Dios mío, sé propicio conmigo (bancame, decimos en argentino) que soy un pecador (30 C 2016)

epa05194757 Pope Francis confesses as he leads a penitential service in Saint Peter's Basilica at the Vatican, 04 March 2016.  EPA/MAX ROSSI / POOL

Refiriéndose a algunos que confiaban en sí como si fueran justos y menospreciaban a los demás, dijo Jesús también esta parábola:

«Dos hombres subieron al Templo para orar;

uno era fariseo y el otro, publicano.

El fariseo, de pie,

oraba así:

«Dios mío, te doy gracias

porque no soy como los demás hombres,

que son ladrones, injustos y adúlteros;

ni tampoco como ese publicano.

Ayuno dos veces por semana

y pago la décima parte de todas mis entradas.»

En cambio, el publicano,

manteniéndose a distancia,

no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo,

sino que se golpeaba el pecho, diciendo:

«¡Dios mío, bancame, que soy un pecador!»

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado,

pero no el primero.

Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se humilla a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

 

Contemplación

La frase del publicano es “sé propicio conmigo” (ilastheti), se benigno, indulgente, muéstrate favorable. Bancame, decimos en argentino.

“Yo te banco” es: “estoy con vos”, “te apoyo”, “te sostengo”, “te aguanto… y pago por vos, me hago cargo”.

El publicano, que sabía de dinero, de préstamos y deudas, bien pudo utilizar la palabra en este sentido de “bancame, Señor, que no puedo pagar. Soy pecador”.

En Argentina también usamos el gesto universal de golpearnos dos o tres veces el corazón con el puño y luego señalar al otro al que “bancamos” con el dedo y asentir con la cabeza. “Yo te banco”, decimos, y se lo hacemos sentir al otro que es nuestro amigo.

“No me lo banco” es la expresión contraria y significa no solo que no lo soporto, sino que no lo quiero soportar. Solemos aludir a la actitud del otro –que se la cree o que se siente superior o autosuficiente- más que a tal o cual defecto.

Bancar o no bancar es cuestión de libertad, es algo gratuito que se hace porque se siente, por pura amistad: o se hace con gusto o no se hace.

Cuando decimos “me lo tuve que bancar” estamos diciendo que “fue por esta vez” y porque que “no me quedó otra”, ya que estaba en juego algo más importante, que es lo que en realidad “nos bancamos” soportando al otro.

Este lenguaje que tenemos “incorporado” es el que tenemos que usar cuando hablamos con el Señor.

El publicano dice “bancame”.

Y no lo dice como el chanta que ruega: “salvame en esta que después te pago”, sino que dice de verdad: “salvame en todo porque soy pecador”.

Soy pecador. No dice: “me mandé una macana”.

El publicano sabe de verdad que necesita que el Señor lo purifique y lo perdone totalmente.

Seguro que reza con sentimient el Salmo 50: “Bancame Señor, ten piedad de mí, por tu gran compasión borra mi culpa, perdona todas mis deudas”.

Y aquí es donde entra Jesús. En realidad, Él es el que nos banca a todos. La carta a los Hebreos lo dice más en difícil pero ese es el sentido: “Jesús debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Hb 2, 17).

En la mentalidad antigua, estaba claro que, en esto de “bancar”, alguno tenía que pagar o poner el cuero. En el rito de la expiación, para “expiar” los pecados del pueblo, para purificarlos, se elegía dos chivos y se echaba suertes. Uno era para el Señor, y el sumo sacerdote lo sacrificaba sobre el altar y se rociaba con su sangre el Arca de la Alianza, pidiendo perdón por los pecados del pueblo. Al otro –al chivo expiatorio- el sacerdote le ponía las manos sobre la cabeza, lo cargaba con los pecados del pueblo y lo soltaba en el desierto para que se perdiera y no volviera más al campamento.

En nuestro caso ambas acciones las cumplió Jesús, que nos purificó con su Sangre y cargó sobre sí nuestros pecados y los borró para siempre.

Es importante recuperar este sentido de que Otro nos banca.

La mirada benévola y misericordiosa del Padre para con nosotros se la tenemos que agradecer a Jesús. Que Dios nos sea “propicio”, como le pide el publicano, es gracias a que Jesús nos bancó.

