Creer en el pan del corazón (Corpus Christi C 2019)

            Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser curados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la gente, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto.»  El les respondió: «Denles de comer ustedes mismos.» Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente.» Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de cincuenta.» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas (Lc 9, 11b-17). 

Contemplación

            «Denles de comer ustedes mismos». Del corazón le nació al Señor esta frase como respuesta a la sugerencia de los discípulos de que «despidiera a la gente» para que cada uno encontrara por sí mismo algo para comer. Dar, no que cada uno se las arregle como pueda. Dar. 

            De aquí le nace al Señor la idea no solo de dar pan sino de darse. Es decir, de no solo multiplicar los cinco pancitos, sino de convertirse Él mismo en pan, de modo tal de conferir al pan «la multiplicabilidad propia de su corazón». 

            Es algo muy humano esto de que el corazón es multiplicable. No se divide al amar a muchos distintos.

            En la Eucaristía el Señor toma la forma de pan y le da al pan la forma de su Corazón, en el sentido de que al darle esa propiedad que tiene nuestro corazón de «darse entero en cada gesto» -lo cual es propio del amor- convierte el pan en multiplicable. Multiplicable en cuanto «partible». Como dice el himno Lauda Sion -uno de los cinco que compuso Santo Tomás en honor de la Eucaristía-: «Si lo parten, no vaciles/ sólo parten lo exterior/ en el mínimo fragmento/ late entero el Señor».

            Hablando ayer en Radio María sobre el Corazón de Jesús me preguntaba Javier Cámara «por qué esta devoción particular». Precisamente porque en el corazón en lo particular está el todo». La pregunta «por qué» surge también frente al mandato del Señor de «comer su carne», que la Iglesia convierte en el precepto de ir a misa y de comulgar al menos una vez al año. Si no entendemos la lógica del corazón, estos mandamientos y preceptos se devalúan y terminan por lograr el efecto contrario! Nada con más sentido que juntarse en familia los domingos. Pero si se convierte en algo sin corazón, meramente formal, nada con menos sentido.

            Por qué comulgar? Por qué la Eucaristía? 

            Preguntamos «por qué» y solemos limitarnos a respuestas abstractas, olvidando que hay «por qué» que no son abstractos sino que son históricos. 

            Por qué nuestra bandera es celeste y blanca? La elección está unida a una predilección de Belgrano, un hombre que dio su vida por la patria y que nos legó esa insignia amada. 

            La pregunta «por qué» nos hace entrar en este aspecto de nuestra fe cristiana que es el histórico: nosotros amamos y seguimos a una Persona y amamos las cosas que nos dejó, sus «signos» -los sacramentos- porque nos los dejó Él.  Amamos la Eucaristía porque nos la dejó Jesús. Y como lo amamos a Él, su palabra «hagan esto en memoria mía», tiene un valor entrañable: es herencia de familia. 

            Me atrevo a decir que amamos la Eucaristía como amamos la bandera. 

            La amamos muchos más, por supuesto, pero en la misma dirección de cordialidad. 

            Mucho más, porque a la Eucaristía no solo la podemos besar, honrándola, sino que nos sentamos a la mesa como hermanos y la comulgamos. El Señor tiene ese poder de estar presente en los signos que deja no sólo simbólicamente, sino con una presencia real. Pero real en la línea de la realidad que tienen los corazones, que es mayor que la realidad de las cosas. 

            Un corazón no alcanza toda su realidad sino en el medio de otros corazones. Diría más, un corazón no es real sino amando y siendo amado por todos los corazones.

            La realidad de un corazón que ama se manifiesta, por ejemplo, en que «alimenta» al corazón del que lo ama con sólo hacerle saber que late al unísono.

            En esa línea, y más aún, el Corazón del Señor alimenta el nuestro cuando comulgamos con la Eucaristía. En el acto de consumirlo nos deja la huella viva de su latido que se mezcla, sin confusión ni división, con el nuestro.

