Jesús salió de allí y vino a su pueblo y sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegó el Sábado comenzó a enseñar en la sinagoga y la mayoría de los que lo escuchaban estaban shockeados y decían: -¿De dónde saca este estas cosas? y ¿Qué es la sabiduría esta que le ha sido dada? ¿Y estos milagros que se realizan por medio de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, y el hermano de Jacob y de José y de Judas y de Simón? Y no se hallan sus hermanas aquí entre nosotros? Y se escandalizaban de él.
Jesús les dijo: – No hay profeta desprestigiado si no es en su patria y entre sus parientes y en su casa. Y no podía obrar milagro alguno salvo que a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos, los curó. El se admiraba de su incredulidad. Y recorría las aldeas en torno enseñando (Marcos 6, 1-6).
Contemplación
El maestro de alma, que se pone a enseñar
Vemos a Jesús que «se puso a enseñar» en la Sinagoga. Marcos no nos dice qué enseñaba, pero si escuchamos lo que decía la gente, vemos que se admiraba de su sabiduríay de sus milagros. La sabiduría era la de sus parábolas, un nuevo modo de comunicar que tocaba el corazón de la gente. También se admiraban de su discernimiento, de sus explicaciones sobre la Ley, que ponían el acento en lo esencial y no se enredaban en las discusiones abstractas sobre mil y un preceptos que tanto les gustaban a los escribas y fariseos.
Jesús enseñaba (y enseña) a «contemplar las cosas de Dios» con sus parábolas; enseña a rezar, alabando, adorando y pidiendo al Padre; y enseña a cumplir la ley de corazón, centrando a la gente en la Misericordia y no en los sacrificios ni en el cumplimiento formal.
La imagen que me gusta es la del maestro o la maestra que entra en clase y «se pone a enseñar». Esa vocación de maestro, el que la tiene la conoce. Es una pasión. Se es maestro o maestra de alma o no se es.
Todos en nuestra vida tenemos experiencia y recuerdos marcados de los que fueron «maestros y maestras de alma». A lo que no lo fueron, no los recordamos, pero a los que sí, no los olvidaremos más: quedaron para siempre en nuestra alma.
Yo recuerdo del Hno. Antonio como «se ponía a enseñarnos» dictado y caligrafía. Hoy que lo medito, lo que me queda es la importancia que le daba a corregir nuestros dictados y nuestros palotes, sabiendo que lo suyo eran «andamios» por los que otros caminarían para construir y pintar la casa. Pues bien, yo me acuerdo de los que pusieron los andamios y enderezaron a mano los renglones que hoy no son ya necesarios. Pero el surco de su dedicación a lo pequeño trazó otros renglones en mi alma y siguen haciendo que me guste más enseñar a rezar a un niño a los que sus papás no le enseñaron que dar una conferencia.
Jesús es uno de esos maestros que «entra y se pone a enseñar». Lo aprovechan las personas que tienen corazón de discípulos, las que tienen pasión por aprender, crecer y mejorar; las que en cada cosa y actividad saben apreciar al que es maestro, al que tanto en cosas grandes como muy simples, ama enseñar lo que aprendió.
Los que se sienten ofendidos y esgrimen todo tipo de razones contra Jesús
Marcos dice que los paisanos de Jesús «se asombraban». El asombro del que habla no es de los que abren la mente y el corazón sino el asombro de quien se queda perplejo, shockeado por algo que no se esperaba. Este asombro negativo se ve por los frutos. Los comentarios que a primera vista pueden parecer cosas normales que dice la gente, si uno los analiza, son de una agresividad que se auto-alimenta y crece.
Descalifican todo lo de Jesús -«estas cosas»- dicen- no sabemos «de donde las sacó». No sabemos qué es esta sabiduría y estos milagros que hace con sus manos. Quién se los ha dado. Se introduce aquí lo que dirán después algunos: que Jesús expulsaba demonios por obra de Beelzebul.
Luego pasan a descalificarlo por su oficio: «no es este el carpintero?», como diciendo quién se cree que es.
