El Señor no se cansa de darnos la paz. Los criterios de discernimiento que brotan de la alegría de Jesús resucitado (2 B Pascua 2018)

La imagen del Señor resucitado nos muestra una resurrección que se le sale por los dorados del mosaico: brilla en las llagas, en el vestido y el manto, en los cabellos y la barba, y más que nada, en el espacio que lo circunda y en la herida de su Costado abierto, en la llaga de su Corazón.

“Siendo tarde aquel día, el primero después del Sábado, Y estando las puertas cerradas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con ustedes». Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado.

Se alegraronentonces los discípulos viendo al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con ustedes. Como el Padre me envió, también yo los envío.» Y cuando dijo esto, sopló sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos.»

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían:

  • «Hemos visto al Señor.»

Pero él les contestó:

  • «Si no veo en sus manos la señal de los clavosy no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.»

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Vino Jesús estando las puertas cerradas, y se presentó en medio de ellos y dijo:

  • «La paz con ustedes.» Luego dice a Tomás:
  • «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo sino fiel.»

Tomás le contestó:

  • «Señor mío y Dios mío. »

Le dice Jesús:

  • «Porque me has visto has creído. Felices los que no vieron y creyeron.»
  • Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre» (Jn 20, 19-29).

 

Contemplación

 

El Anuncio de la Resurrección requiere discernimiento. Hemos visto cómo las discípulas tuvieron que discernir que ese miedo que se apoderaba de ellas y las hacía callar el Anuncio, era del mal espíritu. Hoy los discípulos tienen que discernir la Paz que el Señor les da repetidas veces y la alegría que sienten al ver al Señor resucitado..

En qué sentido digo discernir? En el sentido de que no toda paz y toda alegría son lo mismo. La Paz de Jesús es algo totalmente especial. El Señor ya les había dicho que su paz no era como la que da del mundo. Y lo mismo podemos decir de la alegría: el Señor les había prometido una alegría que nadie les podría quitar. Hay que discernir, por tanto, entre paz mundana y Paz de Jesús, entre alegría que nos pueden quitar y Alegría que nadie nos puede robar.

Este fue el primer discernimiento que hizo Ignacio, el que «hizo que se le abrieran los ojos» cuando discirnió que la Alegría que experimentaba al leer el Evangelio y la vida de Cristo «duraba» después que había cerrado el libro. En cambio la alegría que le daban los libros de aventuras se esfumaba al terminar de leer. Más aún, la Alegría del Evangelio le daba deseos de ir a Anunciar el Evangelio a todos. Era una alegría misionera. La otra en cambio era una experiencia sólo suya (aunque uno cuente que le gustó una serie o una película no es que ande empujando a todos a que la vean. Cada uno tiene sus gustos).

 

Discernir la Alegría, discernir la Paz.

Con la Alegría de ver al Señor Resucitado a los discípulos les pasará una cosa que parece extraña y sin embargo es muy común. Uno de los evangelistas dirá después que «de la alegría que sentían no podían creer». A mucha gente le pasa en Ejercicios que cuando tienen una consolación grande y sienten algo que nunca habían sentido, primero gozan de esa experiencia única que los hace sentir amados por Dios y creer en Jesús, pero luego les vienen dudas. Será verdad algo tan especial? Y surgen los miedos: qué me irá a pedir Dios ahora?

Qué y cómo hay que discernir? Hay que discernir la Paz y la Alegría y hay que hacerlo volviendo a leer estos Evangelios de la Resurrección en los que se contienen todos los criterios de discernimiento que el Espíritu nos va revelando en la medida en que lo necesitamos cada vez.

Una clave que encontramos en este evangelio está en el hecho -significativo- de que Jesús les de la Paz tres veces. Es como si cada vez que se presenta y también durante su Visita, el Señor tuviera que darles de nuevo el don de su Paz.

Qué quiere decir esto? Entre otras cosas, significa que no tenemos que «dejarnos llevar» por el fluir de los sentimientos.

