Domingo de Pascua 3 C 2010

Para que el amor sea un sentimiento, más aún: una pasión

Poco después, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos junto al lago de Tiberíades. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás «El Mellizo», Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. En esto dijo Pedro:
–Voy a pescar.
Los otros dijeron:
–Vamos contigo.
Salieron juntos y subieron a una barca; pero aquella noche no lograron pescar nada. Al hacerse claro el día Jesús estaba en la orilla del lago, pero los discípulos no lo reconocieron.
Jesús les dijo:
–Muchachos, ¿no tienen algo de pescado para comer?
Ellos contestaron: –No.
El les dijo:
–Echen la red al lado derecho de la barca y pescarán.
Ellos la echaron, y la red se llenó de tal cantidad de peces que no podían moverla.
Entonces, el discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro:
–¡Es el Señor!
Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó un vestido, pues estaba desnudo, y se lanzó al agua. Los otros discípulos llegaron a la orilla en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no era mucha la distancia que los separaba de tierra; tan sólo unos cien metros. Al saltar a tierra, vieron unas brasas, con peces colocados sobre ellas, y pan. Jesús les dijo:
–Traigan ahora algunos de los peces que han pescado.
Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo:
–Vengan a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntar: «¿Quién eres?», porque sabían muy bien que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y se lo repartió; y lo mismo hizo con los peces. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de haber resucitado de entre los muertos.
Después de comer, Jesús preguntó a Pedro:
–Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Pedro le contestó:
–Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Entonces Jesús le dijo:
–Apacienta mis corderos.
Jesús volvió a preguntarle:
–Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro respondió:
–Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo: –Pastorea mis ovejas.
Por tercera vez insistió Jesús:
–Simón, hijo de Juan, ¿me quieres como amigo?
Pedro se entristeció, porque Jesús le había preguntado por tercera vez si lo quería, y le respondió:
–Señor, Tú todo lo sabes, Tú conoces que te quiero.
Entonces Jesús le dijo: –Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas, cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir. Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios. Después añadió:
–Sígueme” (Jn 21, 1-19).

Contemplación
“Simón ¿Me amas más que estos?”
Jesús hace como hacemos con los chicos: “¿A quién querés más?” “¿Hasta dónde me querés?” “Hasta el cielo”. El amor expresa su profundidad en esta manera ingenua del comparar no por celos sino para hacer sentir al niño que su amor no tiene límites de manera que le tome el gusto al amor y entre en esa dinámica del más. Con juegos de cariño las mamás y los papás le enseñan a sus hijos pequeños la verdad más honda de la vida: que lo que nos importa es su amor.
Y este y no otro es el evangelio de Jesús resucitado: hacerle experimentar a Simón Pedro, su amigo, que lo que le importa es su amor.
Y Pedro, que no escribirá mucho pero que dará su vida por Jesús, nos dejará testimonio de este amor y de esta amistad que sintieron y cultivaron Jesús y él.
Juan, ya anciano, recordará estas cosas y nos dejará como regalo este diálogo que Simón, su amigo mayor, le habrá confiado y acerca del cual habrán conversado tantas veces.
Y en la primera carta de Pedro está esa frase tan hermosa que tiene su fuente en esto que decimos, en lo que le enseñó Jesús que era lo único importante. Pedro nos habla de un Jesucristo: “a quien ustedes aman sin haberlo visto” (1 Pe 1, 8). Y nos exhorta a purificarnos en la verdad de “un amor fraternal sin hipocresía”. Dice: “Ámense unos a otros de corazón e intensamente”. “Sean de un mismo sentir, compasivos, fraternales, misericordiosos, de humildes sentimientos, no devolviendo mal por mal” (1 Pe 3, 8).

La última “manifestación” o “encuentro” del Señor con los suyos se da en el ámbito de la vida cotidiana, en medio del trabajo. Jesús ya no “se aparece” en medio de ellos, ni les sale al encuentro por el camino sino que “está” a la orilla del lago donde trabajan, atrayéndolos hacia sí, hacia la Eucaristía que les tiene preparada, atrayéndolos hacia las preguntas sobre el amor.
El Señor Resucitado es el que atrae a todos a su amor. Y como la Resurrección acontece en el corazón, es hacia este diálogo de corazones hacia lo que nos atrae el Resucitado. No solo a Pedro y a sus amigos, no solo las redes con la pesca milagrosa de aquella mañana, sino a toda la humanidad. Pedro arrastrando las redes hacia la orilla es la imagen del Pescador de hombres que le lleva a todos a Jesús. ¿Para qué? Para que el Señor interrogue a todos acerca del amor.
El Señor “está”, esperándonos con el bien que despierta en nosotros el amor: el pan calentito de la Eucaristía. Nos está esperando luego del trabajo para partirnos el pan. Y si un desayuno calentito en una mañana fría nos hace sentir el cariño de quien nos lo preparó, cuánto más si no es solo pan el bien que nos alimenta sino el mismo Cuerpo del Señor. En ese Bien supremo podemos arraigar con todos los afectos de nuestro corazón, arraigar de modo tal que nada nos pueda apartar de ese nuestro sumo Bien y en él permanezcamos adheridos por la fe y el amor.
El Señor “está” esperándonos para charlar, para realizar con nosotros eso que llamamos “oración”, a la que damos tantas vueltas y que en el fondo es algo muy sencillo: rezar es hablar con Jesús –nuestro Bien- y dejar que nos pregunte si lo amamos: si lo amamos más que todos, si lo amamos simplemente, si lo queremos como amigos. Cuando nos hace arder el corazón en este triple amor que brota de su Corazón (como decía Santa Margarita María) –de misericordia infinita, que perdona todo pecado, de caridad perfecta que completa lo que nos falta y de amistad gratuita que goza al igualarse con nosotros-, cuando nos hace arder el corazón, digo, entonces nos confía sus ovejas y sus corderitos, lo que le es más querido, nos confía a sus hermanos, a nuestros hermanos, para que los cuidemos y apacentemos.
Como dice Pedro, que experimentó este amor del Señor: “Ante todo mantengan ardiente la caridad unos con otros, porque “la caridad cubre la muchedumbre de los pecados”, practiquen una amorosa hospitalidad unos con otros, sin murmuraciones, cada uno conforme al don que recibió” (1 Pe 4, 8 ss.). A los pastores nos dirá: “Apacienten el rebaño de Dios en medio de ustedes no a la fuerza sino de buen grado, espontáneamente en Dios, no por interés sino de corazón (…) revestidos con sentimientos de humildad, como esclavos los unos de los otros” (1 Pe 5, 2 ss.).

