«Es propio de Dios no tener límites para su inmensa grandeza y al mismo tiempo ‘dejarse contener enteramente’ dentro de un espacio mínimo» (como el de un rato nuestro de oración) (16 B 2018)

Volvieron los apóstoles a juntarse con Jesús

Y le reportaron (ap angeilan) todas las cosas que habían hecho y enseñado.

El les dice:

‘Vengan ustedes solos aparte a un lugar desierto

y descansen un poquito (anapausasthe)’.

Porque eran tantos los que iban y venían

que no encontraban un momento ni para comer.

Y se fueron en la barca a un lugar desierto entre ellos solos.

Pero muchos los vieron que se iban y los reconocieron.

Entonces, a pie y de todas las aldeas, concurrieron allá

Y llegaron antes que ellos.

Al desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre,

Y se compadeció entrañablemente (splangisestai) de ellos,

Porque andaban como ovejas que no tienen pastor

Y se puso a enseñarles largamente y con calma (Mc 6, 30-34).

 

Contemplación

Este evangelio de Marcos tiene varias «palabras-pan», palabras que son en sí mismas, cada una, un evangelio, una buena noticia, porque comulgando con ellas se saborea el evangelio entero. Las escribo de manera que suenen en un griego familiar, que está en el origen de nuestra lengua castellana:

Juntarse con Jesús (sin-agogein). contarle a Jesús lo que uno a hecho, darle un reporte (ap angelio).

Cuando hablamos de Evangelio (eu-angelio), en el sentido de anunciar a otros la «buena noticia» de Jesús, que nos revela la Misericordia del Padre y las Bienventuranzas, debemos saber que el anuncio incluye el reporte: la palabra que sembramos la debemos reportar a Jesús para que, conversando con Él nos mejore el modo de comunicarla, nos haga mejores evangelizadores.

Hacer una pausa con Jesús (anapausasthe), ir a descansar con Él.

Compadecerse-simpatizar entrañablemente junto con Jesús (splangisestai).

Reconocer a Jesús (epegnosan) que es la gracia del discernimiento que tiene el pueblo fiel.

Ponerse a enseñar a la gente de Jesús (didaskein).

Podemos concentrar todas estas palabras en torno a «evangelio».

Todos sabemos lo que quiere decir Evangelio. No digo «técnicamente», en el sentido del anuncio del kerygma y de los cuatro evangelios canónicos, sino como pueblo fiel, como gente común que cuando se dice «evangelio» entiende que hay algo bueno de Jesús para cada uno en especial y para todos. Sabemos que se trata de una Palabra buena, alegre, que ilumina, que aconseja bien, que se puede anunciar a otros. Una parábola de Jesús es algo que todo el mundo -toda la gente de buena voluntad- recibe bien. Aunque por ahí no acepte las interpretaciones de la Iglesia, la parábola es patrimonio común de la humanidad; más que los monumentos y los paisajes naturales. La parábola del Buen Samaritano es un tesoro de la humanidad!

Pues bien, este «evangelio» tiene dos polos, por decir así: no solo se trata de anunciarlo a la gente -lo cual requiere la gracia de discernir, con la ayuda del Espíritu, para saber decir la palabra justa en el momento justo- sino que también se trata de «reportarle» (ap-angelion) a Jesús todo lo que hicimos y dijimos al llevar el evangelio a los demás. De esto hay que charlar con el Señor.

A este «reporte» se refiere el Papa en Gaudete et exsultate cuando habla de hacer un examen de conciencia. El dice así: «Por tanto, pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero «examen de conciencia»» (GE 169).

Nosotros solemos entender «examen de conciencia» solo en sentido moral individual: qué hice mal, en qué estuve tentado, en qué pequé. Pero se trata de algo mucho más interesante, que no excluye lo moral y las fallas por cierto, pero las mete en una perspectiva de santida misional. Recordemos que el Papa cuando habla de santidad tiene un pasaje muy consolador sobre este punto de «los defectos». Dice:

«Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona» (GE 22).

