“No lo conocía, pero…” Gracias a que Juan se queda en la orilla del Reino podemos vislumbrar en alguna medida la magnitud del don y de las gracias que en Jesús hemos recibido en pie de igualdad con todos los pueblos (2 A 2020)

Bautismo

Al otro día, Juan Bautista ve a Jesús viniendo hacia él y dice: 

“He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es Aquel de quien yo dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. 

Yo no lo conocía pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel”. 

Y Juan dio testimonio diciendo: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. 

Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 

“Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él ese es el que bautiza en el Espíritu Santo”.

Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios” (Jn 1, 29-34).

Contemplación

“Yo no lo conocía, pero…” Dos veces repite Juan el Bautista que no conocía a Jesús. No lo conocía y lo conocía. 

No lo conocía pero lo conoció desde el seno de su madre, cuando saltó de gozo al escuchar la voz de María. 

No lo conocía pero había predicho que, aunque vendría después, era Alguien que lo precedía, que existía antes que él! 

No lo conocía pero se había pasado la vida llevando adelante una misión ordenada enteramente a Jesús. 

No lo conocía pero supo reconocerlo por el signo que le había sido revelado: que el Espíritu Santo descendería y permanecería sobre Él. 

No lo conocía pero siempre supo que la misión de Jesús sería más importante que la suya, que él bautizaba con agua y Jesús bautizaría en el Espíritu Santo.

No lo conocía pero dio testimonio de Él toda su vida: primero con la palabra, luego pasándole sus discípulos más queridos, después desapareciendo, haciendo disminuir su rol en medio de la gente y, por fin, dando su vida en la cárcel, sufriendo el martirio ignominioso por el capricho de la mujer de Herodes y de su hija. 

No lo conocía y sin embargo era Jesús Aquel a quien más conocía.

Juan vivió su vida en orden a Jesús, lo tuvo como referente siempre en todo. Supo y aceptó gozoso que su vocación y su misión era la de precederlo para que “fuera manifestado a Israel”, para que la gente lo recibiera bien y lo entendiera. Y Jesús dirá de él que fue el más grande de los profetas. En cambio él dirá de sí mismo y se lo repetirá a todos que él no era el Mesías, que era solo “el amigo del Esposo”, y que debía disminuir para que Jesús creciera.

El “no lo conocía”, entonces, tienen un sentido más profundo.

El sentido de que no se sentaron a planear las cosas juntos, por ejemplo. 

A Juan Dios le fue mostrando cuál era su misión en la soledad de su oración personal. Y cumpliendo bien lo suyo, bautizando a la gente para que se convierta a Dios, se fue disponiendo, junto con todos, a recibir a Jesús. Un Jesús que entró humildemente en su vida y se hizo bautizar por él, como uno más del pueblo, confirmándole la misión que había recibido de Dios y que luego siguió de largo dejándolo atrás. No lo convocó entre sus discípulos, quiero decir. Esto es quizás lo más notable en la relación entre Jesús y Juan el Bautista. Podría haberlo hecho el primero de los doce. Quién mejor que el maestro de Juan, de Santiago, de Andrés y de Pedro.

“No lo conocía y no lo conocerá”, como vemos que sucedió cuando, estando en la cárcel, le mandó a preguntar a Jesús si era Él el que debían esperar, el mesías. Jesús le respondió indirectamente, haciéndole ver la obra del Espíritu en la gente: los pobres son evangelizados. Pero Juan no pasó a ser de los suyos, de los que lo conocieron íntimamente, compartiendo la vida con Jesús, siendo testigos de su muerte y resurrección.

La figura de Juan sería la del que completa la Antigua Alianza de Dios con su pueblo y queda ahí. No entra en el Reino con su propio paso, como protagonista. Por eso el Señor dirá que “el más pequeño en el Reino es mayor que Juan”. Mayor, no por sí mismo, que en eso Juan nos gana a todos “los nacidos de mujer”, sino mayor en lo que recibe. El niño recién bautizado y el que aprende el catecismo y recibe la comunión y la confirmación, recibe más conocimiento de Jesús que el que Juan recibió en su vida. 

Pero es gracias a que Juan se queda en la otra orilla que podemos vislumbrar en alguna medida la magnitud del don y de las gracias que en Jesús hemos recibido. El hombre más grande de la historia de Israel se queda a las puertas del Reino! Esto en función de nuestra fe, para que veamos que la Nueva Alianza que ahora establece Jesús es radicalmente nueva, pura gracia, don absolutamente inmerecido. 

Se trata de una ruptura, si se puede decir así, con la historia anterior para que pueda comenzar una historia nueva, que incluirá la historia de los demás pueblos. La antigua alianza de Dios con Israel entra en la Nueva Alianza, pero no de manera tal que la condicione o que sus leyes y costumbres tengan privilegio absoluto y excluyente frente a las historias de los otros pueblos. 

Juan se queda atrás, disminuyendo, para que sus discípulos puedan entrar al Reino y abrirle la puerta a los demás, a los otros pueblos, que no tienen la tradición de Israel. Esto es lo que comprenderá Pedro, admirado, al ver cómo el Espíritu Santo bautiza a la familia de Cornelio antes de que él los bautice con agua. 

El Espíritu va adelante. Se invierte el ritmo de la historia! 

Esto es lo que marca Juan con su sacrificio, con su quedarse en el umbral a las puertas del Reino. Todo lo suyo será asumido por Jesús, ciertamente. Pero por pura gracia también. Será Jesús el que lo reivindique, al igual que reivindicará la fe de los hijos de otros pueblos y culturas, como la siro-fenicia, los samaritanos, el centurión…

“No lo conocía, pero…” La frase de Juan es nuestra frase ante la novedad del Espíritu que nos bautiza cada día y en cada nueva etapa de la vida de la Iglesia de manera sorprendente. 

“No lo conocía” a este Jesús que me desafía a abrirme más y más a lo que el Espíritu obra en el mundo y en la Iglesia.

Es la actitud radicalmente opuesta a la tentación de encerrar a Jesús en “nuestra” historia. 

Un síntoma se puede discernir cuando la frase motiva de los que se oponen a alguna novedad del Espíritu es: “siempre se hizo así”. Apenas uno examina un poco el asunto, ese “siempre” no es tan “siempre”, sino que tiene algún punto preciso en la historia de la Iglesia en que se cambió una costumbre y se instauró otra. Igual hay que estar atentos porque la dinámica del “siempre se hizo así” también se puede esconder en el “hay que hacer todo de nuevo”. Sea que usemos una piedra de mármol antigua o un ladrillo hueco nuevo, el punto es si dejamos que el Espíritu lo use para edificar o lo usamos nosotros para arrojárselo en la cara a los demás.