En este clima, contemplando al Señor y a Pedro cómo dialogan acerca del amor, quisiera aprovechar para sanar algunas ideas erradas acerca del amor. Me llamó la atención un sencillo texto de Santo Tomás en el que valora más el simple amor sensible que el amor que depende de una elección de la razón (amor de dilección). ¿Cómo argumenta? Diciendo que “el hombre puede tender mejor a Dios por el amor -atraído pasivamente en cierto modo por Dios mismo-, de lo que pueda conducirle a ello la propia razón, lo cual pertenece a la naturaleza de la dilección. Y por esto el amor es más divino que la dilección”.
Explicamos un poco. El amor de dilección presupone “elegir” y uno elige juzgando con la razón. Cuando elegimos nuestros amores, a veces nos equivocamos y elegimos mal. El simple amor natural, en cambio, el amor que está en el apetito sensitivo, ese amor que es una “pasión” (un bien ante el que nuestro apetito es pasivo porque ese bien se nos impone naturalmente), el simple amor, decimos, nos mueve el corazón sin que podamos resistirlo. Es el amor de un hijo pequeño por su madre: un amor natural, irresistible. El bien que la madre es para el bebé despierta en él el amor.
En estos términos plantea Jesús el Amor a Dios, al revelarnos que Dios es nuestro Padre, nuestro querido Padre.
En estos términos plantea Jesús su propio amor por nosotros al darnos por Madre a su Madre en la hora de la Cruz. Nos dio a la Virgen por Mamá. Cuando vemos con qué cariño nos adoptó ella en sus afectos, comprendemos lo “sentido” que fue este gesto para el Señor. Ella comprendió con qué amor quería su Hijo que nos amara! El Señor nos muestra, pues, con este gesto que nos ama como a hermanos, dándose tan por entero a nosotros, con una misericordia sin condiciones, con una dedicación y entrega tan sentidas que no nos dejan dudas de que nos considera su mayor bien. El Señor nos ama “sensiblemente”, nos tiene “afecto”, nos quiere “naturalmente”, nos siente hermanos, amigos. Le gusta estar entre nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Le agrada haberse llevado al Cielo todas nuestras anécdotas, toda nuestra existencia humana, se siente cómodo en el Cielo con nuestra humanidad, sintiendo las cosas de la Trinidad “apasionadamente”, con un corazón de carne. Porque Él es así, puro amor. Y nos ha creado, nos ha dado el don de la vida. Y al encarnarse y sentir con un corazón humano, su Amor se ha vuelto “apasionado”: nos ama sintiendo cariño sensible, con una sensibilidad riquísima, ya que está imbuida por su Espíritu, pero bien sensibilidad (nada de “espiritualismo intelectual y desencarnado).
Y le interesa saber si Simón Pedro, su discípulo y amigo del alma (si cada uno de nosotros) nos damos cuenta de cómo siente él su amor. El amor sensible “siente” si es correspondido “sensiblemente”. Siente si el otro siente lo mismo o no. No le basta con el amor de elección (ya te elegí y me quedo con vos aunque no “sienta que te amo”). A Jesús le interesa saber si llegó con su amor a hacernos sentir amor. Cuando uno es muy amado, con el amor justo que corresponde a la condición del otro, ese amor despierta irresistiblemente un amor igual. Cuanto más es amado un hijo por su padre con amor de padre, más siente crecer en sí el amor de hijo. Lo mismo sucede con cada amor: si en el trabajo nos amamos con amor de compañeros de trabajo, ese amor suscita más amor de compañerismo. El problema son, pues, los amores “mezclados”, los que provienen de proyectar expectativas de un tipo de amor donde deberíamos notar otro…
Con Jesús, tengámoslo bien claro, no se trata para nada de un amor formal, cultual, de cumplimiento de deberes…. El Señor quiere saber si lo queremos como amigo, si tenemos ganas de andar en su Compañía y de comer y trabajar con él.
Hay una canción preciosa que dice: “Para que el amor no sea un sentimiento, tan solo un deslumbramiento pasajero”. Y está bien lo que dice, en cuanto a arraigar en el amor perfecto, que dice sí hasta el final. Pero creo que no valora lo que significa un “sentimiento” y un “deslumbramiento” cuando del otro lado está la Persona de Jesús. Eso que es tan carnal y fragil, nuestro sentimiento, el afecto, la pasión, es la materia con la que le interesa trabajar a Jesús. Y cuando ponemos en juego nuestros afectos y los dejamos en sus manos, El hace que nuestro corazón arraigue de tal manera en su Corazón, el Bien Sumo, que se convierten en lo más movilizante. ¿No es acaso este amor sensible y real lo que más nos atrae en la vida de los Santos? La Pasión del simple amor cura el temor y la tristeza y nos asienta en el territorio del alegre fervor espiritual.

Diego Fares sj

Domingo de Ramos C 2010

La Pasión del Señor y nuestras pasiones

“Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión”.
…..
En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos. Cuando llegaron, les dijo: «Oren, para no caer en la tentación». Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces se le apareció un án-gel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo. Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza. Jesús les dijo: «¿Por qué están dur-miendo? Levántense y oren para no caer en la tentación».

Contemplación
La contemplación de este Domingo de Ramos, en que la liturgia nos evangeliza con la Pasión según San Lucas, nace de una impresión y de un deseo. La impresión, compartida con muchos, es la de que la Semana Santa siempre me encuentra poco preparado. Y cuando llega ese momento especial en medio de las ceremonias en que el Señor se las ingenia para conmover mi corazón, surge también la pena de no haberme preparado mejor para aprovechar su gracia.

El deseo es el de “preparar mejor la Pascua”. Escribiendo esto me doy cuenta de que así comienza la Pasión. Jesús mismo manda que preparemos la Pascua:
“Llegó el día de los Azimos, en el que se debía inmolar la víctima pascual. Jesús envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: «Vayan a prepararnos lo necesario para la comida pascual»”.

Los discípulos le preguntaron: “¿Dónde quieres que la preparemos?”. Nosotros podemos preguntar “¿Cómo querés que la preparemos?”. Cómo en cuanto a los afectos: ¿Con qué disposición afectiva, centrados en qué sentimientos, con cuánto fervor y pasión querés que preparemos la Pascua?

Leyendo la Pasión uno puede ir tanteando en las escenas y en los diálogos, tratando de imaginar afectivamente cuáles serían los sentimientos de Jesús en la Pasión. Los sentimientos fuertes, quiero decir, los más hondos…

Al fijar el corazón en esto de los sentimientos impresiona mucho lo humano y lo divino que se ve a Jesús. Por un lado se lo ve Dueño de sí, con un Señorío que está lleno de la potencia del Espíritu y que se manifiesta hasta en los últimos detalles. No lo vemos al Señor poseído por un solo sentimiento (depresión por la traición, miedo a la muerte, bronca por los que lo empujan y se le burlan…). Al contrario, uno lo siente como atento a todo, con los sentimientos a flor de piel, pero centrados. El Señor siente todo: lo grande y dramático y lo pequeño y banal. Como dice Guardini “Jesús saca de su interior las fuerzas más vigorosas y se arma para la lucha suprema”.
Por otro lado –y esto es lo que contrasta con el Señorío- Jesús es arrastrado por los acontecimientos. En esto es como cualquier ser humano. En unas pocas horas lo arrestaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Y lo que admira es el trabajo interior que el Señor hace. No se si me explico: me impresiona que “no trate de cambiar los acontecimientos”. Se somete a ellos y los modela desde adentro. Eso es lo que deslumbra en la Pasión: parece que a Jesús le pasan todas y que es el único que no actua y eso mismo hace que surja con nitidez la fuerza de su amor. El Señor padece con amor. Y ama apasionadamente.