            A mí me da devoción, al consagrar, meditar cómo el pan y el vino que comulgaré se convierten en la carne y la sangre del Corazón de Jesús. No son carne y sangre «en general» -esto es lo que maravilla -, sino carne que se entregó a la muerte y sangre que se derramó cuando el soldado atravesó con la lanza el costado del Señor. Y son también la carne y la sangre que volvieron a latir en el Corazón del Señor, cuando el Padre lo resucitó, en el glorioso instante en que su Corazón «arrancó» de nuevo. 

            Comulgamos con la carne y la sangre del Señor en los momentos concretos en que muere y en que resucita. Esto significa comulgar con la muerte y resurrección del Señor. Es que muerte y resurrección son algo que acontece (no solo «pasa» o «sucede», sino que «acontece») en primer lugar, en el ámbito del corazón. 

Como también acontece con la fe: que nace o muere en el corazón de las personas. Como el amor y la amistad…

            Entonces, por qué la Eucaristía, por qué este Pan del Corazón de Jesús? Porque allí arrancó todo históricamente, y por eso allí -comulgando con el Corpus Christi – se puede abrazar todo, toda la realidad, tal como es: a todos los hombres, todo lo que sucede.

            Así, la Eucaristía imprime su materialidad y espiritualidad cordial a todo lo que hacemos en la Iglesia. Comer la Carne y beber la Sangre del Corazón del Señor nos pone en comunión con todo el universo, con todos los pueblos, con todas las personas. En cada fragmento de la vida encontramos al Señor entero, podemos estar en cualquier misión particular con un sólo y entero corazón común, eclesial.

            Por eso es tan urgente comulgar, por eso es tan imprescindible. No comulgar equivale a dispersarnos, a diluirnos, como una familia que no se junta más en torno a la mesa común. Es bueno que cada uno haga su vida, pero reunirse cada domingo en torno a la mesa familiar es lo que da la identidad y la pertenencia que son el alimento del alma.

            En la fiesta del Corpus Christi renovamos nuestra comunión con el Señor haciendo el ejercicio espiritual de «someter el corazón por completo» al comulgar. 

            En el otro de sus himnos a la Eucaristía -el «Adoro Te, devote»-, dice santo Tomás: «Te adoro con devoción, Dios escondido,/ oculto verdaderamente bajo estas apariencias./ A Ti se somete mi corazón por completo,/ y se rinde totalmente al contemplarte.// Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; / pero basta el oído para creer con firmeza; / creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:/ nada es más verdadero que esta Palabra de verdad».

            El hecho de que el Señor no cambie las «especies» de pan y de vino al convertirlos en su Carne y en su Sangre, nos tiene que remitir intuitivamente a su Corazón. Él trata de alimentarnos material y espiritualmente, haciéndonos sentir su corazón sin agregar otro gusto al pan y al vino. Por eso es que el Señor quiere que permanezcan el gusto y la textura del pan y del vino: para no distraernos agregando «otro» gusto material. La eucaristía tiene gusto a pan y así alimenta un amor al que le «basta el oído para creer con firmeza todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada es más verdadero que esta Palabra de verdad».                                                                                       

                                                                                                                                                                                                                        Diego Fares sj

La gracia de aprender a recibir la Eucaristía con la ayuda del Espíritu Santo (Corpus A 2017)

Jesús dijo a los judíos: Yo soy el pan vivo bajado del cielo.

El que coma de este pan vivirá eternamente,

y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.»

Los judíos discutían entre sí, diciendo:

«¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»

Jesús les respondió:

«Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre

y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna,

y yo lo resucitaré en el último día.

Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.

El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.

Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida,

vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí» (Juan 6, 51-58).

 

Contemplación

El que me come vivirá por mí, dice el Señor. No se trata de un comer inconsciente, sino de un comer espiritual. Recibir la Eucaristía es comer un Pan que uno elige, rodeando de preparación y cuidado la comida (la misa) para saborearlo y gustarlo como un banquete especial, junto con toda la Iglesia, en cada comunidad.

Comulgar así, es una gracia del Espíritu Santo, que no solo hace espiritual al agua del Bautismo y al aceite con que somos ungidos en la Confirmación, sino que hace que la Carne de Cristo, el Pan de la Eucaristía y el vino consagrado que es verdaderamente la Sangre del Señor –derramada para el perdón de nuestros pecados- sean también comida espiritual, que nos hace “vivir por Jesús”: el que me come vivirá por mí.