Nuestros sentimientos tienen su secuencia natural, distinta en cada uno, de acuerdo a su historia y a sus experiencias de vida. Recuerdo un comensal del Hogar al que la alegría que sintió cuando le dimos a soplar la velita en el festejo de los cumpleaños le trajo el recuerdo de que nunca le habían festejado uno. No tenía memoria de festejos de cumpleaños. Y la alegría presente se le mezclaba con la pena honda del pasado. Por eso digo que hay que discernir bien la Alegría del Señor Resucitado y separarla de las nuestras.

En los Ejercicios Ignacio hace pedir: «gracia para alegrarme y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» (EE 241). Es decir: pedimos la gracia de alegrarnos y gozar «por Otro«.

Humanamente todos tenemos experiencia de estas alegrías gratuitas, enteramente centradas en la alegría del otro. Es la alegría de los padres que ven que se recibe o se casa su hijo, es la alegría del amigo que ve premiado a su amigo. Cuando uno se alegra por la alegría de alguien amado, si surge algún sentimiento de autorreferencia, de comparación, de celos o de tristeza, rápidamente se disciernen como del mal espíritu y uno vuelve a concentrarse en gozar con el gozo del otro y alimentar ese sentimiento nos confirma en el bien.

Cuando uno se concentra en la alegría del otro, esa alegría es pura. Por que? Por que  uno se alegra de que el corazón del otro se dilate por el bien que recibe y eso nos hace comprender dos cosas: una, que el bien es difusivo de sí, el amor se irradia como irradia su luz y su calor el sol; la otra, que la medida para gozar y recibir un bien es única en cada uno. No puedo gozar como goza el otro. Si quiero alegrarme me debo dejar inundar por el mismo bien que dilata el corazón del otro y dejar que dilate el mío y me de su medida teniendo en cuenta la mía.

Este es el discernimiento base con respecto a la alegría. Podríamos decir así: es tentación (mala y mentirosa) entristecerse por la alegría de otro. Es tentación ese pensamiento que puede surgir y que dice: por qué yo no puedo alegrarme como el otro, como se alegraba Ignacio o como se alegró María Magdalena o los discípulos al ver a Jesús? La tentación quiere hacerme «sacar la mirada» de la gloria y gozo del Señor resucitado, de la alegría que sienten los discípulos y los santos, para que, en vez de dejar que me contagien y me incluyan, me mire a mi mismo, mire mis límites y siga el curso acostumbrado de mis sentimientos.

La Alegría del Evangelio es contagiosa, se irradia, es esencialmente misionera, se transmite íntegra de corazón a corazón por el kerigma, por la fuerza con la que un santo expresa que Jesús ha resucitado y le ha cambiado la vida. Por eso el punto es «no sacar la mirada» de la Alegría del Otro.

Y aquí viene de nuevo lo de la Paz. El Señor, cuando ve que su presencia produce estos movimientos de autorreferencia, vuelve a darles la Paz.

Esta segunda Paz viene a decir: estate en paz con tu alegría.

La primera paz ahuyenta el miedo. La segunda paz nos reconcilia con la alegría.

Tan importante como vencer el miedo es, en un segundo momento, dejar que se establezca -que reine- la alegría. La alegría hay que dejarla que dure, que se expanda todo lo posible, inundando de luz todos los rincones del alma, sanando las heridas que produjeron las alegrías a medias, esas que la vida «nos dio y nos quitó» y que dejaron marcas de desilusión.

El Señor establece el Reino de su alegría asegurando que «nada ni nadie nos la pueda quitar». Pero fijémonos que esta «inrobabilidad» de la alegría no es algo nuestro. Lo que no nos pueden robar es el hecho de que el Señor nos la vuelva a dar una y otra vez, incansablemente. El Señor no se cansa de darnos la paz.

Es decir: no se trata de una alegría que se nos de «en posesión», como si fuera cosa nuestra. Esto no tiene sentido, porque se trata de Su Alegría, de la Alegría que Jesús experimenta en su Carne resucitada, amando al Padre no solo como Espíritu sino como Dios-hombre, como Palabra encarnada. Nadie nos puede robar esto que sentimos cuando Jesús se nos acerca lleno de Alegría, cuando se hace presente en medio nuestro, cuando nos parte el Pan o nos explica las Escrituras, cuando nos perdona los pecados y cuando nos sopla su Espíritu para que vayamos a dar la paz y el perdón a todos los pueblos y naciones. Esta es la alegría misionera que nadie nos puede quitar. Y tenemos que discernirla de las alegrías «nuestras», esas que van y vienen de acuerdo a cómo es cada uno.