“No lo conocía, pero…”. La actitud de Juan, el buen espíritu de Juan el Bautista nos ayuda a discernir que la historia entera del pueblo elegido, los dos mil años de historia de la Iglesia y la historia de los pueblos no cristianos, valen lo mismo ante la Alianza que invita a establecer -siempre de nuevo- Jesús. “Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os habéis revestido. No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Y este bautismo en Cristo lo hace el Espíritu Santo, en el momento del Bautismo sacramental, ciertamente. Pero también “antes”, como en el caso de Cornelio, y muchas veces “después”, renovando la “llenura del Espíritu” en nuestra vida, cada vez que damos un paso de conversión.

Para el que se dispone a vivir el espíritu de las bienaventuranzas y practica la misericordia cada día, su historia y cultura -sea la de Israel, sea la de la Iglesia, sea la de cualquier pueblo- entra con su propio peso y con todas sus virtudes como riqueza para el Reino. Pero si no es en este espíritu y con esta práctica, todo pasa a jugar en contra. Y cuanto más “cristiana” es la costumbre o la ley o el rito que se utiliza, si no se hace en este espíritu y practicando la misericordia, es peor.

El Papa lo dice así en Amoris laetitia: “En las difíciles situaciones que viven las personas más necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para comprender, consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a acercarles la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren « adoctrinarlo », convertirlo en « piedras muertas para lanzarlas contra los demás »” (AL 49).

“No lo conocía…” En la misa del funeral de nuestra madre, el año pasado, que celebramos en familia, rodeados de amigos de mamá y nuestros, la prédica y los agradecimientos y peticiones de todos giraron en torno a la familia que mamá gestó y acompañó con una fe sencilla y bien plantada en la Palabra. Me contaba mi hermana que un amigo suyo, conmovido positivamente, le dijo que durante la celebración se había preguntado algo así como “si era la misma religión que la que él conocía”. Yo pensé que era el mejor elogio que nos podía hacer alguien sobre el modo de comunicar nuestra fe. Y me viene este recuerdo hoy porque pienso que es la gracia “base”, la gracia “ambiental” podríamos decir, que tiene que acompañar todo lo cristiano: la misa, los sacramentos, la oración personal y la práctica de las obras de anuncio y de misericordia. En algún momento debe surgir la “admiración” que nos lleva a decir: esto “no lo conocía, pero…” siempre lo esperé, lo presentí, recuerdo que alguien me lo profetizó…

“No lo conocía a este Jesús” es la frase “Juan Bautista”, por ponerle un sello y convertirla en una marca, en una piedra de toque. E implica un detener la marcha ante el umbral del Reino, un frenar nuestro protagonismo, el de nuestras ideas y costumbres y los “siempre se hizo así”, para que se note que, en nuestro límite, somos uno más, junto con todos, cristianos y no cristianos, ante la novedad absoluta y siempre nueva como en la mañana misma de la Resurrección de un Jesús que es el protagonista de todas las historias, las de cada persona y las de todos los pueblos, culturas y civilizaciones.

“No lo conocías!” es la frase que nos susurra el Espíritu haciendo saltar de alegría al Juan Bautista que llevamos dentro, cada vez que nos visita con esa gracia con que llena el alma de alguno de sus pequeñitos, como llenaba el alma de nuestra Señora aquel día en que, por primera vez, el que solo se llamaba Juan en la mudez de su padre Zacarías, conoció a Jesús de manera tal, que todo lo demás fue siempre un “no conocerlo” para “conocerlo siempre mejor, siempre de manera nueva”.

Diego Fares sj

El Espíritu conduce a Jesús, que se bautiza en las costumbres de su pueblo (Bautismo A 2020)

Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán 

y se presentó a Juan para ser bautizado por él. 

Juan se resistía, diciéndole: 

«Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti,

¡y eres tú el que viene a mi encuentro!» 

Pero Jesús le respondió: 

«Ahora déjame hacer esto, 

porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». 

Y Juan se lo permitió. 

Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. 

En ese momento se abrieron los cielos, 

y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. 

Y se oyó una voz del cielo que decía: 

«Este es mi Hijo muy querido, 

en quien tengo puesta toda mi predilección» (Mt 3, 13-17).

Contemplación

La liturgia une maravillosamente estos dos acontecimientos, el del bautismo del Señor según una costumbre instaurada en el pueblo de manera novedosa y profética por Juan Bautista, y el del bautismo en el Espíritu de la familia de Cornelio, hecho ante el cual Pedro exclama admirado: “La verdad es que me estoy dando cuenta de que Dios no hace acepción de personas, sino que acoge al que lo teme y practica la justicia, cualquiera sea la nación de la que venga (Hc 10, 35).

Escuché decir en una conferencia (y no logro recordar quién era el que la daba, pero creo que todos los que pudieron ser estarán de acuerdo) que este pasaje es central en la historia de la evangelización de los pueblos. El libro de los Hechos le dedica dos capítulos y bien puede llamarse “el pentecostés de los paganos”, pero lo que a mí me impacta es la admiración de Pedro ante lo que hace el Espíritu. Me impacta la frase: “la verdad es que me estoy dando cuenta…”. El Pedro que va siendo “El primer sorprendido” por lo que hace el Espíritu es el Pedro que más me gusta como conductor y como Papa. Es que el Espíritu literalmente “lo sacó de los pelos” de sus esquemas mentales con esa triple visión de una mesa servida con todos los alimentos “impuros” para la cultura judía , ordenándole que comiera! Y luego, terminó de sorprenderlo con su modo de “caer” sobre la familia de Cornelio, mientras él les anunciaba el kerigma. Esa experiencia de la distancia desproporcionada entre lo que uno está predicando -por más que lo predique bien- y el efecto de consolación que el Espíritu desencadena en las personas que escuchan! 

El pasaje es conmovedor: “Estaba aún hablando Pedro, cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los creyentes de origen judío, que habían venido con Pedro, quedaron atónitos: «¡Cómo! ¡Dios regala y derrama el Espíritu Santo también sobre los que no son judíos!» Y así era, pues les oían hablar en lenguas y alabar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Podemos acaso negarles el agua y no bautizar a quienes han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo” (Hc 10, 44-48).

Cómo no ver acá el paradigma de todo encuentro intercultural, el modelo de toda salida de la Iglesia a predicar el evangelio a aquellos pueblos en los que el Espíritu ya está actuando en el interior de sus corazones? Cómo no ver que Dios quita todo obstáculo cultural -nada más culturalmente propio de cada pueblo que sus comidas-, y se adelanta a bautizar Él mismo en Persona -el Espíritu “cayó” sobre ellos- de manera tal que el bautismo sacramental viene después, a confirmar la acción del Espíritu que es el que lleva en todo la delantera!