Solemos separar a Jesús del Espíritu y más bien los deberíamos unir siempre y todo lo posible. La Carne del Señor, el que se nos dé como Pan y como Vino consagrados, hace que la vida que el Espíritu nos da, no sea solo una cuestión que captamos con la mente o con el corazón, sino que podamos “sentir y gustar” sensiblemente, masticando y bebiendo en un momento breve pero concreto que nos permite experimentar que “hemos tomado la comunión”. Pero al mismo tiempo es el Espíritu Santo el que hace que este acto físico, que no permite abstracciones ni espiritualizaciones vagas, que conecta el pan de la Eucaristía con el pan que comemos en casa y la Carne de Cristo con nuestra Carne –de modo preferencial con la Carne que necesita ayuda, la carne de los enfermos, de los pobres y desamparados de este mundo-, que este acto material de recibir una hostia consagrada, tenga un sentido mayor que el de tomar un simple alimento. Humanamente, comer un pedazo de pan y beber un vaso de vino, adquiere un significado diverso si uno sólo los toma como alimento rápido camino al trabajo o si los comparte en una fiesta familiar y de amistad. La comida es alimento material y al mismo tiempo concreta y sella una alianza espiritual. Así también comer la Carne del Señor, es alimento físico, viático que da energía para el camino diario y banquete de bodas, comida de alianza, adelanto del Banquete del Cielo.

El Espíritu Santo es el que inspira el sentido de cada comunión: hace que la comunión de la misa diaria sea alimento para la jornada, que la comunión del Domingo sea expresión de la unión con la familia, con la comunidad y con todo el pueblo fiel de Dios y que las comuniones en los momentos grandes, en el matrimonio o en las Fiestas de la Iglesia, sean comuniones de renovación de la Alianza con el Señor y con su pueblo.

Por eso tenemos que pedir al Espíritu saber comulgar bien, con un sentido espiritual, que hace de cada Eucaristía algo único. El cansancio o la rutina con respecto a la Eucaristía no tienen sentido si, simplemente, se pide la ayuda al Espíritu para comulgar. Otras ayudas, el Espíritu las da “como quiere y cuando quiere”, y como sus carismas requieren nuestra participación y el cultivo de sus gracias –que son siempre “la mitad”- a veces no los “recibimos” plenamente. Como además, toda gracia del Espíritu es para el bien común, el que no está en su puesto de trabajo y de servicio propio, elegido como vocación –o si está en el lugar a donde es llamado por el Señor, a veces haraganea o se distrae- tampoco recibimos “plenamente” las gracias que el Espíritu siembre y derrama abundantemente sobre toda la humanidad y la creación. Pero con la Eucaristía es distinto porque no se trata de recibir nosotros una gracia según nuestra capacidad y la del entorno en el que históricamente nos hemos situado, sino que se trata de que el Espíritu “haga brillar” al mismo Jesús, haga que su Carne de toda su energía y su Sangre todo su fervor. Es decir: la parte “subjetiva” espiritual que plenifica todo acto material, haciendo que despliegue toda su potencialidad, no es nuestra subjetividad sino la del Espíritu.

En definitiva, lo que digo es que no se puede comulgar bien con Jesús sino es con la ayuda del Espíritu Santo.

Al Espíritu le tengo que pedir todo: que me dé ganas de ir a misa y que me de gustarla y aprovecharla según Él desea para el bien común.

Si uno comulga sólo desde sus expectativas, por ahí su comunión es aburrida. Como cuando uno se sienta a la mesa en un banquete de otra cultura y solo come lo que le resulta conocido. Pasamos gran parte de la vida “comulgando solo con un Jesús “pan conocido” y nos perdemos todos los sabores que el Espíritu da a cada Eucaristía. Comulgar con la ayuda del Espíritu es comulgar “apostólicamente”, en orden a gustar y aprovechar cosas nuevas que serán fuente de vida para servir mejor a aquellos a los que somos enviados a evangelizar.

