Sér fieles es sentir y obrar «de corazón» (Pascua 6 C 2022)

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:

«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. 

El que no me ama no es fiel a mis palabras. 

La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. 

Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. 

Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. No se inquieten ni teman! Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes». Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. 

Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean» (Jn 14, 23-29).

Contemplación

Armado solo de Palabra

Jesús es uno que está armado de palabras. Solo con sus Palabras cuenta nuestro Señor para llegar de la mejor manera a nuestro corazón. Son Palabras que testimonian un gran amor, no son solo palabras lindas, no son literatura, como diría Madeleine Delbrêl. No tiene otra cosa que darnos. Sus Palabras son su manera de darse. ¡Con cuanta atención y cariño inventó sus parábolas que siguen tocando el corazón de generación tras generación! Sus palabras son el mandamiento del amor: que nos amemos como Él nos amó. Sus Palabras son Eucaristía, acción de gracias al Padre con la que nos hace comulgar, comiendo una y otra vez su Cuerpo y bebiendo el vino de su Sangre, derramada en la cruz por todos. Y nos dice el Señor que si le somos fieles a sus Palabras, el Padre nos amará y vendrán a habitar en nosotros. 

Ser fieles es obrar “de corazón”

¿Qué significa ser fieles a sus Palabras? Sabemos qué es ser fiel: no basta solo serlo cumpliendo externamente. Ser fiel es serlo “de corazón”, cuando nadie nos ve, corrigiendo la intención más honda cada vez que se desvía un poco. Ser fieles es discernir en cada momento qué y como haría las cosas Jesús en mi lugar.

Cada vez que siento deseo de ver a Jesús es como que Él me remite a sus Palabras. Hay que tener paciencia y tratar de comprender sus Palabras y de aplicarlas a la vida concreta para que Él se nos haga presente de la mejor manera posible. Él y el Padre. No bastaría una presencia externa. También ella necesitaría, finalmente, de sus Palabras. Por eso el Señor le dice a Tomás: felices los que sin ver creen. Porque se vea o no se vea, la fidelidad es creer en la Palabra del otro.

Con un Ayudante se puede

Cuando uno trata de hacer lo que Jesús dice, de llevar a la práctica de corazón sus Palabras, se da cuenta que necesita ayuda. Jesús también se dió cuenta, digamos así, de que no bastaríaa dar testimonio de su amor por la humanidad y expresarlo en las parábolas más bellas del mundo y en la bienaventuranzas y dando la vida en la cruz. No bastaría.  

Por eso preparan todo con el Padre para mandar el Espíritu. El Espíritu Santo de ambos es el que dispone y arregla las cosas para que tengan nuestra medida, la de nuestra cultura, la de nuestra capacidad. 

Hay que ser lo bastante humildes

Si somos lo bastante humildes para desear verla, la acción del Espíritu es esplendorosa. Tanto en la vida de los pueblos y de la Iglesia como en la de nuestra propia vida. Pero tiene un sello, el de ser un esplendor silencioso, que requiere de nuestro asentimiento y de nuestra fidelidad. En la vida de los santos se ve este esplendor del Espíritu. Se ve no solo en los grandes milagros o visiones que tuvieron (y tienen los santos actuales) sino sobre todo en los pequeños detalles de cada día. El Espíritu es el Paráclito, el que está nuestro lado y nos acompáña, nos enseña todo, nos da la palabra justa en cada momento si nosotros tenemos una actitud de oyentes de la Palabra. Pensaba en las misas de Ignacio. 

Ignacio y Jesús en la misa

Y ya que estamos en el año ignaciano leamos un poquito cómo celebraba Ignacio sus misas de “discernimiento”, en este caso lo que ponía sobre el altar era la pobreza de las Iglesias de la Compañía, si debían cobrar algo o ser totalmente gratuitas…

Dice así (lo modernizo un poco porque es un español un poco duro):

“Ya vestido, en cámara, y al prepararme en ella para ir a celebrar la misa, con nueva devoción y mociones interiores a lagrimar al acordarme de Jesús, sintiendo mucha confianza en Él y pareciéndome que me sería propicio y que Él intercedería por mí, no queriendo ni buscando yo más ni mayor confirmación de lo pasado (Dios le había hecho sentir que confirmaba su discernimiento de una pobreza más total), quedando quieto y reposado en esta parte, venía a demandar y suplicar a Jesús para conformarme con la voluntad de la Santísima Trinidad por la vía que mejor le pareciese”. 

En lo que nos fijamos no es tanto en el tema que trata Ignacio, sino en el modo de “sentir a Jesús” y de “tratar amigablemente con Él” en la Misa.

“Después al revestirme (con los ornamentos) iba creciendo este representarme el socorro y el amor de Jesús. Y comencé la misa no sin mucha, quieta y reposada devoción; y con algún modo tenue a lagrimar (…) satisfecho y contento en dejarme gobernar por la divina majestad (Jesús), de quien es el dar y retirar sus gracias, según y cuando más conviene; y con esto después, al fuego, creciendo este contentamiento, con una nueva moción interior y amor a Jesús”.

“Después así mismo sentir a Jesús haciendo el mismo oficio de pensar  y de orar al Padre (por mí), pareciéndome y sintiendo dentro que Él hacía todo delante del Padre y de la santísima Trinidad”. 

Esto como un ejemplo de cómo se puede ir creciendo en el modo como vivimos la Eucaristía, metiendo en ella nuestros problemas de la vida diaria y estrechando más y más nuestra confianza en que Jesús está allí, trabajando e intercediendo por nosotros ante el Padre. ¡No nos deja solos!

Alegría y paz como criterios

El Espíritu también refuerza otras dos gracias que nos deja Jesús que son la paz y la alegría. Son los criterios de discernimiento de San ignacio. En los puntos donde está la Palabra y el Espíritu de Jesús hay paz y alegría duraderas. Esta es  la clave. Hay otras alegrías y tranquilidades pasajeras. En cambio las de Jesus duran y su fruto se extiende durante el día.

Jesús no se va al más allá

Jesús está diciendo que se va al Padre, a un Padre que, paradójicamente quiere venir a habitar en nuestro interior!