Una clave está en la palabra “justicia” -dikaiosine-, que usan tanto Jesús como Pedro. Pienso que fue lo que llevó a la liturgia a elegir estos dos pasajes y ponerlos juntos en esta fiesta que corona el tiempo de la Epifanía, es decir el tiempo de la revelación de Dios a todas las naciones. 

Cornelio era un hombre que rezaba y daba limosnas, dice el libro de los Hechos. Y dar limosnas va unido a la justicia bíblica, es como una consecuencia natural de la buena relación con Dios. Pues bien: a esos hombres justos que viven en todos los pueblos es a quienes tenemos que ir al encuentro! Y no a querer bautizarlos a ellos de entrada, sino primero a bautizarnos nosotros en sus costumbres, como hizo Jesús en la suya: en todo lo que en sus costumbres y cultura es “justicia”, en todo lo que es modo de adorar a Dios y practicar la justicia con los demás hombres. 

El término justicia indica, positivamente, lo que a Dios le agrada, lo que le complace y alegra su corazón. Es natural que lo que nos gusta y hace bien lo transformemos en costumbre, en cultura, en ley. Es una dinámica propia de todo proceso educativo que un comportamiento que se demuestra bueno en la práctica se convierta en ley para asegurar su transmisión. Pero si la generación que sigue pierde contacto con la experiencia de los buenos frutos que siguen a una determinada práctica, poco a poco va perdiendo el gusto por esa ley y esto puede llegar a un punto tal en que la misma ley se convierte obstáculo para transmitir la experiencia buena que buscaba asegurar con su formulación. Pasó con la Ley del Antiguo testamento, que se fue volviendo rígida y formal y perdió el sabor. Es lo que pasa también en la Iglesia, cuando una generación no logra comunicar a otra el gusto por ir a misa los domingos, por ejemplo. Cómo puede ser que logremos que la Eucaristía no sea un momento lindísimo! Hay aquí algo perverso. Lo difícil de la vida cristiana está en otros lados, en la vida misma, en la hostilidad del mundo. No puede ser que hayamos transformado en aburrido y obligatorio algo tan simple, tan gratuito y tal lleno de gracia como es la Eucaristía!

El término justicia, negativamente, es lo opuesto al “pecado”, a todo lo que es falta, transgresión, error etc. Cuando Jesús le dice a su primo que es necesario cumplir con toda justicia le está diciendo que no se preocupe, que el hecho de que Èl se bautice “no es pecado”. Es decir, Jesús saca la cuestión del ámbito de los ritos y la pone en un nivel más hondo e interior.

Y esto hay que decirlo claro: Jesús no viene a sustituir los ritos de su pueblo con nuevos ritos. Por eso, más bien cumple todos los ritos y los plenifica. Esto hará, por supuesto, que surjan en la Iglesia “nuevos ritos”, según esa dinámica propiamente humana de la que hablábamos. Pero nos tiene que quedar claro que los ritos cristianos deben ser (y parecer) siempre “ritos verdaderamente nuevos”. Es decir, ritos que contengan en su dinámica misma un paso de “desacralización de lo meramente formal”, por decirlo de manera fuerte.

En la instauración y celebración de cada rito cristiano se tiene que poder vivir esta dinámica misteriosa de la Encarnación: entre un signo concreto y la Presencia salvífica de nuestro Dios trino y uno. Esta dinámica nos lleva tanto a “cuidar” el signo, con la veneración con que uno trata el pan consagrado en la Eucaristía, por ejemplo, como a “relativizarlo”. Qué quiero decir? Que no le hace justicia a la Eucaristía el que algunos se pongan guantes para tocarla! O que pretenden purificar tanto que, con el pretexto de que no quede ninguna partícula perdida, hacen un nuevo rito de la purificación que dura más que la comunión misma. El Señor eligió pan porque quiere que la comunión con Él se de en el ámbito familiar de una cena, no para transformar el altar en un laboratorio con gente vestida como para un experimento. La misma dinámica tiene que estar presente en el encuentro con otras culturas. 

Las palabras, los signos y los ritos que se usen deben ser ritos en los que se note que el Espíritu está antes, durante y después, encarnado y a la vez desbordando por todos lados el signo con la Gracia. 

Cuando Jesús le dice a Juan que “no es pecado” bautizarse, le soluciona un problema de escrúpulo ritual: del tipo de si se puede comulgar si todavía faltan unos minutos para que se cumpla la hora de ayuno, por ejemplo. Me acuerdo cómo nos quitó este tipo de escrúpulos un gran especialista en Derecho canónico, monseñor Gógala, una vez que discutíamos si podíamos o no, según el derecho, participar en una misa de ordenación. Éramos varios curas que ese domingo habíamos celebrado ya tres misas y esa iba a ser la cuarta. Le preguntamos si el derecho canónico lo permitía. Gógala sonrió y dijo simplemente: “pecado, no es”. Y se fue. A mí, que era cura recién ordenado, se me grabó en el alma este criterio “negativo absoluto”, como le llamo, que se formula cuando uno juzga que algo “pecado, no es”. Podrá ser algo “imperfecto” y hasta “ilícito”, pero “no pecado” y, por tanto, entrará en el reino de la libertad de los hijos de Dios para hacer el bien y no el mal, aunque sea “en sábado”.

Es un pasito nomás, pero allí se juega el Evangelio. Porque algunos invierten el orden de las cosas y hacen de cada precepto en vez de un puente un foso con alambre de púas y convierten los modos de “organizar el reparto y la práctica del bien” -que tienen necesariamente sus normas- en fines.

Si el Espíritu hubiera esperado que se pusieran de acuerdo los judíos y los paganos en cuestiones de alimentos, el Evangelio hubiera quedado atascado en la puerta de la carnicería. 

Pasó en China, con la cuestión de ritos como el del culto a los antepasados, por ejemplo. Definirlos como idolátricos llevó a los papas a prohibirlos y eso llevó a las autoridades chinas a considerar el cristianismo como ignorante y enemigo de su cultura y a prohibirlo a su vez y perseguirlo. 

Imagino que el Señor y Pedro, su discípulo, de haber ido a China en el siglo XVII, no habrían tenido ningún problema con el culto a los antepasados. Al contrario, inculturándose en las costumbres de ese pueblo, hubieran permitido al Espíritu ir adelante haciendo su obra. En el fondo, lo esencial de todo rito y de toda acción evangelizadora, es abrir la puerta al Espíritu, para que entre o salga a gusto y sea Él el protagonista de la santificación de los hombres. El discernimiento básico, primero y último, ante cada gesto que desea ser evangelizador, es el discernimiento preciso del punto en que ese gesto -sea una simple palabra, un rito sacramental o una entera estructura eclesial- se convierte en una puerta que se abre o, por el contrario, en una puerta que se cierra al Espíritu. 