Probemos a comulgar rezando con el Ven Creador.

Digamos el Espíritu: “enciende con tu luz nuestros sentidos” para que el sabor de la Eucaristía nos traiga a la memoria el pan ázimo que el Señor consagró por primera vez.

Pidámosle: “infunde tu amor en nuestro pecho” para que al tragar la Eucaristía y sentir el calor del Vino consagrado, el camino que recorren desde nuestro paladar a nuestro estomago encienda de fervor nuestro corazón.

Roguemos al Espíritu: “fortalece con tu fuerza inquebrantable la flaqueza carnal de nuestro cuerpo”, para que la experiencia de estar en comunión con Cristo nos haga sentir y experimentar que “nada ni nadie podrá separarnos del amor del Señor” que el Espíritu ha infundido en nuestros corazones.

Solicitémosle “repele lejos a nuestro enemigo”. Que la Carne del Señor no deje hacer valer al mal espíritu esa “mala alianza” que estableció con nuestra carne. Si uno reflexiona bien, esto que decimos de “comulgar con la Carne del Señor ayudados por el Espíritu” tiene su contrapartida en el hecho de que es el mal espíritu el que utiliza la debilidad de nuestra carne para alejarnos del amor de Dios. Nuestra carne no se aleja de Dios naturalmente. Se desordenó por el pecado. Y aún en su desorden, tiene límites. Lo que no tiene límites es lo espiritual, que hace que nuestra ira no tenga medida –como sí la de un animal, que solo mata para comer- o que nuestra avaricia sea insaciable. La lucha, pues, no es entre carne y espíritu, así sin más. Es entre nuestra carne bajo el dominio del mal espíritu y nuestra carne –unida a la Carne de Cristo- conducida por el Espíritu Santo.

Que en la fiesta del Corpus, el Espíritu Santo nos enseñe a comulgar bien y nos quite la niebla de los ojos para que sepamos reconocer al Señor Jesús resucitado en cada partir el pan.

Diego Fares sj

Triduo Pascual B 2009

lavatorio21Comulgar con Jesús, con su muerte y resurrección

Entramos en la Pascua de la mano de Pablo, el apasionado por comulgar con todo lo que sea de Jesús su Señor: comulgar con su resurrección, comulgar con sus padecimientos, comulgar con el conocimiento de su Evangelio… Para Pablo todo lo que lo aleje de estar en comunión con Jesús es “basura”, pérdida, y todo lo que lo ponga en comunión con Jesús es ganancia, aunque sean sufrimientos y problemas.
Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (…) y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos (…). Por eso una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante (Fil 3, 13-17).

Jueves Santo
Comulgar con lo que Jesús “hace”

“Bienaventurados ustedes si, sabiendo esto, lo hacen”

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un recipiente y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega a Simón Pedro; éste le dice:
─ Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?
Jesús le respondió:
─ Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.
Le dice Pedro:
─ No me lavarás los pies jamás.
Jesús le respondió:
─ Si no te lavo, no tienes parte (comulgas) conmigo.
Le dice Simón Pedro:
─ Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.
Jesús le dice:
─ El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos. Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: No están limpios todos. Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo:
─ ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes. En verdad, en verdad les digo: no es más el servidor que su patrón, ni el enviado más que el que le envía. Bienaventurados ustedes si, sabiendo esto, lo hacen” (Jn 13, 1 ss.).

Contemplación

Ponemos entero el Evangelio del lavatorio de los pies porque incluye en sí toda la pasión y la resurrección del Señor. La dicha de la resurrección perfuma ya el gesto de cariñoso abajamiento de Cristo y en la limpieza maternal que hace de los pies de los discípulos, la redención alcanza ese límite adonde el pecado había hecho caer al hombre y desde el cual Jesús hace que se ponga de nuevo en pie la Vida.

La bienaventuranza de Juan incluye un saber y un hacer.
Un saber que no es un saber cualquiera sino la sabiduría que “el Padre revela a los pequeños, a los que aman a su Hijo amado”.
Y un hacer que implica el estilo humilde y servicial del Maestro.
“Bienaventurados ustedes si, sabiendo esto, lo hacen”.
Se podría traducir diciendo: ¡feliz aquel que sabe hacer las cosas del Padre a la manera de Jesús! Feliz aquel que, al hacer las cosas, las hace comulgando con Jesús.