Un Padre que ha bajado de la terraza y corre ya hacia su hijo pródigo que vuelve. 

Esto es decir que Jesús se va no lejos, no afuera, no al más allá, sino a la intimidad más profunda del corazón de un Padre…  que viene a habitar en nosotros! 

Desde entonces, el cielo está en el corazón de los Santos y las santas que peregrinan en esta tierra.

Y también en el corazón de los que no somos tan santos individualmente, pero nos sentimos de corazón parte, uno más, del pueblo fiel De Dios, que ama a Jesús y que por eso es santo. 

El Padre que habita en el corazón personal de cada uno de sus hijos amados que aman a Jesús, el Predilecto, habita también en el interior de ese misterioso corazón común que tiene el pueblo fiel De Dios. 

Un solo corazón tiene ese Pueblo, dice Pedro. 

Jesús no se fue lejos, se hizo tan prójimo que podemos traerlo y tenerlo a nuestro lado, acompañándonos en todo momento, sintiendo y practicando “de corazón” -con fidelidad- sus Palabras. 

Los abuelos en el Hogar de San José

En esta “calesita” de la Trinidad, en la que se van y vuelven continuamente, me viene a la mente la imagen de algunos abuelos del hogar, que tenían que salir a la mañana temprano (porque se terminaba su turno de la noche y venían los del primer desayuno)..: salían, estiraban un poco los pies y al rato volvían a hacer la cola con los que llegaban para almorzar, y entraban de nuevo al comedor. 

O si no, los Domingos, se quedaban sentaditos en los dos escalones de la puerta del Hogar, a ver si cuando venía el encargado de la tarde les pedía una manito y los quería hacer pasar un rato antes

Un poco así es esto de la ida del Señor. Se va por que nuestra vida tiene ciclos, horarios, espacios… Se va pero se queda cerca, para que lo queramos invitar a pasar de nuevo. Y esto cada vez, en la Eucaristía. En la renovada apertura de corazón que requiere comulgar y hospedarlo un rato concreto (lo que dura la comunión)en nuestro interior. A manera de un entrenamiento para aprender a recibirlo, al modo de una dilatación del corazón que nos hace crecer. No se trata tanto del hecho de “tenerlo” a Él como objeto de culto, sino de “dilatarnos” nosotros en el amor.La Eucaristia es para aprender a amar, recibiendo, hospedando, comulgando con el que comulga con nuestros intereses y necesidades e intercede al Padre con toda familiaridad.

Institucionalizar la cercanía

Este era el deseo de Ignacio al fundar la compañía de Jesús. 

Institucionalizar la cercanía y la familiaridad con Dios. 

Así como otros institucionalizan la burocracia, Ignacio institucionalizó la familiaridad con Dios nuestro Señor. No otra cosa son los ejercicios, sino la estructura que mantiene fresca la cercanía con Jesús.

Jesús no se fue afuera del mundo, su haberse ido es para volver cada día a nuestro interior, solo que dejándonos espacio para que libremente lo queramos recibir en la Eucaristía y en cada persona necesitada (Tuve hambre…). Tanta disponibilidad para estar fácilmente en nuestro interior nos tiene que hacer comprender que su “ausencia” es sólo para activar nuestra libertad de invitarlo. 

El Señor se va no para irse, sino para entrar de nuevo y de manera nueva en “los que le abren la puerta”, 

para entrar en el interior de los que institucionalizan su oración, cumpliendo «el mandamiento de hacer la Eucaristía en memoria suya»; 

Para entrar en medio de los que institucionalizan su vida comunitaria, cumpliendo el mandamiento «ámense entre todos en común como yo los he amado»; 

Para entrar en medio de los que institucionalizan su acción apostólica, cumpliendo los mandamientos que dicen: “anuncien el evangelio”, “practiquen el servicio humilde”, “reciban con hospitalidad”, “perdonen varias veces por día”, “háganse prójimos de los pobres”.

Contemplamos al Padre

¿Y cuál es ese “lugar” a donde el Señor va y que le permite estar tan cerca de los que ama? Juan no habla de Resurrección sino de «ida al Padre». 

¿Dónde está, cómo es este Padre a quien «nadie ha visto nunca sino solo Jesús»?

No podemos “concebir al Padre”, hacernos una idea de su intimidad. Jesús mismo dice que el Padre es “mayor» que él! 

Actualmente, el paradigma científico ha terminado con el paradigma teológico de representación del mundo. En vez de imaginarnos el cielo como una esfera que está ahí nomás, arriba de las estrellas que se ven, y desde donde un Señor viejito extiende sus manos sobre la creación, nos imaginamos un cielo infinito que está en expansión desde el Big Bang y que lo ha “corrido” por así decirlo a Dios de su rol de creador y protector cercano. 

La gente se ríe de esa imagen infantil, pero no es menos infantil la de un cielo que “corre” (hacia dónde?), siempre ese “más allá” que nos representamos estático o dinámico pero siempre de manera “humana” (infantil). 

Mejor que intentar representarnos donde “está” o “no está” es pensarlo e imaginarlo con lo que Jesús nos dice en el evangelio de Juan y nos describe en sus parábolas.

El Señor nos revela a los que el Padre ama y lo que el Padre hace.

El Padre ama a los que aman a su Hijo.

Una manera de gustar esta gracia es reflexionar y sentir cómo amamos a los amigos de nuestros hijos o a los hermanos de nuestros amigos. Ya de entrada hay una buena predisposición para con ellos. Y si el hermano de nuestro amigo es tan buen tipo como él, el amor se consolida rápidamente. Pues bien, así nos mira el Padre a los que amamos a Jesús. Se vuelve incondicional con nosotros! Nos concede todo lo que le pidamos en Nombre de su Hijo. Quedamos incluidos en su esfera de buenas influencias, entramos a participar de sus planes, podemos gozar de los beneficios de la amistad gratuita…

El Padre viene a habitar, junto con Jesús, en los que son fieles a la palabra de su Hijo.