Esto hará que a veces, el discernimiento nos lleve a arriesgarnos y a dar un paso más allá de lo formal, como cuando Jesús se saltaba la ley del sábado para curar a alguno. Otras veces, el discernimiento nos llevará a detenernos, a no decir una palabra de más, a no exigir en ese momento para no maltratar un límite y a esperar el tiempo propicio, como cuando el Padre misericordioso le dio al hijo pródigo su parte de la herencia y entró en el largo tiempo de la paciencia, hasta que su hijo regresó por sí mismo, arrepentido.

Si no puede sucedernos lo que cuenta José Luis Martín Descalzo en “El color de la sobrepelliz”.

     “Cuentan los historiadores que durante el mes de octubre de 1917, la Iglesia ortodoxa rusa vivió una tremenda discusión sobre el color que deberían tener las sobrepellices en las solemnidades litúrgicas. Un grupo defendía, con fuertes argumentos, que deberían ser blancas. Pero otros sostenían, con no menos importantes razones, que el color apropiado era el morado. Y ninguno de ellos se enteró de que en aquel mismo mes se preparaba y estallaba la revolución rusa, que iba a cambiar la historia de todo nuestro siglo. (…) Es, claro, más fácil discutir sobre el color de la sobrepelliz que luchar para contener o clarificar una revolución. Es más sencillo rezar unas cuantas oraciones que combatir diariamente contra la injusticia con todos sus líos consecuentes. Más sencillo lamentarse de la marcha del mundo que construirlo. Y para construir hay que empezar por tener los ojos bien abiertos. Conocer el mundo. Tratar de entenderlo. Olfatear su futuro. Investigar qué gentes hay en torno nuestro luchando con algo más que dulces teorías.”  

Diego Fares sj

Las limosnas del Bautismo del Señor (C 2019)


      Como el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su corazón acerca de Juan, si no sería el Mesías -el Cristo-, él respondió diciendo a todos: «Yo los bautizo en agua; pero viene el que es más fuerte que yo, al cual yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego».

Y aconteció que, cuando el pueblo se hacía bautizar, habiendo sido bautizado también Jesús, y estando en oración, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió en figura corporal, a manera de paloma, sobre Él. Y una voz vino del cielo: «Tú eres el Hijo mío, el Predilecto, en Ti me he complacido»   (Lc 3, 15-16. 21-22).

Contemplación

     La Palabra que me afecta hoy es ese «estando Jesús en oración». Luego de la experiencia de ser bautizado, Jesús se pone en oración. Es oración de súplica. Jesús pide, suplica, con actitud de reverencia, de adoración (todo esto significa «proseuchomai» en griego). Y en esa oración acontece lo nuevo: se abre el cielo -que la tradición dice que había estado cerrado desde que Adán y Eva fueron echados del paraíso, al que Dios bajaba todos los días desde un cielo abierto. Se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre Jesús, como bajan y se posan las palomas, con cierta paz y mansedumbre de movimientos, y vino también del cielo la voz del Padre (aunque no lo dice, aunque dice «una voz» no puede ser otra que la del Padre porque habla de su Hijo amado): Tú eres el Hijo mío, el Predilecto -agapethos-. En ti me he complacido».

Tomadas estas palabras en ese preciso momento, lo que le ha complacido al Padre es que Jesús esté rezando luego de haberse hecho bautizar, junto con toda la gente del pueblo, como uno más, insertándose en la historia al sumarse a lo que le había sido mandado a Juan el Bautista. 

Mateo dice que Juan se resistió al comienzo, pero Jesús lo frenó y le dijo que «en ese momento» lo dejara hacer las cosas así. Es que no se trataba de una cuestión personal, de quién era más digno de bautizar, sino que Jesús lo que estaba haciendo era «vivir» un momento de ruptura y de cambio total en la historia. 

Allí, en medio de la gente, siguiendo los ritos y las costumbres comunes, lo que aconteció fue que el cielo se abrió de nuevo y se restableció una corriente de comunicación y de gracia entre ese hombre Jesús, el Espíritu Santo y el Padre. 

Esto es lo nuevo y acontece en el espacio de la Oración de Jesús. Es una oración de súplica, el Señor suplica: es «una limosna de oración». 

Limosnear es una actitud en la que lo que se pide coincide con lo que el otro quiere dar. Uno no se enoja (aunque a veces pasa, si damos muy poco) al ver lo que el otro nos da. Porque precisamente pedíamos eso, una limosnita. Los mendigos eligen a veces pedir la moneda más chiquita, diez centavos, -dicen-, y achican más: cinco centavitos… Como diciendo, denme lo mínimo, lo que ni siquiera usarán, eso es valioso para nosotros, los mendigos. 

Esa es la actitud de Jesús, la de ponerse a suplicar. Luego de haber hecho la fila como todos y de haberse hecho bautizar por Juan como uno más, encima inclina la cabeza y con actitud de reverencia y de adoración, se pone a suplicar. 

Y allí se desencadena todo: en un instante sucede todo lo nuevo, que el Espíritu desciende sobre Jesús, lo unge y lo inviste con la misión, que será la de anunciar el Evangelio a los pobres y de liberar a su pueblo, y el Padre lo acaricia con su mirada de Amor como la de un Padre por su Hijo predilecto, un Padre que se siente orgulloso de su Hijo y le complace todo lo que hace, cómo comienza a actuar en medio de su pueblo, en medio de la historia que se vuelve, ahora sí, plenamente, historia de salvación para todo el que se adhiera con la fe a este Jesús que todo lo hace nuevo.

El Bautismo del Señor en el humilde río Jordán, limosneado también a Juan, que no se lo quería dar porque le parecía poco, es espejo de su Bautismo en el río del cielo, en el torrente de Agua viva del Espíritu que desciende sobre Él. 

En esta actitud del Señor tenemos que fijar la mirada y el corazón, para que se nos adhiera con todo su afecto. Contemplá la humildad de Jesús que reza y te abre una manera nueva para que puedas aprender a rezar. Suplicale a Dios que te de una limosna de oración. Suplicale una limosna de tarea. La tarea que Él desea que hagas, pero no se la pidas como si fuera «La misión entera» sino solo «diez centavitos de tu misión». Para que luego de un tiempo -de unos días, unos años o un ratito nomás- le puedas pedir de nuevo «otros diez centavos» y así irás viviendo del pan de la misión de cada día. Pedile una limosna de alegría, de la alegría perpetua, esa que nadie te va a poder quitar ni arruinar, pero recibida en gotas homeopáticas, recibida en una jarra de agua fresca, recibida, la alegría, como el momento de festejo en medio de la partida, porque, como dice el Papa, es parte del protocolo del buen combate espiritual, que te pares un momento a festejar cada punto de victoria, cada vez que el Evangelio dio un paso adelante en tu vida. Rogale que te de una limosna de sacrificio también, por qué no. Cuando le pedís la gracia de ser más fuertes, solés arruinarla pidiendo un espíritu de sacrificio que te queda como un vestido cuatro talles más grandes, en vez de pedir cinco centavos de espíritu de mortificación que te alcance para renunciar solo en este momento a un pequeño bien para compartirlo con otro que necesita más. Suplicale una limosna de fidelidad, la que te alcance para ser fiel aquí y ahora, y te quede un vuelto para volver a pedir otra limosna de la misma fidelidad.