En la liturgia siempre estamos expresando que por medio de Cristo y en Cristo el Padre realiza el designio de su amor eterno (1 Jn 4, 8) “mostrándose propicio”, es decir “perdonando” a los hombres con un perdón eficaz, que destruye verdaderamente el pecado, que purifica al hombre y le comunica su propia vida (1 Jn 4, 9).

¿Por qué digo que es importante recuperar este sentido de que Otro nos banca?

Porque el concepto dañino que está instalado activamente en nuestra cultura es que “lo importante es bancarse a sí mismo”. Y esto es terrible.

Si no te bancás a vos mismo porque naciste en la pobreza o en un país en guerra del que tuviste que huir o no te alimentaron bien o no tuviste educación o caíste en una adicción no podés exigir que la sociedad te banque.

Si no te bancás a vos mismo porque tenés apenas unas semanas de vida, no sos persona. Sos “parte” del cuerpo de otra que se banca a sí misma y te puede eliminar.

Y así en todo. La meritocracia, como se dice, instala el lema de que cada uno se tiene que bancar a sí mismo.

Y esto es lo más antievangélico y antihumano que se pueda pensar.

Porque lo humano es que nacemos y vivimos gracias a que otros nos bancan y lo cristiano es que cuando este sistema humano “falló” por el pecado, Jesús vino a hacerse cargo y a bancarnos a todos.

Y la realidad es que los “que se bancan a sí mismos” y son “autosustentables” en realidad lo que están haciendo es utilizar para beneficio propio y consumir los recursos que cientos y de miles de personas han producido y de los que no pueden gozar.

Nadie es autosustentable si lo largan solo en medio de la naturaleza. Poné a un multimillonario sin documentos ni dinero en una barcaza en medio del mediterráneo con gente que hable otro idioma y veamos si puede hacer otra cosa que expresar con gestos un “bánquenme”.

Por eso tenemos que aprender humildemente del publicano y usar su lenguaje en todos los niveles.

A nivel personal, tenemos que decirle a Jesús: bancame, Señor, intercedé por mí para que el Padre me aguante con paciencia y no se canse de perdonarme. Que no corte esta higuera a ver si con tu ayuda y tu gracia puede dar frutos en adelante.

A nivel social, tenemos que decirle al Señor: mirá cómo me estoy bancando a todos los que puedo, pagando impuestos, dando trabajo, luchando por la justicia y colaborando en las obras de misericordia de la Iglesia, ayudando a mis hermanos, tratando de tener paciencia y dar una mano. Así como vos me bancás a mí yo me banco a los otros.

A nivel ecológico también podemos tener esta actitud humilde de cuidar el planeta y la ciudad y los lugares en que habitamos así como el planeta y la ciudad y la casa nos bancan a nosotros y nos tienen paciencia en todo lo que ensuciamos y consumimos de más y no sembramos para el futuro.

Inmensamente agradecidos a Jesús que nos bancó a todos y a sus santos y a tanta gente buena que nos banca día a día, con una actitud humilde, como publicanos, le pedimos al Padre: muéstrate propicio con nosotros, Señor. Se indulgente con tus hijos. Perdona nuestros pecados y danos tu gracia para que no nos cansemos de pedirte que nos banques y nos convirtamos en gente positiva, dispuesta a bancarse todo con tal de ganar tu amor, tu benevolencia y, si es posible, tu confianza y tu amistad.

Diego Fares sj

 

«El receptáculo de la misericordia es nuestro pecado» -Francisco- (11C 2016)

 

pecadora-ungir-pies-jesus-perfume-lagrimas 

Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.

Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!». Pero Jesús le dijo:

– «Simón, tengo algo que decirte».

– « Maestro, dime,», respondió él.

– «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?».

Simón contestó:

– «Estimo que aquel a quien perdonó más».

Jesús le dijo:

-«Has juzgado bien».

Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón:

– «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que le han sido perdonados sus numerosos pecados porque ha amado mucho. En cambio a quien poco se le perdona, poco ama». Después dijo a la mujer:

– «Tus pecados te son perdonados».

Los invitados pensaron:

– «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?».

