagonista es Marta. Ella es la que invita a Jesús y ella es la que tenía una hermana. Lucas centra la atención en Marta y va contando las cosas desde su perspectiva. Ella lleva el hilo de la acción, o al menos así parece. Porque María, sin decir nada, se vuelve también protagonista. Pero una protagonista aparentemente pasiva. Es «la hermana de». Sin embargo tiene también un nombre de esos que el evangelio recuerda y que quedaron para siempre, mientras otros personajes permanecen anónimos o se nos describe lo que hicieron pero no se nos dice su nombre.
Habiéndose sentado a los pies de Jesús escuchaba su palabra. Marta había sido la primera en intuir la importancia de Jesús. Por algo lo había invitado. Pero María es la que con su gesto de sentarse y escuchar su palabra da a esa importancia su verdadero lugar. Con su gesto pone a Jesús en el centro de la escena. Cosa que Marta hace y deshace. Marta lo invita y, como suelen hacer algunas personas, lo deja en living y se pone a hacer cosas mientras le habla de lejos, yendo y viniendo. Es natural, porque hay que servir algo al invitado y alguien tiene que hacerlo. Y está bueno que haya una hermana que haga el otro papel, el del anfitriona que atiende al huésped y lo escucha. Para agasajar bien a un invitado hacen falta las dos actitudes, la de preparar algo y la de escuchar al otro, y ambas hermanas lo van haciendo bien. Por otra parte, no creo que el Señor hablara en voz baja, sólo con María. Sí es verdad que ella que estaba a sus pies podía escucharlo viéndole la cara y con todos sus sentidos, cosa que Marta, yendo y viniendo, no. Pero luego podrían compartir la experiencia como suele pasar en todo encuentro importante en el que los que participan comparten después lo que vivió cada uno. Esto es esencial con Jesús. Su persona, su presencia, sus palabras y gestos están tan llenos de vida, que se requiere una experiencia conjunta, la interacción de muchos testigos, para poder contarla luego. En la resurrección esta será la característica principal del modo de «aparecerse» que ejercita el Señor. No es Alguien del que se pueda apropiar alguno con exclusividad (no me retengas, le dice el Señor a María Magdalena). Por eso los testigos correrán siempre a anunciar lo que vivieron a los otros y se encontrarán con que también los otros tuvieron su experiencia del Señor. Así nace la Iglesia, la ecclesia, la asamblea o reunión de los que han experimentado la acción del Señor en sus vidas y creen en Él y lo comparten. Más aún, esto es la Iglesia. Esta reunión en su Nombre de los que comparten la fe, lo que vivieron con Jesús y lo que él les encargó.
De ahí la importancia del gesto de María de sentarse a escuchar que centra la escena en Jesús. Pero lo hace gracias a que Marta lo invitó a la casa y está preparando todo. Ninguna rivalidad, por tanto. Sino colaboración.
Dile que colabore conmigo. Colaboración. Justo es esta la palabra que le viene a la mente a Marta, que estaba distraída en muchos servicios, dice Lucas. Se para y le dice al Señor: no te importa que mi hermana me deje sola con todos los servicios? Dile que colabore conmigo. La frase es de lo más impulsiva y contiene de todo. Colaboración es una linda palabra. Pero «no te importa» es irrespetuosa. Implicar directamente a Jesús en el asunto significa reconocer que es Él con su Palabra el que está en el centro. El modo de hacerlo denota a la vez familiaridad y falta de consideración con el huésped. En síntesis, la acción de Marta es impulsiva y arrolladora. Se lleva las cosas por delante. Pero tiene mucho de bueno que debemos aprovechar. Porque si la invitación a Jesús la hubiera hecho una María que vivía sola, la cosa hubiera resultado más bien una conferencia que una invitación familiar y en cierto momento seguramente el Señor habría dicho: “no me darías un vasito de agua, María, por favor».
Marta Marta! La doble apelación del Señor significa un llamado de atención a la persona. No tanto a lo que dice, si tiene razón o no, porque la tenía, sino al modo. Jesús le acepta este llamado de atención y la nombra dos veces, para hacerle sentir que la tiene en cuenta tanto como a su hermana.
Te pones ansiosa y te alborotas por muchas cosas y una sola es necesaria. El Señor le discierne la ansiedad y el alboroto. Dos actitudes que no le permiten centrarse en lo importante y gozar de todo lo bueno que está sucediendo en su propia casa, con Jesús en ella, con su hermana a los pies y ella preparando la comida. El Señor hará de esta cuestión, la de la ansiedad y la preocupación, un componente esencial de su enseñanza: en su reino, a cada día le basta su preocupación. La confianza en la Providencia de nuestro Padre es la actitud creatural básica, que lleva a alabar y a bendecir y a poner todo en sus manos. Esta actitud se conjuga con la de estar cada uno centrado en su misión y en su tarea, sintiendo a los otros como colaboradores que hacen lo suyo.