Esta oración de Jesús recién bautizado es «la gracia». Fue un momento nomás, porque la respuesta tan inmediata y exuberante de las otras dos Personas de la Trinidad fue tal, que dejó atrás el gesto del Señor. Pero Lucas lo notó y lo anotó: «estando en oración», dice, y en ese gesto cabe todo. 

Lafrance tiene una «fórmula» para hacer esta oración de súplica. Es importante pedir bien. Yo a veces, cuando escucho pedir a algunos pobres, especialmente a las mujeres con un bebé en brazos que gimen y alzan la voz lastimeramente en el subte, con un tono de voz y unos argumentos que violentan mi decisión porque me remueven todos los sentimientos más básicos, siento que desearía «enseñarles a pedir de otra manera». Pero veo que eso que en la mayoría que ya las sintió causa rechazo, en otros turistas que recién llegan, los lleva a dar. Se ve que los mendigos tienen estudiada la cosa y hacen el promedio y este sistema les resulta. 

Bueno, lo mismo, pero al revés. Si a Jesús le resulta «ponerse en oración de súplica» al Espíritu y al Padre, no hay por qué pensar que no sea eso lo mejor y aquello en lo primero que lo tenemos que imitar. En vez de querer imitarlo en su Pasión, o en su capacidad de conmoverse con los pobres y enfermos, o en su dominio de sí y en su radicalidad para vivir las cosas sin mirar atrás ni dejarse desviar de su misión, todas cosas que nos resultan imposibles no solo de vivir, sino que hasta nos da miedo pedir, podemos comenzar por imitar al Señor en esta actitud suya de súplica y aprender de Él cómo pedir.

 Lafrance, decía, toma del evangelio esta súplica, esta «limosna de oración»:

 Padre, en nombre de Jesús, tu Hijo predilecto, danos tu Espíritu Santo. Una limosna de tu Espíritu, agrego yo, humildemente, como si se pudiera pedirlo así. Creo que el mismo Espíritu nos da señales de que podemos pedirlo de esta manera, como en cuotas, de a moneditas. Digo que nos da señales al dársenos repartido en siete dones y muchos tipos de «frutos»: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gal.5:22,23).

El Espíritu se comunica a cada uno dándole un carisma particular, para el bien común. Dar a cada uno un carisma es como decir que se da «por partecitas», de a gotitas, haciéndose a la medida de nuestra mano, a lo que cabe en nuestros cortos deseos y en nuestras pequeñas expectativas humanas. 

Les comparto mi traducción de la oración al Paráclito -que vendría a ser «El que siempre pasa por el lugar existencial donde le estamos mendigando algo a la vida»- , hecha con este espíritu de mendigo, de uno que desde los 17 años siempre que ve a un mendigo se acerca y mientras le da una monedita e intercambia algunas palabras de respetuoso cariño, intenta aprender algo de ese que es uno de los predilectos del Padre.

Ven, Creador Espíritu Santo, visita el alma de los tuyos y llena con las gracias de lo alto el pecho de los que Tú creaste. Tú, llamado el Paráclito (el que siempre está al lado, para darnos una mano). Tú, Don del Dios Altísimo, Fuente viva, Fuego, Caridad, Unción espiritual. Tú, que te nos das de siete maneras, Dedo Índice de la Mano del Paterna, a Ti, solemnemente prometido por el Padre…, que conviertes en Palabra nuestros gemidos: enciende de Luz los sentidos, infunde Amor en los corazones y fortalece nuestra debilidad corporal con una Virtud perpetua. Lo que más deseamos es: que repelas lejos al enemigo, de modo tal que, con tu paz y tus dones, siendo Tu nuestro Conductor en adelante, podamos evitar previamente todo lo nocivo. Que por Ti sintamos al Padre y también conozcamos al Hijo y En Ti, que de uno y otro eres el Espíritu, creamos con fe en todo momento.

Pd. El cuadro del Greco capta justo el momento: el Espíritu desciende como un rayo desde el Padre y se vierte en las gotas de Agua que Juan derrama sobre la cabeza de un Jesús que reza con las manos juntas.

Diego Fares sj

La Fidelidad sin Cables de la conexión al Espíritu Santo (3 C Adviento 2018)


La gente le preguntaba a Juan: 

– «¿Qué debemos hacer entonces?» 

El les respondía: 

– «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; 

y el que tenga alimentos, que haga lo mismo.» 

Algunos recaudadores de impuestos 

 vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: 

– «Maestro, ¿qué debemos hacer?» 

El les respondió: 

– «No cobren más de la tasa estipulada por la ley» 

A su vez, unos militares le preguntaron: 

– «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» 

Juan les respondió: 

– «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.» 

Como el pueblo estaba a la expectativa 

y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, 

él tomó la palabra y les dijo: 

– «Yo los bautizo con agua, 

pero viene uno que es más poderoso que yo, 

y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; 

él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego

Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era 

y recoger el trigo en su granero. 

Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible.» 

Y por medio de muchas otras exhortaciones, 

anunciaba al pueblo la Buena Noticia (Lucas 3, 10-18).

Contemplación

            Bautismo significa sumergir, lavar sumergiendo. Para lavarse uno se sumerge en el agua limpia y sale purificado. 

En la vida nos sumergimos en muchas cosas. 

Nos sumergimos las cosas cotidianas, en el trabajo que tenemos que hacer para ganarnos la vida, para arreglar nuestra casa… Nos sumergimos en nuestros pensamientos y sentimientos, en nuestra vida interior. O en internet… Nos sumergimos en el diálogo con otras personas, con la familia, con los amigos…

Recién nos damos cuenta de que estamos «sumergidos» cuando alguien o algo que sucede nos saca de nuestro trabajo, o de nuestros pensamientos o de nuestra conversación, y eso nos molesta. 

