Volvieron los apóstoles a juntarse con Jesús
Y le reportaron (ap angeilan) todas las cosas que habían hecho y enseñado.
El les dice:
‘Vengan ustedes solos aparte a un lugar desierto
y descansen un poquito (anapausasthe)’.
Porque eran tantos los que iban y venían
que no encontraban un momento ni para comer.
Y se fueron en la barca a un lugar desierto entre ellos solos.
Pero muchos los vieron que se iban y los reconocieron.
Entonces, a pie y de todas las aldeas, concurrieron allá
Y llegaron antes que ellos.
Al desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre,
Y se compadeció entrañablemente (splangisestai) de ellos,
Porque andaban como ovejas que no tienen pastor
Y se puso a enseñarles largamente y con calma (Mc 6, 30-34).
Contemplación
Este evangelio de Marcos tiene varias «palabras-pan», palabras que son en sí mismas, cada una, un evangelio, una buena noticia, porque comulgando con ellas se saborea el evangelio entero. Las escribo de manera que suenen en un griego familiar, que está en el origen de nuestra lengua castellana:
Juntarse con Jesús (sin-agogein). contarle a Jesús lo que uno a hecho, darle un reporte (ap angelio).
Cuando hablamos de Evangelio (eu-angelio), en el sentido de anunciar a otros la «buena noticia» de Jesús, que nos revela la Misericordia del Padre y las Bienventuranzas, debemos saber que el anuncio incluye el reporte: la palabra que sembramos la debemos reportar a Jesús para que, conversando con Él nos mejore el modo de comunicarla, nos haga mejores evangelizadores.
Hacer una pausa con Jesús (anapausasthe), ir a descansar con Él.
Compadecerse-simpatizar entrañablemente junto con Jesús (splangisestai).
Reconocer a Jesús (epegnosan) que es la gracia del discernimiento que tiene el pueblo fiel.
Ponerse a enseñar a la gente de Jesús (didaskein).
Podemos concentrar todas estas palabras en torno a «evangelio».
Todos sabemos lo que quiere decir Evangelio. No digo «técnicamente», en el sentido del anuncio del kerygma y de los cuatro evangelios canónicos, sino como pueblo fiel, como gente común que cuando se dice «evangelio» entiende que hay algo bueno de Jesús para cada uno en especial y para todos. Sabemos que se trata de una Palabra buena, alegre, que ilumina, que aconseja bien, que se puede anunciar a otros. Una parábola de Jesús es algo que todo el mundo -toda la gente de buena voluntad- recibe bien. Aunque por ahí no acepte las interpretaciones de la Iglesia, la parábola es patrimonio común de la humanidad; más que los monumentos y los paisajes naturales. La parábola del Buen Samaritano es un tesoro de la humanidad!
Pues bien, este «evangelio» tiene dos polos, por decir así: no solo se trata de anunciarlo a la gente -lo cual requiere la gracia de discernir, con la ayuda del Espíritu, para saber decir la palabra justa en el momento justo- sino que también se trata de «reportarle» (ap-angelion) a Jesús todo lo que hicimos y dijimos al llevar el evangelio a los demás. De esto hay que charlar con el Señor.
A este «reporte» se refiere el Papa en Gaudete et exsultate cuando habla de hacer un examen de conciencia. El dice así: «Por tanto, pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero «examen de conciencia»» (GE 169).
Nosotros solemos entender «examen de conciencia» solo en sentido moral individual: qué hice mal, en qué estuve tentado, en qué pequé. Pero se trata de algo mucho más interesante, que no excluye lo moral y las fallas por cierto, pero las mete en una perspectiva de santida misional. Recordemos que el Papa cuando habla de santidad tiene un pasaje muy consolador sobre este punto de «los defectos». Dice:
«Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona» (GE 22).
Como vemos, lo importante es «transmitir fielmente el evangelio», con o sin defectos: con toda nuestra vida. Dios usa también los defectos de los que quieren llevar su Evangelio a los hombres. Esto es consolador. No podría ser de otra manera ya que se trata de anunciar la Misericordia y esta se ve mejor si en la persona misma que la anuncia se ve que ejerce su primera acción!
Por tanto, en el examen de conciencia que propone el Papa, el «reporte» que le hacemos a Jesús de nuestras cosas, no será en primer lugar el reporte de nuestros pecados y defectos sino el reporte de lo que hizo su Palabra en los demás y en nosotros. Le contaremos la alegría que nos dió visitar a tal enfermo, servir a tal pobre, enseñar a rezar a tal niño, haber escuchado y aconsejado bien a un amigo… No solo lo que hicimos sino especialmente las gracias que experimentamos al «anunciar su evangelio» con gestos y palabras. Y ahí sí, le contaremos las tentaciones que sentimos para no predicar el evangelio: los miedos, los desánimos, el espíritu de derrotismo… Contándole al Señor lo que expermentamos practicando el evangelio podremos discernir con la ayuda del Espíritu, cómo hacerlo mejor. Y en vistas de esa misión revisaremos nuestro carisma. Es decir: quiénes somos por gracia.