María eligió la mejor parte y no le será quitada. Notemos que el Señor no dice que María eligió la única cosa necesaria, sino «la mejor parte». La parte que a ella le permite estar conectada -en paz, sin ansiedad ni alboroto- con la única cosa necesaria. Este es el discernimiento sencillo que hace el Señor y toda la escena sirve para «contemplar esto en la acción».
Qué queremos decir? Que no se trata de resumir la enseñanza del Señor en una frase abstracta. Hay que entrar en la escena por Marta. Invitados por ella a su casa, en la que vive la silenciosa María que elige su mejor parte, participar de todas sus emociones al recibir a Jesús. Y sintiendo sus deseos de agasajar al Señor y el gozo de tenerlo en su casa, hacer nuestros sus sentimientos, todo lo que se agita en ella, hasta que nos brote del alma ese no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo… Y Jesús, en vez de «decirle a la contemplativa que nos ayude» le dice a la activa que se serene y se focalice en lo esencial. Que elija su mejor parte y desde allí, viva lo único necesario y esencial, que es escuchar la palabra de Jesús. Escucharla sentada a sus pies o desde la cocina, en medio de la preparación de la comida.
Luego de «leer» el evangelio palabra por palabra o frase por frase, elegimos una y nos sentamos como María a los pies de Jesús o la escuchamos desde la cocina como Marta.
La frase que nos gusta es esa en la que el Señor dice: «María eligió la mejor parte, que no le será quitada».
Es todo un mundo el que se nos abre con esta frase del Señor. Le agradecemos a Marta quien, como tantos otros alborotados y ansiosos del Evangelio (pienso en Magdalena, en Pedro, en Tomás, en tantos indiscretos que le preguntaban lo primero que se les venía a la cabeza a Jesús, que lo importunaban con pedidos fuera de lugar, que se le tiraban encima por el camino o le gritaban de lejos como Bartimeo, que lo iban a buscar para que fuera a su casa como Jairo o iban a verlo de noche como Nicodemo, los que se subían a higueras para verlo pasar y luego prometían que iban a devolver todo lo que habían robado, como Zaqueo..) logra que Jesús exprese su mejor frase y la ligue a una escena que la guarda en su interior para siempre y que podemos volver a revivir. Gracias al alboroto de Marta, la frase del Señor queda en medio de una escena, cotidiana pero inolvidable, y no se va al museo de las frases célebres que todos citan pero nadie come como alimento de vida.
A Jesús le interesa que María eligió. Se supone que eligió «su parte». Porque elegir es elegir una parte, una opción. No se puede «elegir todo». Tampoco se puede posponer la elección con el pretexto de que después veremos mejor cuál es la «mejor parte». Elegir es siempre ahora, aquí. Y lo importante es que la parte sea la nuestra. Es decir algo concorde con lo que nosotros somos y también algo que podamos llevar y usar. Elegir es como elegir zapatos, tiene que ser el que nos calce cómodo, que no siempre es el que más nos gusta a los ojos.
Todo esto es obvio. O debería serlo. Pero lo interesante es que a Jesús le interese que María haya elegido. El Señor estaba atento a las personas y se ve que en algo pescó que lo de María no fue impulso devoto de una de sus fans sino una elección. Que tuvo que optar entre ir a ayudar a su hermana, que por lo que se ve se las arreglaba muy bien sola, o sentarse a los pies de Jesús. Jesús se da cuenta de que ella se dio cuenta de que él tenía ganas de hablar. Y quizás haya sonreído al ver que el Señor no le decía nada secreto ni importante sino que en pícara complicidad (me imagino yo ahora) se ponía ha hablar de cualquier cosa, esperando los dos que Marta saltara, para ahí sí, decirles a las dos lo que Él quería decir en este evangelio, que elegir la mejor parte no nos será quitado. La frase tiene las dos caras, la positiva, de afirmar que elegir la mejor parte no nos será quitado, y la negativa, de que estar ansioso y alborotado por muchas cosas es perderse la única necesaria.