De hecho, no podemos sumergirnos en muchas cosas a la vez: o charlamos, o soñamos y vemos televisión o trabajamos. Las redes nos hacen sentir que podemos sumergirnos en muchas piletas y en muchos océanos simultáneamente, haciendo zapping de uno a otro. La experiencia no es fácil de discernir. No se puede decir que cuando nos sumergimos en la red, por llamarlo de alguna manera, estamos surfeando en un mundo virtual y que cuando salimos a la calle estamos caminando por el mundo real. Porque también en la calle interactuamos a través de carteles digitalizados, nos guiamos no mirando al cielo sino al GPS y un mensajito de WhatsApp puede llegarnos directo al corazón, cuando no es posible vernos personalmente con alguien que está lejos.

El punto es que el Bautismo en el Espíritu Santo no es «otra piscina» donde sumergirnos. 

A veces pensamos que la oración es apartarnos de todo para sumergirnos en Dios, pero no es así. El Agua de la piscina de Dios tiene vasos comunicantes con todas las otras: la de nuestros pensamientos, la del trabajo, la de los demás, la de la red… Cuando nos sumergimos en el Agua santa de Dios, podemos dialogar bien con todo y con todos. 

Por eso, el Bautismo en el Espíritu Santo es la realidad primera. 

El Génesis nos lo narra poéticamente: En el comienzo, «el Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gn 1, 2). El texto remite a otro muy lindo del Deuteronomio: «Como el águila que despierta su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus espaldas, el Señor solo los condujo. No hubo dioses extraños con él» (Dt 32, 11-12). Es una linda imagen del Espíritu como un Águila que lleva a sus pichones sobre sus espaldas a lo más alto para enseñarles a volar y está atenta, si descienden rápidamente, para acudir en su ayuda y volver a elevarlos a su nivel. 

Si nos zambullimos en Él, si nos dejamos llevar en sus plumas, y volamos en su santidad, en su Amor de caridad y de amistad, en su paz y armonía, podremos pasar del trabajo a la oración y al diálogo con los demás, sin dificultad. 

El bautismo en el Espíritu Santo nos permite dialogar bien con toda la realidad. Las imágenes de estar sumergidos en el mar y de volar por los cielos nos expresan que el Espíritu se convierte para nosotros en un «Medio» especial. Se hace para nosotros Agua, Aire y Fuego y -podríamos decir hoy- se hace Wi-Fi. 

Es esta una sigla hermosa que significa Wireless Fidelity -Fidelidad inalámbrica-. Y al igual que la conexión de Wi Fi que se hace sin cables, por «frecuencia de radio», la conexión espiritual entre todas las realidades tiene también sus «protocolos». Protocolos para funcionar bien y para evitar «vulnerabilidades». El Papa dice que el protocolo son las bienaventuranzas y Mateo 25, que nos ponen en la actitud justa para actuar bajo la influencia del Espíritu y al estilo de Jesús.

El ponernos dentro del alcance del Espíritu, en su radio de acción y de influencia, nos conecta con la realidad a nivel de su vibración más profunda. San Pablo nos habla de un «sonido profundo» de un «gemido» que emite toda la creación (Rm 8, 22) y también nos dice que «no sabemos rezar, pero que el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad e «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26).

Se trata, pues de conectanos con estos dos gemidos profundos, el de cada creatura, cuyo gemido y suspiro es el de un parto y de un anhelo de redención, y el Suspiro del Espíritu que es un gemido inefable de «intercesión». El Espíritu intercede ante el Padre en nuestro favor, nos comprende profundamente y nos permite comprender a los demás, a todas las creaturas. 

San Francisco de Asís es el ejemplo más puro del que vive en esta «Frecuencia» que lo hermana con todas las creaturas. Laudato Si’ – ¡Alabado Seas, mi Señor! -. 

Nos puede hacer bien en este momento alabar con Francisco, rezando el Cantico de las creaturas:

Altísimo y omnipotente buen Señor, 
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, te convienen 
y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas, 
especialmente en el hermano sol, 
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor, 
de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas, 
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento 
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo, 
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor por la hermana Agua,
la cual es muy humilde, preciosa y casta.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche, 
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, 
la cual nos sostiene y gobierna 
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, 
y sufren enfermedad y tribulación; 
bienaventurados los que las sufran en paz, 
porque de ti, Altísimo, coronados serán.

Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, 
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
Ay de aquellos que mueran en pecado mortal.
Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima voluntad 
porque la muerte segunda no les hará mal.

Alaben y bendigan a mi Señor 
y denle gracias y sírvanle con gran humildad…

Esta frecuencia de onda espiritual es la que hace que una Madre Teresa «escuche» la sed de Cristo gimiendo en ese mendigo que le susurró «tengo sed».

Escuchar este gemido es lo que le despierta a San Alberto Hurtado «el sentido del pobre». Ese que no es un «sexto sentido» sino el «sentido primero» el sentido básico de la irradiación del Espíritu de Cristo en cada cosa redimida por su Sangre. A Hurtado este sentido le permite reconocer en cada pobre a Cristo, especialmente en los pobres más desagradables y «distintos». Somos pobres y el pobre es Cristo.

Este sentido es el que hacía percibir a Teresita, en todas las situaciones desagradables – en sus propios defectos y susceptibilidades, en las pequeñas bajezas de la vida común -, la sonrisa del Padre en cuyas manos se confiaba. 

A Ignacio, la Voz del Espíritu, además de hacerlo ver a Dios en todas las cosas, le había desarrollado el discernimiento espiritual, eso que le permitía «oler» al mal espíritu para poder rechazarlo instintivamente aún antes de comprenderlo con el pensamiento. Y también le hacía «sentir y gustar» las cosas de Dios al leer su Palabra o rezar los salmos.

Meditaba también en los reclamos actuales de tantas mujeres en nuestro país, que hacen oír su voz colectivamente, en marchas y con denuncias. Más allá de las denuncias puntuales, que se dirimen en la justicia, y de las ideas que cada uno defiende, que se deben confrontar, yo trato de hacer mucho silencio para escuchar otros sonidos que vienen de muy adentro. Hay un miedo que ha acallado la voz de las mujeres no por mucho tiempo sino quizás desde siempre. Simple miedo al más fuerte. Hoy, la amplificación de la voz a través de los medios, empareja a los más fuertes con los más débiles. La voz, si no se impone la presencia física, tiene un tipo de fuerza distinto, muy especial. Vieron que la fuerza del que habla no le viene solo de alzar la voz o solo de argumentar lógicamente sino de la relación entre ambas cosas? Entre el contenido de lo que dice y el tono con que lo dice? Hablando nos emparejamos como personas. Y es un avance de la humanidad el que cada uno pueda hablar -especialmente los más débiles física y estructuralmente- y lo podamos escuchar todos los demás. La palabra vence al miedo. A este paso adelante estamos asistiendo, más allá de los «temas» que se discuten. Creo yo.