Comulgar con Jesús es una dicha

Nos detenemos primero en la dicha, en la bienaventuranza. Entrar en comunión con Jesús, es una dicha: la dicha serena y plena de una paz profunda.
Feliz la persona que al relacionarse con los demás entra en comunión con los sentimientos de Jesús (y no se engancha con los sentimientos cambiantes de los hombres):
“Tengan entre ustedes los sentimientos de Jesús…”

Feliz aquel que cuando se pone a pensar las cosas, cuando juzga o recuerda o proyecta, trata de entrar en comunión con la mente de Cristo, para renovar sus criterios (y no se engancha con los criterios del paradigma de moda):
“El hombre espiritual puede juzgarlo todo
(… Porque) tenemos la mente de Cristo”.

Feliz el que cuando anda afligido y agobiado por las cosas de la vida, descansa entrando en comunión con el corazón de Jesús, con su manera de sobrellevar la cruz (y no se engancha en la queja ni en la desesperanza):
“Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”.

No resistirnos a que Jesús comulgue con nosotros lavándonos los pies

En segundo lugar, nos detenemos en la resistencia de Pedro a que Jesús le lave los pies. Para comulgar con Jesús es fundamental superar estas resistencias.
Para entrar en comunión con nosotros y para que nosotros podamos entrar en comunión con Él, Jesús juzga que es necesario que nos lave los pies. “Si no, no tienes parte conmigo”.
No basta que Jesús nos redima en grande, diríamos, sino que es necesario que se haga cargo personalmente de todas los pequeños “peros” que obstaculizan y empañan nuestra comunión con Él.
Cada uno tiene alguna culpa o se le cuela algún criterio que no lo deja estar en paz en comunión con Jesús en los momentos en que más lo necesita. Y el Señor quiere que dejemos eso – precisamente eso- en sus manos.

Como Pedro, nos resistimos.
Martini dice que:
“Es necesario que como Pedro nos dejemos penetrar de tal manera por el amor del Padre y del Hijo, que en todo dependa de Dios nuestra vida –como el Hijo depende del Padre – y que vivamos totalmente en esta dependencia de amor y de reconocimiento (comunión), al que nuestro corazón humano no siempre está dispuesto a abrirse, porque preferimos más bien salvarnos por nosotros mismos”.

Comulgar con Jesús sabiendo que somos amigos

Para entrar en comunión con él, el Señor nos dice que tenemos hacer lo que él hizo pero con una conciencia especial, sabiendo algo.
Comulgar ¿sabiendo qué? Sabiendo que Jesús lo hizo todo primero y como amigo.
Jesús nos revela su mente como a amigos, lo cual equivale a decir que tenemos todas las claves. Así como un amigo sabe si algo le gustará o no a su amigo y lo que haría en tal situación, así quiere Jesús que sepamos cómo hace Él las cosas y cómo quiere que las hagamos nosotros. No como siervos sino como amigos. “No los llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando” (Jn 15, 13-16).

Comulgar con Jesús mientras “hacemos las cosas”

En la bienaventuranza de Jesús, más que el saber lo que predomina es el “hacer”. Jesús sabe todo lo que va a pasar y se concentra en un hacer bien concreto, creativamente concreto. El gesto de lavar los pies es un gesto Eucarístico por naturaleza, es un gesto de comunión. Jesús comulga con esa necesidad humana de sentarse limpios a la mesa, entra en la mayor cercanía e intimidad con sus amigos prestándoles este servicio de esclavo, o más que de esclavo, servicio de madre. Seguramente Jesús recordaría cómo la Virgen le lavaba los piecitos de niño, cada día antes de cenar. El lavatorio de los pies es un gesto maternal, una entrada mariana a la pasión.

En el lavatorio de los pies encontró el Señor el hacer del amor más significativo para ese momento. Expresión de toda su vida que fue de una continua creatividad para encontrar maneras concretas de entrar en comunión con su prójimo, con pequeños y grandes gestos de amor.