Ponernos en paz con su Alegría, ese es el oficio de Jesús resucitado. Ignacio lo llama «consolar como un amigo consuela a otro amigo». Consolar es quitar el miedo y establecer la alegría, haciendo que reine, que juzgue sobre cada cosa, que legisle y que imprima el tono con que deben hacerse las cosas.

En este sentido podemos decir que todo el magisterio del Papa Francisco consiste en compartirnos los criterios de discernimiento que brotan de la Alegría.

En Evangelii gaudium, Francisco nos enseña que la alegría del Evangelio es una alegría misionera, que si no la dejamos salir, se nos convierte en algo extraño: la Iglesia que no sale a anunciar la alegría del evangelio y se dedica a querer custodiarla dentro de sí, se vuelve rígida, intemperante, se endurece en su verdad y se le agría el corazón. No tiene sentido querer «custodiar» y defender una alegría que el Señor nos dio y nos tiene que dar de nuevo, como la Eucaristía, cada día!

En Amoris Laetitia, Francisco nos enseña que la alegría del amor familiar es la de un amor que abraza toda la vida de las personas, un amor cuya lógica es la de «reintegrar» y no la de «marginar» (AL 294). En esta exhortación a las familias el Papa Francisco y los dos Sínodos hicieron entrar el discernimiento como trabajo del que ningún cristiano puede excusarse. Nadie puede sustituir mi conciencia y mi responsabilidad personal. Ese discernimiento toma a cada familia concreta -«no existen familias perfectas»- como está, y la acompaña en su camino hacia adelante: hacia el logro de un mayor abrazo de todos sus miembros, especialmente de los niños y ancianos. La iglesia saca la mirada de la lógica abstracta del «esto se puede, esto no se puede» e invita a las familias a poner la mirada en la lógica del amor: un amor que usa los criterios de la misericordia para con los pecados, los criterios de la esperanza para apuntar siempre a una mayor perfección y los criterios de la concretez, para el paso adelante que cada uno puede dar hoy para crecer en ese amor.

En la Encíclica Laudato sii, Francisco nos invita a hacer un discernimiento ampliado: nos hace ver que la alegría es personal, social y ecológica a la vez. No hay alegrías privatizadas: la alegría verdadera, hoy más que nunca, debe abrirse a abarcar todas las dimensiones del ser humano y del planeta.

Y ahora, como anunció hace dos días, Francisco nos compartirá una nueva exhortación apostólica sobre la santidad en el mundo actual. Se llama «Alégrense y exulten» y del título mismo se ve cómo se afianza este discernimiento de y por la alegría en el que Francisco insiste en este momento histórico de gracia que nos toca vivir.

 

Diego Fares sj

 

La Alegría del amor o todas las familias son sagradas (B 2017)

José y María subieron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, un hombre que vivía esperando la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. Conducido por el Espíritu Santo, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste para todos los pueblos: Este es la luz que viene para iluminar a las naciones paganas y la gloria de tu pueblo Israel.»  Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño hará que se revelen los pensamientos de fondo de muchos corazones. A ti una espada te traspasará el alma.»  Había también allí una profetisa llamada Ana, que era viuda y tenía ochenta y cuatro años. Vivía en el Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Llegando a aquella misma hora se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él (Lc 2, 22-40).

Contemplación

Suele pasar, cuando nace un niño en la familia, que la alegría de las abuelas es más expansiva que la de los papás. Los jóvenes padres vienen de pasar las angustias y los dolores del parto. Su alegría es honda, pero el agotamiento los hace hablar menos. Eso sí, gozan mirando cómo los abuelos toman en brazos al recién nacido y lo llenan de sonrisas y palabras de cariño y lo muestran y hablan hasta por los codos.

Algo así es lo que Lucas quiere decir cuando cuenta que: “Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él”. Los ancianos Simeón y Ana tomaban al Niño en brazos, lo alzaban en alto alabando a Dios, se lo mostraban a todos y llenos de alegría, profetizaban lo que sería de él. Felices, daban testimonio de que su vida ahora estaba plena y que se habían cumplido todas sus esperanzas. Ellos gozaban ya de las cosas que Jesús haría en el futuro. La esperanza les había ensanchado de tal manera el corazón que les permitía abrazar en la fe a todos los pueblos y ver claramente cómo ese Niño iluminaría a todos los hombres y provocaría un discernimiento en cada corazón: sería necesario optar. O por él o en su contra. Nadie podría permanecer neutral o indiferente ante el testimonio que Jesús daría.

