El Espíritu no viene en botellas -como si fuera agua de Evián-, sino que Jesús lo regala a todo el que tiene sed del Agua Viva de su Palabra (Vigilia de Pentecostés C 2019)

          «El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, en pie, gritaba

—«El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva».

Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39).

Contemplación

Sed del Espíritu, sed de Agua viva. Jesús es la fuente, el que dice: «el que tenga sed que venga a mí». Lo dice a todos, y a nosotros nos toca anunciarlo. El que tenga sed, dice. No dice el católico, sino el que tenga sed. No dice la persona que esté en regla, dice el que tenga sed. No dice el que no esté en pecado ni, mucho menos el que no esté en «situación objetiva de pecado», como se deleitan en precisar algunos, sino el que tenga sed…

Para san Francisco de Asís era el agua “la hermana agua», la que es siempre humilde, pura, casta.

Nuestra hermana el agua es el signo más simple del Espíritu Santo. Decimos que es humilde porque el agua siempre baja, no asciende, busca el bajo para fecundar, para dar vida, para nutrir, para regar. 

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Uno de los problemas más acuciantes del planeta en la época actual es la desertificación. Será uno de los temas del sínodo de la Amazonia.  

Este fenómeno no se limita a la superficie de la tierra sino que se extiende también a nuestra vida, que corre el riesgo de desertificarse. La desertificación de la vida humana tiene una peculiaridad: no se da por vacío de espacios verdes sino por acumulación de espacios tecnologizados. La desertificación de la tecnología es la de las pantallas, que se iluminan y se beben con los ojos pero no calman la sed!

El Espíritu, en cambio, es como una pileta de agua limpian en la que uno se zambulle, es como el agua de un mate que se bebe a sorbos y calma la sed, sacia y alimenta.

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Se trata por tanto, ahora, en este Pentecostés, de suplicar al Padre, una vez más, que nos envíe su Espíritu, de pedirle al Señor que interceda, para que el Padre nos lo envíe en su Nombre.

Jesús es la Fuente Viva del Espíritu. El Padre nos lo manda desde el Corazón de su Hijo, no desde otro «cielo» como si fuera un lugar «físico». Pedimos al Espíritu que baje a regar lo árido, a saciar nuestra sed, la sed de vida.

Se trata, por tanto, de abrir valles y canales al Espíritu. Los áridos valles de nuestras ciudades, los canales que llevan al corazón. Hay que construir fuentes, como en Roma (es lo más hermoso de Roma: sus fuentes y chorros de agua potable por doquier). Se trata de abrir surcos a la acequia, para que el agua irrigue toda la viña; y de hacer también riego por goteo, para que el agua de la Palabra llegue a cada uno en su medida, y sumerja la ciudad entera como un aguacero, que limpia el smog y deja el aire con olor a lluvia fresca; para que la Palabra moje los labios y refresque la lengua y el paladar de cada boca.

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Tenemos sed, y es necesario ponerle nombre porque son muchos los tipos de sed: sed de agua, sed de justicia, sed de Dios…

Todas estas imágenes apuntan a beber a tragos una sola: la de la humildad del agua que siempre busca el bajo, que va a la raíz. Como dice Menapace: “Achicate, hermano/ no busqués la altura/ andá por lo bajo/ buscá el trebolar…”

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La sed que despierta el Espíritu es la sed de Cristo, la sed del amor y la amistad con el Señor Jesús, nuestro buen Amigo, el que se sienta en el brocal de nuestro pozo y -como hizo con la Samaritana- nos pide de beber. 

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Es verdad que el Espíritu es el Agua viva que dinamiza todo lo vital y sacia toda sed, pero para la sed que fue enviado es para la que desea a Cristo, esa sed tan especial. 

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Se fijaron que sed no tiene plural? Es uno de esos sustantivos llamados “de singular inherente», sea porque «sedes» suena mal, porque es también el plural de sede, o porque «cada sed es única y solo se sacia de modo singular». Esto último me gusta más.

Hoy en día corre una tendencia vitalista, que insiste en que el Espíritu debe revitalizar todo lo humano. Y está bien, porque el Espíritu es así: Vivificante. Es Espíritu Creador, dio vida a todo y es capaz de renovar la faz de la tierra, de insuflar vida a nuestras comunidades y reanimar nuestras liturgias. Todas las dinámicas que sirven a dar vida sean bienvenidas!

Pero en cierto punto es necesario discernir dos detalles: uno, si al saciar toda sed no pasa que nos «equilibramos» tanto que se nos aplaca la sed ardiente de salir en busca de Cristo crucificado y resucitado; la otra, si el embeleso de los dinamismos bien bailados y organizados no nos encierra en nuestros mundos a medida y se disminuye el volumen del clamor de los que están afuera. Me vienen a la mente los ojos de Zacarías, un chico del Mali, cuya selección nos ganó por penales los octavos del sub-veinte. Vino a Italia hace seis años (tiene 19 ahora) y apenas le dan algunas changas en nuestros centros de acogida. El quiere trabajar y en los ojos se ve la desesperación del joven que no ve futuro, del que siente que no le dicen nada, pero que las puertas del trabajo están muy pero muy limitadas para los extranjeros pobres. Para los extranjeros ricos el hotel De la Ville, que tengo enfrente, ofrece suites que pueden llegar a costar 13.000 euros (más IVA) por noche.

A lo que voy es que puede suceder que la sed de justicia, si uno se ocupa mucho de cultivar dinámicas, se calme; deje de quemar. No por una cuestión de calidad, sino de cantidad. 

Es necesario, sin dudas, mejorar la calidad de nuestra vida comunitaria, de nuestras relaciones interpersonales, de nuestras liturgias y celebraciones, de nuestros estudios y publicaciones…, pero hay un desequilibrio cuantitativo con el que nos tenemos que confrontar más crudamente, pienso yo. No me extiendo aquí en que hay gente que se muere de sed o que tiene que caminar kilómetros para encontrar una canilla de agua no contaminada y gente que toma agua de Evián, que cuesta 32 euros (y un agua japonesa, el agua kona nigari, que sacan del fondo del océano y venden a 380 euros la botella). De lo que quiero hablar es de la Palabra, del Agua viva del Evangelio. 

Hay un mundo al que no le llega la Palabra! Y hay tanta gente a la que le haría tanto bien escuchar las palabras de Jesús. No podemos tratar la Palabra como si fuera el agua de Evián o de kona nigari. El Papa usó la imagen para hablar de la unción del Espíritu: no somos repartidores de aceite en botella!, dijo. El agua del Espíritu es para todos o no es el Agua del Espíritu.

Comencemos por aquellas palabras del Evangelio que se pueden beber como agua fresca. Propongo tres que indican tres modos de beber. 