Aquí es donde entran nuestras pasiones. A ellas tiene que llegar el efecto benéfico de la Pasión del Señor. No solo a nuestras ideas y buenas intenciones. La Pasión tiene que llegar nuestras pasiones, a ese lugar en donde un “salta” (pasión irascible) o donde uno es “arrastrado irresistiblemente” (pasión concupiscible). Allí tiene que llegar la gracia de la Pasión de Cristo, para apasionarnos con el Bien y para fortalecernos ante el mal.

Uno de los dramas de nuestro mundo, dicen los psicólogos, es la pérdida del deseo. Invadidos por bienes menores –bienes de consumo- se nos apaga el deseo del Bien con mayúsculas (el Bien común, de todo el hombre y de todos los hombres, el Bien trascendente). El amor a las chucherías tecnológicas enfría el Amor apasionado a las personas.
Por otro lado, los males que se nos muestran con toda crudeza no vienen “revestidos de publicidad” y causan verdadera angustia. Si uno ve los noticieros podemos entender bastante lo que significa el ver los pecados del mundo, los males y sufrimientos por los cuales va Jesús a la Pasión. Nosotros los vemos en gran medida todos los días. Angustia grande y real y deseos artificiales y pequeños: una mala mezcla. En estas coordenadas se mueven nuestras pasiones: el deseo del bien (concupiscencia) y el rechazo del mal (irascibilidad).

¿Y Jesús? ¿Cuáles son sus deseos apasionados? ¿Qué mal le angustia? ¿En qué amor está arraigado su Corazón?

Elegimos del evangelio de Lucas dos pasajes en los que se habla explícitamente de sus deseos y angustias.

Pasión por la Eucaristía

“Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión”.

Es la única vez que el Señor abre su corazón mostrando su “deseo ardiente”. Una vez había dicho que venía a traer fuego a la tierra y cómo deseaba que ya estuviera ardiendo. Pues bien, aquí nos muestra en qué consiste ese deseo ardiente: es deseo de “comer la Pascua con sus amigos”. Es el deseo de “hacer la Eucaristía antes de su Pasión”. En la Pasión su entrega será un puro dejarse arrastrar, ser entregado en manos de sus enemigos y dejarse crucificar. En la Eucaristía su entrega es un puro don, un partirse como pan y compartirse como vino consagrados, un darse como alimento y establecer una comunión íntima y total con los suyos. La Pasión de Jesús es la Eucaristía, acción de gracias al Padre y unificación en sí de sus amigos.
Cuando el Señor dice deseo ardiente dice hambre de verdad, como el del hijo pródigo que “deseaba ardientemente comer las bellotas de los cerdos”. El Señor tiene hambre y sed de Eucaristía, de entrar en comunión con nosotros, en una comunión que nos purifica de todo lo propio egoista nuestro y nos hace latir con sus sentimientos y compartir sus deseos de salvación para todos los hombres.
Nuestro mundo sin deseos tiene hambre y sed de la Eucaristía. En todas nuestras ansias late escondida y puja por salir a la luz este deseo de la Eucaristía, de entrar en comunión total con el que nos creó, con el que puede perdonarnos nuestros insoportables pecados y encendernos la esperanza de un amor grande y vivificante.
Toda nuestra concupiscencia exacerbada por la publicidad y el mundo del consumo no hace más que aumentar el hambre de Dios, el hambre del Bien verdadero, que se concreta en la Eucaristía, al comer el Pan de Vida y al beber la Sangre del Señor que se derrama para el perdón de los pecados.
Si en algún lugar podemos poner nuestra pasión (esa que todos tenemos y que muchas veces no se pone en movimiento por no encontrar un objeto adecuado) es en la Eucaristía. Creer que el Señor viene a nosotros apasionadamente y corresponderle yendo a comulgar apasionadamente (en la misa y en los lugares de comunión con los hermanos).

Pasión por la oración
Si ante el Bien que expresa la Eucaristía el Señor siente un deseo ardiente, ante el mal de la muerte que le sobreviene el Señor experimenta una angustia enorme que lo lleva hasta sudar gotas de sangre. El mal causa enojo y angustia. Si sentimos que podemos vencerlo, se despierta la pasión de la ira y arremetemos con violencia. Pero cuando es desproporcionadamente enorme, nos invade la angustia, un querer enfrentarlo y sentir que no podemos. Aquí el Señor nos enseña la lección del Huerto, quizás la más hondamente humana: “En medio de la angustia, él oraba más intensamente”. En su interior se ve la lucha por querer cambiar los acontecimientos y la transformación que experimenta en su voluntad al poner, por encima de todo el mal, al Padre, Bien Único y Supremo. El Señor vence el mal, internamente, adhiriéndose al Bien.

Este orar más intensamente es su recomendación (con el gesto de llevarlos consigo y de orar tres veces) a los discípulos, a los que la angustia los ha anestesiado y se han dormido de tristeza. Oren para no caer en la tentación de la desesperación y del bajar los brazos. En la angustia, la pasión tiene que orientarnos al Padre, en cuyas manos debemos ponernos sobreponiéndonos a la aplastante sensación de impotencia.

Pasión por la Eucaristía, Pasión por la Oración. Son como dos caras de la Pasión por el Padre. El Amor al Padre lo lleva a Jesús a desear ardientemente hacer la Eucaristía y a padecer en la Cruz. Son las dos expresiones de su Amor. Centrados sus afectos en el Padre, todo en Jesús será servicio (lavatorio de los pies), comunión fraterna, perdón hasta a los enemigos (Padre perdónalos porque no saben lo que hacen), abandono en Dios (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).

Y para que no queden dudas de que su Pasión es alimento y remedio para nuestras pasiones, nos deja a su Madre para que la llevemos “a nuestra casa”, a lo más propio nuestro: “a la intimidad de nuestros afectos”, como dice Juan. Nuestra Señora es la que, con su manera de vivir la Pasión de su Hijo, apasionada por lo que le apasiona a El y no por ningún otro deseo o dolor, nos enseña a centrar en Cristo nuestro amor de manera tal que ordene nuestras pasiones y afectos y todos nuestros sentimientos, haciendo que sean los mismos que los sentimientos de Jesús.
Diego Fares sj

Domingo 20 B 2009

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Condiciones para una vida eterna

Jesús dijo a los judíos:
Yo soy el pan viviente que ha bajado del cielo.
Si alguien comiere de este pan vivirá para siempre,
Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Los judíos discutían entre sí, diciendo:
¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?