En ese marco amplio y sanante de la alegría del evangelio, ahí sí, podremos incluir, como un punto más, quiénes somos «por sicología», digamos así. (Martini distingue estas dos conciencias: la conciencia de lo que somos por gracia y la conciencia sicológica). Nuestros defectos y pecados son una dificultad más, junto con todas las externas, que el Señor tiene que purificar, como hizo al lavar los pies de los discípulos. Si lo contemplamos así, veremos que les lava los pies porque les lava «el instrumento para salir a misionar». No les lava las manos ni la cabeza (aunque también les pegaba una buena lavada de cabeza de vez en cuando). Les lava los pies para que puedan salir a caminar de nuevo y se vean «hermosos los pies de los que anuncian la buena noticia», como dice Isaías.
Así, esta palabra «reportar» (apangelio) ligada a «buena noticia» (evangelio), es un punto de conversión para nuestro modo de «pensarnos a nosotros mismos». Nos cuesta hacer examen de conciencia porque tenemos muy metida una mirada autorreferencial: cómo soy, qué hice, qué siento, cómo hago para pasarla bien, de qué me culpo… Yo, yo, yo.
El Señor nos invita a «descansar un rato con Él», no tanto del trabajo sino de nuestro yo invasivo. Nos invita a hacer una pausa y contarle tranquilamente -al igual que Él enseñaba a la gente largamente y sin apuro- lo que el evangelio hizo en los otros y en nosotros al predicarlo y ponerlo en acción. Este es un examen de conciencia evangélico y apostólico.
El contenido objetivo serán las bienaventuranzas -el estilo de Jesús- y las obras de misericordia corporales y espirituales.
El contenido subjetivo serán los sentimientos y pensamientos de alegría o tristeza en torno a estas bienaventuranzas y obras de misericordia. Sentí ánimo o desánimo al ir a servir a los pobres. Sentí fuerza o debilidad para predicar un valor evangélico. Me pacificó el Espíritu o me puso ansioso el mal espíritu al ver que había dificultades…
Este tipo de examen de conciencia es lo que el Papa llama «discernimiento»: «El discernimiento nos lleva a reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones». Y agrega que «Es un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor». Instrumento de lucha sobre todo para dos cosas: «reconocer los tiempos de Dios y de su gracia» y «no desperdiciar las inspiraciones del Señor» que siempre son «una invitación a crecer» y a madurar en el amor, que «no hay que dejar pasar».
La última cosa a tener en cuenta al «reportar» estas cosas evangélicas a Jesús es que:
«Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo cotidiano. Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy». En la tumba de san Ignacio de Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño)» (GE 169). Que también se puede traducir, referido a Dios mismo: «Es propio de Dios no tener límites para su inmensa grandeza y al mismo tiempo poder ‘dejarse contener enteramente’ dentro de un espacio mínimo«, como el de un rato nuestro de oración.
Para terminar con algo sabroso una narración de Teresita acerca del día de sus votos:
Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la víspera, se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en toda mi vida… Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda acerca de mi vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche, al hacer el Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un sueño, una quimera… La vida del Carmelo me parecía muy hermosa, pero el demonio me insuflaba la convicción de que no estaba hecha para mí, de que engañaba a los superiores empeñándome en seguir un camino al que no estaba llamada…Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni entendía más que una cosa: ¡que no tenía vocación…!
¿Cómo describir la angustia de mi alma…? Me parecía (pensamiento absurdo, que demuestra a las claras que esa tentación venía del demonio) que si comunicaba mis temores a la maestra de novicias, ésta no me dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería cumplir la voluntad de Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo haciendo la mía.
Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena de confusión, le expuse el estado de mi alma…
Gracias a Dios, ella vio más claro que yo y me tranquilizó por completo. Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, que quizás pensaba que no me iba a atrever a confesar aquella tentación. En cuanto acabé de hablar, desaparecieron todas las dudas.
Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise confiarle también mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó con echarse a reír.
En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un río de paz. Y en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los santos votos…
Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es decir, entre gracias extraordinarias, sino al soplo de una ligera brisa parecida a la que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías…
¡Cuántas gracias pedí aquel día…! Me sentía verdaderamente reina, así que me aproveché de mi título para liberar a los cautivos y alcanzar favores del Rey para sus súbditos ingratos. En una palabra, quería liberar a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores… Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas…, por toda la familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y tan santo… Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello…
Pasó por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues hasta los días más radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no me quitaría mi felicidad… ¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús… Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí y excepto la alegría serena que sentí por la noche al ver titilar las estrellas en el firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se abriría ante mis ojos extasiados y podría unirme a mi Esposo en una alegría eterna…».
Diego Fares sj