La primera, principal e imprescindible, es «misericordia». Misericordia es la palabra que se bebe a canilla libre: todos podemos beber todo lo que queramos y necesitemos, a boca de jarro o por gotas, según sea la sed, la enfermedad o la cantidad de gente de la que seamos responsables y hagan que debamos estar nosotros misericordiados para poder servirlos con misericordia. 

La segunda es «fraternidad». Fraternidad es la palabra que se puede beber con todos: con los hermanos de sangre y de cultura, con los hermanos de otras razas y religiones y, también, con los que piensan y sienten y actúan tan distinto, que lo único común es nuestro origen y en todo lo demás disentimos. 

 La tercera que propongo es «justicia». Es la palabra que se tiene que beber por turnos y emparejando desde abajo, para que cada uno tenga lo suyo. 

La sed tiene este aspecto cuantitativo, que le quita límite y la hace ser compartible de manera igualitaria y justa. Por expresarlo con una imagen: si uno ha saciado su sed, no se enoja si ve que otro toma más agua.

Del Espíritu tenemos sed como de Agua. Necesitamos que sea ilimitado y simple: necesitamos ser bautizados en el Espíritu, que nos sumerja en sí -río de agua viva- y, a la vez, que nos de a beber, sorbo a sorbo, el evangelio entero de Jesús. Necesitamos la sencillez cristalina de una Palabra que se nos de sin discusiones ni complicaciones. Como decía Teresita: «Para almas pequeñitas, nada de métodos muy, muy complicados. Les dejo un caminito de confianza y amor».

Por eso, la señal de que algo es del Espíritu -y no del maligno que se disfraza de ángel de luz- se puede discernir tomando el agua como clave. Si algo es del Espíritu la pueden recibir, compartir, beber y asimilar todos, como el agua. 

Si tiene que ver con la misericordia, que es la sed básica e imprescindible para la vida, toda persona la puede beber en la cantidad que necesite y desee, todos los días, sin límites, sin condiciones. Por eso, como insiste el Papa, el bautismo no se le niega a nadie. 

Si es algo que tiene que ver con la fraternidad, que es la sed compartible, uno se puede sentar a la mesa a beber con todos: toda persona es hermana. 

Si es algo que tiene que ver con la justicia, que es la sed diversa, como el Espíritu le da a cada uno lo suyo en el momento oportuno, todos debemos estar atentos a no suprimir esta diversidad, a respetarla, a respetar los tiempos y modos de cada uno. 

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Están los que invierten la lógica del agua, la lógica bautismal y alimenticia o sediticia: ponen tantas condiciones, que hacen que la persona al ver lo que tendrá que cumplir apenas «salga del agua bautismal», no se anime a tirarse a la pileta. Los que exigen así es porque no confían en que el gusto del agua fresca y pura, la limpieza que brinda y la plenitud de recibir la Gracia y la vida del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, irán haciendo que la persona misma vaya «convirtiendo» su futuro y sus aspectos más egoístas, por decirlo así. Pero para ello tiene que poder experimentar primero la dicha sobreabundante del perdón y de la gracia santificante! 

Algunos siguen la lógica de no regalar nada que el otro no pueda luego pagar, la lógica de limpiar solo a los limpios, la de alimentar solo a los puros, la lógica de «te perdono el pasado si me asegurás que no pecarás más en el futuro». Convierten en condición previa lo que el Señor da como consejo para adelante: el “de ahora en adelante no peques más» lo convierten en condición previa. Dan vuelta todo. En definitiva: te niegan el agua! Convierten el Agua del Espíritu en agua de Evián o de kona nigari.

Una formulación que usan es decir, por ejemplo, que la Iglesia no tiene que hablar de política sino de teología. Entienden que hablar de agua común es política y cuando dicen teología están pensando en el agua de kona nigari, como si el Espíritu fuera embotellable y estuviera al alcance solo de los ricos de espíritu.

No es así: el Espíritu es Agua común, agua viva para todos los que tienen sed de Jesús y de su Evangelio. 

Diego Fares sj

«Es propio de Dios no tener límites para su inmensa grandeza y al mismo tiempo ‘dejarse contener enteramente’ dentro de un espacio mínimo» (como el de un rato nuestro de oración) (16 B 2018)

Volvieron los apóstoles a juntarse con Jesús

Y le reportaron (ap angeilan) todas las cosas que habían hecho y enseñado.

El les dice:

‘Vengan ustedes solos aparte a un lugar desierto

y descansen un poquito (anapausasthe)’.

Porque eran tantos los que iban y venían

que no encontraban un momento ni para comer.

Y se fueron en la barca a un lugar desierto entre ellos solos.

Pero muchos los vieron que se iban y los reconocieron.

Entonces, a pie y de todas las aldeas, concurrieron allá

Y llegaron antes que ellos.

Al desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre,

Y se compadeció entrañablemente (splangisestai) de ellos,

Porque andaban como ovejas que no tienen pastor

Y se puso a enseñarles largamente y con calma (Mc 6, 30-34).

 

Contemplación

Este evangelio de Marcos tiene varias «palabras-pan», palabras que son en sí mismas, cada una, un evangelio, una buena noticia, porque comulgando con ellas se saborea el evangelio entero. Las escribo de manera que suenen en un griego familiar, que está en el origen de nuestra lengua castellana:

Juntarse con Jesús (sin-agogein). contarle a Jesús lo que uno a hecho, darle un reporte (ap angelio).

Cuando hablamos de Evangelio (eu-angelio), en el sentido de anunciar a otros la «buena noticia» de Jesús, que nos revela la Misericordia del Padre y las Bienventuranzas, debemos saber que el anuncio incluye el reporte: la palabra que sembramos la debemos reportar a Jesús para que, conversando con Él nos mejore el modo de comunicarla, nos haga mejores evangelizadores.

Hacer una pausa con Jesús (anapausasthe), ir a descansar con Él.

Compadecerse-simpatizar entrañablemente junto con Jesús (splangisestai).

Reconocer a Jesús (epegnosan) que es la gracia del discernimiento que tiene el pueblo fiel.

Ponerse a enseñar a la gente de Jesús (didaskein).

Podemos concentrar todas estas palabras en torno a «evangelio».

Todos sabemos lo que quiere decir Evangelio. No digo «técnicamente», en el sentido del anuncio del kerygma y de los cuatro evangelios canónicos, sino como pueblo fiel, como gente común que cuando se dice «evangelio» entiende que hay algo bueno de Jesús para cada uno en especial y para todos. Sabemos que se trata de una Palabra buena, alegre, que ilumina, que aconseja bien, que se puede anunciar a otros. Una parábola de Jesús es algo que todo el mundo -toda la gente de buena voluntad- recibe bien. Aunque por ahí no acepte las interpretaciones de la Iglesia, la parábola es patrimonio común de la humanidad; más que los monumentos y los paisajes naturales. La parábola del Buen Samaritano es un tesoro de la humanidad!