Jesús les respondió:
Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del Hombre
Y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes mismos.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna,
Y Yo lo resucitaré en el último día.

Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él.
Así como Yo que he sido enviado por el Padre Viviente,
vivo por el Padre, de la misma manera el que me come vivirá por mí.

Este es el pan bajado del cielo,
No como el que comieron sus padres y murieron.
El que coma de este pan vivirá eternamente.
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
(Jn 6, 51-59)

Contemplación
La contemplación de hoy se centra en lo que dice Jesús acerca de darnos vida eterna.
Tenemos que saber que, para esta vida, hay algunas condiciones.
Condiciones para tener el tipo de Vida que Jesús comunica y condiciones para escuchar contemplativamente las palabras con que Jesús nos explica en qué consiste esa vida eterna.
En realidad hay un montón de condiciones:
para comenzar a escuchar,
para realmente interesarse,
para comprender de lo que se trata,
para recibir de verdad lo que Jesús quiere dar,
para mantener esta vida viva, viviente, vivificando cada instante de la vida común…
Por eso, ante tantas condiciones, se me ocurre que la primera condición es si a uno le interesa escuchar algo nuevo sobre la vida eterna. Porque si estamos como los contemporáneos de Jesús, que ya sabían muy bien qué cosas querían escuchar y cuáles no, mejor no leer este pasaje del evangelio. Nos enojaremos con Jesús; con su pretensión de dar Vida.
– “¿Cómo es que se está dando algo tan esencial como la vida y nosotros no estábamos enterados?” “No puede ser que la fuente de la Vida esté ahí nomás, a nuestro alcance, y que la condición sea humillarnos ante Jesús y mendigar un sorbo de vida eterna. Supondría hacernos sus discípulos… Dejar de lado tantas posiciones adquiridas, pedir tanto perdón por tanta soberbia…”
Muchos de los contemporáneos de Jesús simplemente no pudieron aceptar este lenguaje y las palabras del Maestro, en vez de ser pan para su vida, les endurecieron el corazón, hasta el punto de desear matar a la fuente de Vida! Por eso digo que hay que tener ojo y preguntarse con sinceridad si uno desea escuchar hablar de una vida así, porque para tenerla debe hacerse discípulo incondicional de Jesús. Preguntarse, digo, si uno desea que el Padre lo instruya en su interior. Si uno está dispuesto a hacerle caso, con la actitud de obediencia en la fe que contemplamos en san José la semana pasada.

Esta condición, de estar ante la vida como quien no sabe y quiere aprender y practicar, tiene otra que, aunque aparece después, es anterior.
Te tenés que preguntar si de verdad te interesa vivir una vida eterna. Si te interesa existencialmente, digo, porque ya vimos que a nivel de comprensión Jesús nos va a tener que explicar lo que significa “vida eterna”. Pero lo que es la vida uno “ya lo vive”. Así que si estás satisfecho con tu vida, si sólo te interesa que te solucionen algunos problemas, como los de trabajo, te quiten algunos miedos, como los de la salud, te permitan conseguir algunas cosas que te gustan y puedas ir tirando… entonces mejor no entrar en conversación con Jesús. Porque la vida que Él da se paga perdiendo la vida que uno tiene. Asi que si uno está muy contento, o si dice, “es lo que hay”, o si ya midió la vida y piensa que hay cosas que se pueden tener realmente y otras que nadie te va a dar (“una vida eterna no te la va a dar nadie; es un concepto lindo para creer, pero no algo que uno pueda obtener ahora mismo. Queda en todo caso para la otra vida…”), mejor no ahondar.
Quiero decir: si tu interés por la Vida eterna no es grande,
si no nace de tus entrañas ─ ahí donde la vida se gesta ─,
si no late en tu corazón ─ ahí donde la vida se ama por elección ─,
si el interés no te hace escudriñar en el misterio con toda la potencia de los ojos de tu mente,
entonces mejor no te pongas a charlar con Jesús de este tema.
Dejalo para el final. Como esa gente que espera a estarse muriendo para comenzar a hablar con Jesús de la vida eterna.
Lo que sí hay que saber es que el problema de que la vida se acabe no es el único problema. Para eso el Señor tiene la resurrección: “Yo lo resucitaré en el último día”. Digo que no es el problema mayor y lo baso en la fe natural: porque uno puede recionalmente pensar que “así como misteriosamente se me regaló la vida, confío instintivamente en que el que me la dio me la puede resucitar”. Todo ser humano tiene esta semilla de esperanza que hace a la esencia de la vida misma: todo gesto vital tiene una altura y una profundidad en la que resuena algo definitivo, algo eterno.

El problema entonces no es la vida eterna “después” sino la vida eterna “ahora”.

Para esto hay otra condición. Entrar en diálogo con Jesús como Pan de Vida eterna “ahora”, requiere tener despierto el sentido de la admiración. Así como se dice que hay un “sexto sentido” que percibe el peligro y da la alarma, así como se habla del séptimo sentido, por el cual, cuando un ser humano hace o aprende algo nuevo los demás, por ser de la misma especie, lo pescamos enseguida, hay un sentido que nos pone en contacto con lo admirable de la vida que brilla en cada cosa y a cada instante.
Si uno piensa en la vida en términos cuantitativos (cuanto dura, qué cantidad de experiencias puedo tener…, etc.) Jesús no tiene mucho que decir. Él más bien hace ver los límites de preocuparse por una vida así ─ “no se inquieten por el mañana, qué comerán o con qué se vestirán”, “para quién será lo que has acumulado”, “a cada día le basta su sufrimiento y afán”─.
La vida de la que habla Jesús requiere que uno sea capaz de alzar los ojos y bendecir la vida en este instante, sea cual sea la circunstancia que está viviendo ─ linda o dolorosa, tranquila o angustiante, alegre o triste ─ .
Este sentido es personal: yo bendigo mi vida y celebro toda vida y doy testimonio personalmente de que mientras estoy involucrado en lo que me toca vivir, entablo este diálogo positivo con los demás y con Dios.
Digo: agradezco la Vida gracias a la cual vivo esto particular.
Aprendo de la Vida lo que esta circunstancia me enseña y atesoro la experiencia para transmitirla a los niños y a los más jóvenes.
Amo la Vida entera sirviendo humildemente a quien la vida me pone como prójimo en este momento.

Cuando uno se interesa por dialogar así con su Vida en medio de la vida cotidiana, entonces Alguien como Jesús comienza a destacarse como interlocutor válido.