De toda la efusividad que respira el texto de Lucas, me detengo a contemplar la alegría que desata el Niño Jesús.

El la genera y la concentra.

Es una alegría que tiene necesidad de abuelos que la expliciten y se la cuenten a todos. Incluso a sus mismos padres que, admirados, absorben cada palabra  y van aprendiendo a conocer al Jesús que les cuentan los demás.

Esta dinámica, de aprender a alegrarse viendo lo propio con los ojos ajenos, comenzó para José y María la Nochebuena, con la llegada de los pastores, que contaban llenos de entusiasmo las cosas que el ángel les había anunciado y miraban y remiraban al Niño acostado en el pesebre: ese era el signo, esa era la señal. Siguió con la llegada de los reyes magos…, y ahora con los ancianos Ana y Simeón.

Para María había comenzado antes, con el saludo de su prima Isabel, en la que Juan Bautista había saltado de alegría en su seno. Toda su vida sería así: un alegrarse con lo que la gente sencilla le contaba que había hecho su Hijo. A los que hablaban mal, no les prestaría oídos, no dejaría que la adrenalina del mal, que sube del hígado y conmueve el corazón, se le subiera a la cabeza, le afectara su inmaculada fe. No faltarían, por supuesto, los momentos oscuros y amargos. Como le profetizó Simeón, una espada le abriría el alma y le partiría en dos el corazón. Pero eso formaba parte también de la alegría, ya que la alegría que generaba y genera su Hijo no es una media alegría, no es solo la cara soleada de la vida, siempre amenazada por la cara sombría de la oscuridad. La alegría que trae su Hijo al mundo es esa que nada ni nadie nos podrá quitar. Es una alegría entera: por todo lo que pasa: por las buenas y las malas, por la salud y la enfermedad, por la vida, larga o breve.

La de Jesús no es una alegría por algo bueno. No es por algo sino por Él. Alegría por Alguien que vino para quedarse, que vino a acompañar, todos los días, hasta el fin del mundo, a nuestra humanidad. Alegrarse de tanto gozo y gloria de Jesús Resucitado, dice Ignacio en los Ejercicios. Y es un alegrarse por el Resucitado que recién nace, por el Resucitado niño presentado en el Templo y por el Resucitado preadolescente que allí se perdió; por el Resucitado hombre que llama a seguirlo, por el Resucitado que nos atrae, alzado en alto en una Cruz y por el Resucitado que nos sale al encuentro diciendo que son felices -como Simeón y Ana- si creemos sin ver.

De la alegría de la Sagrada Familia, esa alegría íntima de José y María con el Niño en brazos, que mientras suben al Templo, se va irradiando como un solcito que ilumina y hace arder a los corazones de gente como Simeón y Ana y, a través de ellos se extiende a todos los demás, pasamos a meditar acerca de la alegría en nuestra familia, en medio del mundo actual.

Es la “Amoris laetitia”, de la que habla el Papa Francisco: la alegría del amor en la familia que es júbilo para toda la Iglesia.

Antes de seguir, ponemos una tarea: releer Amoris Laetitia puede ser una linda “tarea para las vacaciones”.

Para ayudar a releerla la situamos en el marco amplio de los últimos 50 años, en los que la preocupación pastoral de la Iglesia por llegar a las familias, ha sido una constante.

El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes al tratar “los problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano” comienza hablando de la familia.

La perspectiva era realzar “La dignidad del matrimonio y la familia”, frente a un mundo que había comenzado a cuestionar su valor absoluto, proponiendo otras formas de relación.

En el 68 Pablo VI saca la Encíclica sobre “Humanae vitae”. Allí el Papa miraba a la familia desde la perspectiva de “El gravísimo deber de transmitir la vida humana”.

Se enfrentaba el problema del control de la natalidad, instrumentalizado por los estados. La posibilidad de “controlar” la fecundidad fue objeto de discusión biológica, médica, política… y por supuesto, religiosa.