Pues bien, este «evangelio» tiene dos polos, por decir así: no solo se trata de anunciarlo a la gente -lo cual requiere la gracia de discernir, con la ayuda del Espíritu, para saber decir la palabra justa en el momento justo- sino que también se trata de «reportarle» (ap-angelion) a Jesús todo lo que hicimos y dijimos al llevar el evangelio a los demás. De esto hay que charlar con el Señor.

A este «reporte» se refiere el Papa en Gaudete et exsultate cuando habla de hacer un examen de conciencia. El dice así: «Por tanto, pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero «examen de conciencia»» (GE 169).

Nosotros solemos entender «examen de conciencia» solo en sentido moral individual: qué hice mal, en qué estuve tentado, en qué pequé. Pero se trata de algo mucho más interesante, que no excluye lo moral y las fallas por cierto, pero las mete en una perspectiva de santida misional. Recordemos que el Papa cuando habla de santidad tiene un pasaje muy consolador sobre este punto de «los defectos». Dice:

«Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona» (GE 22).

Como vemos, lo importante es «transmitir fielmente el evangelio», con o sin defectos: con toda nuestra vida. Dios usa también los defectos de los que quieren llevar su Evangelio a los hombres. Esto es consolador. No podría ser de otra manera ya que se trata de anunciar la Misericordia y esta se ve mejor si en la persona misma que la anuncia se ve que ejerce su primera acción!

Por tanto, en el examen de conciencia que propone el Papa, el «reporte» que le hacemos a Jesús de nuestras cosas, no será en primer lugar el reporte de nuestros pecados y defectos sino el reporte de lo que hizo su Palabra en los demás y en nosotros. Le contaremos la alegría que nos dió visitar a tal enfermo, servir a tal pobre, enseñar a rezar a tal niño, haber escuchado y aconsejado bien a un amigo… No solo lo que hicimos sino especialmente las gracias que experimentamos al «anunciar su evangelio» con gestos y palabras. Y ahí sí, le contaremos las tentaciones que sentimos para no predicar el evangelio: los miedos, los desánimos, el espíritu de derrotismo… Contándole al Señor lo que expermentamos practicando el evangelio podremos discernir con la ayuda del Espíritu, cómo hacerlo mejor. Y en vistas de esa misión revisaremos nuestro carisma. Es decir: quiénes somos por gracia.

En ese marco amplio y sanante de la alegría del evangelio, ahí sí, podremos incluir, como un punto más, quiénes somos «por sicología», digamos así. (Martini distingue estas dos conciencias: la conciencia de lo que somos por gracia y la conciencia sicológica). Nuestros defectos y pecados son una dificultad más, junto con todas las externas, que el Señor tiene que purificar, como hizo al lavar los pies de los discípulos. Si lo contemplamos así, veremos que les lava los pies porque les lava «el instrumento para salir a misionar». No les lava las manos ni la cabeza (aunque también les pegaba una buena lavada de cabeza de vez en cuando). Les lava los pies para que puedan salir a caminar de nuevo y se vean «hermosos los pies de los que anuncian la buena noticia», como dice Isaías.

Así, esta palabra «reportar» (apangelio) ligada a «buena noticia» (evangelio), es un punto de conversión para nuestro modo de «pensarnos a nosotros mismos». Nos cuesta hacer examen de conciencia porque tenemos muy metida una mirada autorreferencial: cómo soy, qué hice, qué siento, cómo hago para pasarla bien, de qué me culpo… Yo, yo, yo.

El Señor nos invita a «descansar un rato con Él», no tanto del trabajo sino de nuestro yo invasivo. Nos invita a hacer una pausa y contarle tranquilamente -al igual que Él enseñaba a la gente largamente y sin apuro- lo que el evangelio hizo en los otros y en nosotros al predicarlo y ponerlo en acción. Este es un examen de conciencia evangélico y apostólico.

El contenido objetivo serán las bienaventuranzas -el estilo de Jesús- y las obras de misericordia corporales y espirituales.

El contenido subjetivo serán los sentimientos y pensamientos de alegría o tristeza en torno a estas bienaventuranzas y obras de misericordia. Sentí ánimo o desánimo al ir a servir a los pobres. Sentí fuerza o debilidad para predicar un valor evangélico. Me pacificó el Espíritu o me puso ansioso el mal espíritu al ver que había dificultades…

Este tipo de examen de conciencia es lo que el Papa llama «discernimiento»: «El discernimiento nos lleva a reconocer los medios concretos que el Señor predispone en su misterioso plan de amor, para que no nos quedemos solo en las buenas intenciones». Y agrega que «Es un instrumento de lucha para seguir mejor al Señor». Instrumento de lucha sobre todo para dos cosas: «reconocer los tiempos de Dios y de su gracia» y «no desperdiciar las inspiraciones del Señor» que siempre son «una invitación a crecer» y a madurar en el amor, que «no hay que dejar pasar».

La última cosa a tener en cuenta al «reportar» estas cosas evangélicas a Jesús es que:

«Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo simple y en lo cotidiano. Se trata de no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello, pero al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy». En la tumba de san Ignacio de Loyola se encuentra este sabio epitafio: «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est» (Es divino no asustarse por las cosas grandes y a la vez estar atento a lo más pequeño)» (GE 169). Que también se puede traducir, referido a Dios mismo: «Es propio de Dios no tener límites para su inmensa grandeza y al mismo tiempo poder ‘dejarse contener enteramente’ dentro de un espacio mínimo«, como el de un rato nuestro de oración.

Para terminar con algo sabroso una narración de Teresita acerca del día de sus votos:

Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la víspera, se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en toda mi vida… Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda acerca de mi vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche, al hacer el Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que mi vocación era un sueño, una quimera… La vida del Carmelo me parecía muy hermosa, pero el demonio me insuflaba la convicción de que no estaba hecha para mí, de que engañaba a los superiores empeñándome en seguir un camino al que no estaba llamada…Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni entendía más que una cosa: ¡que no tenía vocación…!

¿Cómo describir la angustia de mi alma…? Me parecía (pensamiento absurdo, que demuestra a las claras que esa tentación venía del demonio) que si comunicaba mis temores a la maestra de novicias, ésta no me dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería cumplir la voluntad de Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo haciendo la mía.

Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena de confusión, le expuse el estado de mi alma…

Gracias a Dios, ella vio más claro que yo y me tranquilizó por completo. Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en fuga al demonio, que quizás pensaba que no me iba a atrever a confesar aquella tentación. En cuanto acabé de hablar, desaparecieron todas las dudas.

Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise confiarle también mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó con echarse a reír.