La mejor parte es Jesús, la palabra de Jesús que tenemos que escuchar. Y eso es algo que hay que elegir. No es una palabra que nos entre al oído como las otras, que se imponen, que se repiten publicitariamente, que nos llegan por muchos medios. La palabra de Jesús es una Palabra a la que uno se tiene que disponer para escucharla. Y esa disposición es fruto de una elección de vida. Elijo poner la Palabra de Jesús en el centro de mi vida, en el centro de mi casa, de mi cuarto -el «tameion», el cuartito de las escobas y de las provistas, la despensa donde nadie entra y puedo estar a solas-. Elijo poner la palabra de Jesús en el primer lugar, antes que la de los noticieros y antes que las propias mías. Primero el evangelio. Elijo a Jesús. Elijo su Palabra!
Dando vuelta la cosa. Quién soy yo para elegir su Palabra y que a Él le importe! Quién soy yo para que él se digne venir a mi casa a visitarme y me quiera hablar. Quienes somos nosotros que nuestro Dios quiso venir a hablarnos y se tomó todo el trabajo que se requiere para que una palabra pueda llegar verdaderamente a un corazón. Es decir todo el trabajo de encarnarse y de inculturarse y de participar de nuestra vida de manera tal que, cuando diga algo, sea para nosotros algo que podemos entender. Las palabras si no se encarnan se quedan en el reino de los libros, en la abstracción… Las palabras si no se inculturan se quedan en el reino de los universales sin el sabor y el matiz único que cada cultura les da. Las palabras si no han sido amasadas en el trajín de nuestra vida cotidiana y no tienen la pizquita justa de sal que les de nuestra historia personal, se quedan en el museo donde lo que se vivió a pie en el camino del tiempo queda colgado de una pared junto a cosas de otra época que no le dan contexto.
Pero entremos más hondo… Por qué le interesa a Jesús lo que elijamos? No se preocupa de lo que “sentimos”. Todos los sentimientos los toma como vienen y no les tiene miedo, como tampoco lo que uno diga o piense. Pero el Señor remite todo a la elección. No “elijas” ser incrédulo, le dice a Tomás (otro inquieto), sino fiel.
¿Se elige la fe? Sí, se elige. Porque no es un sentimiento o una idea sino que la fe es ser fiel. Uno no elige su primer sentimiento. Este brota espontáneo de la sensibilidad de cada uno, que tiene su genética y su historia de experiencias vividas (el que se quemó con leche…). Uno no elige el primer curso que siguen sus ideas. Los razonamientos dependen mucho del paradigma en el que uno vive inmerso y de discursos ya armados por los que las ideas transitan a gusto hacia un final ya preparado (esto son las ideologías, que te brindan conclusiones preconfeccionadas para que no tengas que gastar tiempo en pensar por vos mismo cuando te cuestionan). Sí puede elegir uno qué sentimientos cultivar, a veces a contramano de la sensibilidad de la propia piel. También puede uno elegir con quien ayudarse a razonar para pensar críticamente. Se puede elegir qué verdad te abre a más verdad o qué verdad te confirma en la que ya tenés. Es decir, estas cosas se pueden elegir “en un segundo tiempo”. Pero “ser fiel” se puede elegir de primera. Es la libertad básica: ser fiel al que me es fiel. Nobleza obliga.
No es que uno sea “incrédulo” por fatalidad. No es que unos tengan fe y otro no, vaya a saber por qué destino o decisión de Dios. Esto es un lugar común que usan muchos que se dicen “agnósticos” y que viene bien revisar, al menos de vez en cuando. Jesús es el que vino a plantear este tema. Y nos lo echa en cara a todos con su vida y su testimonio. El es Fiel. Aunque nosotros no lo seamos, dice Pablo, Él es fiel. Y abogado fiel. Es decir uno que nos defiende aunque seamos clientes dubitativos y desconfiados. Ser fiel al hombre es una decisión suya; una opción que lleva hasta las últimas consecuencias y que el Padre ve con buenos ojos. Jesús es el hombre fiel que valora a los que eligen serle fieles. María es la que pone en acto la primera actitud hacia una Persona que se nos muestra incondicionalmente fiel: escucharla.
Esta todo aquí. Es el único mandato del Padre: escuchen a Jesús. A una persona que se juega la vida por mí, no puedo no escucharla con excusas. Si no la escucho es mi elección. Por eso lo de “no quieras -no elijas- ser incrédulo. Por eso lo de que esta mejor parte -escuchar su palabra- no nos será quitada.
Y para no alargarme más, que lo que quería decir ya lo dije, una referencia a San Ignacio. Para elegir hay que disponerse. Porque estamos llenos de “pre-elecciones” que nos han dejado afecto a cosas que nos alborotan, si pretendemos dejarlas de lado para escuchar a Jesús, y que nos preocupan y angustian, si planeamos apartarlas un poco para que nos permitan estar en paz ante lo único necesario. Por eso los ejercicios espirituales son un tesoro: porque nos ayudan a encontrar nuestro lugarcito para estar a los pies de Jesús y la paz interior (en medio de la lucha espiritual) para escuchar su Palabra que tanto bien nos hace.
Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lo lees? (anaginoskeis)». El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.» «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.» Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: «Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver.» ¿Quién de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera» (Lucas 10, 25-37).
Contemplación
Comenzamos notando una frase particular de Jesús: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lo lees? (anaginoskeis)». La primera parte es objetiva “qué está escrito”; la segunda es postmoderna: cómo lo lees tú. Cómo lo interpretas. Lucas usa “anaginoskein” que significa “leer” de manera personal, reconociendo, interpretando, entendiendo porque uno discierne el fondo de lo que está escrito, el espíritu de la letra.
A esto vamos, al discernimiento de espíritus. No basta con lo que está escrito, con el mandamiento, con la ley o la definición dogmática. Hay que ver con qué espíritu se leen y se proponen las cosas. Con la fórmula perfecta del amor a Dios y al prójimo se puede terminar pasando de largo frente a los dos, como les pasó a los personajes que no se compadecieron del herido y en vez de hacerse prójimos se hicieron lejanos.
Digamos que Jesús no le tiene miedo al discernimiento. No le tiene miedo a la lectura personal de la Biblia. En esto es muy “protestante”, podríamos decir. No dice: ojo! cuando lees anda y asegúrate que no se te ocurra una herejía! Sino que dice todo lo contrario: qué lees? Cómo lees tú? Cómo entiendes lo que dice ahí?
Es la pregunta que le hace Felipe al gobernador etíope de la reina Candaces que venía leyendo Isaías: “Entiendes lo que lees?”. Y el otro “entendió” que se podía bautizar ahí nomás! No fue cuestión de definiciones. Fue cuestión de vida. Recibió el Espíritu Santo en ese mismo momento y Felipe lo dejó seguir su camino, que fuera aprendiendo de a poco todo lo que el Espíritu tenía para enseñarle sobre el cristianismo al que ya pertenecía.
La misión que el Señor da a los que envía a trabajar en la mies -que es mucha- es la de anunciar el evangelio que despierta la fe y atrae al Espíritu Santo. Una vez que la persona recibe el Espíritu, es cristiana. Luego vendrá el camino de catequizar esa fe, de enseñarle a rezar y a cumplir todos los mandamientos. Pero esto segundo no es lo primero. Primero se derrama el Espíritu sin medida; luego se va enseñando la letra -de lo que hay que creer y de lo que hay que practicar- con medida, discretamente.
De ahí la importancia de comprender quién es mi prójimo a la manera de Jesús, no con definiciones preconcebidas. Para poder aproximarnos bien a todos, de manera tal que sintamos que podemos comunicar el Espíritu del Padre y de Jesús, o, dado que el Espíritu ya habita en los corazones y en las culturas de cada pueblo, hacer que cada uno comience a interactuar personalmente con Él, mediante la fe que despierta el Evangelio, y se deje enseñar y conducir por Él.
Cuando el doctor de la ley le preguntó a Jesús “quién es mi prójimo”, Lucas dice que repreguntó para justificarse. Notemos que Jesús, que primero le había respondido con la letra de la ley y lo había invitado a interpretarla por sí mismo, ahora le responde no con una definición de prójimo sino con una narración: la parábola del buen samaritano. Y al final, le hace juzgar por sí mismo nuevamente: ¿Quién de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?».
Una cosa es el ámbito de la letra, otro el del Espíritu. Los dos requieren interpretación, pero de distinto modo. Digámoslo con dos imágenes: a nivel de definiciones, Jesús suele felicitar a los doctores de la ley. Los tipos saben. Y hablan bien. El Señor no tiene problemas con la doctrina. Es más, la cumple personalmente hasta la última coma o tilde. Y si por misericordia hace que alguno se salte un precepto para poder curarlo o para que empiece de nuevo después de haber pecado y pueda ir para adelante, el Señor lo paga de su bolsillo. Lo pagó con cada gota de su sangre en la pasión y pagará lo que falte a su vuelta.
Ahora, cuando se trata del Espíritu, los fariseos y letrados reciben muchos aplazos. Sin embargo, este respondió bien a la parábola. Se convirtió en prójimo el que tuvo compasión del herido. El que tuvo compasión! En otras parábolas, como la de los viñadores homicidas, este tipo de gente se retiraba enojada. Se daban cuenta de que el palo iba para ellos y no “leían” bien la parábola. Pero esta sobre la fraternidad la puede leer bien cualquiera que tenga buena voluntad.