Al que está despierto a este “aprender a Vivir” con lo que vive,
al que no está sumergido,
ni de aquí para allá, absorbido por “las cosas que le pasan”
(con ese criterio consumista de que “hay cosas que pasan que son mejores que otras”),
al que le importa más cómo Vive él desde su interior “las cosas”,
al que se siente gestado por la Vida,
amaestrado por la Vida,
pastoreado y conducido por la Vida,
amado y agraciado por la Vida,
a esa persona,
Alguien como Jesús, que se le propone como Pan de esta Vida,
le resulta fascinante.
No porque le “de” cosas (el Pan de vida no es un objeto), sino porque entrando en comunión con Jesús uno aprende a Vivir la cara personal de la vida dialogando con la cara externa, que son las cosas que pasan.

¿Qué es Pan de Vida eterna en Jesús?
Su modo de vivir mismo,
su prontitud para vivir el instante,
su disponibilidad para acompañar a cualquiera,
su jovialidad y buen humor para conversar con la gente,
su interioridad que le lleva a entrar en contacto con la interioridad de los otros,
su mirada atenta a todo lo que es vida en las personas más simples,
su amor,
su capacidad de ver al Padre en todas las cosas,
sus ganas de alabar al Padre en todo momento
y de dar testimonio de que Dios es Alguien con quien se puede establecer contacto en cualquier instante.
El Pan de vida de Jesús es su carne y su sangre,
carne y sangre hechas de vida cotidiana,
encarnadas en su cultura y su tiempo
y a la vez, animadas por su Espíritu.
Carne y sangre iguales que las nuestras pero vivificadas desde adentro por el sentido interior y personal que Jesús les comunica.
Si pudo vivir siendo Dios en la carne que recibió de María, puede vivir también en mi carne, vivificando mi vida común.

Así como Jesús, siendo Dios, tuvo que ingeniárselas para aprender a vivir como hombre y entre los hombres, así nosotros, siendo hombres, podemos aprender a vivir como Jesús, en ese diálogo de Amor suyo con el Padre, plenitud en la que consiste la Vida eterna.

Me gustaría terminar poniendo las condiciones que el catecismo antiguo ponía para recibir el Pan de Vida eterna. Preguntaba:
─¿Cuántas cosas son necesarias para hacer una buena Comunión?
Respondíamos:
─ Para hacer una buena Comunión son necesarias tres cosas:
• 1ª estar en gracia de Dios
• 2ª guardar el ayuno debido
• 3ª saber lo que se va a recibir y acercarse a comulgar con devoción.

Me gusta traducir más amplio lo que significa cada una de estas condiciones. Estar en gracia de Dios no es sólo “no tener pecados gordos” como decía una nena de catecismo.
Estar en gracia de Dios significa “desear agradarlo”,
sentir que le agradamos y que se complace en nosotros,
que nos ama porque amamos a Jesús,
que le conmueve las entrañas cuando nos ve que venimos como hijos pródigos necesitados de perdón y de alimento,
cuando ve que deseamos hacer todo lo que a Él le agrada…

El ayuno debido no es sólo de una hora ni de si se puede tomar mate (excepción jesuítica extensible a los materos basada en que el mate es fundamentalmente agua). El ayuno debido hace a todo lo que es “alimento perecedero”. Ayuno de preocupaciones por las cosas, ayuno de autorreferencias culposas o meritorias, ayuno de ambiciones egoístas y de deseos dobles, ayuno de todo lo que no sea hambre del Pan gratuito que es Jesús y se nos sirve a los hijos en la mesa del Padre.

Y “saber lo que se va a recibir” es clave. Porque hace a la esencia de la Vida que este Pan del Cielo comunica.
Saber que vamos a recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en su materialidad vivificada por el Espíritu.
Cuerpo y Sangre entregados y derramados en cada instante de vida que vivió Jesús, que “pasó haciendo el bien”, entregándose y derramándose en cada situación.
Cuerpo y Sangre compartidos con los hombres, con María y José en Nazareth, con sus amigos los apóstoles, con la gente sencilla de su pueblo.
Cuerpo y Sangre evangelizados, signo material de la Buena Nueva que le “habla al corazón” a quien los come.
Diego Fares sj

Domingo 19 B 2009

Jesús el hijo de José, Pan del Cielo

Niño bendiciendo el pan

Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho:
‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’.
Y decían: ‘¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José?
Nosotros conocemos a su padre y a su madre.
¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo?’

Jesús tomó la palabra y les dijo:
‘No murmuren entre ustedes.
Nadie puede venir a mí a no ser que mi Padre que me envió lo atraiga a mí;
Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito: Todos serán instruidos por Dios.
Todo el que oye al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí.
No (quiero decir) que al Padre lo haya visto alguien:
Solo el que viene de parte de Dios: ese es el que ha visto al Padre.
Se los digo de verdad: el que cree, tiene vida eterna.

Yo soy el pan de la Vida.
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo,
para que aquél que lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo que descendió del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente,
Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo’ (Jn 6, 41-51).

Contemplación

La mención de San José en medio del evangelio del Pan de vida me encanta.
Es verdad que se trata sólo de una mención indirecta, que no está dicha con cariño sino con menosprecio y que más que alabar a José quiere rebajar a Jesús. Pero en el evangelio las cosas no son lo que parecen y las maledicencias pueden terminar siendo bienaventuranzas.
Los judíos murmuran, critican las palabras de Jesús sobre el Pan del Cielo argumentando entre ellos para confirmarse que tienen razón:
“¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José?
Nosotros conocemos a su padre y a su madre.
¿Cómo puede decir ahora: Yo he bajado del cielo?”.

La respuesta de Jesús parece no tener en cuenta que utilizaron el nombre y el oficio de su padre para quitarle veracidad a sus palabras.
Sin embargo, podemos releer las palabras del hijo de José poniendo a San José en el centro de la escena.
¿Por qué?
Antes que nada, por gusto; por cariño a San José.
Son tan pocas sus apariciones que cuando sale a la luz, (que siempre suele ser como al costadito, en un rol secundario), cuando se lo menciona, digo, hay que aprovechar para sacarle el jugo. Teológicamente seguimos la lógica de la Encarnación de Juan que revela cómo “a los que creen en la Palabra hecha Carne –hecha Pan-, Dios les da la gracia de ser sus hijos. Y en esto de ser discípulos del Reino, si la primera es María, el segundo, sin dudas, es San José. Juan XXIII que sentía así puso por eso a San José en el Canon, después de la Virgen y antes que todos los demás santos.