Para gustar esta actitud del Padre podemos pensar en lo lindo que es para un padre volver a casa, estar en familia con los suyos. Cuánto más lejos debe ir a trabajar y cuanto más tiempo tiene que pasar fuera de su casa, más presente está su familia en su corazón, más valiosa la considera. Cuanto más libertad van adquiriendo los hijos, más despojada y más interior se vuelve la presencia del padre, más crece su deseo de habitar en el corazón de su hijo, respetando sus tiempos, esperando a que quiera charlar, contemplando cómo se fortalece su personalidad y cómo vive su propia vida.

El Padre envía el Espíritu que nos hace de abogado, en nombre de Jesús. 

Para gustar este carácter donador del Padre puede ayudar recordar a los que nos dieron lo mejor de sí. ¿Qué me quiso dejar mi padre en herencia? ¿Cómo luchó por expresar un amor gratuito con sus límites? Cómo sufrió por no ser mejor para poder mostrar más un amor desinteresado. Que el Padre nos envíe el Espíritu que lo une a Él con Jesús significa que no solo que nos da todo, enteramente, lo mejor de sí, sino que se nos da Él mismo.

Le pedimos al Espíritu que nos haga comprender en plenitud lo que nos quiere inculcar en el corazón Jesús, el Señor, y nos mueva a actuar concretamente en consecuencia, como dice el Papa Francisco comentando este pasaje. 

Diego Fares sj

La “clase baja de la santidad”, la de los descorazonados a los que el Señor “encorazona” con infinita delicadeza y predilección (33 C 2019)

Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.» 

Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?» 

Jesús respondió: «Tengan cuidado, no se dejen seducir, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca.» No los sigan. 

Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se atemoricen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.» Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.

Asienten bien esto en sus corazones: que no tienen que ensayar de antemano el modo de defenderse y justificar las cosas, porque Yo les daré lengua y sabiduría a la cual no podrán resistir o contradecir ninguno de sus adversarios. 

Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a su capacidad de resistir (hypomoné) salvarán sus vidas.» (Lc 21, 5-19).

Contemplación

El evangelio habla de “capacidad de resistencia” y su lógica se puede sintetizar teniendo en cuenta estos pasos: 1. La fortaleza se funda en la convicción de que nada creado es sólido por sí mismo (“no quedará piedra sobre piedra”): todo tiene principio y fin, el universo, la tierra, la vida humana. Por tanto, “somos creados”, como dice Ignacio en el Principio y fundamento. 2. Tener conciencia del misterio de que “todo es creatura”, hace 2.1. perder el control (cuándo sucederá, cuáles serán los signos), pero 2.2. nos libra de los temores (no se atemoricen) y 2.3. no permite que nos manipule ningún seductor: ni poderoso (soy yo) ni sabio (este es el tiempo). La conciencia de ser creaturas 3. nos centra en juzgar todo lo que nos acontece como oportunidad de dar testimonio de que Dios nos ama y nos cuida. 3.1. Sólo en Él nos confiamos (Él nos dará las palabras) y 3.2. allí resistimos con una resistencia del todo especial, que llamaremos “resistencia cordial”. 3.3. El Señor nos da la fortaleza de corazón para resistir. Mejor aún, su Corazón nos “encorazona”.

Un pequeño excurso sobre el lenguaje

En castellano tenemos una palabra que expresa la capacidad de enfrentar lo arduo y de resistir incluyendo “corazón”: esta palabra es “coraje” (“cor”). Decimos “tener coraje” pero no tanto “dar coraje”. Más bien usamos “dar ánimo” o “dar valor”. En italiano se usa “incoraggiare”. Una sola palabra que expresa “dar corazón al otro”. A nosotros “encorajear” no nos suena bien. Pero podría ir “en-corazonar”. Si nos fijamos bien, usamos la palabra para expresar lo contrario: “des-corazonarse” es habitual. Indica que se sacó o se salió el corazón de una empresa y eso hizo que se perdiera el entusiasmo y las ganas para ir adelante. Pero para la actitud positiva no tenemos una sola palabra, que sería  “encorazonarse”, sino que usamos una expresión: “poner el corazón”. Quizás se trate de un cierto pudor, al ver que a veces no basta para expresar positividad, porque tenemos conciencia de que nuestro corazón es flaco y vacilante y a veces no sabe a qué adherirse o no tiene fuerza adhesiva para no soltar lo que quiere… Decir “lo hice de corazón” no basta para justificar todo. Porque a veces el corazón sigue una idea equivocada o es blando o egoísta… No siempre “poner corazón” es sinónimo de “poner coraje” o de “resistir con coherencia”. 

Por otro lado, “encorazonar” se está usando, pero como neologismo para nombrar los “like”, los corazones en facebook. Indica una acción del corazón, que es “abrazar y rodear con amor algo que nos gusta”. Pero aquí se da el defecto contrario, si parece que da pudor identificar corazón con coraje y valentía, porque a veces el corazón es cobarde, pareciera que no hay problema en identificar corazón con “me gusta” y consentir a un uso superficial de un símbolo que debería ser sagrado.

Hacer de tripas corazón

Sin embargo, hay una expresión en la que la palabra “corazón” queda bien parada. Es “hacer de tripas corazón”. Cuando decimos “hacer una montaña de un grano de arena”, entendemos que se está exagerando. Cuando decimos “hacer de tripas corazón” estamos tomando las tripas en cuanto recipiente de la flaqueza y cobardía y el corazón como contenedor de la fortaleza y el coraje. Y hay aquí un discernimiento que juzga bien, creo yo, y hace ver que el corazón es la sede del coraje y que la cobardía no proviene de su sede sino que reside en las tripas. 

Es significativo que culturalmente usemos la expresión “poner huevo” o “tener pelotas” (ahora se usa también “tener ovarios” para emparejar géneros). Es decir, juzgamos que el coraje tiene que ver con las partes bajas. Pero estas son como son: o se tienen o no se tienen y este coraje genético, por así decirlo, no es modificable en sí mismo. Cada uno tiene un grado de valentía y cobardía propio escrito en sus partes bajas, dicho esto sin despreciar. Pero vemos y admiramos esos actos de heroísmo en los que alguien “hace de tripas corazón”. O poniendo el corazón logra imprimir a las tripas un coraje que por sí mismas no tenían. 