Pero Jesús dijo a la mujer:

– «Tu fe te ha salvado, vete en paz».

Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes (Lc 7, 36-8, 3).

Contemplación

En un acontecimiento sin precedentes, el Papa Francisco nos dio un día de Ejercicios Espirituales a los sacerdotes y a los seminaristas de todo el mundo. Como dijo un periodista: nos habló “con el tono afectuoso de un sacerdote muy veterano que habla con sus compañeros más jóvenes”.

Al comienzo, en la introducción, pronunció una frase que impactó: “El receptáculo de la misericordia es nuestro pecado”. Aquí  el Papa levantó la mirada de la hoja, como hace siempre que quiere remarcar algo, y dijo: “Repito esto, que es la clave de la primera meditación: utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado”. En realidad, es la clave de las tres (que se pueden leer en la página del Vaticano).

El pasaje de hoy de Lucas, está emparentado con el de la mujer adúltera de Juan, que el Papa contempló tan bellamente en la tercera meditación. Allí decía “Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió, no aplicó la ley. Se hizo el sordo —también en esto el Señor es un maestro para todos nosotros— y, en ese momento, les salió con otra cosa”.

El Papa hizo ver cómo Jesús “Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón”.

En ese proceso que se inició allí, entre el Señor, que se hizo el tonto hasta que se fueron todos, y la mujer, a la que le dio la mano para que se pusiera de pie, Francisco señaló dos espacios libres que el Señor nos abre: “uno es un espacio libre de condena –el espacio de la no condena, lo definió; el otro, el espacio libre de pecado –el espacio de “en adelante no peques más”.

En este espacio libre que es propiamente lo que llamamos “el reino de los cielos (es linda la imagen del cielo como un espacio donde reina la libertad) surge otro espacio que tiene que ver con el perfume: es el espacio del amor, un espacio que rompe el frasco y llena con su aroma toda la casa. Es el espacio de la creatividad del amor que suscita la presencia de Jesús en la casa y en la historia. Esa creatividad que inunda el alma de las santas y de los santos y los impulsa irresistiblemente a inventar obras de misericordia y de fiesta alegrando con sus iniciativas la vida de la Iglesia e iluminando al mundo para que crea que Dios es nuestro Padre y que Jesús nuestro Salvador.

Podemos imaginar, uniendo a la “mujer adultera perdonada” del evangelio de Juan con la “mujer pecadora que se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume”, del evangelio de Lucas, que era una sola, la misma y que esta idea de ir a ponerse detrás de Jesús, de llorar a sus pies y de bañarlos con sus lágrimas, de secarlos con sus cabellos y de cubrirlos de besos y ungirlos con perfume”, fue algo que nació en su corazón una vez que se sintió viviendo en el espacio libre de condenas y pecado. Esto de agarrar su frasco de perfume –el que se había guardado quizás esperando a alguien especial- e ir donde Jesús, indica que el proceso que inició en su corazón el perdón del Jesús, ella lo continuó sola. Y es conmovedor cómo se transforma siendo ella misma. No es que se viste de negro y con tul como las actrices famosas cuando van a ver al Papa. El Señor la ha transfigurado desde adentro y con los mismos gestos y perfumes con que antes seducía ahora simplemente ama con todo el corazón. El amor purifica la intención y todos sus gestos –lágrimas, besos, caricias y perfumes- son santos. No para la mirada del fariseo, por supuesto, pero sí para Jesús que se da cuenta de que es un malpensado y lo evangeliza (nos evangeliza) con la parábola de los dos deudores.

Aquí entra la clave que nos da el Papa para contemplar no solo esta escena sino cómo es la Misericordia que trae Jesús al mundo y que derrama en infinitos receptáculos hechos de pecados perdonados.

Intuitivamente vamos al corazón y decimos que la Misericordia de Dios es como el perfume de la pecadora. La Misericordia es ese amor hecho con las sustancias perfumadas de Dios que rompe el frasco y unge los pies de Jesús indicando que es el Predilecto y que a Él tenemos que acudir si queremos ser perfumados por esta Misericordia infinita.