En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un río de paz. Y en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los santos votos…

Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es decir, entre gracias extraordinarias, sino al soplo de una ligera brisa parecida a la que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías…

¡Cuántas gracias pedí aquel día…! Me sentía verdaderamente reina, así que me aproveché de mi título para liberar a los cautivos y alcanzar favores del Rey para sus súbditos ingratos. En una palabra, quería liberar a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores… Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas…, por toda la familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y tan santo… Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello…

Pasó por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues hasta los días más radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo no me quitaría mi felicidad… ¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús… Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz que recibí y excepto la alegría serena que sentí por la noche al ver titilar las estrellas en el firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se abriría ante mis ojos extasiados y podría unirme a mi Esposo en una alegría eterna…».

Diego Fares sj

 

Hay que salir a sembrar de nuevo semillas del evangelio que se sembraron menos (11 B 2018)

 

(En aquel tiempo decía Jesús a la gente… Si alguno tiene oídos para oír, que oiga!)    Así es el reino de Dios: como con un hombre que echa semilla en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí sola: primero los tallitos de hierba, luego la espiga, después el trigo pleno en la espiga y cuando se da el fruto, con prontitud mete la hoz porque ha llegado la cosecha.

Decía también: ¿A qué compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo expresaremos? Con el reino sucede como con un grano de mostaza que cuando se siembra en la tierra es más pequeño que cualquier semilla, pero una vez sembrado crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra.

Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, acomodándose a su capacidad de entender  y no les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo cuando estaban entre ellos  (Mc 4, 26-33).

Contemplación

El reino de los cielos es un misterio. El misterio de cómo está presente Dios -el Padre, Jesús, el Espíritu Santo- en medio de nosotros, cómo es que actúa en la vida de la gente, cómo inicia, como se desarrolla, en qué estructuras, cuáles son sus frutos que podemos aprovechar, cómo tenemos que comunicarlo a las próximas generaciones…

Cuando nos preguntamos dónde está Dios, cómo es que actúa, qué quiere que hagamos como ciudadanos de su reino, en medio de una situación como la que estamos viviendo en torno a la despenalización del aborto, la respuesta hay que rezarla contemplando las parábolas del reino.

Más que tomar «frases sueltas» del evangelio o de la doctrina de la Iglesia, puede ayudar un rato de oración. Una oración de pobres, de gente común del pueblo de Dios que necesitamos que Jesús mismo nos hable y nos predique alguna palabra nueva, entre tanta cosa que hemos escuchado y dicho. Necesitamos una oración de pobres discípulos que no entienden y desean una explicación como esas que Jesús les daba «cuando estaban entre ellos». Es decir: necesitamos escuchar a Jesús no «por la calle», sino dándonos un tiempo especial.

Y las parábolas contienen dentro de sí -en su dinámica- un tiempo especial. Abren la mente con sus juegos de imágenes. Como esta sobre el hombre que siembra y cosecha, que no sabe cómo se da el proceso de crecimiento de la semilla, pero sí puede discernir claramente cuándo sembrar y cuándo cosechar porque «se ha dado» el fruto (se ofrece el fruto, dice el griego). Y la otra, que tiene sentido en sí misma pero también juega dialécticamente con su hermana gemela, esta parábola en la que el reino se compara no con la acción de un labrador sino con un tipo de semilla -el granito de mostaza, que condimenta las comidas-, un granito pequeño que llega a ser un arbusto grande y no solo sirve por sus frutos sino que trasciende: sirve para que los pajaritos hagan nido a la sombra de sus ramas. Hermosa imagen del reino que es algo más que «frutos» y no solo sirve al reino humano sino también al reino animal.

Jesús está hablando en un discurso más amplio y nos advierte que paremos la oreja, que el que tenga oídos para oír, que oiga. Es una invitación de esas que son perennes, para toda época que no se haya vuelto tan autorreferencial que no quiera ya usar sus oídos para oír (al otro) porque sólo se escucha a sí misma (para eso no hacen falta oídos!).

Las parábolas son como una vasija que contiene un tiempo especial. Como toda obra de arte, crean su propio tiempo. Una obra de arte -un cuadro, una música, una Iglesia…- sin que nos demos cuenta, por atracción, nos hacen entrar en su propio tiempo, deteniéndonos en un detalle, impulsándonos a ir a ver o a escuchar otro y luego haciéndonos sentir la necesidad de volver atrás… Las parábolas, en cuanto obras de arte narrativas de Jesús, le regalan este tiempo de contemplación al que quiere entrar en su lectura, meditación y contemplación. Nos regalan este tiempo como el fruto que «se ofrece» en la primera parábola. Nos regalan este tiempo de gracia como las ramas del arbusto de mostaza, para que hagamos nido y pongamos huevo en vez de andar solo revoloteando por la historia.

Cómo actúa Dios en nuestra historia? Jesús usa una imagen de su época aprovechando que entonces no se sabía mucho acerca del proceso de crecimiento de las plantas pero sí se sabía muy bien cuándo sembrar y cuándo cosechar. Hoy en día esto ha cambiado. Y yo diría que está cambiando radicalmente. No sólo se trata de que ahora sabemos mucho (nunca todo, en esto la ciencia actual es más humilde que el saber común) acerca de cómo crece una planta. No sabemos todo pero sabemos mucho, tanto que podemos modificar genéticamente los cultivos. Sabemos! aunque algunos se hagan los tontos y digan que no se pueden usar estos conocimientos a la hora de hacer una ley que afecta a una vida en gestación. Esto es «religioso» -dicen- y hay que ponerlo entre paréntesis a la hora de legislar «para todos». El problema es que, entre paréntesis, se pueden poner las palabras, no la realidad. Las creencias absolutas permean las prácticas más cotidianas. Además, hay que reconocer el menos que el concepto de «derecho absoluto de una persona a decidir libremente» es una conquista del pensamiento cristiano. No lo tenían los griegos ni los romanos, ni se respeta de igual modo en la actualidad en países de otras religiones o sistemas políticos.

Decía que la imagen que usa el Señor ha cambiado no en el sentido de algo que evoluciona sino que ha mutado: ahora conocemos todo de los procesos biológicos y hemos perdido el conocimiento de nuestro modo de interactuar positivamente con la vida en el planeta: ya no sabemos cuándo sembrar y cuándo cosechar. Sembramos mal, llenando el país de soja, por ejemplo, sin rotar los sembrados; quemamos bosques… Estamos viviendo en una anti-parábola: en una mentalidad que privilegia el funcionamiento y se desentiende de los fines.

Y creo que la parábola tiene más actualidad aún. Podríamos cambiarla, con todo respeto, en la parte que habla de que la semilla crece sola y decir que ahora el hombre sabe cómo crece y la tierra no da fruto «automáticamente» (esa era la palabra griega) sino que el hombre la hace dar el fruto transgénico que quiere. El punto del Señor sigue siendo el mismo: lo que interesa para conocer su reino es compararlo no con el saber tecnológico que puede tener o no tener el hombre, sino con su saber «humano»: cuando sembrar y cuándo cosechar. Esto es lo que el Papa llama «discernimiento» y afirma que «se disciernen las situaciones»: cuando sembrar y cuándo cosechar (y esto conlleva el «cuándo hay que interrumpir un proceso y cuándo no se puede).