La grandeza de José a los ojos de Jesús es indudable. Baste solo una referencia, que tiene que ver con el Pan de vida del que trata el evangelio de hoy: el origen del gesto de partir el pan en nuestra Eucaristía lo conocemos todos. La cena judía, sobre todo la pascual, comenzaba con un pequeño rito: el padre de familia partía el pan para repartirlo a todos, mientras pronunciaba una oración de bendición a Dios. Este gesto expresaba la gratitud hacia Dios y a la vez el sentido familiar de solidaridad en el mismo pan. Así que la imagen que tenía Jesús de cómo se partía el pan le venía de José. Cada día, desde pequeño, le vio partir el pan bendiciendo al Padre. Cada día recibió Jesús en sus manitos de niño el pan partido por José. Horneado por María, bendecido, partido y repartido por José. Al elegir el gesto de partir el pan como modo de estar presente entre nosotros, el Señor nos incluye en sus sentimientos de familia.

Imaginemos entonces los sentimientos de Jesús cuando, mientras está hablando de sí mismo como Pan del cielo, le hacen un desprecio a su padre cuya imagen tiene tan unida al gesto del partir el pan.

¿Qué siente el Señor, que está dando su enseñanza mayor, la del Pan de Vida, cuando le meten a su padre José en la conversación con el fin de desautorizar su Palabra? En otro pasaje sus adversarios acentuarán la ironía al utilizar la expresión: “el hijo del carpintero”. ¿Qué siente Jesús cuando ve que utilizan la condición de artesano de su padre para desautorizar su “pretensión” de dar vida?
Se trata de esos argumentos que se usan para ningunear al otro, a los que estamos tan acostumbrados en nuestro tiempo. Lo primero que uno siente es que el Señor no tendría que haberlo dejado pasar. Jesús no está reivindicando para sí un título que podría ser mérito exclusivo suyo, más allá de la condición de su familia. Al presentarse como Pan de vida la imagen de su madre que le amasó el pan de cada día y de su padre que lo partió dando gracias al Padre del Cielo, están integradas al contenido de lo que quiere revelar. San José y la Virgen María son parte integral de Jesús como Pan de Vida. El es el Pan del Cielo que el Padre nos da, pero no “caído del cielo” como el maná, Jesús no es el pan en serie de la panadería sino el pan que fue “creciendo (levando) en sabiduría y gracia, durante largos años en el hogar de San José.

Si es así, la respuesta que da Jesús a continuación, puede leerse desde la perspectiva de un hijo que honra a su padre. Lo quieren sacar del juego despreciando a su familia y él mete en el juego a su familia y realza su participación en su misión.

Escuchemos con intención las palabras del hijo de José:

“No murmuren entre ustedes”, les reprocha.
El Señor recoge el guante. Juzga que están criticando mal. Es decir: que están utilizando argumentos para herir, no para mejorar la comprensión de las cosas. Esto es lo que nos dio pie a sentir que a Jesús le afectó que mencionaran a sus padres.
Luego agrega un largo párrafo que pareciera que no tiene mucho que ver, pero que podemos leer en el mismo espíritu con que leemos las respuestas de Jesús cuando le mencionan a su Madre. Cuando le dicen que su Madre y sus hermanos lo buscan, el Señor responde que “su Madre y sus hermanos son sus discípulos, los que escuchan la Palabra y la ponen en práctica”. La Iglesia siempre ha interpretado este pasaje, no como un menosprecio a María sino como una manera de honrar a su Madre, que fue la primera discípula, la que mejor escuchó la Palabra y aceptó activamente que se hiciera realidad en ella.
En esta misma línea podemos leer lo que Jesús dice a continuación como una manera de resaltar la fe de buen discípulo de su padre San José.
Leemos el pasaje teniendo en el corazón –paralelamente- la Anunciación a José, cuando el evangelio nos narra cómo:
“el ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:
no temas recibir en tu casa a María, tu mujer”; y luego continúa mostrando la docilidad de José a la Palabra:
“Despertado José del sueño
hizo como le mandó el angel del Señor” (Mt 1, 20 ss.).

Escuchemos lo que dice Jesús contra los que murmuran menospreciando su condición de hijo de José:
“Nadie puede venir a mí
a no ser que mi Padre que me envió
lo atraiga a mí; y Yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito: Todos serán instruidos por Dios
(Isaías 54, 13: “Todos tus hijos serán discípulos de Yahvéh
y será grande la dicha de tus hijos”).
Todo el que oye al Padre
y aprende su enseñanza,
viene a Mí.
No (quiero decir) que al Padre lo haya visto alguien:
Solo el que viene de parte de Dios:
ese es el que ha visto al Padre. Se los digo de verdad:
el que cree, tiene vida eterna”.
Si aplicamos a San José las palabras de Jesús entonces está diciendo:
José es mi padre terrenal no originándome,
sino dejando libre paso a la Paternidad de mi único Padre,
él, mi padre adoptivo.

José es mi padre terrenal siendo “no protagonista”,
aceptándome en la fe luego de haberme ya encarnado,
él, la sombra del Padre.

José es mi padre terrenal viniendo a mí,
siendo atraído a mí, que ya había sido concebido en el seno de mi Madre,
él, el hombre nacido del Espíritu, que sin saber de dónde viene ni a donde va se deja guiar por él (Jn 3, 8).
José es mi padre terrenal tomándome bajo su custodia,
él, el Custodio del Redentor.

José es mi padre terrenal porque es
“el que oye al Padre y aprende su enseñanza”,
él, el “discípulo de Yahvéh”.

José, mi padre terrenal, al igual que mi Madre,
son esos “discípulos” que profetizó Isaías en el libro de la Consolación,
en los cuatro cantos del Siervo de Yavéh.
Y por eso los reivindico reconociéndome como hijo de estos dos discípulos
a quienes mi Padre “ha abierto el oído” y los ha instruido
para que me reciban y, creyendo en Mí, tengan vida eterna.

Así, en esta línea, cada uno puede ir sintiendo y gustando la paternidad de San José, tal como la realza Jesús. Lo que Dios hace en María no lo hace en ella sola, sino integrando a José. Suele deslumbrarnos el polo luminoso de la llena de gracia, su respuesta hecha canto en el Magnificat, su participación en Caná, el estar junto a su Hijo al pie de la Cruz, su tomar a Juan ( a nosotros) por hijo y ser adoptada por él  (por nosotros) como Madre. Todas y cada una de estas dimensiones de las maravillas que el Todopoderoso hace en la vida de María pueden ser contempladas en unión con su Esposo San José.
La anunciación a María en la conciencia despierta de la fe tiene su otro polo en la anunciación a José en la lucidez del sueño. El fruto en ambos es el mismo: la encarnación de Jesús aceptada y adoptada en la fe. María deja que la Palabra se haga carne en ella, José hace lo que el Padre le dice y toma consigo al Niño y a su Madre.
La visitación tiene a María por protagonista, llevando la alegría del Niño que hace saltar de gozo a los que lo reciben con fe. La huida a Egipto tiene como protagonista defensivo a José, que custodia al Niño defendiéndolo de los que odian la fe.
El Magnificat es explosión de júbilo cantado por María a viva voz. El silencio de José es un silencio de Magnificat cantado interiormente. La misma alabanza, con dos maneras de expresarlo. ¿No le sienta acaso el Magnificat a San José?
No imaginamos su oración interior desbordada de gozo por que el Señor ha mirado con bondad su pequeñez y ha hecho grandes cosas con él?
En Caná, María sintetiza su espiritualidad en esas dos frases: a su Hijo: “No tienen vino” y a los servidores: “Hagan todo lo que él les diga”. José fue envuelto por esta Autoridad de la palabra y vivió toda su vida en la Obediencia de la fe: hizo como el ángel del Señor le dijo.