Hoy sin embargo, incluso esta parábola se ha vuelto contracultural. Al menos aquí en Europa los oídos se han endurecido. Los heridos al borde del camino, se dice, hay que distinguirlos bien. Si son verdaderos “refugiados” porque su país está en guerra, o si son “emigrantes económicos”. Y los que se les acercan con sus naves hay que ver bien quién los financia y si no son cómplices de los traficantes de personas. También están en discusión las hospederías, los puertos a los que se pueden llevar estas personas. Y si alguien predica que lo primero es salvar al herido, se le aplica, aquí sí, la parte de la parábola que dice que pagó de su bolsillo y prometió pagar a su regreso lo que se hubiera gastado de más. Al menos esta parte de la parábola la escuchan hasta los más reacios a mensajes “buonistas”. Buen samaritano suena ahora a “buonista”. A una bondad que no respeta la ley y que no es viable ni política ni económicamente.
Otra frase es “ayudémoslos ‘en su casa’”. Se ha logrado crear un clima en el que las personas sienten que si se ayuda a un emigrante se le está quitando ayuda a ella.
Lo que se percibe en conjunto es un endurecimiento de los corazones. Si no fuera así, no entrarían tan fácilmente los slogans “anti-prójimo”. Si nos situamos en el espacio de la parábola podemos decir que -socialmente- la discusión se ha desplazado. Hoy no solo no se discute a los que pasan de largo sino que estos tienen voceros que atacan duramente a los que se acercan a los heridos. Son criticados los extranjeros que hacen caridad fuera de su país y que pretenden utilizar hospederías nacionales para heridos extranjeros que no se sabe sin son heridos reales o terroristas enmascarados. Como se ve, se ha contaminado el espacio mismo de la parábola.
Lo que yo “leo” en esta situación es que no solo no hay remedio si se discute en el primer nivel, en el de las definiciones, sino que parece que tampoco basta con bajar sin más al nivel narrativo de la parábola para que toque el corazón de cada uno, porque los personajes mismos de la parábola están “ideologizados”.
El caso de la capitana alemana de la “Sea-watch 3” -Carola Rackete- es el ejemplo más reciente. Es una “buena samaritana moderna” o es una niña bien, rica y privilegiada, que hace política con la piel de los migrantes y rompe las leyes de otros países que no son el suyo con el pretexto de hacer caridad?
Aquí surge una cuestión decisiva, y es la fe. La fe es a lo que apela siempre Jesús. Como le dice a Tomás: “no quieras ser incrédulo sino creyente, fiel”. Ese no quieras alude a que la fe es la fe que uno tiene. No importa si poca o mucha. No importa si ilustrada o menos. Jesús apela a la fe, a la gente que se juega por fe y no por cálculos, por fe en las personas y no por el propio interés.
Hoy, hasta para leer la parte “simpática” de las parábolas, se nos exige una opción radical: de fe o no fe. Fe en las personas, porque los discursos están todos mezclados. Uno debe mirarles la cara a los protagonistas, ver cómo actúan y jugarse. Esa es la polarización básica, existencial. La única que impide caer en todas las falsas polarizaciones. Uno es un hombre o una mujer de fe o no. Uno que se mueve en último término por la fe en Cristo y en las personas o uno que se mueve por ideas o voluntarismos.
Dicho más sencillamente: el que se mueve por fe es uno que actúa por “reconocimiento”. Actúa impulsado por la gratitud ante los que le demuestran su amor y devuelve amor con amor. Fundar nuestra acción en el reconocimiento y la gratitud, como dice Michel Rondet sj, sustrae nuestra acción al arbitrio de la voluntad de poder y de dominio, a las insidias del activismo y de la propaganda ideológica.
Actuar por “deber” no excluye la voluntad obsesiva de lograr las metas fijadas, sin tener en cuenta el contexto humano y espiritual de las acciones que uno emprende.
Actuar por “convicción” no nos garantiza siempre contra el fanatismo y sus aberraciones (la historia de la Iglesia nos proporciona ejemplos).
Actuar por reconocimiento sitúa de una vez nuestra acción en la gratuidad y liberalidad del amor. El que actúa por reconocimiento de tanto bien recibido escapa de las “pasiones tristes” como son la envidia, el resentimiento, la búsqueda de la propia fama.
Es curioso, pero Jesús, en el evangelio, liga la imagen del reconocimiento a otro Samaritano, el de los diez leprosos, que regresa a darle gracias. Si los “aproximamos” evangélicamente, podemos imaginar que es este mismo que fue curado el que se compadece del herido que está tirado al borde del camino y se acerca a ayudarlo.