Como vemos, lo importante es «transmitir fielmente el evangelio», con o sin defectos: con toda nuestra vida. Dios usa también los defectos de los que quieren llevar su Evangelio a los hombres. Esto es consolador. No podría ser de otra manera ya que se trata de anunciar la Misericordia y esta se ve mejor si en la persona misma que la anuncia se ve que ejerce su primera acción!

Por tanto, en el examen de conciencia que propone el Papa, el «reporte» que le hacemos a Jesús de nuestras cosas, no será en primer lugar el reporte de nuestros pecados y defectos sino el reporte de lo que hizo su Palabra en los demás y en nosotros. Le contaremos la alegría que nos dió visitar a tal enfermo, servir a tal pobre, enseñar a rezar a tal niño, haber escuchado y aconsejado bien a un amigo… No solo lo que hicimos sino especialmente las gracias que experimentamos al «anunciar su evangelio» con gestos y palabras. Y ahí sí, le contaremos las tentaciones que sentimos para no predicar el evangelio: los miedos, los desánimos, el espíritu de derrotismo… Contándole al Señor lo que expermentamos practicando el evangelio podremos discernir con la ayuda del Espíritu, cómo hacerlo mejor. Y en vistas de esa misión revisaremos nuestro carisma. Es decir: quiénes somos por gracia.

En ese marco amplio y sanante de la alegría del evangelio, ahí sí, podremos incluir, como un punto más, quiénes somos «por sicología», digamos así. (Martini distingue estas dos conciencias: la conciencia de lo que somos por gracia y la conciencia sicológica). Nuestros defectos y pecados son una dificultad más, junto con todas las externas, que el Señor tiene que purificar, como hizo al lavar los pies de los discípulos. Si lo contemplamos así, veremos que les lava los pies porque les lava «el instrumento para salir a misionar». No les lava las manos ni la cabeza (aunque también les pegaba una buena lavada de cabeza de vez en cuando). Les lava los pies para que puedan salir a caminar de nuevo y se vean «hermosos los pies de los que anuncian la buena noticia», como dice Isaías.

Así, esta palabra «reportar» (apangelio) ligada a «buena noticia» (evangelio), es un punto de conversión para nuestro modo de «pensarnos a nosotros mismos». Nos cuesta hacer examen de conciencia porque tenemos muy metida una mirada autorreferencial: cómo soy, qué hice, qué siento, cómo hago para pasarla bien, de qué me culpo… Yo, yo, yo.

El Señor nos invita a «descansar un rato con Él», no tanto del trabajo sino de nuestro yo invasivo. Nos invita a hacer una pausa y contarle tranquilamente -al igual que Él enseñaba a la gente largamente y sin apuro- lo que el evangelio hizo en los otros y en nosotros al predicarlo y ponerlo en acción. Este es un examen de conciencia evangélico y apostólico.

El contenido objetivo serán las bienaventuranzas -el estilo de Jesús- y las obras de misericordia corporales y espirituales.

El contenido subjetivo serán los sentimientos y pensamientos de alegría o tristeza en torno a estas bienaventuranzas y obras de misericordia. Sentí ánimo o desánimo al ir a servir a los pobres. Sentí fuerza o debilidad para predicar un valor evangélico. Me pacificó el Espíritu o me puso ansioso el mal espíritu al ver que había dificultades…

Este tipo de examen de conciencia es lo que el Papa llama «discernimiento»: «El discernimiento nos lleva a reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones». Y agrega que «Es un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor». Instrumento de lucha sobre todo para dos cosas: «reconocer los tiempos de Dios y de su gracia» y «no desperdiciar las inspiraciones del Señor» que siempre son «una invitación a crecer» y a madurar en el amor, que «no hay que dejar pasar».

La última cosa a tener en cuenta al «reportar» estas cosas evangélicas a Jesús es que:

«Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo cotidiano. Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy». En la tumba de san Ignacio de Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño)» (GE 169). Que también se puede traducir, referido a Dios mismo: «Es propio de Dios no tener límites para su inmensa grandeza y al mismo tiempo poder ‘dejarse contener enteramente’ dentro de un espacio mínimo«, como el de un rato nuestro de oración.