Que el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado lo vemos misteriosamente al contemplar cómo la pecadora es la misma de antes y está totalmente renovada. Si ayuda podemos decir que la santidad es todo lo contrario de “vestirse de santa” o de “cambiar de vida” en el sentido de que ahora uno va a la Iglesia en vez de a la discoteca.

Aquí hay que decir lo que nos decía el Papa del “no peques más”. El decía que cada uno lo tiene que escuchar de manera muy personal. Porque no es un “no peques más” mirando a la ley, que es general, sino mirando a Jesús y a la relación única que cada uno tiene con él. Lo mismo vale para el perfume: para comenzar a poblar de obras de misericordia el espacio libre que nos abre el Señor, cada uno tiene que oler su perfume y descubrir su carisma. Por eso cada congregación religiosa viste un hábito distinto. No distinto a los vestidos del mundo sino distinto a los de los otros carismas. Distinto en el sentido de un detalle único que da el toque personal al vestido común de la caridad.

Así como Pedro siguió oliendo a pescador, porque cuando tenía un rato se iba a pescar, la pecadora siguió oliendo bien, a perfume que no se olvida. Esto es indicio nomás para que cada uno medite dónde recibe la misericordia. Si uno la pone en un recipiente distinto que el de su pecado, esta no obra efecto. Es como ponerse el alcohol donde uno no tiene la herida…

La misericordia va puesta sobre el pecado. Porque donde pecamos, allí es donde amamos. Mal, pero amamos. Digo amamos, porque no nos cuidamos, porque nos jugamos y salimos de nosotros mismos, aunque sea de manera egoísta. La misericordia va allí donde tenemos guardada la ira, la vanidad, la pasión de poseer, el deseo de gozar. Ese es el receptáculo. Cuando algo o alguien toca nuestras pasiones, “saltamos”, salimos de nosotros mismos, nos dejamos llevar por la ira, decimos, o nos arrastra irresistiblemente el deseo o nos mueve la ambición. Lo importante no es tanto lo bueno o malo en sí mismo de estas pasiones sino que son reales, en ellas nos “sentimos” a nosotros mismos y nos “movemos” por nosotros mismos, mostramos nuestro carácter, lo que de verdad nos importa, consentimos a ellas. Allí es donde la misericordia obra sus efectos maravillosos, porque aprovecha esto tan propio nuestro que es “salir” de nosotros mismos a buscar un objeto amado y nos hace encontrarnos con los ojos del Señor.

Imaginando el comienzo de esta escena, me gusta pensar que antes de que la mujer se “colocara detrás de Jesús”, hubo un cruce de miradas entre ella y el Señor. O de pensamientos, si prefieren, como el que Lucas nos dice que hubo entre Jesús y el fariseo, al que le leyó lo que estaba pensando. Entre la mujer y Jesús se dio un entendimiento de corazón que hizo posibles todos los gestos de ella: presentarse en la casa del fariseo con su frasco de alabastro lleno de perfume, acercarse al Señor en medio de todos los comensales y ponerse a sus pies…

Ya aquí se puede uno imaginar que el entendimiento de corazón fue mutuo porque se deben haber mirado. Ella debe haber buscado al Señor con su mirada y habrá encontrado aprobación en los ojos del Señor, si no, no se hubiera animado a acercarse. A veces uno apura la escena y la mujer aparece como tomando la mesa por asalto. Pero si en esta escena el Señor reina como el que lee los corazones, inmediatamente uno se da cuenta de que apenas entró la mujer en la casa, el Señor debe haber levantado la mirada.

El espacio libre para perfumar, cada uno con sus gestos, con sus obras y con sus mejores pensamientos y deseos, es el espacio que se abre ante esta mirada de Jesús. La vida cristiana no cae bajo la mirada (en el fondo auto-referencial) de la ley. Digo auto-referencial porque aunque la ley sea objetiva, yo soy el que juzga si cumplí o no y en el fondo siempre se trata de un “yo-yo”: yo pequé, yo cumplí, yo me justifico o me condeno… aplicándome la ley). La vida cristiana está bajo la mirada abierta de Jesús, que nos deja espacio: el de la no condena, el de mirar para adelante y el espacio libre a la creatividad de mi modo de ser en el amor, a la libertad de mi carisma.

 

La mirada de Jesús contabiliza cada entrada perfume en mano, cada lágrima, cada beso, cada gesto hecho de corazón.