María da pie a esta integración de José a todo lo que ella vive en el pasaje de Jesús perdido y hallado en el Templo, cuando habla en nombre de ambos y le reprocha cariñosamente al Niño Jesús: “Hijo, por qué nos has hecho esto. Tu padre y yo con angustia te buscábamos” (Lc 2, 48).
Podemos sacar de aquí el criterio exegético (la búsqueda interpretativa) de María para con lo que Jesús hace y dice: ella expresa que buscan a Jesús de a dos: es un criterio esponsal, familiar, eclesial.
María puede revelarnos: recibí a Jesús pensando en José (cómo puede ser esto si no conozco varón);
di a luz a Jesús ayudada por José,
lo presentamos en el Templo juntos (“…cuando sus padres entraban en el Templo, Simeón…”);
lo custodiamos juntos con José
y creció en sabiduría y gracia sujeto a nosotros…
Y así, como en la mesa familiar, que los incluía a los tres, cada cosa de Jesús puede situarse teológicamente en esta espacio de amor generado entre José y María. Especialmente la Eucaristía: Pan bajado del cielo y compartido cotidianamente en el hogar de José y de María.
Profundizar en esta espiritualidad que integra a Jesús en esa polaridad vital de amor y fe que se alimenta mutuamente en el corazón de José y María, ayuda a acercar más la encarnación a nuestra vida. José representa todo el trabajo humano, vivido con la dignidad del silencio y del trabajo que un simple servidor realiza con alegría, para que Jesús sea protagonista de la Redención y María resplandezca a su lado, en el primer lugar para bien de todos.

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Diego Fares sj

Domingo 18 B 2009

Pan del cielo 3La dinámica del Pan del Cielo

Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos,
subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús.
Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron:
«Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?»
Jesús les respondió:
«En verdad, en verdad les digo: ustedes me buscan, no porque hayan visto signos, sino porque han comido de los panes y se han saciado.
Obren, no por el alimento perecedero,
sino por el alimento que permanece para vida eterna,
el que les dará el Hijo del hombre,
porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello »
Ellos le dijeron:
«¿Qué tenemos que hacer para obrar las obras de Dios? »
Jesús les respondió: «La obra de Dios es que crean en quien él ha enviado.»
Ellos entonces le dijeron:
«¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: les dio a comer Pan del cielo.»
Jesús les respondió:
«En verdad, en verdad les digo: No fue Moisés quien les dio el pan del cielo; es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.»
Entonces le dijeron:
«Señor, danos siempre de ese pan.»
Les dijo Jesús:
«Yo soy el pan de la vida.
El que venga a mí, no tendrá hambre,
y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (Jn 6, 24-35).

Contemplación

Pan del Cielo.
Sabe linda la frase de Jesús.
Digo que “sabe” porque no es una mera imagen que Jesús imaginó.
Nosotros saboreamos ese Pan del Cielo, en la Eucaristía, cotidianamente.

Aquellas primeras reflexiones del Señor con la gente en torno al pan, que San Juan convirtió en su contemplación del Pan de Vida, han pasado no solo por la mente de todos los que leen la Palabra sino también por la boca de todos los que hemos recibido la comunión en cada misa.

El Pan del Cielo es el que comieron nuestros padres:
nuestra Señora, los Apóstoles, los primeros cristianos y todos “los que vivieron en tu amistad a través de los tiempos, Señor”, como rezamos en la plegaria eucarística: los mártires, los santos, las santas…

Centramos la mirada en Jesús y escuchamos con atención el diálgo que tiene con la gente. Creo que Jesús aclaró de entrada un posible malentendido. Un malentendido o un “pocoentendido” que se repite a lo largo de las generaciones de cristianos.
La gente probó su pan y le gustó.
Se dieron cuenta de que era un pan distinto.
Pero, como nos pasa a todos cuando encontramos algo valioso,
querían manipularlo rápidamente, aún sin entender del todo de qué se trataba.

Y por eso Jesús tiene que ir explicando poco a poco y con muchas imágenes qué tipo de alimento es su Pan. A qué hambre y cuál sed va dirigido.

Se ve que no es algo fácil de digerir y de procesar, porque mucha gente no siente hambre de este Pan del Cielo. Y aún los que comulgamos diariamente, muchas veces no conectamos bien el alimento que se nos entrega y los hambres que tenemos. Sabemos que es algo bueno, sí. Pero puede ser que muchas veces nos quede grande: como un regalo demasiado hermoso que no sabemos dónde poner o cuando usar.

Sin embargo, la grandeza de la Eucaristía es en sencillez, no en complicación.

El Pan del Cielo es de una gran sencillez.
Es como si nos regalaran agua, aire, luz y pan, en el preciso momento en que comienzan a escasear y sentimos la necesidad.

Al decir necesidad se vuelve más claro dónde puede ser que esté el malentendido.
El Pan del Cielo no es un alimento perecedero, dice Jesús.
No es un alimento que viene a llenar una carencia, a cubrir una necesidad.
Los alimentos primarios, como el pan y el agua, sólo los valoramos mucho cuando tenemos gran necesidad. No es lo mismo decir pan en la Argentina que en África. Quizás recuerde alguno la película “Ser digno de ser” (“Vete, vive y hazte digno de ser”, le dice la madre a su hijo al desprenderse de él en el campo de refugiados de Sudán, para que vaya a Jerusalen con los judíos etíopes que Israel aceptó como ciudadanos en los años 60). Hay una escena en que están bañando a los refugiados y de pronto el niño, que tiene los ojos cerrados por el jabón, los abre y ve cómo se escurre el agua por la rejilla. Ahí se desespera y comienza a manotear tratando de tapar la rejilla, de retener el agua. Lo tienen que calmar entre varios y sacudirlo para que reaccione: “En Israel abunda el agua” le repiten; “hay agua, sobra el agua!”.