Encorazonados por Jesús

En este punto preciso es en el que nos situamos con el evangelio de hoy. En ese coraje, en esa valentía que nos puede ser impresa no por el nuestro sino por Otro corazón. El Corazón del Señor -que es puro corazón- es capaz de hacer de todas las tripas un corazón como el suyo. Esta operación que nosotros consideramos heroica y que se publicita como algo raro (aunque toda cotidianeidad de trabajo y de amor por la familia tiene mucho de este “hacer de tripas corazón), Él la puede hacer siempre, en todo momento y situación y es propiamente lo que nos cambia la vida. La valentía cristiana, la capacidad de resistir al mal, la gracia de levantarse una y mil veces y volver a ir adelante (así define Francisco la santidad) es algo que no proviene de nuestras tripas ni tampoco de nuestro corazón, pero sí puede ser recibido por él. Nuestro corazón es órgano abierto, no determinado genéticamente, y puede ser “encorazonado” por otro que nos traspasa su valor y nos contagia su ánimo y determinación.

La fortaleza y el ánimo cristiano no es cuestión de voluntarismo o de agallas, no está en poner huevos ni en encolerizarse ni en endurecerse. Hay una fortaleza que es propia del Corazón de Cristo y la infunde su Espíritu que se derrama en todo corazón que lo desea y lo acepta y se deja “encorazonar por Él”.

Esto es lo que el Apóstol Santiago expresa cuando nos exhorta: “Tengan grande ánimo y consoliden sus corazones porque la venida del Señor está cerca” (St 5, 8). Consolidar el corazón y que se llene de ánimo eso sería “encorazonarse”. Y es la cercanía del Señor lo que logra esta gracia, la promesa de su pronta venida, su compañía cotidiana, el contacto de amistad con él en todo momento, por la Eucaristía y el Evangelio, recibidos y gustados en la comunión y la contemplación.

San Pablo habla de estas cosas con palabras imborrables: 

“Nosotros nos gozamos en la gracia estribando en la esperanza de la gloria de Dios.  Y no solo eso, sino que hasta nos gozamos en las tribulaciones, porque sabemos que:

lo que nos angustia engendra la capacidad de resistencia, el coraje y la paciencia (hypomoné); y la capacidad de padecer, engendra aquilatamiento; y el aquilatamiento engendra esperanza, y la esperanza no defrauda,

porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado“ (Rm 5, 3-5).

Puede hacernos bien pensar que no es que se nos haya derramado el amor como si fuera solo una energía (que es el efecto) sino que es el Corazón mismo de Dios el que se ha trasplantado en los nuestros, ya que el Señor dice que “harán morada en nosotros”.   

También dice Pablo, en uno de los pasajes más consoladores del Nuevo Testamento:

“El Dios del coraje y del consuelo les conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Rm 15, 5).

Tener los mismos sentimientos equivale a tener un mismo corazón. O a emparejarlo con el del otro, de manera tal que latan al unísono y se comuniquen su dinamismo. Dado que el corazón es un órgano de pasaje, no algo que valga en sí mismo sino que vale en cuanto que late, al contagiar su latido comunica su mismo ser, que es pura acción de amar. 

El coraje del corazón es un coraje espiritual

No es un coraje desmedido, que en su ímpetu individual arrase con todo para lograr la victoria sin importar los daños colaterales. Nada de eso: es el coraje del Señor que en el camino a la pasión, sin soltar la Cruz, va derramando gestos de ternura y consideración con las mujeres que lo acompañan, con la Verónica, con Juan y su Madre. 

El coraje del corazón es distinto al del carácter. Más aún, se suele complacer el Señor en “encorazonar” con su valentía a los más débiles y pequeñitos, como vemos en toda la historia de nuestro mártires y santos, en los de altar y en los de “clase media” y, también diría yo, en los de la clase baja de la santidad, que es la preferida del Señor misericordioso, ya que Él los “encorazona” con infinita delicadeza y predilección. 

El coraje del corazón es el coraje de la caridad, la paciencia de la caridad. 

Es también coraje noble, que no se alegra por ningún mal y que ama todo bien, venga de quien venga.

El coraje del corazón no es momentáneo, sino que se extiende a lo largo de los días y de toda la vida. Es la valentía de abrazar la vida entera con todo lo que sucede y no un arranque de valor pasajero.

Este encorazonamiento, este ánimo y esta fortaleza para soportarlo todo y llevar adelante la misión se alimenta de Jesús. Pero no solo de mirarlo como ejemplo sino de mirarlo incorporando -encorazonando- su Corazón mismo. La oración que “encorazona” es una oración que va directo al Corazón, a la sede del ánimo y del coraje, y de allí toma no solo claridad respecto de lo que hay que hacer sino fuerza para hacerlo. 

Y aquí, paradójicamente, el mejor “recipiente” para atraer la Fortaleza del Corazón del Señor no son nuestras virtudes sino nuestras debilidades. Teresita lo sabía y por eso la primera paciencia que ejercitaba no era para con los demás sino para con ella misma.  

« ¡Qué feliz soy -decía- de verme imperfecta y tan necesitada de la misericordia de Dios! ».

Allí donde estamos “descorazonados” es el lugar preciso a donde dirige su mirada el Señor y, conmoviéndose como se conmovía al ver a los más humildes, pone Él su Corazón y nos encorazona: nos tiende la mano y nos levanta, nos dice tu fe te ha salvado; toma tu camilla y camina; de ahora en adelante, no peques más; sígueme; ánimo, no tengas miedo, soy Yo.

Teniendo a Jesús delante no hay duda de que lo mejor para presentarle, lo más claro y que se hace presente de manera inmediata, tantas veces por día, es nuestro corazón allí donde “nos descorazonamos”. Es precisamente el lugar donde sufrimos las insidias del enemigo para apartarnos de Jesús! San Ignacio diría: aprovechar que allí se desenmascara el enemigo y el ángel de luz muestra la cola de mono: allí donde nos descorazonamos podemos sentir claramente la diferencia de trato del que nos descorazona más y de Jesús, que nos encorazona.