Y terminan descalificándolo con lo que, paradójicamente, será luego lo más lindo de Jesús para los que lo queremos: «no es este el hijo de María?». Querían decir que era hijo natural. No se habían tragado el casamiento de José, que le había dado su nombre, y lo seguían considerando como un hijo espurio.
Vemos en acto toda la malignidad posible en la boca de la gente, cuyos chismes de vecindario terminan por ser calumnia, difamación, descalificación. Marcos concluye que se escandalizaban a causa de él. Se sintieron ofendidos.
Jesús, que escuchó los comentarios o los leyó en el corazón de sus paisanos, a quienes conocía muy bien desde chico, les responde con la frase sobre el destino de los profetas: «Un profeta no es despreciado sino en su propia tierra, entre sus parientes y en su casa».
Me parece que al hablar así, poniéndose como profeta, el Señor lo que hace es decirle a la gente que no tendrían que escandalizarse tanto. Son de un pueblo y una cultura que tiene tradición profética. Aunque hiciera mucho que Dios no suscitaba profetas en Israel, sabían muy bien que el Señor cuando hacía surgir un profeta lo podía tomar del pueblo sencillo, como hizo con Amós, o elegirlo desde niño como Samuel, o siendo apenas un joven como Jeremías. Les está diciendo que no tienen que hacerse los que no entienden o los que están viendo algo raro. Si la sabiduría es sabiduría y los milagros milagros no pueden hacerse los desinformados u ofenderse porque «no se habían dado cuenta antes». Este argumento auto-referencial es muy común entre los que se cierran a la novedad del Espíritu. No puede ser verdad porque «yo lo hubiera visto antes».
La frase de estos indignados podría bien sonar como: Qué te pasa Jesús!? Quién te creés que sos! Mirá que te conocemos. Conocemos a tus amigos y parientes.
Reflexión sobre el verdadero escándalo
Hay una definición del escándalo que puede servir para discernir los escándalos de mucha gente en la actualidad. Dice así: «El escándalo es que usan razones penúltimas para rechazar lo que, con razones últimas (que se conocen bien) deberían aceptar«.
Pasa hoy en nuestra patria con la discusión sobre el aborto: se usan razones penúltimas (muy valederas, pero penúltimas) para rechazar que las razones para defender la vida son y deben ser siempre las últimas.
Últimas en el sentido de que no tienen por qué en otra cosa, sino en la vida misma. Esta indefensión de las razones últimas es como la indefensión de la vida en gestación. Dependen de otro y no se pueden autovaler, pero justamente por eso, para que las cuidemos y defendamos todos los demás.
Lo que sale naturalmente cuando una mujer dice que está embarazada es que, los que la quieren le dicen, nosotros te vamos a ayudar.
Y esto se dice como no se puede decir ninguna otra frase de ayuda en este mundo.
Se dice con infinito respeto por la decisión última de la mujer y haciendo saber que ese hijo ya es de todos, de la familia y de la humanidad. No es de la sociedad como si fuera algo que la sociedad le pudiera obligar a tenerlo, pero tampoco es suyo solo, aunque ella sea la que decide: lo que haga afectará a todos. Se trata de algo último, que no se puede resolver con razones penúltimas.
La decisión última de hecho (si una persona decide abortar nadie se lo puede impedir) no puede convertirse en razón última del derecho. Si esto lo dice una sola persona, se llama extorsión. Como cuando alguien dice, si no hacés esto me suicido. Si es algo extendido, como el caso del aborto, la amenaza extorsiva la hacen los grupos ideológicos que se apoderan del problema para otros fines. Amenazan: Si no se legisla ya como está la ley, están dejando que mueran las mujeres pobres en la clandestinidad. Aunque los números empujen mucho y pesen, a la hora de legislar no pueden ser razón última de lo que es justo. Como dijo Lospenatto (para justificar su posición que es contraria a esta) «Los derechos no se plebiscitan ni se miden por encuestas, los derechos se reconocen y se garantizan».
Es decir: las razones penúltimas no pueden sobreponerse a las razones últimas a la hora de legislar. Hay que encontrar otras maneras. Porque si no, la ley del aborto se convierte en un aborto de ley, en una ley «no recta».