Sumergirnos en el Espíritu, dejarnos conducir sobre sus alas (y cuando bajamos de nivel, pedirle gimiendo que venga en nuestra ayuda y nos eleve y nos vuelva a hacer volar con altura), nos permite escuchar a cada persona con atención profunda, esa que capta sus gemidos más hondos en alguna queja, que sabe percibir sus expectativas y deseos reales en alguna mirada. 

El Bautismo en el Espíritu nos permite escuchar a cada cosa que requiere nuestra atención y -lo que es importante, a darle a cada cosa el tiempo necesario, sin ansiedad ni descuido.

El Bautismo renovado en el Espíritu -basta una simple señal de la cruz bien hecha que nos envuelva todo nuestro ser- nos permite escuchar cada sentimiento que surge en nuestro corazón y comprender el mensaje que tiene para darnos.

El Bautismo en el Espíritu Santo no nos aparta de nada ni de nadie, sino que evita que estemos ahogados y desbordados por lo que nos pasa. 

El Bautismo en el Espíritu Santo nos hace libres y ordena nuestra vida por el camino del Plan de Dios, que todo lo hace para el bien de los que lo aman.

Como un mendigo con su jarrito sentado en un rincón, le pedimos a los santos y a las santas, a nuestra Señora y también a Jesús, que se sienten a nuestro lado a pedir la limosna del Espíritu, que nuestro Dios, como todo buen Padre, no niega a ninguno de sus hijos. Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más vuestro Padre del Cielo les dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan.

Pedimos al Padre diciendo: Padre nuestro, en el Nombre de Jesús, tu Hijo predilecto, danos tu Espíritu Santo.

Pedimos al Espíritu: Espíritu Santo, comunica a nuestro pobre corazón humano, el amor con que se ama a las tres Personas de la Trinidad.

Pedimos a Jesús: Señor Jesús, muéstranos al Padre y danos tu Espíritu.

Pedimos a nuestra Madre la Iglesia: renueva en nosotros la gracia del Bautismo, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Diego Fares sj

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre adoptivo. Jesús es uno de nosotros, el Hijo del hombre, parte de la humanidad. Pero no es nuestro, de ninguna carne ni cultura: lo tenemos que adoptar (1 B cuaresma 2018)

 

Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.

Apenas surgió del agua, vio rasgarse los cielos

y al Espíritu descendiendo hacia Él en forma de paloma.

Y una voz vino de los cielos:

‘Tu eres mi Hijo amado, en ti me complazco«.

Y ahí nomás el Espíritu lo sacó al desierto.

Y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás;

y estaba entre los animales, y los ángeles lo servían.

Después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea

predicando el Evangelio de Dios, y decía:

«Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios.

Conviértanse y crean en el Evangelio»  (Mc 1, 12-15).

 

Contemplación

Al elegir la palabra que el Padre le dirige a su Hijo recién bautizado – «En Ti me complazco»- me vino la imagen de San José.

Encontré muchas estampitas de San José con el Niño, aunque ninguna lo expresa tal cual cómo me lo imagino, tantas veces complacido en Jesús: sonriente, contemplando a su hijo recién nacido; embobado, viendo jugar a su hijo niño; orgulloso, viendo a su hijo ayudarlo en medio del trabajo, hecho todo un joven. Cuánto debió complacerse San José durante su vida viendo crecer a Jesús en estatura, en sabiduría y en gracia, delante de Dios y de la gente!

Es linda esta imagen en que José mira al Niño que trabaja concentrado, con sus manitos tiernas que se irán haciendo ásperas en contacto con la madera, pasando la escofina.

Y pensaba que es actitud de padre esta de complacerse en los hijos. En cada hijo, cada uno con sus cosas. Con su habilidad particular y con su límite.

Cada hijo es distinto y los padres saben encontrar de qué complacerse en cada uno.

Se trata de una complacencia realista: que sabe ver algo -lo mejor- de cada hijo. Cosas que los mismos hijos a veces no vemos, quizás porque nos comparamos con otro hermano, pero que vamos descubriendo con el tiempo… La mirada incondicional de nuestros padre no es la única mirada desde la que uno se mira en la vida, pero es la del más amor auténtico. No porque no tenga fallas sino porque el amor de nuestros padres es capaz de ir superando sus propios límites, prejuicios y expectativas. Es verdad que los padres se proyectan en sus hijos y que a  veces se complacen de más en alguna virtud más llamativa o se lamentan demasiado al ver algo distinto, algo que no comprenden. Pero con todos los límites, la búsqueda siempre renovada de complacerse en lo más auténtico de los hijos, en lo que los hace ser, crecer y luchar por seguir su propio camino, es lo propio de los padres. Se expresa a veces en forma positiva, de aliento y de alabanza. Pero también en forma negativa, de disgusto y hasta de reproche amargo.

Es que también ellos, los padres, se tienen que ir «haciendo padres» en este diálogo.

Hacerse padre es ser capaz de ir modificando la propia complacencia, para que no sea «autocomplacencia» sino un verdadero «alegrarse en el otro».

Es una lucha esto de complacerse en el otro, una lucha entre los propios sueños y la realidad de los hijos. Un padre, en el secreto de su corazón, nunca renuncia a sus sueños sobre sus hijos. Y tampoco renuncia nunca a aceptar a sus hijos tal como son.

…….

Estas cosas salieron pensando en San José. Porque cuando uno lee que el Padre «se complace en su Hijo amado», piensa en una complacencia perfecta con el Hijo perfecto. Y cuando miramos a Jesús en su relación con el Padre, también es perfecta la imagen: la del Hijo que hace todo lo que le agrada al Padre, que cumple su voluntad y no la propia.

Pero mirando la paternidad de José salen otras cosas. Menos perfectas, diría, aunque no menos llenas de gozo.

Digo esto porque el ejercicio de la cuaresma puede ir por el lado fundamental de aprender a «complacernos en Jesús». Y como la complacencia del Padre de los Cielos puede resultar demasiado perfecta, mirar atentamente la complacencia de San José puede resultarnos algo más cercano y posible de practicar.

Pensaba que nos puede hacer bien la complacencia de San José en cuanto padre adoptivo que complementa la complacencia de María, Madre de Dios. En el sentido de no ser «posesivos» con Jesús, como si sólo fuera hijo único de la madre Iglesia jerárquica romana. Los evangelios dan testimonio de cómo nuestra Señora tuvo que recorrer un exigente camino de discipulado en el que San José le habrá ayudado a moderar sus ansiedades maternas aceptando que su Hijo tenía que estar en las cosas del Padre, que son las de todos los pueblos.

El amor de José por Jesús, como rezamos en el «mes de San José», es un amor en el que, de entrada, se da la lucha entre lo que le quiere dar a su hijo y lo que la realidad le permite. San José se tendrá que complacer en su hijito nacido en un pesebre.