Para terminar con algo sabroso una narración de Teresita acerca del día de sus votos:

Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la víspera, se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en toda mi vida… Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda acerca de mi vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche, al hacer el Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un sueño, una quimera… La vida del Carmelo me parecía muy hermosa, pero el demonio me insuflaba la convicción de que no estaba hecha para mí, de que engañaba a los superiores empeñándome en seguir un camino al que no estaba llamada…Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni entendía más que una cosa: ¡que no tenía vocación…!

¿Cómo describir la angustia de mi alma…? Me parecía (pensamiento absurdo, que demuestra a las claras que esa tentación venía del demonio) que si comunicaba mis temores a la maestra de novicias, ésta no me dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería cumplir la voluntad de Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo haciendo la mía.

Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena de confusión, le expuse el estado de mi alma…

Gracias a Dios, ella vio más claro que yo y me tranquilizó por completo. Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, que quizás pensaba que no me iba a atrever a confesar aquella tentación. En cuanto acabé de hablar, desaparecieron todas las dudas.

Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise confiarle también mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó con echarse a reír.

En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un río de paz. Y en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los santos votos…

Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es decir, entre gracias extraordinarias, sino al soplo de una ligera brisa parecida a la que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías…

¡Cuántas gracias pedí aquel día…! Me sentía verdaderamente reina, así que me aproveché de mi título para liberar a los cautivos y alcanzar favores del Rey para sus súbditos ingratos. En una palabra, quería liberar a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores… Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas…, por toda la familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y tan santo… Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello…

Pasó por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues hasta los días más radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no me quitaría mi felicidad… ¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús… Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí y excepto la alegría serena que sentí por la noche al ver titilar las estrellas en el firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se abriría ante mis ojos extasiados y podría unirme a mi Esposo en una alegría eterna…».

Diego Fares sj

 

Perder el miedo al Espíritu, Dedo de la Mano del Padre (Santísima Trinidad B 2018)

“Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea,

al monte que Jesús les había indicado.

Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron.

Jesús se acercó a ellos y les habló así:

‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.

Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes

bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,

y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado.

Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días

hasta la consumación de los siglos’” (Mt 28, 16-20).

Contemplación

  1. La contemplación de la Trinidad la comencé por el lado de la alabanza y de la bendición. Mi manera práctica de dirigirme a la Santísima Trinidad es glorificarla y pedirle bendición.

…………..

Es en la Iglesia donde resuena el ¡Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu santo!, que aprendimos de «aquel momento en que se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: « Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10 21).

Ese momento, del que habla Lucas, fue el del regreso de los 72 discípulos misioneros. El Señor los había enviado de dos en dos a anunciar el evangelio, la buena noticia: «el Reino de Dios está cerca de ustedes». Ellos «regresaron alegres» y al verlos retornar contentos de la misión, el Señor se llenó de gozo en el Espíritu Santo y bendijo al Padre, Señor del Cielo que comenzaba a reinar también en esta Tierra.

Nosotros, en la fiesta de la Santísima Trinidad, le pedimos al Espíritu con intenso deseo (y si no sentimos intenso deseo le pedimos también que nos de deseo de desear más, con más fuerza y alegría), que nos llene de gozo para Alegrarnos y exultar como Jesús y poder bendecir con Él al Padre que se revela a los pequeños.

Agradecemos a la Iglesia, nuestra Madre y nuestro Pueblo, porque es en Ella -en su espacio comunitario en torno a la Eucaristía y a todas las celebraciones-, donde podemos entonar juntos esta alabanza a nuestro Dios verdadero.

 

2. Luego me inquietó pensar en un mundo sin Alabanza ni bendición y eso me llevó a pedir al Espíritu que tocara y abriera mi corazón.

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Imaginemos, dice un autor, un mundo de fábricas, clubs, shoppings, reuniones políticas, universidades utilitarias, artes y recreaciones utilitarias, en el que no pudiéramos oír ni una sola voz aclamando: «Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo«; ninguna voz bendiciéndonos: «En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo«. Un mundo que transcurre al sol y sus relaciones se dan en el plano del utilitarismo, del industrialismo, de la tecnología…,un mundo en el que todo es biología, sicología y sociología, sin puerta alguna ni ventana al Reino de Dios. Un mundo sin Espíritu Santo que es Quien nos hace entrar en contacto con la Trinidad

Al Espíritu Santo se le llama «Dedo de la Diestra del Padre». Al pensar en su forma de relacionarse con nosotros podemos pensar en ese leve contacto espiritual que hoy ejercitamos para encender nuestros celulares y tabletas y que a veces contrasta tanto con el modo brusco de relacionarnos con otros seres humanos.