En la fiesta del Corpus, el padre Rossi contaba aquella experiencia tan fuerte del Padre Arrupe en Hiroshima, que le reveló: “el valor que tiene el Santísimo Sacramento cuando se ha estado en contacto familiar y prolongado con él durante la vida y sentimos la falta de él cuando no podemos recibirlo…
Recuerdo a una muchacha japonesa de unos 18 años. La había bautizado yo tres o cuatro años antes y era cristiana fervorosa: comulgaba diariamente en la Misa de 6,30 de la mañana, a la que venía puntualmente todos los días. Después de la explosión de la bomba atómica, recorría yo un día las calles destrozadas, entre montones de ruinas de toda clase. Donde estaba antes su casa, descubrí como una especie de choza, sostenida por unos palos y cubierta con hojas de lata: me acerqué y quise entrar, pero un hedor insoportable me echó hacia atrás. La joven cristiana -se llamaba Nakamura- estaba tendida sobre una tabla un poco levantada del suelo, con los brazos y piernas extendidos, cubierta con unos harapos chamuscados. Las cuatro extremidades estaban convertidas en una llaga, de la que emanaba pus. La carne requemada apenas dejaba ver más que el hueso y las llagas. Así llevaba 15 días sin que la pudieran atender y limpiar, comiendo sólo un poco de arroz que le traía su padre también mal herido (…) Anonadado ante tan terrible visión no sabía qué decir. Al poco tiempo Nakamura abrió los ojos y, al ver que era yo quien estaba allí sonriéndole, mirándome con dos lágrimas en sus ojos y en un tono que nunca olvidaré, me dijo, tratando de darme la mano: ‘Padre, ¿me ha traído la comunión?’. Que comunión fue aquella, tan diversa de la que por tantos años le había dado cada día! Olvidando toda pena, todo deseo de alivio corporal, Nakamura me pidió lo que había estado deseando durante dos semanas, desde el día en que explotó la bomba atómica: la Eucaristía, Jesucristo, su gran consolador, al que ya hacía meses se había ofrecido en cuerpo y alma para trabajar por los pobres como religiosa. ¿Qué no hubiera yo dado por obtener una explicación de aquella experiencia de la falta de la Eucaristía y de la alegría de recibirla después de tantos dolores? Nunca había tenido la experiencia directa de una petición semejante ni de una comunión recibida con tanto deseo. Nakamura murió poco después».

Deseo es la palabra que lo ilumina todo. Deseo, no necesidad.

La Eucaristía es alimento para esa dimensión del ser humano que no se sacia con nada que no sea espiritual.
Todos los hombres y mujeres del mundo somos seres sedientos de este Agua, más que el niño africano de la película, pero no nos damos cuenta.

O más bien, no sabemos ponerle nombre a esa sed y a ese hambre. Erramos al vivir hambreados y probar todo tipo de sustitutos para calmar ese hambre que solo sacia el Pan del Cielo. La muchacha japonesa, Nakamura, sabía bien el nombre del alimento que podía calmar su hambre: “Padre, ¿me trajo la comunión?”.

Esa es la gracia que nos tiene que “explicar” Jesús.
Mientras se nos da en la Eucaristía, una y otra vez, tiene que enseñarnos a conectar nuestros hambres con su Pan.

Y para eso no hay otra pedagogía que la de despertar e incrementar el deseo.

Lo cual no es fácil en un mundo que pendula entre los extremos de la saciedad y el hambre, el hiperconsumo y la miseria total.

El deseo no puede sobrevivir cuando es tironeado por estos extremos.

A nuestros oídos la palabra “deseo” suena muy unida a necesidad, a satisfacción inmediata, a exacerbación…
Allí es donde Jesús nos tiene que educar mostrándonos que hay en nosotros un deseo que no es de objetos.
Es deseo de que unos Ojos nos miren,
deseo de que la Persona que nos dio la vida
y nos sostiene en ella nos hable con amor.
Es deseo de ser alimentados con una Palabra buena y sabrosa como un Pan.
Pero un Pan del Cielo: un Pan que se queda, un Pan que permanece, un Pan Compañero.

El Pan del Cielo es una Persona, la Persona de Jesús,
y despierta en nosotros “hambre de más Jesús”.

Es un hambre no sólo de recibir “algo”, sin de entrar en comunión con Alguien.

No es un Pan para estar fuertes para hacer cosas.
Má bien es un Pan que se come para estar juntos,
para celebrar una cena,
para compartir vida de familia.

No se trata de “para qué me sirve comulgar” o de “cuantas veces hay que comulgar”. Se trata de pensar al revés: para que sirve todo lo demás si no es para entrar en comunión.
Lo que no puedo convertir en Eucaristía es desecho.
Lo que se puede convertir en ofrenda agradable para que el Señor la convierta en Eucaristía, eso sí vale.
¿Para qué sirve comulgar?
Para que crezca mi deseo de comulgar con Jesucristo, Pan de Vida,
por quien tenemos acceso al Padre, en quien somos todos hermanos.

Comenzamos diciendo que la imagen “Pan del Cielo” tiene un sabor lindo.
Jesús junta allí dos realidades que parecen opuestas: el pan parece cosa de la tierra, del trabajo del hombre, necesario para ser consumido y transformado en energía vital… El Cielo, en cambio, parece cosa espiritual, ausencia de necesidad, paz eterna…
Sin embargo Jesús nos hace ver estas dos realidades juntas, unidas.
Él es un Pan Espiritual, que da vida eterna. Y esa Vida del Cielo requiere un alimento cotidiano como el Pan, no es vida automática ni estática. Es vida compartida, es alimento y comunión no de cosas sino entre personas.

La dinámica del Pan del Cielo es la que, con su enérgica sencillez, pone en movimiento todo el universo y lo centra en Jesucristo.
Pero esta dinámica nos la tiene que explicar Él, Jesús.
Sólo Él, puede hacernos arder de deseo el corazón mientras nos acompaña por el camino.
Sólo Él es capaz de despertar, con su ademán de irse, de pasar de largo, el deseo de que se quede.
Sólo Él es capaz de hacer surgir de nuestros labios esa frase feliz, apenas susurrada: “quedate con nosotros, Señor, que ya es tarde y anochece”.
Sólo Él es capaz de partir el pan de tal manera que el gesto simple haga que se nos abran los ojos, como a los de Emaús.
Sólo Él es capaz de desaparecer de nuestra vista y de ponernos en movimiento hacia la Comunidad: la Comunidad del Pan del Cielo.
Esa Comunidad en la que las personas se alimentan de lo más personal como si fuera un Pan.
Esa Comunidad en la que lo cotidiano se vuelve mágico, como dice la canción.
Esa Comunidad en la que lo fragmentario es absoluto y lo fugaz puede ser amado como eterno.
Esa comunidad en la que los servicios más terrenos son reflejo de lo más celestial.
La Comunidad del Pan del Cielo, que cuanto más saciado tiene su hambre con más amor suplica diciendo: “Señor, danos siempre de ese pan”.
Diego Fares sj