Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió:
«En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; pues todos viven para él. Al oír esto la gente se maravillaba de su doctrina. Pero los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo…» (Lc 20, 27-38).
Contemplación
La “antiparábola” de la viuda que se casó siete veces debió parecerle muy ingeniosa a los saduceos. Ingeniosa como es ingenioso el mal, cuando quiere ser cruel, burlarse y herir. Sin embargo es patético que alguien ponga toda su inteligencia para burlarse de Alguien como Jesús, en vez de preguntarle humildemente acerca de un tema tan grande como el de la resurrección. La resurrección de la carne –que el Señor nos resucitará con toda nuestra historia, esa que se graba en nuestra frágil carne mortal- es el misterio de la Vida mismo y no puede ser tratado irónicamente ni con silogismos ingeniosos. Que no la podamos “demostrar” científicamente como se muestra la energía que se enciende en nuestro cerebro cuando pensamos y amamos, no significa que tengamos que desarraigar esta esperanza que habita de alguna manera en nuestro corazón.
Toco aquí la palabra corazón y me viene lo más hondo que he leído en mucho tiempo. Es de Romano Guardini y lo dice describiendo a Stavròghin, un personaje de su obra “Los demonios”:
“Stavròghin no tiene corazón; por eso su espíritu es frío y vacío y su cuerpo se intoxica en una pereza y sensualidad bestial. No tiene corazón, por eso no puede encontrar íntimamente a nadie y nadie se encuentra verdaderamente con él. Porque solo el corazón crea la intimidad, la verdadera cercanía entre dos seres. Solo el corazón sabe acoger y dar una patria. La intimidad es el acto, la esfera del corazón. Stavròghin está siempre infinitamente lejano, incluso de sí mismo, porque interior a sí el hombre sólo puede serlo con el corazón, no con el espíritu. El hombre no tiene en su poder el entrar en la propia interioridad con el espíritu. Por eso, si el corazón no vive, el hombre es un extraño para sí mismo”.
Sin enredarnos en muchas distinciones, lo que me iluminó como un rayo es esa frase de Guardini que afirma que, a la intimidad, se entra de corazón o no se entra.
Esto es para todos los que se hacen lío con los razonamientos y cuando algún Saduceo moderno da cátedra sobre la evolución, sobre la química del cerebro o sobre la materia, se confunden y dudan de lo que dice el Evangelio porque les parece que es poco científico.
Nuestro corazón es ese misterioso “corazón” (iba a decir “lugar” o “centro” pero es una palabra primordial, no hay otra palabra para decir corazón que “corazón”) donde laten al unísono lo que llamamos espíritu y lo que llamamos carne. No somos “espíritu y carne”. Lo que somos sólo lo podemos saber si entramos en nuestro corazón y si lo hacemos de corazón.
Si entramos allí donde “latimos”, donde somos amados y amamos.
Si entramos allí donde sabemos si somos amados o no.
Si entramos amando “de todo corazón”, como decimos.
Cuando Jesús dice que Dios es un Dios de vivientes, está diciendo que Dios es Dios de los corazones. Sin corazón un cerebro puede ser reemplazado por una computadora, porque no tiene capacidad de “decidir por amor”.
Confesiones de un Saduceo (2007)
“Creo que fue la serena convicción con que lo dijo lo que me llevó a reflexionar…
Sí, fueron más sus ojos sin rastro de ira ante nuestra burla, que pretendía avergonzarlo en público, lo que me llamó la atención.
Después se sumaron otros detalles, especialmente el contraste entre la gente, que se maravillaba de su doctrina y la furia de mis colegas (más contra la satisfacción que le producía a los fariseos el ver cómo nos había tapado la boca, que contra Él…).
Yo había ideado y escrito la “anti-parábola de la viuda resucitada”, como le dí en llamar. Y me creí que era verdaderamente ingeniosa. El inventaba parábolas que describían el cielo de los resucitados con la intención de cambiar nuestras costumbres en la tierra y a mí se me ocurrió proyectar una situación terrena para burlarme de sus ideas del cielo. Esperaba, al menos, otra parábola en respuesta. O que rebatiera el argumento, como hizo con lo de la moneda del César…
La verdad es que el Rabbí me resultaba interesante.
Oírlo discutir con los fariseos me encantaba y prefería su apertura moral antes que la sarta de leyes escrupulosas sobre las que ellos discutían interminablemente…
Pero lo que no podía entender era cómo un hombre inteligente como él podía creer en la resurrección de los muertos.