Cuando Jeremías profetizaba que Dios escribiría su ley en nuestros corazones (Jr. 31, 33) me gusta imaginar al Señor escribiendo suavemente en el teclado digital de nuestro corazón, que se enciende y se ilumina con sus palabras. Así también en la lucha, cuando el Señor dice que expulsa los demonios «con el dedo de Dios», me gusta pensar que los mueve con un dedo, los expulsa como quien pasa página y mira más allá. Si con un dedo le basta al Señor para hacer callar al Acusador, para comunicar su Espíritu Santo lo hace imponiendo sus manos con todo su corazón.

La imagen trinitaria del «dedo de la mano derecha (Jesús) del Padre» es una imagen táctil que puede ayudarnos en una relación con la Trinidad en la que la imágenes de tres personas iguales y distintas -como los tres ángeles de Rublev- y las expresiones numéricas del «Uno y Trino»- se nos mezclan con tantas imágenes y números que tenemos en la cabeza.

En el leve toque del Dedo de la Mano del Padre podemos sentir la potencia operativa del Espíritu que nos pone en contacto con la Carne del Señor y le permite al Padre abrazarnos como cuando corrió a abrazar a su hijo pródigo que volvía y se le echó al cuello y lo besó y lo hizo entrar en la casa.

Basta un toque suave -como a una tecla- del Espíritu para desencadenar esta fuerza arrolladora del Padre que se sale de sí para darnos todo, como a hijos muy queridos.

Basta un toque del Espíritu para que nos demos cuenta solos, sin necesidad de que nadie nos explique, de toda la Verdad Personal de Quién es Jesús para nosotros: el Señor de la vida de cada uno, el único capaz de hacer de todos los pueblos un solo pueblo de Dios que camina hacia la salvación.

Basta un toque del Espíritu para hacernos discernir -con clara lucidez y determinación- lo que tenemos que hacer en este momento preciso para agradar a Dios y hacerle contra -por no darle el gusto- al mal espíritu.

 

3. Por fin, encontré la imagen de la Mano de Jesús crucificado y sentí que allí hay una imagen de la Trinidad que no confunde y que quita el miedo

………..

Está todo allí: en la imagen de la Mano de Jesús crucificado; en la punta del Dedo de esa Mano totalmente abierta, entregada, de un Jesús que se ha abandonado en las Manos de su Padre y nos invita a dejarnos tocar por su Gracia que mana de la Cruz y nos comunica la Fortaleza del Espíritu que nos hace adorar diciendo «Abba» -Padrenuestro-, y confesar que «Jesús es nuestro Señor», a quien seguimos sirviendo a nuestros hermanos.

Dice Francisco:

«Hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida (GE 175).

El Espíritu viene en Persona a nuestra vida. Y nos hace entrar en la esfera de acción y de presencia de la Persona del Padre y de la Persona de Jesús.

Una vez que le perdemos el miedo, como uno le pierde el miedo a un buen médico o a un buen maestro, el Espíritu supera cualquier tipo de distancia que tengamos con el Padre, sea la distancia de la avidez que nos hizo alejarnos de la Casa paterna con nuestra parte de la herencia, sea la distancia de la culpa que no nos deja regresar a pedir perdón.

El Espíritu facilita y vuelve agradable el hecho de vivir y caminar en la presencia del Padre y convierte en algo deseable que el Padre (que ve en lo secreto) examine nuestro corazón para ver si va por el camino correcto.

El Espíritu hace que conozcamos la voluntad del Padre, lo que le agrada, la misericordia perfecta y hace que nos confiemos a sus manos que nos podan como las manos del Viñador y nos moldean como las manos del Alfarero (cfr. GE 51).