Diego Fares sj

Creer en el pan del corazón (Corpus Christi C 2019)

            Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la gente, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto.»  El les respondió: «Denles de comer ustedes mismos.» Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente.» Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de cincuenta.» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas (Lc 9, 11b-17). 

Contemplación

            «Denles de comer ustedes mismos». Del corazón le nació al Señor esta frase como respuesta a la sugerencia de los discípulos de que «despidiera a la gente» para que cada uno encontrara por sí mismo algo para comer. Dar, no que cada uno se las arregle como pueda. Dar. 

            De aquí le nace al Señor la idea no solo de dar pan sino de darse. Es decir, de no solo multiplicar los cinco pancitos, sino de convertirse Él mismo en pan, de modo tal de conferir al pan «la multiplicabilidad propia de su corazón». 

            Es algo muy humano esto de que el corazón es multiplicable. No se divide al amar a muchos distintos.

            En la Eucaristía el Señor toma la forma de pan y le da al pan la forma de su Corazón, en el sentido de que al darle esa propiedad que tiene nuestro corazón de «darse entero en cada gesto» -lo cual es propio del amor- convierte el pan en multiplicable. Multiplicable en cuanto «partible». Como dice el himno Lauda Sion -uno de los cinco que compuso Santo Tomás en honor de la Eucaristía-: «Si lo parten, no vaciles/ sólo parten lo exterior/ en el mínimo fragmento/ late entero el Señor».

            Hablando ayer en Radio María sobre el Corazón de Jesús me preguntaba Javier Cámara «por qué esta devoción particular». Precisamente porque en el corazón en lo particular está el todo». La pregunta «por qué» surge también frente al mandato del Señor de «comer su carne», que la Iglesia convierte en el precepto de ir a misa y de comulgar al menos una vez al año. Si no entendemos la lógica del corazón, estos mandamientos y preceptos se devalúan y terminan por lograr el efecto contrario! Nada con más sentido que juntarse en familia los domingos. Pero si se convierte en algo sin corazón, meramente formal, nada con menos sentido.

            Por qué comulgar? Por qué la Eucaristía? 

            Preguntamos «por qué» y solemos limitarnos a respuestas abstractas, olvidando que hay «por qué» que no son abstractos sino que son históricos. 

            Por qué nuestra bandera es celeste y blanca? La elección está unida a una predilección de Belgrano, un hombre que dio su vida por la patria y que nos legó esa insignia amada. 

            La pregunta «por qué» nos hace entrar en este aspecto de nuestra fe cristiana que es el histórico: nosotros amamos y seguimos a una Persona y amamos las cosas que nos dejó, sus «signos» -los sacramentos- porque nos los dejó Él.  Amamos la Eucaristía porque nos la dejó Jesús. Y como lo amamos a Él, su palabra «hagan esto en memoria mía», tiene un valor entrañable: es herencia de familia. 

            Me atrevo a decir que amamos la Eucaristía como amamos la bandera. 

            La amamos muchos más, por supuesto, pero en la misma dirección de cordialidad. 

            Mucho más, porque a la Eucaristía no solo la podemos besar, honrándola, sino que nos sentamos a la mesa como hermanos y la comulgamos. El Señor tiene ese poder de estar presente en los signos que deja no sólo simbólicamente, sino con una presencia real. Pero real en la línea de la realidad que tienen los corazones, que es mayor que la realidad de las cosas. 

            Un corazón no alcanza toda su realidad sino en el medio de otros corazones. Diría más, un corazón no es real sino amando y siendo amado por todos los corazones.

            La realidad de un corazón que ama se manifiesta, por ejemplo, en que «alimenta» al corazón del que lo ama con sólo hacerle saber que late al unísono.

            En esa línea, y más aún, el Corazón del Señor alimenta el nuestro cuando comulgamos con la Eucaristía. En el acto de consumirlo nos deja la huella viva de su latido que se mezcla, sin confusión ni división, con el nuestro.

            A mí me da devoción, al consagrar, meditar cómo el pan y el vino que comulgaré se convierten en la carne y la sangre del Corazón de Jesús. No son carne y sangre «en general» -esto es lo que maravilla -, sino carne que se entregó a la muerte y sangre que se derramó cuando el soldado atravesó con la lanza el costado del Señor. Y son también la carne y la sangre que volvieron a latir en el Corazón del Señor, cuando el Padre lo resucitó, en el glorioso instante en que su Corazón «arrancó» de nuevo. 

            Comulgamos con la carne y la sangre del Señor en los momentos concretos en que muere y en que resucita. Esto significa comulgar con la muerte y resurrección del Señor. Es que muerte y resurrección son algo que acontece (no solo «pasa» o «sucede», sino que «acontece») en primer lugar, en el ámbito del corazón. 

Como también acontece con la fe: que nace o muere en el corazón de las personas. Como el amor y la amistad…

            Entonces, por qué la Eucaristía, por qué este Pan del Corazón de Jesús? Porque allí arrancó todo históricamente, y por eso allí -comulgando con el Corpus Christi – se puede abrazar todo, toda la realidad, tal como es: a todos los hombres, todo lo que sucede.

            Así, la Eucaristía imprime su materialidad y espiritualidad cordial a todo lo que hacemos en la Iglesia. Comer la Carne y beber la Sangre del Corazón del Señor nos pone en comunión con todo el universo, con todos los pueblos, con todas las personas. En cada fragmento de la vida encontramos al Señor entero, podemos estar en cualquier misión particular con un sólo y entero corazón común, eclesial.

            Por eso es tan urgente comulgar, por eso es tan imprescindible. No comulgar equivale a dispersarnos, a diluirnos, como una familia que no se junta más en torno a la mesa común. Es bueno que cada uno haga su vida, pero reunirse cada domingo en torno a la mesa familiar es lo que da la identidad y la pertenencia que son el alimento del alma.

            En la fiesta del Corpus Christi renovamos nuestra comunión con el Señor haciendo el ejercicio espiritual de «someter el corazón por completo» al comulgar. 