Hoy como ayer para “leer” bien la parábola, hay que “proceder” como el buen samaritano pero no solo para ayudar al herido sino para llegar a tener un corazón como el del samaritano. Un corazón en el que el actuar -lo que nos mueve e impulsa a hacer las cosas de determinada manera- sea por reconocimiento.
Reconocimiento de los que son pares en humanidad: hermanos. Si uno reconoce en el otro a un hermano, brota espontáneamente el ayudarlo, sí o sí. La ley prohibía acercarse a un muerto salvo en el caso de que fuera pariente, hermano. El samaritano no tenía problemas, porque era extranjero, pero los otros habrían podido acercarse si lo hubieran considerado como hermano.
Reconocimiento para con Jesús, que se hizo “extranjero” para poder acercarse a ayudarnos. Cuando Jesús se identifica con los más pequeños, confiándonos el protocolo con el que serán juzgadas nuestras acciones en el juicio final, no lo hace “metafóricamente”. En sus encuentros con los discípulos, después de haber resucitado, el Señor les hace experimentar que ya no es “objeto de posesión” sino que se hace ver cuando quiere y en la forma que quiere. Se hace presente, está junto a Magdalena, camina al lado de los discípulos de Emaús, espera en la orilla del lago a los que han ido a pescar… Esta libertad del Señor con respecto a lo que nosotros podemos “poseer”, “objetivar” y “conceptualizar”, debe abrirnos la mente para aprender a “reconocer al Señor” en cualquier situación. Y Él nos revela que “es Él” cada vez que la situación es la de alguien que necesita un vaso de agua o que le venden las heridas, como el hombre de la parábola.
El reconocimiento, en sentido de la gratitud, permite el reconocimiento, en el sentido de ver a Jesús en el prójimo.
El camino que va de Jerusalén a Jericó es el camino que va del sentirnos “propietarios” -de nuestro país, de nuestra cultura, de nuestro mundo- a sentirnos peregrinos, extranjeros de este sistema que a unos da carta de ciudadanía al precio de tener que excluir ellos mismos a otros.
Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden cargar ahora. Cuando venga, el Espíritu de la verdad, El los encaminará a la Verdad total: porque no hablará desde sí mismo, sino que lo que oiga, eso hablará, y les anunciará lo por venir. El me glorificará a Mí porque tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn 16, 12-15).
Contemplación
La reflexión de hoy, sobre la Trinidad, nace del diálogo interior con un hermano musulmán. Para hablar de la Trinidad siento que para mí es mejor partir del diálogo con alguien fiel que cree en Dios y, por adorarlo como el Dios Único, tiene dificultad para aceptar nuestras fórmulas trinitarias, y no partir del diálogo de sordos con un mundo que ni siquiera se plantea que pueda existir una Trinidad, o del diálogo con gente que cree que con sus reflexiones teológicas ya lo sabe todo acerca de Ella.
Charlamos con Sheer, un pakistaní musulmán que vive en San Saba, nuestro centro de acogida para «personas en situación de haber tenido que emigrar de su país» (cómo expresar la situación del que tiene su casa -en su país y en el de inmigración-, pero no tiene «papeles»?). A poco de escucharlo nombrar regiones y ciudades como Kashmir, Islamabad…, me doy cuenta de lo poco que sé de Pakistán. Son más de 200 millones de personas; su monte K2, el segundo más alto del mundo, domina el imaginario geográfico de mi amigo como el Aconcagua el mío… Sheer tiene hoy ganas de hablar y yo, que voy a San Saba para eso, lo sigo. Me pregunta mi edad. Cuando le digo 63 ahí nomás me pregunta cuántos hijos tengo. Yo me quedo medio cortado al ver lo raro que suena en su cultura que alguien no tenga hijos.
Este fue el encuentro más «fuerte» de esta semana. Y suelo partir de esas cosas significativas para confrontarme con el Evangelio del domingo.
En Europa, en cambio, no suena raro lo de no tener hijos. Pero por otros motivos, más raros todavía. Actualmente aquí la gente no tiene hijos o tiene uno, a lo sumo dos. Acá ni siquiera es raro no casarse. Solamente es raro no tener parej@.
En la siesta de este rinconcito romano multicultural que es San Saba, nuestra Basílica situada sobre el Aventino, en un barrio cuya historia se remonta al siglo VI (aquí vivió San Gregorio Magno y su madre Silvia), se da un fenómeno raro en la conversación: la inmediatez de la charla hace sentir la distancia cultural.
Basta ver qué está cocinando alguno de los huéspedes para caer en la cuenta de que no es fácil explicar vivencialmente lo que es un mate o comprender el tipo de fideos que come un nigeriano. Y lo mismo sucede al hablar de la familia entre un encargado del centro que es italiano y tiene una sola hermana y un senegalés que tiene más de veinte hermanos y medio hermanos de las cuatro esposas de su padre.