Contabiliza también, para perdonarlo porque es verdadero pecado, cada gesto calculado, cada cosa que no fue de corazón. Y en este punto uno sabe. Nuestra conciencia registra si algo fue o no de corazón y en qué medida. No hace falta ninguna ley externa para clarificarlo.

 

Eso sí, para poder hacer las cosas de corazón, hay que andar con un frasco de perfume siempre a mano. Amar mucho a Jesús, se puede en todo momento.

Sólo hay que saber pescar la ocasión o… crearla. Para esto hay que “adelantarse” un poco a los acontecimientos y tener preparado un perfume, por las dudas, de que Jesús ande cerca. Admiramos la audacia y la libertad interior de esta mujer. Cuántos se habrán quedado con las ganas hacer algo así en la vida de Jesús. Cuántos habrán pensado “no es posible”, “qué va a pensar el Señor…”, “y si no le cae bien”…

….

Cuentan que Borges una día de mucho frío en Escocia hizo detener el auto y entró en una capillita muy pequeña, de cinco metros cuadrados de piedra, donde rezó el padrenuestro en Anglosajón. Al volver al auto dijo: “Lo hice para darle una sorpresa a Dios”. Se ve que los poetas entienden de estas cosas.

 

Diego Fares sj

Domingo 30 C 2010

El icono del publicano rezando

Refiriéndose a algunos que estaban persuadidos de ser justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así:
«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.»
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
«¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se empequeñece a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

Contemplación
La parábola del Fariseo y el Publicano tiene algo especial. No me animo a definirlo exegéticamente pero sí a decir que me llama la atención que Lucas diga de entrada en qué se fijó Jesús para inventarla y contarla. El Señor se fija en cómo reza la gente. Es algo más íntimo todavía que dar limosna o pedir la curación de una enfermedad. Toda actitud externa tiene su correlato interior y muchas veces, de la cara que ponían los fariseos, Jesús les adivinaba los pensamientos. Pero escuchar cómo habla con Dios la gente cuando está sola es algo que ni la misma persona tiene muy conciente. Por eso digo que esta parábola tiene algo especial, muy íntimo. Tanto que ni los mismos personajes de la parábola pescan que los compararon y que uno salió justificado y el otro no. Jesús pone su mirada profunda en lo hondo de los corazones y escucha el sonido de la fuente de la que brotan las palabras interiores. No sabemos rezar como conviene, dice Pablo, pero el Espíritu gime en nuestro interior. Y Jesús nos dice que el Padre escucha ese gemido, el sonido de esa fuente espiritual intimísima.
No es fácil escucharse a uno mismo, discernir las palabras primordiales que se expresan en muchas otras, a veces con signo cambiado. No es facil ponerle nombre a lo que motiva nuestro discurso interior.
Esta parábola nos ayuda precísamente a eso: a discernir los dos discursos posibles de nuestro corazón cuando hablamos a solas invocando a Dios.