            En el otro de sus himnos a la Eucaristía -el «Adoro Te, devote»-, dice santo Tomás: «Te adoro con devoción, Dios escondido,/ oculto verdaderamente bajo estas apariencias./ A Ti se somete mi corazón por completo,/ y se rinde totalmente al contemplarte.// Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; / pero basta el oído para creer con firmeza; / creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:/ nada es más verdadero que esta Palabra de verdad».

            El hecho de que el Señor no cambie las «especies» de pan y de vino al convertirlos en su Carne y en su Sangre, nos tiene que remitir intuitivamente a su Corazón. Él trata de alimentarnos material y espiritualmente, haciéndonos sentir su corazón sin agregar otro gusto al pan y al vino. Por eso es que el Señor quiere que permanezcan el gusto y la textura del pan y del vino: para no distraernos agregando «otro» gusto material. La eucaristía tiene gusto a pan y así alimenta un amor al que le «basta el oído para creer con firmeza todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada es más verdadero que esta Palabra de verdad».                                                                                       

                                                                                                                                                                                                                        Diego Fares sj

Oír la Palabra con el corazón, como se escucha crecer una semilla, no como quien usa un registrador (15 A 2017)

“Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.

Una gran multitud se reunió junto a él,

de manera que tuvo que subir a una barca y sentarse en ella,

mientras la multitud permanecía en la orilla.

Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas.

Les decía…:

El sembrador salió a sembrar.

Al esparcir las semillas,

algunas cayeron al borde del camino

y los pájaros se las comieron.

Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra,

y brotaron enseguida, porque la tierra era poco profunda;

pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron.

Otras cayeron entre abrojos,

y estos, al crecer, las ahogaron.

Otras cayeron en una linda tierra

y dieron fruto:

unas cien,

otras sesenta,

otras treinta.

El que tenga oídos, que oiga.

Los discípulos se le acercaron y le dijeron:

– ‘Por qué les hablas por medio de parábolas?’.

Él les respondió:

– ‘A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: ‘Por más que oigan no comprenderán, por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan y yo no los sane’.

Felices, en cambio los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen…” (Mt 13, 1-23).

Contemplación

Las parábolas son siempre nuevas para el que tenga oídos y quiera oir, como dice el Señor.

Estos oídos y este oír son algo complejo. No es que cualquiera pueda oír lo que el Señor dice. Sus palabras están literalmente escritas en el Evangelio y en las palabras que la tradición de la Iglesia conserva en las oraciones, en los cantos, en la liturgia de los Sacramentos… Pero para que esas palabras “den fruto” hoy, en la tierra actual de nuestro corazón y de nuestra vida como pueblos, se requiere una mediación.

Jesús lo dejó claro: “El Espíritu de la Verdad, cuando venga, los guiará en toda la Verdad, porque no hablará por su cuenta, sino que, de lo que oiga, de eso hablará, y les anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13).

Así, la totalidad de la Verdad –la Verdad íntegra- de la que habla Jesús, no está en los libros. Es una Verdad viva, una Palabra Viva que el Espíritu está escuchando con su Oído y nos la dice a nuestro oído. Esa Palabra Viva no es que Jesús la esté inventando ahora y diciendo cosas que se le ocurren. Jesús no es que “habla de cosas” o “desarrolla discursos” sino que lo que tenía para decirnos lo encarnó, es una Palabra hecha carne. Tiene por tanto los límites de la carne. Caminó por una geografía y vivió una historia, dialogó con su pueblo y sus discípulos, padeció en la Cruz y resucitó. La narración de los testigos de esta Palabra encarnada que tocaron con sus manos, contemplaron lo que hacía con sus ojos y escucharon con sus oídos, está contenida en los Evangelios. Contenida en una integridad apta para suscitar la fe: es decir, para suscitar la escucha de lo que dice el Espíritu acerca de esas palabras. Porque el Espíritu “toma de lo de Jesús”, es decir, “toma de su vida entre nosotros” y nos introduce en esa Verdad total encarnada, guiándonos paso a paso, anunciando el paso que viene.

Nada más lejos, pues, de una Verdad abstracta, enlatada en fórmulas, que interpretan sólo algunos que estudiaron filosofía de escuela y que discuten interminablemente usando términos ininteligibles que definen de manera distinta en cada escuela. Este envase formal de la Verdad tiene un gran valor a la hora de definir algo en torno a lo cual se suscita una discusión. La Iglesia, en los Concilios, escuchando todas las opiniones, a veces en directa confrontación, definió algunos dogmas de fe, con las mejores palabras con que contaba. Lo hizo “escuchando al Espíritu”. Al igual que lo hace cuando elige un Papa o cuando habla de las cosas de fe y costumbre en los distintos documentos –Encíclicas, exhortaciones apostólicas…- y en cada homilía. Pero cada una de estas palabras deben ser leídas y actualizadas en una nueva escucha del Espíritu. ¡Imagínese! Si el mismo Jesús dijo que muchas cosas que Él decía no las podían entender los suyos, sino que necesitarían de la ayuda del Espíritu, cuánto más todo el resto. Ni Jesús con sus más fieles encontraba la palabra justa para iluminarles la mente a los que tenía delante! Ni qué hablar de sus detractores y enemigos, que le pedían y exigían que definiera esto y aquello, si era lícito o no apedrear a la adúltera y pagar los impuestos al César (qué curioso, no, que ya en aquella época todo lo que más les interesaba a estos personajes eran cuestiones legales sobre sexo y dinero). El Señor les respondía con gestos (muéstrenme la moneda, a ver quién tira la primera piedra…), les contaba una parábola, les respondía con otra pregunta o directamente pegaba media vuelta y se iba.

Y las cosas que “ya se definieron según el Espíritu Santo”?

Es increíble que haya gente que siga buscando, en el cristianismo, palabras como “cosas” (definidas en una fórmula como si fuera que las enlataron) para arrojárselas en la cara a los demás. Amoris Laetitia lo dice: Algunos, en lugar de ofrecer la fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, quieren «adoctrinarlo», convertirlo en «piedras muertas para lanzarlas contra los demás” (AL 49). Por eso el Papa a ciertas personas no les responde como ellos quieren, con “ulteriores definiciones”. Una porque “Recordando que el tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada” (AL 3). Pero otra razón es porque mucha de esta gente, apenas logra “una definición”, la usa como una piedra!!!  Lo vemos todos los días en la red, cómo las personas se arrojan verdades y palabras evangélicas como piedras, con odio y furor, para herir y denigrar al otro.