De alguna manera el ámbito íntimo de la familia -la conciencia del esposo y de la esposa, su diálogo personal -diálogo que tiene sus tiempos, que se hace día a día, en medio de la vida y del trabajo, del cuidado de los hijos y de la marcha de la casa, y que se retoma en tiempos fuertes-, su maduración única y distinta en cada caso…, todo ese mundo familiar, se vio sometido a ideas y productos nuevos que les llegaron y les siguen llegando bajo la forma de una avalancha de cuestiones discutidas.

Discuten sobre la familia los biólogos, los médicos, los políticos, los sociólogos, los curas… Y todo a través de los medios  de comunicación y de los movimientos sociales.

En el ojo del huracán, las familias tienen que decidir a mil por hora si se juntan, se casan, se divorcian o se juntan de nuevo; si tienen un hijo o dos o más, si engendran con fecundación asistida, congelan óvulos, adoptan un vientre o abortan un hijo con malformaciones genéticas; si usan tal o cual píldora, preservativo o método llamado natural… y todo esto sin hablar de que ya desde adolescentes se les plantea qué género quieren elegir y si serán hetero, homo, o transexuales.

En medio de esta agitación en la que cada familia viene viviendo, el Papa Francisco, realizó “uno de los hechos más significativos de su pontificado” – al decir de muchos analistas-: convocó a una Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos para tratar “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización” (5-19 octubre de 2014).

Una convocación de este carácter (un pequeño Concilio, podemos decir), que tiene solo dos antecedentes, se hace cuando un asunto hace al bien de la Iglesia universal y requiere “una resolución rápida”.

Luego vino un segundo Sínodo sobre la familia. Fue ordinario y con los aportes  del extraordinario, trató el tema de la familia desde la perspectiva de su misterio y vocación.

Al finalizar, el Papa escribió su Exhortación apostólica “Amoris Laetitia”.

El tema de la “alegría del amor” lo había mencionado San Juan Pablo II en Familiaris consortio (1980) al hablar de la “irradiación de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza” mediante las cuales las familias son testigos del amor de Cristo, de las virtudes del reino que están presentes y son reales en esta vida y de la vida bienaventurada (FC 52).

Qué nos quiere decir el Espíritu con todo esto? Yo lo expreso así: con Amoris Laetitia estamos en presencia de un regalo del Espíritu a las familias.

Es un regalo bien envueltito que cada familia debe ver cómo lo desenvuelve y se lo goza.

Es un regalo que comenzó a prepararse hace 50 años y que se vio envuelto -empaquetado- en todo tipo de peleas, discusiones, recomendaciones severas, teorizaciones abstractas de todo tipo…

Un regalo que el Papa Francisco tuvo el coraje de poner sobre la mesa en medio de dos sínodos de Obispos y, luego de escucharlos atentamente y ver cómo revivían en los diálogos todas las discusiones de estos 50 años, tuvo el coraje redoblado de desempaquetar todo, sacando lo que no era esencial y devolvernos el regalo de lo que el Espíritu viene queriendo decir a las familias desde hace 50 años.

Y qué es lo que nos quiere decir el Espíritu?

Ante todo y simplemente: “una buena noticia”.

Que “La alegría del amor que se vive en cada familia es también el júbilo de la Iglesia”. Que a pesar de todas las crisis, “el deseo de familia sigue vivo, en especial entre los jóvenes, y que esto motiva a la Iglesia” (AL 1).

Contra todas las pálidas -bajo forma de que no vale la pena la familia o de que es algo tan puro que es imposible de alcanzar y por tanto se vive siempre bajo la sombra de la culpa- Francisco nos regala esa buena noticia.

La tarea es animarse a “leer una buena noticia”: de punta a punta, palabra por palabra y capítulo por capítulo.

No todo el mundo es capaz de soportar noticias tan buenas que le toquen en su intimidad más íntima: en su casa, en su mesa y en su lecho conyugal.

Pero ese es el desafío: Francisco nos habla largo y tendido de la alegría del amor que experimentamos en familia y se dedica corajudamente a defender esta alegría contra toda mala onda, a alentarla en sus más mínimos pasos y en sus decisiones más valientes. Le pone palabras de reconocimiento a todo lo que es positivo y palabras de infinito respeto, ternura y misericordia, a todo lo que es dolor, herida, angustia y pecado.