            El Espíritu hace que confesemos que Jesús es nuestro Señor, nuestro guía y conductor, nuestro consejero y jefe en la vida cotidiana. Un Jefe cuyos mandamientos no son «órdenes militares ni funcionales» sino más bien exhortaciones apostólicas, que nos instan a desinstalarnos de la comodidad y nos permiten distinguir rostros que nos alientan y nos solicitan.

Como dice el Papa: «Jesús abre una brecha en medio de la selva de mandamientos y preceptos de la vida actual: una brecha que permite distinguir dos rostros: el del Padre y el del hermano. Jesús no nos da dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor uno solo: el de Dios que se refleja en muchos hermanos» (GE 61).

El Espíritu Santo nos da «la libertad de Jesucristo y nos llama a examinar

lo que hay dentro de nosotros ―deseos, angustias, temores, búsquedas―

y lo que sucede fuera de nosotros  —los «signos de los tiempos»—

para reconocer los caminos de la libertad plena: «Examinadlo todo; quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21). (GE 168)

 

En la fiesta de la Santísima Trinidad pedimos la gracia de perder el miedo a dejanos tocar por el Dedo de la Mano del Padre.

El Señor no se cansa de darnos la paz. Los criterios de discernimiento que brotan de la alegría de Jesús resucitado (2 B Pascua 2018)

La imagen del Señor resucitado nos muestra una resurrección que se le sale por los dorados del mosaico: brilla en las llagas, en el vestido y el manto, en los cabellos y la barba, y más que nada, en el espacio que lo circunda y en la herida de su Costado abierto, en la llaga de su Corazón.

“Siendo tarde aquel día, el primero después del Sábado, Y estando las puertas cerradas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con ustedes». Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado.

Se alegraronentonces los discípulos viendo al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con ustedes. Como el Padre me envió, también yo los envío.» Y cuando dijo esto, sopló sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos.»

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían:

  • «Hemos visto al Señor.»

Pero él les contestó:

  • «Si no veo en sus manos la señal de los clavosy no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.»

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Vino Jesús estando las puertas cerradas, y se presentó en medio de ellos y dijo:

  • «La paz con ustedes.» Luego dice a Tomás:
  • «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo sino fiel.»

Tomás le contestó:

  • «Señor mío y Dios mío. »

Le dice Jesús:

  • «Porque me has visto has creído. Felices los que no vieron y creyeron.»
  • Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20, 19-29).

 

Contemplación

 

El Anuncio de la Resurrección requiere discernimiento. Hemos visto cómo las discípulas tuvieron que discernir que ese miedo que se apoderaba de ellas y las hacía callar el Anuncio, era del mal espíritu. Hoy los discípulos tienen que discernir la Paz que el Señor les da repetidas veces y la alegría que sienten al ver al Señor resucitado..

En qué sentido digo discernir? En el sentido de que no toda paz y toda alegría son lo mismo. La Paz de Jesús es algo totalmente especial. El Señor ya les había dicho que su paz no era como la que da del mundo. Y lo mismo podemos decir de la alegría: el Señor les había prometido una alegría que nadie les podría quitar. Hay que discernir, por tanto, entre paz mundana y Paz de Jesús, entre alegría que nos pueden quitar y Alegría que nadie nos puede robar.

Este fue el primer discernimiento que hizo Ignacio, el que «hizo que se le abrieran los ojos» cuando discirnió que la Alegría que experimentaba al leer el Evangelio y la vida de Cristo «duraba» después que había cerrado el libro. En cambio la alegría que le daban los libros de aventuras se esfumaba al terminar de leer. Más aún, la Alegría del Evangelio le daba deseos de ir a Anunciar el Evangelio a todos. Era una alegría misionera. La otra en cambio era una experiencia sólo suya (aunque uno cuente que le gustó una serie o una película no es que ande empujando a todos a que la vean. Cada uno tiene sus gustos).

 

Discernir la Alegría, discernir la Paz.