Jesús interpreta la persuasión de fondo que fariseisa el corazón del fariseo e inventa una parábola. El fariseo está confiado en su religión, se siente totalmente tranquilo y tiene todo bajo control: lee la ley y cumple al pie de la letra todo lo mandado: ayuna dos veces por semana y paga el diezmo. El problema es que cumple “comparando”. Empieza bien, dando gracias, pero se le va el ojo comparativo y termina agradeciendo porque “no es como los demás”. Se ve que al entrar vió de reojo al publicano y sintió desprecio, como cuando uno entra en la iglesia y ve a algún pobre mal vestido con la cabeza apoyada en el respaldo del banco seguramente durmiendo la mona… Y al comenzar a rezar alabando a Dios se le viene al corazón que él no es como ese publicano. Antes de alabar a Dios y de contarle lo que ha hecho bien se encuentra hablando mal de otros: despreciando a los demás.
El contexto de la parábola que inventa Jesús para caricaturizar bien esta actitud es una constante en la Biblia: “el Señor condena a la insignificancia a todos aquellos que desprecian a los que Él elige”. La palabra “despreciar” aparece muchas veces en el AT: Esaú despreció la herencia y se la vendió a su hermano por un plato de lentejas (Gen 25, 34), Goliat despreció a David porque vió que era apenas un adolescente (1 Sm 17, 42), Mikal despreció en su corazón a David porque saltaba y bailaba delante del Arca de Yahveh (2 Sm 6, 16). A todos estos personajes bíblicos ese desprecio de lo que el Señor amaba les valió que el Señor mismo los despreciara a ellos. Esaú, por más que lloró, no pudo recuperar la bendición que su padre –engañado- le había dado ya a su hermano Jacob; al gigante Goliat que se burlaba de David, el joven ungido lo bajó de un hondazo…
En la Parábola Jesús deja en ridículo al Fariseo y ensalza la figura humilde y contrita del Publicano, pero no queda claro si ellos se dan cuenta de lo que ha sucedido. Por eso diría que es una parábola abierta –como la del hijo pródigo- que nos invita irresistiblemente a entrar nosotros en los personajes.
Puede resultar inquietante ponernos el traje del fariseo, imitando su tonito sobrador y ver qué ecos despiertan sus palabras en nuestro corazón. Por ahí uno se sorprende encontrando a flor de labios expresiones como “gracias por que no soy como aquel” o “qué bronca o qué pena de no ser como aquel otro”.
Ahora bien, la figura del fariseo que crea Jesús tiene algo de caricatura para que uno pesque lo patético que puede resultar ir en esa dirección y enfile directamente para el lado del publicano.
Por eso nos hará bien ponernos en el último banco de la iglesia como el publicano y golpearnos el pecho (aunque alguno nos vea y piense mal porque nos conoce) y decir “Padre, tené piedad de mí que soy un pecador”. Veremos cómo enseguida esta oración prende en nuestra lengua y comenzamos a repetirla con gusto.
La otra en cambio cansa. Si nos animamos, podemos sobreactuar un poquito el papel del fariseo de modo que se nos vuelva clara esa radio permanente que tenemos como trasfondo, en la que un personaje interior habla y habla comparándose y juzgando a los demás. Así como hay radios que atraen y radios que uno cambia apenas escucha el tono de voz o alguna frase que detesta, así también sucede con nuestra radio interior: Jesús nos enseña a sintonizar con la radio del publicano, cuyas palabras pacifican el corazón y lo ensanchan haciéndonos sentir la misericordia infinita del Padre. Y el mismo gusto del discurso bueno hace que experimentemos disgusto por el discurso fariseo. Ese discurso que nos auto justifica pero que al Padre lo deja expectante y preocupado (como el discurso del hijo mayor). En cambio, el otro discurso -“Dios mío, ten piedad de mi que soy un pecador”- que es el mismo del hijo pródigo, al Padre le conmueve las entrañas y hace que su corazón se ensanche de alegría y se llene de amor.