Soy capaz de comprender que los que trabajan en torno al templo y viven de la religión, necesiten prometer algo bueno a la gente para mantenerla sumisa y colaboradora. Para ello, nada mejor que hablarles del cielo mientras se aprovechan de su dinero en esta tierra… Pero que alguien pobre y humilde como el Rabbí, sin ambiciones ni intereses personales y a la vez tan inteligente, hablara tanto del cielo, me intrigaba mucho. ¿No se daba cuenta que con eso favorecía a los comerciantes de la religión?
La verdad es que la explicación que dio de las Escrituras, lo de que seremos como ángeles y que no nos casaremos, no la seguí mucho. Lo que me golpeó fue la última frase. Me miró especialmente a mí, como si supiera que era yo el que había inventado la anti-parábola y dijo: “Él no es un Dios de muertos sino de vivientes; pues todos viven para él”.
Lucas no lo pone, pero Mateo y Marcos sí lo registraron: Él dijo también: “Ustedes están en un error grave, por no comprender bien las Escrituras”.
Si hay algo que no me gusta es estar en un error; y menos que me lo digan en público. Pero que me dejen ahí, sin más explicaciones y que todo el mundo se dé por satisfecho con lo que dijo el que me corrigió, ya es el colmo.
Ahí me di cuenta de que la gente no tenía interés en nuestras discusiones de palabras: estaban fascinados con la Palabra de Jesús.
Cualquier cosa que él dijera, estaba bien.
No se ponían a pensar si podrían cumplir todo lo que él les decía.
Sus palabras, simplemente, les conmovían el corazón.
No eran “razonables”, como esos argumentos que suenan lógicos, pero te dejan afuera.
Sus palabras entraban en uno y permanecían, como si se aposentaran.
Sin apuro por dar fruto…
Entraban mansamente en el corazón, como semillas en la tierra blanda por la llovizna…
Y eso fue lo que me pasó a mí. Le escuché decir que nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos y se despertó en mí el deseo de ese Dios Vivo; le escuché decir que todos vivimos para él y se despertó en mi corazón el deseo de vivir también yo para él.
¡El deseo! ¿Pueden creer que estando ante Él, por primera vez en mi vida, descubrí lo que era tener un deseo? Hasta ese momento yo había tenido necesidades. Y tenía claro que cuando las satisfacía, dejaban de interesarme. Así entendía yo esas ideas del cielo: como una carencia que algunos pretendían llenar con una ilusión.
Pero al escucharlo hablar del Cielo a Él, algo nuevo se movió en mi corazón. Deseaba que siguiera hablando.
Aunque dijera cosas dolorosas, como eso de que estábamos en un grave error. Todo lo que percibía en él, su coherencia, su señorío, su limpieza, su sinceridad… todo, eran cosas positivas que despertaban deseos de más en todas mis facultades.
No sé si han tenido alguna vez la experiencia de estar ante una persona así, cuya sola presencia basta para que uno no quiera otra cosa sino seguir estando ante ella. Gozando de que esté viva, quiero decir. Gozando de que exista.
¡El Dios vivo del que hablaba era Él mismo!
Y distinto a la vez.
Y no es que le brillara ninguna luz especial.
El Dios vivo estaba en sus Palabras.
Se hacía presente en cada una de sus Palabras como si fueran Palabras vivas, capaces de crear lo que nombraban.
Cada Palabra suya era como un tapiz bordado, como una pieza musical… Cada Palabra que salía de sus labios iluminaba como un amanecer,
limpiaba el alma como un viento fuerte,
regaba el corazón como una acequia que trae agua de la montaña.
Y después que decía las cosas así, la experiencia no desaparecía, sino que cada Palabra se guardaba ella misma en mi corazón y quedaba disponible, como un tesoro escondido, como una fuente de agua viva, para ser de nuevo saboreada como… ¡como un pan vivo…!
Desde entonces creo en él.
Creo en su Dios, que no es un Dios de muertos.
Creo en la resurrección de la carne, de la que me burlaba por ignorante.
Creo todo, porque lo dice Él.
Y lo más asombroso es que creo como toda la gente sencilla que cree en Él y se le acerca. Es más, quiero mezclarme con esa gente de manera tal que nada me distinga, para que nada me distraiga de estar cerca de Él. Cuánto más anónimo y escondido yo, uno más entre los otros, todos juntos e iguales, más Él, más en Él.”
Diego Fares sj