Jesús el profeta que habla al corazón
El Señor no pudo hacer muchos milagros en su pueblo. Su profecía no alcanzó contra las razones de sus paisanos. Igual es cierto que algunos milagros sí pudo hacer. Curó a algunos enfermos, paisanos suyos sencillos que creyeron en él y que se habrán sentido muy contentos de que Jesús, a quien conocían del barrio, fuera este que ahora tenía tan gran poder.
Es que la profecía del Señor va directa al corazón. A las mentes cerradas, solo les pone el límite que dice «esto, así, no va». Pero su palabra sólo es semilla fecunda si cae en la tierra buena del corazón.
En este sentido, mi discurso sobre «las razones últimas» tiene su valor, pero no alcanza. Hace falta hablar al corazón.
Y de corazón, lo que siento es que quizás ha sido un error defender que la vida comienza con la concepción. Sólo ha sido cuestión de tiempo para que nos corran con los números: «en qué semana -nos dicen-, en qué momento de la unión del espermatozoide con el óvulo, así congelamos antes..». No! Hay que anunciar y proclamar al corazón que la vida comienza desde mucho antes. Comienza en los sueños de Dios, comienza en los sueños de formar familia de las mujeres y los hombres, comienza en los sueños de los que legislan creando leyes que protejan estos otros sueños.
Creo que ha sido un error hablar del ADN como razón para definir lo que es una persona. No! Hay que anunciar y proclamar al corazón que la persona es mucho más que un ADN, es alguien tan frágil y tan único que solo su mamá puede hacer con su amor que sea un hijo suyo y que se convierta en alguien. Y si ella no lo quiere o no lo puede hacer no hay ley que valga. Dios mismo quiso que la vida naciera así, dependiendo de un sí de mujer. Aunque pueda ser engendrada por la simple pasión irracional de un varón, una persona no puede seguir adelante sin un sí amoroso de una mujer. Por eso, más allá de esta ley, que se está gestando en un marco ajeno al proceso que desencadenó en la sociedad, hay que escuchar el corazón de las mujeres. De todas.
Yo trato de escuchar así.
Cuando una preadolescente dice «déjennos cog…» y «aborto libre, seguro y gratuito», y «nos quieren hacer creer que un feto sin sistema nervioso central es igual a mi», yo trato de escuchar qué está diciendo esa chica. Trato de comprender el terror que siente alguien a quien la sociedad por un lado le dice que es lo más normal que tenga relaciones sexuales libremente, y por otro lado, le dice que la va a meter en la cárcel si aborta. Una sociedad que cree que cumple su deber diciéndole: «cuidate».
Cuando una mujer dice que no quiere ser una incubadora, trato de escuchar por qué usa esta imagen. No creo que piense que su cuerpo está mal hecho, se me ocurre más bien que lo que dice es que la sociedad machista se ha aprovechado de cómo funciona su cuerpo y con la excusa de su instinto materno la ha cargado toda la responsabilidad de criar o de abortar hijos.
Cuando una mujer dice que quiere decidir sobre su cuerpo y sobre lo que es parte de su cuerpo, trato de escuchar. Porque no creo que esté diciendo que piensa que un embrión es como un riñón. Nadie mejor que una mujer sabe lo que es un hijo. Quizás es que está diciendo que si no lleva las cosas a este extremo, la sociedad seguirá aprovechándose de su «bondad materna» o de su «instinto femenino».
Que muchas mujeres sientan que tienen que llegar a este extremo para expresar sus cosas es algo que nos tiene que hacer reflexionar a todos. Yo sigo tratando de escuchar y mientras tanto, la única propuesta va por el lado de promover el paradigma de la misericordia que propone el Papa. Una misericordia que «no hace muchos cálculos» y da todos los pasos para salvar vidas en el corto plazo y pensar cómo crear estructuras mejores en el mediano y largo plazo. Es un camino a largo plazo. Que abandona la nave de los «valores intocables» y no se sube al transatlántico de los «valores negociables» sino que se lanza al agua solo con el salvavidas amarillo de la misericordia, confiado en que Jesús, el único que camina sobre las aguas, nos extenderá su mano.
Diego Fares sj