Insistimos un poco más en el carácter abierto de la parábola. La tendencia general a sacar moralejas la devalúa, la “deprecia” (y ya hemos visto lo que le sucede a los que desprecian aquello que el Señor valora!). No se trata de “despreciar” al fariseo y ensalzar al publicano. ¡Eso lo puede hacer sólo Jesús!
¿Quién sabe si es un fariseo o un publicano siglo XXI? Es fácil saber lo que era un fariseo de aquella época. Pero hoy? La parábola nos da a entender que el fariseo estaba chocho consigo mismo (ni sospechaba que era un “fariseo”. O mejor aún, pensaba que ser fariseo era lo mejor que le podía haber pasado). También nos da a entender Jesús que el publicano “no se enteró” oficialmente de que estaba justificado. Capaz que por eso mismo volvía cada semana al templo y repetía la misma oración: ¡Ten piedad de mi Señor, que soy un pecador!
No se trata, por tanto, de encontrar un espejo –esa ley en la que se mira el fariseo y que lo hace sentir justificado-.
De lo que se trata es de encontrar una puerta.
Lo que nos toca a nosotros es “entrar en la parábola” humildemente y discernir si nuestro discurso interior es una oración sentida que nos hace entrar en relación con el Padre o es un monólogo autorreferencial en el que constatamos que tenemos todo bajo control y que “gracias a Dios” nuestros criterios no son obtusos como los de “esos otros” que cada uno conoce.
Lo que Jesús nos regala es un icono, una figura viva en cuya piel nos podemos meter, un corazón de publicano rezando con el cual nos podemos configurar para experimentar nosotros la misma justificación que él experimentó seguramente luego de orar así.
La otra figura, la del fariseo autosuficiente, es un icono caricaturizado, un icono para detestar apenas discernimos que se nos pegó su máscara, que se nos contagió su tono comparativo y lleno de desdén.
Hay que tener cuidado porque el discurso del fariseo es pegadizo.
En la época de Jesús había un solo modelo.
Hoy el fariseísmo es multicultural.
Hay fariseos integristas, como siempre, pero están también los fariseos progre, que desprecian tanto pero tanto al fariseo clásico que muestran una hilacha de envidia. El “no soy como los demás”, con el “gracias a Dios” agregado, es un alerta rojo de fariseísmo siempre. También si viene de los “fariseos moderados” que “no son como los demás ideologizados y extremistas”.
Si ponemos blanco sobre negro, sin grises, como hace Jesús, me animaría a decirme que, cuando muevo un poquito el dial y lo saco de la onda que musita con amor de hijo pequeñito: “Jesús, hijo del Padre, ten piedad de mí, que soy un pecador”, seguro que ya me puse dentro de la frecuencia de algún discurso fariseo que comienza a invadir el espacio de mi mente.
La oración del corazón está siempre encendida –el Espíritu la reza en nuestro interior, poniendo anhelos de habitar en esa relación tan linda que tienen Jesús y el Padre-. Pero nuestra mente está constantemente invadida por discursos fariseos. El “no soy como los demás”, el “no quiero ser como aquellos” el “pienso totalmente distinto a esos”, el “yo hago lo que tengo que hacer, en cambio los otros…”, son discursos que tienen lo que Jesús llamaba “la levadura de los fariseos” y fermentan todas las divisiones y peleas que se dan a nivel personal, familiar y social.

“Dios mío”, dice el fariseo. “Dios mío”, dice el publicano. Fijémonos que Jesús está hablando de la oración al Padre que todas las creaturas hacemos. El Señor mete el bisturí de su Palabra y cala hasta la médula de los huesos: discierne lo más profundo que se da en una creatura, discierne cómo hablamos con Dios.
Por eso la parábola no tiene consecuencias exteriores. No hay ninguno al que se lo meta en la cárcel, como en la parábola del deudor miserable. No hay paga de salario para nadie, como en la parábola de los últimos que recibieron igual que los primeros. No se le quita el denario al que lo enterró ni hay anuncios de alegría a los vecinos por la ovejita encontrada. La parábola transcurre en el interior más íntimo de los personajes y nos interpela a entrar en nuestro propio interior.
Cada uno elige de qué va a hablar con su Dios mío, con su Abba, con su padrecito del cielo, con Jesús su Salvador y buen amigo.
Cada uno elige el tema y el tono.
Si vas a hablar de tus ganas de ser perdonado mil veces,
si vas a desahogarte en tu Padre y abrazarte a su misericordia,
como un mendigo sediento y muerto de cansancio,
deseoso de saciarte solo de misericordia
y de no hablar de nada más, bien!
Misericordia, misericordia, misericordia.
Es lo que desea mi corazón,
es lo que desea el de todos,
es lo que necesita el mundo.
También el fariseo, ese personaje único y globalizado –cuya expresión es el famoso “discurso único”- que alza la voz en todos nosotros cuando perdemos la sintonía fina con la Voz del Espíritu que dice “Padre, ten piedad de mí, pecador”.
Me gusta este dibujo de Fano en el que podemos imaginar a un fariseo y un publicano presentando al Padre su oraciones (corazones): la del fariseo es una oración-bandeja/poltrona; la del publicano es una oración-tierra (humus).
El Padre tiene para darnos “semillas” (sus gracias de Amor y de Vida no vienen hechas, son semilla, y en un corazón-humilde pueden fructificar. Para la semilla del Espíritu –que es Amor y Vida Plena-, sirve el corazón-tierra.
Podemos tratar de escuchar lo que están diciendo en su interor y la imagen que tienen de lo que Dios les dará.

Diego Fares sj