Con la Alegría de ver al Señor Resucitado a los discípulos les pasará una cosa que parece extraña y sin embargo es muy común. Uno de los evangelistas dirá después que «de la alegría que sentían no podían creer». A mucha gente le pasa en Ejercicios que cuando tienen una consolación grande y sienten algo que nunca habían sentido, primero gozan de esa experiencia única que los hace sentir amados por Dios y creer en Jesús, pero luego les vienen dudas. Será verdad algo tan especial? Y surgen los miedos: qué me irá a pedir Dios ahora?

Qué y cómo hay que discernir? Hay que discernir la Paz y la Alegría y hay que hacerlo volviendo a leer estos Evangelios de la Resurrección en los que se contienen todos los criterios de discernimiento que el Espíritu nos va revelando en la medida en que lo necesitamos cada vez.

Una clave que encontramos en este evangelio está en el hecho -significativo- de que Jesús les de la Paz tres veces. Es como si cada vez que se presenta y también durante su Visita, el Señor tuviera que darles de nuevo el don de su Paz.

Qué quiere decir esto? Entre otras cosas, significa que no tenemos que «dejarnos llevar» por el fluir de los sentimientos.

Nuestros sentimientos tienen su secuencia natural, distinta en cada uno, de acuerdo a su historia y a sus experiencias de vida. Recuerdo un comensal del Hogar al que la alegría que sintió cuando le dimos a soplar la velita en el festejo de los cumpleaños le trajo el recuerdo de que nunca le habían festejado uno. No tenía memoria de festejos de cumpleaños. Y la alegría presente se le mezclaba con la pena honda del pasado. Por eso digo que hay que discernir bien la Alegría del Señor Resucitado y separarla de las nuestras.

En los Ejercicios Ignacio hace pedir: «gracia para alegrarme y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» (EE 241). Es decir: pedimos la gracia de alegrarnos y gozar «por Otro«.

Humanamente todos tenemos experiencia de estas alegrías gratuitas, enteramente centradas en la alegría del otro. Es la alegría de los padres que ven que se recibe o se casa su hijo, es la alegría del amigo que ve premiado a su amigo. Cuando uno se alegra por la alegría de alguien amado, si surge algún sentimiento de autorreferencia, de comparación, de celos o de tristeza, rápidamente se disciernen como del mal espíritu y uno vuelve a concentrarse en gozar con el gozo del otro y alimentar ese sentimiento nos confirma en el bien.

Cuando uno se concentra en la alegría del otro, esa alegría es pura. Por que? Por que  uno se alegra de que el corazón del otro se dilate por el bien que recibe y eso nos hace comprender dos cosas: una, que el bien es difusivo de sí, el amor se irradia como irradia su luz y su calor el sol; la otra, que la medida para gozar y recibir un bien es única en cada uno. No puedo gozar como goza el otro. Si quiero alegrarme me debo dejar inundar por el mismo bien que dilata el corazón del otro y dejar que dilate el mío y me de su medida teniendo en cuenta la mía.

Este es el discernimiento base con respecto a la alegría. Podríamos decir así: es tentación (mala y mentirosa) entristecerse por la alegría de otro. Es tentación ese pensamiento que puede surgir y que dice: por qué yo no puedo alegrarme como el otro, como se alegraba Ignacio o como se alegró María Magdalena o los discípulos al ver a Jesús? La tentación quiere hacerme «sacar la mirada» de la gloria y gozo del Señor resucitado, de la alegría que sienten los discípulos y los santos, para que, en vez de dejar que me contagien y me incluyan, me mire a mi mismo, mire mis límites y siga el curso acostumbrado de mis sentimientos.

La Alegría del Evangelio es contagiosa, se irradia, es esencialmente misionera, se transmite íntegra de corazón a corazón por el kerigma, por la fuerza con la que un santo expresa que Jesús ha resucitado y le ha cambiado la vida. Por eso el punto es «no sacar la mirada» de la Alegría del Otro.

Y aquí viene de nuevo lo de la Paz. El Señor, cuando ve que su presencia produce estos movimientos de autorreferencia, vuelve a darles la Paz.

Esta segunda Paz viene a decir: estate en paz con tu alegría.

La primera paz ahuyenta el miedo. La segunda paz nos reconcilia con la alegría.