A lo que voy es a que «entrar en una cultura» no solo requiere tiempo, sino también «vivir en un lugar». Por eso es que el hecho de estar todos «acercados» físicamente por el mundo mediático común y por la posibilidad de viajar, paradójicamente dificulta la inculturación. La dificulta porque uno cree que todos pensamos parecido, pero a poco de hablar surgen diferencias grandes, muchas veces milenarias. Manejamos los mismos aparatos, pero los afectos van por otros caminos. El celular es el mismo modelo, pero cada uno escucha la música de su tierra y habla con familiares que habitan mundos tan distintos como un campo de refugiados sirios en Turquía, un pequeño pueblo con plantaciones de plátanos en Gambia o una ciudad a cientos de kilómetros del K2, desde la que se lo ve en los días claros (la montaña sobresale más de medio km entre las de su entorno).
Al experimentar lo difícil que es explicar por qué no tengo hijos me viene a la mente lo que supondría empezar a hablar de la Trinidad!
Después, en casa, investigo un poco y leo lo que dice el Corán en el Cap. 4 v 171: «Oh Gente de la Escritura, no se excedan en su religión y no digan sobre Allah otra cosa que la verdad. El Mesías Jesús, hijo de María no es otra cosa sino un mensajero de Allah, una Palabra suya que Él puso en María, un Espíritu proveniente de Él. Crean pues en Allah y en sus Mensajeros. No digan «Tres», dejen (de decirlo). Será mejor para ustedes. La verdad es que Allah es un dios único. Tendría un hijo? Gloria a Él. A Él le pertenece todo lo que hay en los cielos y todo aquello que hay sobre la tierra. Allah es suficiente como protector«.
Me impresionan las expresiones que usa el Corán: «no digan ‘Tres’; «dejen de decirlo»; «No se excedan en su religión»; «Allah basta como protector».
Hay allí una manera de pensar, una lógica que entra en diálogo con la persona y le da indicaciones precisas sobre cómo actuar. No dice: “no existe la trinidad», dice: «no digan «Tres», «dejen de decirlo», «no se excedan», «basta Allah como protector…».
Es un lenguaje que no discute usando definiciones abstractas, sino que matiza prescripciones y sugerencias de modo persuasivo. Se siente la fuerza del mandato concreto, la apelación a la fe que tiene la gente en un texto sagrado. Y esto va «moderado» por una argumentación basada en el «no se excedan» y «será mejor para ustedes». Es un lenguaje difícil de resistir; tiene algo de fascinación quizás porque actúa directamente sobre los deseos más que sobre el intelecto.
De lo poco que conozco del islam, una de las cosas que más me impresionan es cómo con pocas prescripciones, muy precisas, hacen sentir la misma pertenencia a todos por igual -ricos y pobres, de pueblos y culturas muy distintas-.
Y entonces? Con respecto a la Trinidad, veo que si vamos por el camino de los conceptos metafísicos, la discusión podría ser infinita, lo cual lleva a ni siquiera querer comenzarla. Si ya partimos de que para nosotros el misterio de Dios es que es Uno y Trino y los musulmanes y hebreos piensan que sólo puede ser Uno y único, mejor ni hablar.
Sin embargo, nuestra fe en «Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un sólo Dios verdadero» no es cuestión de disquisiciones metafísicas sino de riqueza de Vida. Una riqueza de vida que nos permite relacionarnos con Jesús como hermanos, siguiéndolo de manera tal que Él se convierte en nuestro Señor, en nuestro Maestro de vida, en nuestro Salvador: el que nos perdona los pecados y nos alimenta con la Eucaristía. Nuestra fe en Jesús nos abre un camino a tratar con Dios como Padre, nuestro y de todos los hombres, nos sitúa en una cercanía familiar y a la vez llena de respeto y deseo de adoración. Nuestra fe en el Espíritu Santo nos hace escucharlo y gustarlo en nuestra vida cotidiana, sintiendo que es el mismo Dios el que nos mueve, el que nos enseña todas las cosas, nos fortalece y santifica.
Esta fe rica y compleja no es para «discutir» ni para elaborar teorías que no nos convencen ni a nosotros mismos, sino que es una fe para ser vivida plenamente y explicada «sin excedernos» en nuestras teologías, como bien recomienda el Corán.
La fe en el Dios Trino y Uno nos permite acercarnos a todos los hombres y comenzar a caminar con ellos sin necesidad de poner por delante una Doctrina en sí misma ya terminada y completa, como condición para comenzar a hacer algo.