El fruto que saco yo de esta parábola es que «hay que sembrar de nuevo».

La parábola, aunque no lo dice, supone que el reino es algo que se siembra y se cosecha y esto es algo que hay que hacer cada año o cada ciclo de cultivo. No solo hay que sembrar de nuevo cada ciclo sino que hay que rotar los cultivos. Y el evangelio no solo tiene potencia de crecimiento inusitada que se renueva en cada siembra sino también multitud de semillas, muchas de las cuales no se han sembrado en la misma cantidad que otras.

Cada cultura y cada época es como una tierra nueva y apta para distintos tipos de semilla. Lo bueno de las semillas evangélicas es que, en cada una, diferente a las demás, está Cristo entero, así como en cada espiritualidad y en cada carisma está el Espíritu entero, Único en las diferencias.

Creo que ahora, en nuestra patria, pero no solo, hay que sembrar de nuevo. Porque los frutos que dieron otras siembras, cuando los ofrecemos a las nuevas generaciones, les saben a frisados y enlatados. Y esto no es culpa del evangelio sino nuestra, por no sembrar cada año con la misma pasión y dedicación que sembraron nuestros mayores y ofrecer a los jóvenes frutos en conserva.

Ha cambiado el terreno, ha cambiado la mentalidad y la cultura y hay que sembrar de nuevo, para que los frutos de la nueva cosecha tengan el gusto de la nueva tierra. Si no, no serán aceptados.

Y esto de sembrar de nuevo no es ninguna amenaza a la doctrina ni significa ningún fracaso. En todo caso es un fracaso haber perdido tiempo y seguir atrasando la nueva siembra con la excusa de que los frutos conservados son comestibles. Lo cual es tan cierto como que celebrar una misa en latín vale tanto como celebrarla en lengua vernácula. El punto es que la misa es para que la generación de las hijas (y de los hijos), que recién han salido del catecismo, le sigan tomando el gusto a Jesús y se encienda en sus corazones puros el deseo de recibir al Espíritu, que es el único que les dará alegría duradera y astucia para interactuar con este mundo que los seduce y luego los descarta con suma facilidad.

En Amoris Laetitia, el Papa dice a los padres: «Las preguntas que hago a los padres son: «¿Intentamos comprender “dónde” están los hijos realmente (existencialmente) en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? Los padres -dice- siempre inciden en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función inevitable y la realicen de un modo consciente, entusiasta, razonable y apropiado. Ya que esta función educativa de las familias es tan importante y se ha vuelto muy compleja, quiero detenerme especialmente en este punto: la familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía, aunque deba reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos» (Cfr AL 259-262).

Cuáles son las semillas que el Papa nos pide que sembremos en esta época. El insiste una y otra vez en sembrar las semillas de las bienaventuranzas y, entre ellas, de modo particular todas las semillas de la misericordia, que se concreta en una semilla para cada obra de las que enseña Mt 25 -las obras de misericordia que hacen a nuestra carne con hambre, sed, enferma, presa, sin hogar, sin vestido.

También insiste en las obras de misericordia espirituales, entre las que se destaca la semilla del discernimiento. Esta semilla se siembra de manera especial con las parábolas, cuya estructura nos hace pensar por nosotros mismos, nos invita juzgar entre situaciones contrapuestas.

Esto es urgente en nuestra época en la que las ideas abstractas son una especie de «ídolos transparentes». El ídolo transparente es un ídolo que no te hace adorarlo a él como objeto, sino que te permite ver la realidad pero con un «filtro» que la distorsiona imperceptiblemente para una parcialidad. Es difícil darse cuenta porque es muy transparente y se aloja en el nacimiento mismo de la visión.

Un ejemplo (de mi predicador de Ejercicios que me ayudó a descubrir un ídolo transparente mío) Cuándo Dios le dice al profeta Samuel que tiene que dejar de llorar por Saúl y elegir otro Rey para Israel, Samuel mira a los hijos de Isaí y se fija en el más fuerte. Ese era su «ídolo transparente» para «ver a un Rey elegido por Dios». Pero Dios no se fija en las apariencias sino en el corazón y le señala a David.

Así cada uno debe revisar su «ídolo transparente» -pidiendo ayuda al Espíritu para que se le caigan las escamas de los ojos, como a los discípulos de Emaús) y las parábolas ayudan a salir de una visión «autorreferncial» al hacernos entrar en una dinámica distinta. Una dinámica que nos obliga a salir de nosotros mismos, a enfrentarnos a un misterio a la vez claro (porque en la parábola están todos los elementos sobre la mesa) e inagotable (la interacción de las parábolas entre sí y con la realidad de cada persona las hacen inagotables).

Una fe que se purifica los ojos de estos ídolos transparentes es como un granito de mostaza que, en su pequeñez, contiene todo el evangelio, y puede extender ramas para que hagan nido los pajaritos del cielo a su sombra.

Diego Fares sj

 

 

Practicar la verdad -personalizarla, más bien- a la luz del evangelio (4 B cuaresma 2018)

 

Jesús dijo a Nicodemo:

«De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto,

también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,

para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único

para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo,

sino para que el mundo se salve por Él.

El que cree en Él, no es condenado;

el que no cree, ya está condenado,

porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.

En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo,

y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz,

porque sus obras eran malas.

Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella,

por temor de que sus obras sean descubiertas.

En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz,

para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios»  (Juan 3, 14-21).

 

Contemplación

Jesús le habla a Nicodemo de «practicar la verdad». Qué significa «practicar la verdad»?.

Cuando tenemos la gracia de que el Espíritu Santo nos de a conocer una verdad, sobre Jesús, sobre nuestro corazón o sobre algo que mejora nuestra relación con el prójimo, tenemos que poner en práctica esa verdad inmediatamente, con la prontitud de los que recibieron sus talentos y los pusieron a trabajar, con la decisión del que encontró la perla fina y vendió todo para comprarla.

Solo en la tierra buena de «ponerla en juego» puede hacer el Espíritu que una verdad crezca y de frutos. Si se queda en el terreno abstracto de nuestra mente, junto con todas las ideas de todo tipo que nos dan vueltas en la cabeza, a la pobre verdad del evangelio le pasa como a las semillas que cayeron, una en la calle, otra en un pedregal y la tercera entre malezas: la verdad-de-moda, pasa y cambia (el diablo nos fascina con las verdades de moda y nos mantiene como eternos espectadores); la verdad-que-no-hecha-raíz -la verdad no reflexionada-, promete pero no cumple (el diablo nos hace olvidar lo que un día creímos), y a la verdad-que-no-combate, las medio verdades y las verdades políticamente correctas, la sofocan (el mentiroso nos acosa con sus suasiones y falacias, como dicen los Ejercicios).