Pero antes de esto, su paternidad ya comenzó con un despojo total: el de aprender a alegrarse (lo aprendió de la alegría de María) con un hijo que no era suyo.

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre adoptivo. Y esto ya es el Molde para aprender cómo debemos complacernos los hombres en Jesús. Él es el Hijo del hombre, es uno de nosotros, parte de la humanidad. Pero no es nuestro. Lo tenemos que adoptar. No viene de la carne ni de la sangre, ni de ninguna cultura.

Toda cultura debe adoptar a Jesús! Lo cual significa que no es más nuestro que de los otros. No es más de los cristianos que de los judíos, ni más de Europa que de Latinoamérica ni de lo que será el Jesús de los chinos.

Ir aprendiendo a complacernos como sabe complacerse un padre adoptivo, que es más padre que nadie porque no se complace en verse a sí mismo en su hijo sino que se complace en que ese hijo sea él mismo y se enorgullece de poder darle un padre.

Hay una igualdad en la adopción -porque el hijo adoptivo también tiene que adoptar a sus padres- que es puerta abierta al misterio del amor de Dios.

San José nos enseña a complacernos en Jesús como se complace un padre pobre en su hijo. El segundo despojo de San José fue, como decíamos, el del pesebre. No le pudo dar lo mejor que tenía a su hijito.

Los padres se complacen en comprar la cuna, la ropita, los juguetes… Y me viene la imagen de toda la liturgia que la Iglesia, como buena madre, ha ido «comprando» para alabar a Jesús. Es algo muy bueno y muy de familia. Pero hoy más que nunca se nota que el apego a estas cosas tiene mucho de autocomplacencia. Aquí en Europa las Iglesias de paredes pintadas, como yo les llamo, se parecen a esos cuartos de los niños que quedan igual a como estaban una vez que los hijos ya se fueron.

San José nos enseña a complacernos con un Jesús en pañalitos, un Jesús cuya riqueza son los brazos de sus padres, sus besos y caricias… Por supuesto que enseguida nomás comenzaron a caer los pastorcitos trayendo sus regalos y luego los reyes. Cada cultura adorna a Jesús con sus cosas y sus costumbres. Pero tenemos que aprender a complacernos en Jesús puro Jesús. Con todas sus cosas y también despojado de todas ellas.

San José es maestro en conjugar la pena de la circuncisión con la alegría del Nombre de Jesús, las incomodidades y peligros del destierro con la felicidad de la casita propia en Nazaret, la aflicción profunda de perder a su hijo con la consolación suavísima al encontrarlo en el Templo…

Nuestro pueblo fiel, en su religiosidad popular, sabe mucho de esto. Se complace en vestir y adornar al Señor, a su Madre y a los santos, con sus flores, sus exvotos, sus vestidos y coronas …, con todo lo mejor que tiene. Si uno se fija bien, la gente adorna más las imágenes que el templo. Al menos en nuestros barrios del gran Buenos Aires, los templos se quedan más bien humildes, pero las imágenes salen a la procesión vestida la Virgen como una reina y llenas de flores las andas del Señor. Siempre recuerdo cuando nos robaron la Cruz del Señor de los Milagros de Mailín unos días antes de la Fiesta: aunque pusimos otra y la fiesta se hizo, la orfandad se sintió muy fuerte.

En la mística popular le complacencia puesta en las imágenes gloriosas del Señor, de la Virgen y los santos, ricamente adornados en medio de un contexto de sobriedad y más bien de pobreza en lo demás es, como decía, una puerta abierta -la puerta estrecha- a esta espiritualidad de «complacerse en Jesús gloriosamente pobre y humilde».

Nos quedamos con estas dos imágenes: la de San José que se complace en Jesús como un padre adoptivo se complace en su hijo y la de San José que se complace en Jesús puro Jesús, como se complace un padre pobre en su hijo, sin adornos o con todos los adornos, ya que siempre se centra en su persona misma.

Pedimos al Espíritu la gracia de la cuaresma, que es gracia bautismal: gracia de «bautizarnos» y sumergirnos en la complacencia en Jesús».

Complacencia perfecta, como la del Padre.

Complacencia perfecta-imperfecta como la de San José.

Al ejercitarnos en complacernos en Jesús, nuestro hijo adoptivo, nuestro hijo despojado y adornado, podemos sentir y gustar cómo es que se complace el Padre en nosotros.

También nosotros no somos más que hijos adoptivos. También nosotros somos hijos pobres de toda pobreza a los que nuestro Padre no nos puede dar todo lo que quisiera por las circunstancias duras de la vida. Nuestro Padre se complace en nosotros así como estamos y somos, más allá de lo que nos puede dar!

Complacernos en Jesús será nuestro Ejercicio de cuaresma.

Le sumo algunas complacencias evangélicas para adornar el sentimiento.

Complacernos quiere decir que nos caiga bien todo lo que Jesús hace, siguiendo lo que aconseja nuestra Señora en Caná. Porque para poder hacer todo lo que nos diga, primero nos tiene que caer bien Él, y así luego, nos caerá bien lo que nos manda hacer. Pablo dice que al Padre le agradó hacer habitar en Jesús toda plenitud y que fuera Él el que reconciliara a todas las cosas en sí, pacificándolas con la sangre de su Cruz (Col 1, 19-20).

Complacernos es sentirnos orgullosos de Jesús -y de sus amigos y de su iglesia y de su pueblo-: aprobar lo que son y lo que dicen y hacen y cómo lo hacen. Pablo dice que a Dios le ha agradado salvarnos por la locura de la predicación (1 Cor 1, 21).

Complacernos es sentirnos contentos con Jesús y que nos agrade todo Él y todo lo suyo: sus sacramentos, su evangelio, sus parábolas, sus mandatos y consejos, su estilo, sus opciones por los pobres, su gusto por estar con los pequeños… Lucas le dice a los pequeños, al pequeño rebaño del pueblo fiel de Dios: «no teman, porque el Padre se ha complacido en darles el Reino a ustedes» (Lc 12, 32).

Complacernos en Jesús es complacernos en lo que le complace a Él, y esto es: que conozcamos al Padre! Un Padre a quien no le agradan los sacrificios sino la misericordia (Hb 10, 6), que se complace en sus pequeñitos, a quien no le gusta que ninguno se pierda, que viste a los lirios del campo y le da de comer a los pajaritos (ninguna cae sin que Él «esté»), que está siempre esperando a los pródigos y haciendo fiestas a las que quiere que todos vayamos y se enorgullece cuando colaboramos en la cosecha de su viña.

Cómo no complacernos en gente como ellos!

Diego Fares sj