Si las cosas de Jesús tenían la dinámica de la encarnación (qué es la encarnación de la Palabra sino un darle tiempo a que crezca, como la semilla), la dinámica del Espíritu, cuando enseña algo, es la misma. Es una tentación (una más pero muy sutil y escurridiza, porque tiene apariencia de bien) querer “enjaular” al Espíritu en jaulas abstractas. Es como decir: Jesús se encarnó, le dio otra oportunidad a los pecadores, hizo excepciones a la ley en un momento para permitir que las personas se convirtieran y reemprendieran su camino… pero ahora, una vez que el Espíritu definió toda la verdad (y citan encíclicas y documentos) en este tema, ya no hay nada más que tocar ni que decir. Todo el esfuerzo del Señor por poner su Palabra en contacto con la vida, toda su creatividad para inventar sacramentos concretos que tocaran a la gente –como el agua que moja, el aceite que unge y el pan que se saborea y la señal de la cruz que perdona todos los pecados- todo eso es ahora empaquetado y su uso reglamentado. En algunos puntos, la reglamentación es como la de esas aduanas, que te dicen que tu paquete llegó, pero es imposible sacarlo del depósito. Algunos tendrán cuenta de las absoluciones y comuniones con nombre y apellido que dejaron en suspenso, guardadas para que no se manchen, siendo que el Señor quería que llegaran a sus hijos en un momento determinado de su vida.

Escuchar, por tanto, es escuchar lo que escucha el Espíritu. Que con un oído escucha al Padre y al Hijo y con el otro a la humanidad, el llanto de cada bebé que nace y el canto de cada enamorado, el gemido de cada persona que sufre y el grito de todos los pueblos.

Así se escucha la Palabra de Jesús, así se escuchan las parábolas: con los Oídos del Espíritu, que son Oídos de Amor, atentos a lo que dice Jesús –a lo que ha dicho en el Evangelio-, y a las preguntas de los hombres. El Espíritu escucha de manera práctica, orientando su escucha a la concreción en la vida. Por eso es Maestro, porque baja una enseñanza a la capacidad de los alumnos que tiene delante.

Este escuchar lo que escucha otro es la esencia de toda enseñanza en la que, tanto el maestro como el alumno están con el oído atento a la Verdad.

“El que tenga oídos, que oiga” es la frase que resume la parábola.

El que tenga tierra buena que reciba la semilla. Si la semilla es una metáfora de la Palabra, la tierra buena es nuestro oído.

Prestemos atención que identifica Palabra con semilla. Oír una semilla requiere tiempo. Lo que se desarrolla en la semilla es algo preciso y concreto –cada planta es única en su especie- pero se va manifestando en formas distintas: raíz, tallo, ramas, hojas, flor, y fruto, que es nueva semilla. No compara el Señor su Palabra con un producto humano, con un grabador, en el que cada palabra queda registrada en una cinta o en un soporte digital y sintetizada en sus elementos principales (dejando de lado todos los matices reales) puede ser reproducida en otro aparato. Sabemos que los aparatos actuales “comprimen” el sonido y uno escucha sólo un pequeño porcentaje de lo que sonó en la realidad. El Espíritu en cambio es todo lo contrario. No sólo registra perfectamente todo lo que la Palabra del Señor dijo –dice- sino que lo transmite fielmente con todos sus matices y potencia nuestro oído para que oiga cada día mejor.

Por eso el Señor quiso que su palabra quedara registrada en corazones –que tienen memoria imborrable y reconocen una voz a través de los años- y no escribió usando las palabras de su lengua. Sus Palabras escritas por Él hubieran corrido el riesgo de ser usadas como “objetos”. En cambio, cuando uno escucha a Alguien en vivo, lo primero que escucha no es cada palabra sino la fuerza y el tono de la voz que modula las emociones y los afectos e imprime en la inteligencia la contundencia unitaria de un mensaje. Uno siente que el otro anuncia un kerigma de conversión. Después vienen las palabras, una por una, y cada frase… Por eso es que los evangelios que canoniza la Iglesia son cuatro y tienen sus diferencias de palabras: porque el registro de La Palabra necesita de esta multiplicidad de registros para situarnos como en medio de varias voces que nos cantan lo mismo en distintos tonos.

“El que tenga oídos como tierra buena” se contrasta con otros tipos de oído, duros como el camino, pedregosos y superficiales o en los que resuenan otras voces, como yuyos que distorsionan la Palabra. Son las dificultades que no permiten que la Palabra eche raíz suficiente y crezca con fuerza y ganando altura para no ser sofocada.

“Que oiga”. Esta frase apunta al otro momento de la Palabra. Estamos ya en un oído fiel que es tierra buena, en la que la Palabra puede crecer. Pero ese “que oiga” revela que se puede oír más y mejor. Que algunos “oyen a medias”. La Palabra da fruto con distinta fuerza. Es la misma semilla, pero en algunos oídos da fruto en un ciento por uno, en otros en un sesenta y en otros en un treinta. Nuestra Señora es la que, lo sabemos porque lo sentimos al gozar de esos frutos, da fruto en un ciento por uno. También los santos, dan mucho fruto. Este “que oiga” tiene relación con el Espíritu, que es el que hace oír con fruto la Palabra. Y el fruto es a medias, es fruto de dos libertades: lo que el Espíritu libremente nos quiere dar y lo que nosotros libremente queremos dar.

Dar fruto tiene un sentido doble: dar en el sentido de producir y dar en el sentido de compartir. Dar en el sentido de producir, dependemos más de nuestra naturaleza y de lo que el Espíritu nos quiera hacer producir para bien común, como hace con todo lo suyo. Dar en el sentido de compartir, depende más de nosotros, del trabajo previo que cada uno haya hecho y de la generosidad que tenga. Qué pena no haberme preparado mejor para poder dar más! Siempre queda la alegría de ser fundamentalmente un pobre al que el Espíritu hace dar frutos ricos para los demás de su misma pobreza.