Comulgar bebiendo nuestros sufrimientos del único cáliz de Cristo

Junto con el lavatorio, destacamos otro gesto de comunión muy especial de este Jueves Santo: el gesto de hacerles beber a todos de un único cáliz, el Suyo (y no a cada uno de su copa). El beber del mismo cáliz hace sentir muy fuerte el deseo del Señor de que todo sufrimiento sea suyo, de que no haya ningún sufrimiento que se particularice. Haremos obras mayores que las que él hizo, pero no sufriremos más de lo que él sufrió. Entrar en comunión con el Cáliz de Jesús significa que nadie debe beber los sufrimientos de su propia copa. Todo sufrimiento tenemos que aprender a beberlo, a comulgarlo, sintiendo y creyendo que lo bebemos de un único cáliz, el del Señor Jesús.
Si uno quiere beber los sufrimientos propios sólo en su cáliz, termina sintiéndose miserable.
Si uno quiere beber el sufrimiento de los otros, termina ahogado por el sufrimiento del mundo.
Sólo bebiendo del Cáliz de Jesús el sufrimiento sabe distinto, sabe a él, a comunión de los santos y de los mártires, y es bebida espiritual, bebida de salvación.

Viernes santo
Comulgar con la realidad

El viernes santo no se “hace la Eucaristía”.
Es el único día del año en que no se consagran el pan y el vino y la comunión se realiza con el Cuerpo y la Sangre del Señor consagrados la noche anterior.
El Viernes Santo es un día en que el rito rompe todos los ritos. Es signo de que la Eucaristía no es algo simbólico sino real. Por eso se realizan los Via Crucis en las calles.
El Viernes santo es un día para “comulgar con la realidad”, como comulgó Jesús.
Jesús dio su vida en la calle. Entregó su carne en manos de sus verdugos y derramó su sangre hasta la última gota en la Cruz.

Cuando muere un personaje importante, ese día se vuelve simbólico. Ese día se junta la gente, se hace una misa, se dicen discursos…
Con Jesús es al revés. La Eucaristía la realizó Él mismo antes de su muerte. Y luego, el viernes santo, la vivió como se la impusieron.

Por eso los cristianos, el Viernes Santo suspendemos la Eucaristía sacramental y salimos a la calle, cada uno a su Via Crucis, a comulgar con la realidad.
A Jesús te lo vas a encontrar en lo más real de tu realidad, allí donde están los que más querés y los que más odiás, allí donde tenés tu Cruz más dolorosa y tu entrega más total. Es el día en que Jesús sale a tu encuentro en tu calle. Y vos tenés que ver si sos la Verónica o el Cireneo, Juan y Magdalena o los soldados romanos…

El Viernes Santo es un día muy pero muy especial. Es triste, porque representa lo que sería (lo que en gran medida es) nuestra vida si Cristo no hubiera resucitado.
Nuestra vida sería (y lo es en gran medida) un viernes santo, en el que los inocentes padecen y la injusticia triunfa.

Se trata de un tiempo breve en la vida del Señor, pero intensísimo.

Es imagen de esa característica del tiempo que consiste en “devorarnos”, en pasar, en empujarnos, en hacernos sentir que no hacemos pie en la existencia sino que nos disolvemos en ella: el Viernes Santo es tiempo de pasión y de Cruz, de sufrimiento y de muerte.

En realidad el tiempo del Viernes Santo es el tiempo que nos muestran a diario los medios de comunicación: siempre estamos viendo a alguien que sufre y esos sufrimientos como que se apoderan o tapan todo el resto de la vida normal y corriente. La intensidad y lo inexplicable del sufrimiento parece tener más intensidad que la otra característica del tiempo que es la del don: la experiencia de que la vida se nos da, crece en nosotros, fructifica, se comunica y se comparte. Porque el Viernes Santo, en lo escondido y gracias a Jesús, es el tiempo del pan que se deshace en nuestra boca y muere en nosotros pero para darnos Vida.