Hay muchos modos de «poner en práctica» la verdad, pero dos son como los movimientos de las manos: uno el que las junta o las alza para rezar; el otro, el que dinamiza los mil gestos que hacemos para dar y para servir al prójimo.

A nuestra oración le puede ayudar el nombre que los griegos daban a la verdad: «aletheia», que quiere decir «des-olvidar». Al hacer oración de contemplación leemos serenamente el evangelio, dejamos que nuestra imaginación se empape con las escenas evangélicas y sentimos cómo «arde» en nuestro corazón la Palabra del Señor. Una experiencia común es que a nuestra mente se le vuelve claro algo que siempre supimos, pero se vuelve claro con una intensidad especial, que hace sentir que es el Señor el que está imprimiendo en nosotros esa claridad, esa evidencia de la verdad. Es como si algo estuviera velado y de golpe se abre el telón.

Y luego se vuelve a velar… Aquí es donde viene el segundo modo de «poner en práctica» la verdad, que es el servicio. Las verdades del Evangelio no son como las verdades matemáticas, que una vez que uno aprendió la tabla del 5 no se la olvida más. Las verdades del Evangelio, se conservan en la memoria activa solo en la medida en que las practicamos. Si no, se van al fondo de nuestro ser, a la espera de un mejor momento.           Aquí puede ayudar el nombre hebreo de la verdad que es «emeth» y significa fidelidad. La verdad que encarnamos en algún servicio concreto (también el breviario y la misa son «servicio sacerdotal» que hace todo el pueblo de Dios con sus ministros), requiere que ese servicio sea fiel, constante. Retomado una y otra vez, volviendo a empezar si nos damos cuenta de que nos olvidamos o flaqueamos.

Ahora bien, en el evangelio hay muchas verdades, infinitas verdades de vida, una para cada persona, para cada situación… Hay frases del evangelio que definieron de una vez para siempre todo un carisma, y legiones de mujeres y hombres practican esa palabra «especial» a lo largo del tiempo.

Al padre Hurtado se le reveló la verdad de que «el pobre es Cristo». De allí nació el deseo incontenible de hacer de todo para hospedarlo.

A la madre Teresa le bastó sentirle decir al Señor «Tengo sed», sed de que conozcan mi amor los mas pobres. De esa verdad de lo que siente el Señor nació todo su cariño por aliviar la sed de amor de los pobres.

El cura Brochero y la Mama Antula, experimentaron que los Ejercicios Espirituales ayudan de verdad cuando uno desea servir a Dios y no sabe cómo. De allí nació su entusiasmo para llevar a todos a hacer Ejercicios.

En el evangelio vemos a la gente que se acerca con fe sincera a Jesús, cómo el Señor le revela alguna verdad que queda ligada a esa persona. El evangelio está lleno de estas «verdades-persona». Verdades no solo puestas en práctica como quien hace un trabajo externo sino verdades encarnadas y vividas de manera personal y que se pueden compartir.

A María se le revela la verdad de que «para Dios nada es imposible» y de allí brota su «Sí» a Dios, para que la Palabra -y todas sus palabras- se hagan carne en ella, la servidora. Se le revela también que Dios mira con bondad su pequeñez y todas las maravillas que hace con sus pequeños en la historia.

A San José se le revela que él tiene que ponerle el Nombre a Jesús y comprende que esa Verdad se custodia con el silencio y el trabajo paterno de toda una vida.

A Simón Pedro se le revela la verdad de que a Jesús le interesa si lo ama como amigo. Y la verdad de esa amistad hace que Pedro acepte todo lo demás: ser pecador perdonado, ser roca sostenida de la mano, ser cabeza abierta al discernimiento del Espíritu…

A Juan Bautista se le revela la verdad de que él tiene que disminuir y Jesús crecer. De allí brota su alegría interior y su aceptación del martirio.

A María Magdalena se le revela la verdad de su nombre -María- que pronunciado por su Maestro le lleva a reconocerlo resucitado y convertirse en anunciadora de la resurrección.

Y junto con estas grandes «verdades-personalizadas», junto con estas «verdades en las que la misión y el carisma es la persona misma», está la muchedumbre incontable de los pequeños, que viven y encarnan como un solo pueblo y personalmente «pequeñas verdades» que contienen toda la Revelación (porque el Padre se complace en hacer brillar toda la verdad en pequeñas verdades).

El pueblo fiel, en el evangelio, encarna las grandes verdades: la que dice que hay que acercar a Jesús a los niños para que los bendiga, a los enfermos para que los sane y a los adictos a algún actitud o sustancia demoníaca para que el Señor los libere. Encarna también el pueblo fiel la verdad que dice que hay que «marchar» siguiendo a Jesús, como lo seguían las multitudes; y que hay que «escuchar largamente a Jesús» y «recibir su pan y sus peces«; también encarna el pueblo fiel la verdad que dice que hay que alegrarse de que Jesús obre con autoridad y expresarlo con sonrisas y carteles y comentándolo en familia.     Dentro del pueblo fiel, hay personajes representativos que encarnan los deseos de toda la gente.

Zaqueo encarna esa verdad que dice que «la conversión verdadera llega al bolsillo«: vemos cómo suelta y reparte la plata que antes había amarrocado.

El samaritano leproso encarna la verdad que dice que «la relación con Dios tiene que ser personal y no formal«: vemos cómo deja la formalidad de ir a los sacerdotes y vuelve para dar gracias a Jesús, cosa que el Señor aprecia.

El paralítico al que sus amigos bajan por el techo encarna la verdad de que «nada ni nadie nos puede impedir que nos la ingeniemos para salir de nuestras parálisis y acercarnos a la vida que nos da Jesús».

La hemorroisa encarna la verdad que dice que «a Jesús le basta con que le toquemos la punta del manto con un deseo hondo del corazón» en medio de la multitud y de las cosas del día. El se da cuenta de todo, conoce todo.

La viuda de las dos moneditas encarna la verdad que dice felices los pobres porque «cuanto más pobre es uno más fácil es ser generoso». Esta es una verdad «intraevangélica», no es una verdad sociológica. Es, pienso yo, lo qe habrá pensado Zaqueo cuando leyó en el evangelio del domingo que la joven mujer viuda había dado todo lo que tenía para vivir ese día mientras que la buena noticia suya decía que él había dado la mitad. Claro, para él era más difícil porque había acumulado tanto y tenía tantos compromisos que resolver.