Diego Fares sj

 

 

La Palabra se hizo carne, no tengamos miedo de encarnar la espiritualidad (Navidad A 2016)

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En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,

ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.

Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.

Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.

José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea,

y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.

Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;

y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales

y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.

En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz.

Ellos sintieron un gran temor, pero Ángel les dijo:

«No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo:

Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»

Y junto con Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial,

que alababa a Dios, diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lucas 2, 1-14).

 

Contemplación

La contemplación de Navidad debe ser sencilla. Porque la Palabra se hizo carne y entonces no tenemos que andar dando muchas vueltas para “bajarla a la realidad”. Porque ya bajó.

Más bien tenemos que partir de nuestra realidad, allí donde nuestra carne nos es más cercana: allí donde cada familia tiene a sus niños más pequeños, a sus bebés, los que han nacido en estos días; allí donde cada pueblo tiene a sus niños que vemos que sufren y necesitan ser atendidos inmediatamente, ya sea que se encuentren en una maternidad, en casa, en una barcaza en el Mediterráneo o en medio de un bombardeo en Alepo o en Mosul.

Como la Palabra se hizo carne y nació en un pesebre, hay que salir buscar los pesebres de hoy. No es complicado ni hay que buscar necesariamente los pesebres más lejanos o peligrosos. Por todos lados hay “pesebres”-situaciones precarias que sostienen la carne frágil de los niños-.

En realidad todas las situaciones de los niños son precarias, frágiles, necesitan constante atención y cuidado.

Y allí hay que ir. Con pañalitos para limpiar y abrigar, como la Virgen cuidando que las pajitas no pinchen al Niño. Con manos fuertes para consolidar el pesebre, como San José, con dos golpes que lo asientan y enclavijan bien.

Se pueden llevar también regalitos simples, como los de los pastores. O regalos más para elaborados y para el largo plazo, como el incienso o el oro de los Reyes Magos. Todo sirve.

Pero cada uno tiene que encontrar “su pesebre”, porque lo que la Palabrita que Dios tiene para decirle esta Navidad sólo la escuchará yendo a adorar allí y no en ningún otro lado.

Como la Palabra se hizo carne, el Evangelio hay que aplicarlo inmediatamente. Con un bebé –lo experimentamos- todo es “inmediatamente”: lavarlo, abrazarlo, amamantarlo, vestirlo, acunarlo…

Después la vida irá poniendo distancias entre la palabra y la acción. Al comienzo no. La carne requiere todo ya.

Y lo mismo pasa con la carne de los que tienen hambre, de los que tienen frío, de los que no tienen casa ni patria, de los que están solos: hay que atender su carne ya. No sirve hablar de problemas que vienen de antes ni de los plazos de la macroeconomía.

Eso es mentira.

Y la prueba es que las finanzas funcionan en un constante ya. Por eso es que el dinero se transforma en ídolo y es el estiércol del demonio. No porque vaya contra Dios en abstracto sino porque va contra el Dios que se hizo carne.   La instantaneidad del dinero –esa que hace que algunos ganen millones de dólares en segundos y otros no logren juntar un dólar y medio para entrar en el Indec como pobres en vez miserables-, roba el derecho a la instantaneidad que tiene nuestra carne cuando se ve en riesgo.

Porque en un instante se muere un niño, en un instante nace una vida.

Como la Palabra se hizo carne, habrá que arreglar las cosas de la carne, no las del espíritu. Lo que quiero decir es que no se trata de que nuestra carne haga una pausa y se vuelva un poco más espiritual, cantando algún villancico o elaborando alguna ingeniosa tarjeta de navidad.

Es totalmente al revés: de lo que se trata es de que nuestro espíritu se haga carne; de que nuestro espíritu, tan acostumbrado a “reflexionar” mirándose al espejo, vuelva la mirada a los demás; de que nuestro espíritu, tan despierto siempre para lo que le conviene a él, se abaje y se ponga a pensar cómo volverse más carnal en el servicio, en la misericordia y en la ternura.

Navidad es para que nuestra espiritualidad se encarne, no para que nuestra carne se espiritualice.

Pero para esto hay que salirse de esa discusión entre carne y espíritu y hay que entrar en el corazón. Entrar en nuestro corazón y en el de los demás, como quien entra en la gruta de Belén; sentir al Niño en nuestro corazón y en el de los demás, como recién recostado por su Madre en el pesebre.

La Palabra se hizo carne primero en el corazón de María y de José. Cuando se dice que María concibió primero en la fe, no se trata de una fe “mental” sino en la fe del corazón, allí donde se unifica la carne y el espíritu. Un corazón de madre y de padre intuye esto. Fuera del corazón, afirmar cosas como “la Palabra se hizo carne”, es algo muy extraño.

Si no ponemos el corazón, si no vamos al pesebre con el regalito de nuestro corazón en las manos, si no vamos a ponerle la oreja en el pecho para sentir cómo late su corazoncito (así dicen que rezaba el papá de Orígenes, después de bautizar a su hijito, poniéndole el oído en el pecho para escuchar a Dios en el latido de ese corazón), la Navidad termina siendo una fiesta muy extraña. Con algún plato de comida muy carnal y algún deseo de paz muy espiritual, con algún regalito muy carnal y alguna tarjeta con un pensamiento muy espiritual.

Si le ponemos el corazón, la comida, el regalito, el pensamiento y el deseo, serán palabra hecha carne. Pero carne como la del corazón!

Y todos sabemos –podemos sentir y gustar- que, cada uno en su corazón, es único y al mismo tiempo igual a los demás. Igual a todo ser humano. También a Jesús.

captura-de-pantalla-2016-12-24-a-las-8-53-08            Y gracias a él sabemos que nuestro corazón es igual al de nuestro Padre. E igual al corazón del más pequeñito recién nacido que llora reclamando a su madre (y también al corazón de los niños de Alepo, que como ven que lloran sus madres, ellos han dejado de llorar).

En el corazón no hay que separar las imágenes de los que sufren y las de los que ríen. Compartimos de corazón las alegrías y las penas, las esperanzas y los sufrimientos de cada corazón.

Padre Diego