Sábado Santo
Comulgar con la muerte de Jesús

Desde que Jesús comulgó con lo más doloroso de nuestra realidad ─ con nuestra muerte ─, en toda realidad podemos comulgar con Él y con su Vida!

mujeres-resurreccion-rostrosVigilia Pascual
Comulgar con su resurrección desde nuestros miedos

“Cuando pasó el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ir a ungirle .
Y muy de madrugada, el primer día de la semana, vienen al sepulcro, salido ya el sol. Y se decían entre ellas:
─ ¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?
Y mirando atentamente, observan que la piedra había sido corrida a un lado; era una piedra muy grande. Y entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, cubierto con una túnica blanca y quedaron estupefactas.
El les dice:
─ No teman. Buscan a Jesús, el Nazareno Crucificado. Resucitó, no está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Vayan, digan a sus discípulos y a Pedro: El va antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como les dijo.
Y saliendo huyeron del sepulcro, pues se había apoderado de ellas un temblor y un estupor, y no dijeron nada a nadie, pues tenían miedo” (Mc 16, 1-8).

Contemplación

Las primeras en comulgar con la resurrección del Señor son las discípulas.
San Ignacio nos dice que, aunque el evangelio no lo diga, la primera en comulgar con la Resurrección de su Hijo fue Nuestra Señora. Si el Evangelio no lo dice es “porque supone que tenemos entendimiento”.
En la fe, así como creyó en encarnación antes de “experimentarla” físicamente, María también creyó en la resurrección de su Hijo antes de verlo o tocarlo o hablar con él. La comunión de la Madre con la carne de su hijo sigue un camino de mayor hondura que todas las demás comuniones. Por eso a comulgar con la carne del Señor la que mejor nos lo enseña es ella, María.

Las discípulas ─ María Magdalena, María de Santiago y Salomé ─ comulgan con la resurrección del Señor y se llenan de miedo. Temblor y pavor, dice Marcos. Y no cuentan nada de lo que el Angel les anuncia.
Nos sorprende esta reacción y sin embargo es lo que hace al evangelio tan creíble. Estas mujeres eran valientes. No se habían arredrado ante la Pasión del Señor. Estuvieron de pie junto a la Cruz. No le tienen miedo a los soldados ni a sus compatriotas. Hay en ellas más coraje que en todos los demás discípulos. Encima se les aparece un Ángel, les muestra que Jesús no está allí y les anuncia que ha resucitado. Y en vez de correr a proclamarlo, huyen temblando de miedo y no cuentan nada a nadie.

Este santo miedo. Este temor de Dios, este no poder contar lo que no tiene palabras, este callar y quedarse juntas en silencio, abre paso interior a la fuerza imparable de la Resurrección del Señor. El Señor quiere resucitar primero en el corazón más frágil, en el interior de las que más lo amaron en silencio, de las que se atrevieron a ir más lejos sin hacer bulla, en la intimidad de las que son conscientes de su pequeñez y no tienen cómo instrumentar un acontecimiento tan enorme. Jesús resucita primero en el silencio creyente de María,
Jesús resucita primero en el miedo y en el temblor de sus amigas y discípulas (miedo que vencen a fuerza de perfumes),
Jesús resucita primero en el llanto desconsolado de la Magdalena (llanto que no le quita lucidez para preguntar),
Jesús resucita primero en la desilusión de los discípulos de Emaús (desilusión que no los cierra a la hospitalidad)…
Jesús resucitado sigue entrando en comunión con lo más humilde de la humanidad. Y nos muestra así el camino para entrar en comunión con él. Es el mismo camino que comenzó en Galilea, en el miedo de los primeros discípulos al verlo calmar la tempestad ¿Por qué tienen miedo? ¿No tienen fe? (Mc 4, 40).
Jesús entra en comunión con nuestros miedos, que radican en nuestra percepción más aguda de la realidad y allí se establece con la paz de su resurrección. Como las discípulas, dejamos que entre en nuestro corazón y se haga presente allí donde tenemos las puertas cerradas por nuestros miedos (que se nos cuelan igual) y nos serene y consuele con la alegría de su paz.

Diego Fares sj.