Y así, todos: cada uno encarna una verdad y yo puedo encontrar la mía, para que esa «verdad-misión» me forje la personalidad. Y en vez de que la gente diga «qué personaje», puedan decir: la vida de esta familia o de esta persona nos ayuda a comprender una verdad del evangelio.

Me quedó Bartimeo. Qué verdad encarna nuestro ciego de nacimiento, el hijo de don Timeo? Ahora veo que Bartimeo es el ícono de todo este evangelio: el ícono de la verdad puesta en práctica. Lucas nos hace ver cómo puede ver la verdad un ciego. Bartimeo encarna la verdad de que «ver (la verdad) es primero un deseo interior y antes que una evidencia que viene de afuera«. Él, que no veía, sintió que pasaba Jesús y cuando éste le preguntó que quería que hiciera por él, le dijo: «Señor, que vea!». Deseaba tanto que sus ojos pudieran adecuarse a las cosas gracias a la luz! Y ahí nomas, nos dice Lucas, se puso a seguir a Jesús por el camino. Puso en práctica la Verdad básica, que es la luz de Jesús que sirve para ver las cosas de Jesús, antes que ponerse a ver (aunque también las veía), no se… la cara de sus familiares, el color del cielo y las plantas del camino…

La verdad más grande que existe es que Dios ha amado tanto al mundo -a cada uno de nosotros- que nos dio a Jesús, su Hijo amado. Y Bartimeo nos enseña a usar toda la luz de todas las verdades para seguir a Jesús por el camino, confrontando todo con su Palabra.

Ante cada situación, ponemos en práctica el criterio de ir a mirar «que verdad» – que pasaje, qué parábola, qué personaje del evangelio-, ilumina lo que vivo.

Así, la verdad que alguien en el evangelio supo poner en práctica, nos ilumina nuestra práctica de hoy. Esa práctica que consiste en hacer sentir a los demás como «amados por Dios». De modo tal que nadie se sienta excluido ni lejos del Amor de Dios que Jesús trajo al mundo.

Padre Diego

Transfigurar la resurrección o poner de nuevo en juego una palabra culturalmente opacada (2 B Cuaresma 2018)

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

Contemplación

Cómo no decirlo de nuevo: los cristianos creemos en la resurrección de los muertos.

El solo hecho de formularlo así – de decir «resurrección»- hace sentir cuánto se ha opacado esta palabra. Necesitamos que se nos transfigure. Y nada mejor que el evangelio de hoy para hacerle recobrar a esta palabra que es el centro ardiente de nuestra fe toda su fuerza original de modo tal que nuestro corazón se adhiera a ella con la alegría de los primeros creyentes.

Las palabras, como las casas, sufren el paso del tiempo. Se las revoca, se las pinta de otro color, se les construye encima…, pedazos de ellas van a parar a otras.

Palabras potentes que salieron del lenguaje común para nombrar un acontecimiento nuevo y se convirtieron en «palabras mágicas», se desgastan con el tiempo. Se las usa para cualquier cosa y se depotencian.

Caridad, por ejemplo. La caridad expresaba un tipo de amor alegre y gratuito, un amor que el Espíritu derramaba a cada persona que creía en Jesús y que hacía que todas las relaciones comunitarias brillaran con luz propia, al punto de hacer decir a la gente, viendo a los cristianos: «Cómo se aman!»…, la caridad, sufrió una especie de «privatización». Quedó asociada a «instituciones de caridad». La fuerza de irradiación que nació del corazón de los santos que pusieron en práctica este amor caritativo y lo convirtieron en institución quedó reducido a dar una limosna o atender a gente que «necesita caridad». La gente poderosa y autosuficiente, que la publicidad nos incita a que seamos, es gente que «no necesita caridad».

Con la palabra Resurrección pasó otra cosa. Los términos para nombrar lo que aconteció a Jesús el domingo después de su muerte en la Cruz, eran términos que se usaban para algo tan cotidiano como «ponerse de pie». «Egeirei» -erguirse- y «anastasis» -levantarse-, eran palabras que se usaban para expresar que uno se despierta del sueño y se levanta otra vez por la mañana. Hoy la palabra «resurrección», perdió aquel sentido cotidiano de «levantarse» y suscita imágenes médicas -resucitación artificial- y de series de ciencia ficción  -«Resurrection».

Estos cambios y usos para otras cosas que sufren las palabras influyen en nuestra mentalidad y si no tenemos un pensamiento crítico, al usar la palabra resurreción podemos terminar pensando algo que no tiene nada que ver con lo que dice Jesús e incluso algo totalmente contrario!

Por tanto, es mejor -como siempre- partir de lo que dice el evangelio respecto a lo que pasaba en la cabeza de los tres amigos y discípulos del Señor a Quien acababan de ver «transfigurado»:

«Se preguntaban qué significaría ‘levantarse de entre los muertos'» (Mc 9, 10).

Evangélicamente podemos preguntarnos como los discípulos qué significa «resucitar» y pedirle al Señor que nos lo vaya aclarando. Cosa que, como veremos, requiere todo el evangelio y toda la historia de la humanidad, así que no hay apuro.

Jesús, aquel día, les había dicho algo totalmente nuevo. No es que la palabra les resultara totalmente ajena. De hecho en la Escritura se habla de que Dios puede volver a dar vida a los muertos. El profeta Oseas dice: «Volvamos al Señor! Después de dos días nos hará revivir; al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia» (Os 6, 1). La palabra que utiliza Oseas es «qum«, levantarse y es la misma que Jesús utilizó para «resucitar» a la hija de Jairo y que quedó en nuestro vocabulario: Talitá qum!, niña levántate!. Pero la referencia tan directa del Señor a su persona, no la entendieron. Así que también a nosotros puede hacernos bien preguntarnos: que quiere decir «resucitar de entre los muertos».

Cuando el Señor se les apareció vivo, luego que lo habían visto crucificado y puesto en el sepulcro, comenzaron a experimentar todo lo que implicaba esto de «haberse levantado de la muerte». No se trataba sólo del hecho de haber estado muerto y volver a la vida, sino que la vida entera de Jesús les resultaba ahora «igual y distinta» a la vez. Este es el punto: al hablar de resurrección hablamos de una vida «igual y distinta».

Trabajo crítico de transfiguración

Y para pensar esto tenemos que hacer un doble trabajo crítico ( de transfiguración): primero, sacarnos de la cabeza las imágenes «modernas» de aparatos médicos y series televisivas; segundo, tenemos que desopacar las palabras usadas en la liturgia para que readquieran su esplendor original.

Cuando uno lee los testimonios de la resurrección -de los ángeles, de las discípulas, de María Magdalena, de Pedro y Juan, de los discípulos…- resalta otra frase que va unida a la expresión: «se levantó de la muerte» (como quien se levanta de una enfermedad o del sueño). Esa palabra es «He visto», «hemos visto al Señor».