Decía el Cardenal Martini: «El Espíritu nos enseña a «observar» la Palabra, siendo Maestro de nuestra vida práctica. Lo que importa es que la «observemos» -la vivamos- y con nuestro modo de vivir enseñemos qué quiere decir observar. Aquí no se pone el acento sobre una recta doctrina en sí misma, sino sobre la capacidad de hacer vivir evangélicamente a la gente; por tanto, antes que nada se trata de empeñarnos nosotros en vivir una vida evangélica».
Nuestra fe en el Dios Trino y Uno, antes que algo para «razonar y explicar» es un espacio infinito para relacionarnos con los demás «entrando por cualquier puerta que tengan ellos abierta con su fe».
Podemos dialogar con el que cree en que Allah es el único Dios y no ofendernos de que no acepte la formulación ya acabada de que Jesús es el Hijo Unigénito del Padre, de su misma naturaleza. A Jesús no le molestó presentarse como uno más, como un simple hijo del hombre, y por eso mismo es capaz de acompañar a uno que cree en el Dios Único sin exigirle que crea en Él, como hizo durante su vida terrena. Incluso a aquellos a quienes se reveló en toda su gloria y esplendor, les dijo que tenía muchas cosas para decirles pero que todavía no podían «cargar con ellas». Jesús no se hizo problemas teológicos, por decirlo así. Confió y sigue confiando en que el Espíritu Santo que envía irá enseñando todas «sus cosas», toda la verdad, sorbo a sorbo, no de un trago. En este sentido, un cristiano es uno que cree en que Jesús es el Hijo de Dios «en la medida en que el Espíritu se lo va enseñando y le va dando las fuerzas para cargar con esta verdad, haciéndola real en su vida». Me animo a decir que en este sentido tenemos tanto para aprender de la Trinidad como un musulmán o un judío. Puede ser que gracias a muchos santos y padres y doctores de la Iglesia tengamos una elaboración teológica refinada y muy consistente de las verdades de la fe. Pero luego, a nivel personal, es bueno que cada uno se sienta como analfabeto, como mendigo de fe y de revelación, como niño de escuela al que el Espíritu le tiene que enseñar todo sobre el Padre y el Hijo. En este punto, creerse que porque uno sabe un poco de teología, «tiene» la verdad revelada, es muy poco cristiano (y poco realista).
Por eso es bueno para la fe dialogar con los que tienen otra fe. No para discutir, sino para aprovecharnos de su modo distinto de creer y de las preguntas que nos hacen y las dificultades culturales que tienen para profundizar en lo nuestro, para ser «evangelizados» nuevamente por el Espíritu y tener esto como una actitud permanente: la de ser siempre discípulos.
El Espíritu es nuestro maestro de vida y no solo nos «recuerda» y nos «enseña» la verdad de Jesús, sino que nos ayuda a «cargar» con la Palabra como el Señor cargó con la cruz (Jn 19, 17).
La Palabra es algo que se abraza y se carga como la Cruz, no es una espada o un dedo en alto que usamos para discutir.
La Palabra es algo que se recibe con la fe, que se contempla y se gusta en la oración, y que se pone en práctica con la caridad y la misericordia. Haciendo todo esto, al mismo tiempo, se sale a anunciarla a los demás, a todos los pueblos y culturas. La Palabra no es algo que se usa solo para escribir libros ni -mucho menos- para proyectar esquemas de pensamiento de la propia cultura.
La palabra de Jesús -que «es La Palabra»- no es una palabra que Él pretenda decir entera! El se encarga de vivirla y deja que sea el Espíritu el que «cuando venga, el Espíritu de la verdad, Él los encaminará a la Verdad total»
La Palabra con que nos «encamina» el Espíritu no son «ideas suyas», no es una palabra autorreferencial: «Porque Él Espíritu no habla desde sí mismo, sino que lo que oye (de lo que se dicen el Padre y Jesús), de eso habla»
La Palabra que dice el Espíritu no es tanto una explicación como un anuncio: «Les anunciará lo por venir».
Y mucho menos es una Palabra de autoelogio, es toda de elogio de Jesús: «El me glorificará a Mí porque tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes».
Y este elogio que le hace el Espíritu, Jesús siente que no es algo suyo sino del Padre: Es que «Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes”.
Como vemos, Jesús no da definiciones dogmáticas combinando números uno dos y tres, sino que nos revela un modo de actuar en comunión profunda entre el Padre el Espíritu y Él que la definición «Uno y Trino» no hace sino resguardar. Pero no es ni mucho menos el final sino el comienzo del amor que Dios nos quiere revelar.