Tan importante como vencer el miedo es, en un segundo momento, dejar que se establezca -que reine- la alegría. La alegría hay que dejarla que dure, que se expanda todo lo posible, inundando de luz todos los rincones del alma, sanando las heridas que produjeron las alegrías a medias, esas que la vida «nos dio y nos quitó» y que dejaron marcas de desilusión.

El Señor establece el Reino de su alegría asegurando que «nada ni nadie nos la pueda quitar». Pero fijémonos que esta «inrobabilidad» de la alegría no es algo nuestro. Lo que no nos pueden robar es el hecho de que el Señor nos la vuelva a dar una y otra vez, incansablemente. El Señor no se cansa de darnos la paz.

Es decir: no se trata de una alegría que se nos de «en posesión», como si fuera cosa nuestra. Esto no tiene sentido, porque se trata de Su Alegría, de la Alegría que Jesús experimenta en su Carne resucitada, amando al Padre no solo como Espíritu sino como Dios-hombre, como Palabra encarnada. Nadie nos puede robar esto que sentimos cuando Jesús se nos acerca lleno de Alegría, cuando se hace presente en medio nuestro, cuando nos parte el Pan o nos explica las Escrituras, cuando nos perdona los pecados y cuando nos sopla su Espíritu para que vayamos a dar la paz y el perdón a todos los pueblos y naciones. Esta es la alegría misionera que nadie nos puede quitar. Y tenemos que discernirla de las alegrías «nuestras», esas que van y vienen de acuerdo a cómo es cada uno.

Ponernos en paz con su Alegría, ese es el oficio de Jesús resucitado. Ignacio lo llama «consolar como un amigo consuela a otro amigo». Consolar es quitar el miedo y establecer la alegría, haciendo que reine, que juzgue sobre cada cosa, que legisle y que imprima el tono con que deben hacerse las cosas.

En este sentido podemos decir que todo el magisterio del Papa Francisco consiste en compartirnos los criterios de discernimiento que brotan de la Alegría.

En Evangelii gaudium, Francisco nos enseña que la alegría del Evangelio es una alegría misionera, que si no la dejamos salir, se nos convierte en algo extraño: la Iglesia que no sale a anunciar la alegría del evangelio y se dedica a querer custodiarla dentro de sí, se vuelve rígida, intemperante, se endurece en su verdad y se le agría el corazón. No tiene sentido querer «custodiar» y defender una alegría que el Señor nos dio y nos tiene que dar de nuevo, como la Eucaristía, cada día!

En Amoris Laetitia, Francisco nos enseña que la alegría del amor familiar es la de un amor que abraza toda la vida de las personas, un amor cuya lógica es la de «reintegrar» y no la de «marginar» (AL 294). En esta exhortación a las familias el Papa Francisco y los dos Sínodos hicieron entrar el discernimiento como trabajo del que ningún cristiano puede excusarse. Nadie puede sustituir mi conciencia y mi responsabilidad personal. Ese discernimiento toma a cada familia concreta -«no existen familias perfectas»- como está, y la acompaña en su camino hacia adelante: hacia el logro de un mayor abrazo de todos sus miembros, especialmente de los niños y ancianos. La iglesia saca la mirada de la lógica abstracta del «esto se puede, esto no se puede» e invita a las familias a poner la mirada en la lógica del amor: un amor que usa los criterios de la misericordia para con los pecados, los criterios de la esperanza para apuntar siempre a una mayor perfección y los criterios de la concretez, para el paso adelante que cada uno puede dar hoy para crecer en ese amor.

En la Encíclica Laudato sii, Francisco nos invita a hacer un discernimiento ampliado: nos hace ver que la alegría es personal, social y ecológica a la vez. No hay alegrías privatizadas: la alegría verdadera, hoy más que nunca, debe abrirse a abarcar todas las dimensiones del ser humano y del planeta.

Y ahora, como anunció hace dos días, Francisco nos compartirá una nueva exhortación apostólica sobre la santidad en el mundo actual. Se llama «Alégrense y exulten» y del título mismo se ve cómo se afianza este discernimiento de y por la alegría en el que Francisco insiste en este momento histórico de gracia que nos toca vivir.

 

Diego Fares sj