El primer anuncio de María Magdalena es el más hermoso (y hay pocos íconos de este momento tan trascendental en la vida de la Iglesia):

«He visto al Señor y me ha dicho estas cosas» (Jn 20, 18).

Este evangelio de María Magdalena a los Apóstoles contiene todo. Porque María no «ha visto» simplemente a Jesús como estaba en ese momento, sino que lo «ha visto» en Persona con su vida entera. Una breve anécdota puede ayudar: Ayer una hermana de las Pobres Bonaerenses me llamó para decirme que se abría la causa de canonización de la Hna Bernadita, muy querida por muchos de nosotros en nuestra época de formación. Me pedía un testimonio de su vida. Yo me alegré mucho y se me ocurrió decirle que, en realidad, tenía pocos «hechos» para contar, pero que mi recuerdo de ella era de su persona: de su maternidad espiritual, de su ternura y de su viveza, porque ponía cara de abuelita inocente pero no se le pasaba una… Le decía que hay gente que se transparenta toda en cada pequeño gesto y uno, en lo que hace, «ve» su persona.

En «verlo y escucharlo a Él» está todo

Algo de esto es lo que sucede en la transfiguración y está también contenido en ese «he visto al Señor» de la Magdalena. En «verlo y escucharlo a Él» está todo. Los demás testimonios irán por este mismo cauce: Hemos visto al Señor… Los discípulos se alegraron al ver al Señor. El Señor ha resucitado y se ha «vuelto visible» (ofte; se le apareció) a Pedro. Los de Emaús contaron cómo se les habían caído las escamas de los ojos y habían «reconocido al Señor al partir el pan».

La experiencia es que al mismo Jesús que conocían, al que habían visto muerto, ahora lo veían vivo y sus palabras cobraban otro sentido. Y cada uno recogía cuidadosamente las palabras que el Señor le decía y se las comunicaba a la comunidad con gran alegría. Así nacieron los evangelios!

Es decir: la experiencia de la resurrección no es solo la de un «hecho físico» que le acontece a la carne del Señor, sino la experiencia de entrar otra vez en contacto con su Persona que, por una parte, se les presenta como siempre -saluda, come con ellos, se deja tocar- y, por otra parte, se presenta con características totalmente nuevas -se hace visible en medio de ellos estando las puertas cerradas, los acompaña por el camino sin darse a conocer y luego se deja ver (se transfigura)…

Y aquí nos encontramos nuevamente con la «transfiguración», que fue una experiencia única en la vida de la comunidad, testimoniada por Pedro, Santiago y Juan. En ella «vieron» a Jesús en todo ese esplendor y gloria que estaban velados en su interior y que relucían en sus milagros, en algún destello de su mirada, en la fuerza irresistible de su predicación.

Jesús vivía desde antes de la Resurrección con una Vida totalmente distinta en medio de la vida normal. Podemos decir que la Resurrección solo «liberó» o desató lo que había estado contenido y escondido y que se dejaba ver por momentos.

Jesús siempre fue un «Jesús resucitado», en el sentido de «levantado de toda postración y despierto de todo sueño». El Señor vivió siempre «de pie», erguido, vivió «de lo alto», del Espíritu, lleno de poder para hacer el bien, para sanar, para enseñar a amar y a adorar.

Luego de la resurrección los discípulos recuperan esta vida que habían compartido sin tener total conciencia: recuperan en la fe toda la vida del Señor como vivida por Alguien que es Dios con nosotros, que fue especialmente Dios con ellos.

Estas cosas son las que tenemos que recuperar también, en la oración contemplativa que es, literalmente, «ver al Señor».

La contemplación es fruto del Señor que «se aparece» «que se deja ver» y -consolándonos- nos dice «estas palabras» para que las anunciemos y vivamos. La contemplación es experiencia del Señor resucitado y transfigurado, ni más ni menos, sino exactamente igual que la que tuvieron las discípulas y los discípulos. Porque el Señor no resucita sino para que «lo veamos en Galilea» y para «decirnos todas sus cosas» y «abrirnos la Escritura» y «recordarnos todo lo que nos había dicho».

El evangelio no es otra cosa que «las palabras que el Señor les dijo que dijeran» a Magdalena, a los de Emaús, a los doce. Son Palabras cargadas con la fuerza del Resucitado que los envía a decírnoslas!

Contemplar es resucitar

Leer, saborear y pedir la gracia de entender estas palabras -el Evangelio- es igual no solo a «ver a Jesús resucitado», a que se nos «aparezca» por el camino, sino que es igual a «resucitar«. Más allá de la resurrección final, que no es más misteriosa que nuestro nacimiento y la creación del Universo, podemos vivir una  «resurrección actual», participando de la resurrección del Señor, mediante el contacto eclesial con los testigos a los que el Señor se les va apareciendo a lo largo de la historia, a los que les va haciendo experimentar la fuerza carismática de alguna de sus palabras que ellos, como testigos, convierten en obras de misericordia y de comunión fraterna.

Este participar de la resurrección de Cristo no es algo añadido, algo que sería pleno en Él y que a nosotros se nos regalaría con cuentagotas o vaya a saber uno cómo y cuando. La resurrección en cuanto «dejarse ver y tocar y poder hablar y hacer recordar todo lo que dijo e hizo por nosotros» es algo del Señor que es «enteramente para nosotros».

Lo que quiero decir es que Cristo siempre vivió con una vida que era la misma nuestra y más, infinitamente más, en tanto que vida del mismo Dios. Y esa vida suya, toda para nosotros, que fue comunicando a todos los que encontraba, como nos narran los evangelios -Cristo pasó haciendo el bien (se acostaba «cansado de haber hecho todo el bien posible» como dice el Papa Francisco que debemos vivir y él mismo da buen ejemplo)-, es ahora una vida que, gracias a la resurrección, está toda a disposición de quien la quiera vivir y compartir.

Eso son los sacramentos: estar bautizados -sumergidos- enteramente en la vida de Jesús (podríamos decir «en su evangelio», como si pudiéramos vivir dentro del evangelio y reeditar, en cada situación, alguna escena y meterla en nuestra vida como quien siembra una semilla buena que da ciento por uno en flores y frutos).

En la Eucaristía, entramos en comunión con la carne de Cristo resucitada, podemos estar con él compartiendo como los suyos en la última cena, podemos estar en el Calvario -como dice Francisco- comulgando en Jesús que muere en la Cruz con todos los que sufren y mueren en el mundo.

Y así en cada sacramento: vida plena que es toda para nosotros.

Bueno. La contemplación salió de un solo tirón, sin pensarla, partiendo de la dificultad para incorporar esa palabra «resurrección» y para mí es toda una experiencia de cómo una palabra puede volver a ponerse en pie y regalarnos tanto.

Diego Fares sj