Esto quiero decir con lo de que Amoris Laetitia es un regalo: que la perspectiva desde la que habla el Papa es la de la alegría. No la alegría en abstracto, no la alegría destilada de los puros, no la alegría en dosis del mundo. Es la alegría de la familia, de todas las familias reales, las no perfectas, las que luchan por su amor y tratan de sacar adelante a sus hijos y se hacen cargo de los viejos. El Papa empieza, sigue y termina por esta alegría. No la empieza con el dedo en alto del deber ni con el dedo señalador de la acusación. No se mete a hurgar en las llagas, sino que las venda con el bálsamo de la misericordia. No se extiende en las razones para temer, que vuelven rígidas las posturas, sino que se alarga en las razones para la esperanza y el amor. Francisco mira todo “a la luz del ministerio pastoral: almas que salvar y que reconstruir”, como escribía en su diario Juan XXIII, poco antes de la apertura del Concilio.

Amoris Laetitia es un regalo esencial porque, al cambiar de lugar algunos acentos, brinda elementos de discernimiento para que cada persona descubra esa alegría duradera que experimenta cuando “hace familia”, la distinga de todo lo que no puede hacerse familiar y se anime a dar un pasito que concrete esta vocación universal a la alegría del amor.

Diego Fares sj

 

 

 

 

Los que se nos adelantan para que el trabajo se haga y la ayuda llegue (26 A 2017)

Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

¿Qué le parece?:

Un hombre tenía dos hijos.

Acercándose al primero le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en la viña.

Él le respondió: No quiero, pero después, arrepentido, fue.

Acercándose al otro le dijo lo mismo.

Este le respondió: Yo iré, señor, pero no fue.

¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre?

El primero –respondieron.

Les dijo Jesús:  En verdad les digo: los publicanos y las prostitutas se les adelantan a ustedes en el reino de los cielos. Vino Juan a ustedes enseñándoles el camino de la justicia y no creyeron en él; los publicanos y las prostitutas sí le creyeron; y ustedes, ni viendo esto se han convertido de modo de creer en él (Mt 21,28-32).

 

Contemplación

Comienzo con algunas palabras que me llaman más la atención y desde ellas paso al contexto del ejemplo que propone Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo que le están cuestionando su autoridad.

En la frase: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña”, me resuena la palabra “trabajar”.

El trabajo es lo que hay que hacer y esa es “la voluntad del padre”.

La frase está puesta por el Señor en un contexto de relaciones familiares. Lo vemos en el hecho de que las expresiones “hijo” y “la viña” nos hablan de familia, de un padre que distribuye los encargos de la casa.

No es este el caso del que sale a contratar gente por el día o por una temporada y luego les paga. Aquí se trata de un padre que, ese día –hoy-, se acerca primero al hijo mayor para pedirle que vaya a trabajar en la viña familiar y, como este le dice “no quiero” –cosa que suelen decir los hijos cuando en un primer momento no dan importancia a lo que les pide el padre-, el padre va y le pide lo mismo al segundo.

Hago aquí un paréntesis para recordar ese pasaje tan hermoso de Amoris Laetitia (que el papa recomienda que leamos entera, de comienzo a fin) en el que se muestra cómo “La Biblia está poblada de familias, de generaciones, de historias de amor y de crisis familiares, desde la primera página, donde entra en escena la familia de Adán y Eva (…), hasta la última página donde aparecen las bodas de la Esposa y del Cordero” (AL 8). Amoris Laetitia nos hace notar cómo Jesús elegía ejemplos de la vida familiar, y cita este de “los hijos difíciles con comportamientos inexplicables (Mt 21, 28…). Son ejemplos que muestran que “La Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje, también para las familias que están en crisis o en medio de algún dolor” (AL 22).

Volvemos a nuestra escena. Si el padre pide una mano es porque necesita que ese día vaya uno a la viña. Se ve en el detalle de que no obliga al primero, sino que, cuando le dice “no quiero”, va y le pide al segundo. Se ve que necesitaba uno ese día. Quizás le había faltado un empleado… La cuestión es que me parece que de lo que trata el ejemplo es del trabajo que hay que hacer y de quién es el que efectivamente lo hace. Por eso el marco de lo que pasa en una relación familiar cotidiana. Es totalmente distinto al de la parábola de los obreros de la última hora. Allí el Señor quería hablar de la bondad, gratuidad y libertad soberana del Padre. Por eso eligió un ejemplo en el que se sobrepasa la justicia con la trampita que hace el dueño de la viña al pagar a los últimos igual que a los primeros. El ejemplo es “picante”. En términos humanos es una “injusticia”, y eso mueve los corazones y hace saltar al que tenía un ojo envidioso, al que miraba “lo que le tocaba a él” y no “la bondad del que lo había contratado a trabajar en su viña”. Aquí, en cambio, el ejemplo apunta a “la voluntad del Padre”. Y Jesús la sitúa en el terreno objetivo. La pregunta que les hace a los sumos sacerdotes y ancianos es bien concreta. “¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del Padre?”.

Para comprender tenemos que retroceder al pasaje precedente.

Jesús estaba enseñando en el Templo.

El día anterior había expulsado a los vendedores y compradores del Templo (Mateo señala que echó a todos “los que vendían y compraban”, no solo a los que vendían).

Las autoridades van a cuestionarle: “¿Con qué autoridad haces esto?”

El Señor, por un lado, no les responde directamente, como quieren ellos.

(Se ve que esto de pretender que el Señor o los suyos “están obligados a responder” no es nuevo, sino que viene de lejos. Digo que no es cuestión de ahora, de 4 cardenales o de 42 teólogos o de gente que junta firmas en change.org y que el papa estaría obligado a responderles en los términos que ellos pretenden).

Como vienen con mal espíritu, el Señor les plantea el dilema de que se definan acerca de Juan Bautista. Y ellos, como calcularon que no les convenía definirse, le dijeron: “No sabemos”.

Jesús les replicó: entonces, “tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto”. Pero luego les cuenta el cuento -ellos querían definiciones y él les cuenta cuentos… (Je!)- del padre y los dos hijos, el que le dice no, pero luego va a trabajar y el que le dice que sí, pero luego no va a trabajar. En la parábola siguiente –la de los viñadores homicidas- el Señor insistirá en el tema de los frutos.

La cuestión, por tanto, son las obras, quién es el que hace; no las palabras ni las definiciones. En las palabras, los “no” a veces terminan siendo “sí”. Y muchos “sí” después son “no”… o “ni”. El trabajo realizado, en cambio, es concreto. Y lo concreto se puede resignificar.

Si uno realizó una obra de misericordia por el motivo que sea, ese motivo podrá corregirse y mejorarse, podrá pasar de ser un motivo meramente humanitario –incluso con algo de egoísmo, como una limosna que se da para sacarse a alguien de encima- a ser por amor de Dios. Pero la intención se puede corregir si la obra se hizo. Y la obra, el trabajo del que habla el Señor, el que le “agrada al Padre”, tiene dos grandes objetos, o mejor dos grandes sujetos: el prójimo y Jesús. Con respecto al prójimo, las obras que el Padre quiere que “hagamos” (no importa si a veces vamos un poco diciendo “no quiero”) son las obras de misericordia. Con respecto a su Hijo amado y predilecto, las obras son “que lo escuchemos” y que “creamos en Él”: “La obra de Dios es que crean en quien Él ha enviado” (Jn 6, 29).

La relación que establece el Señor es: “Voluntad del Padre”-“Obras de Jesús”-“Confianza y fe en su autoridad”-“Obras nuestras”.

Y remacha el ejemplo con la afirmación de que “los publicanos y las rameras llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.

Podemos imaginar la cara de los sumos sacerdotes y ancianos.

Le habían cuestionado la autoridad a Jesús y él los compara con publicanos y rameras y les dice que “se apuren” porque al Reino de Dios se entra y hay que caminar en medio de la gente que va hacia él. El reino no es ese Templo en torno al cual ellos han organizado sus negocios.

No podemos dejar de notar que, si bien a estas personas con autoridad teológica les molestaba que Jesús curara a la gente en sábado o que predicara, no saltaban así nomás. En cambio, acá, cuando tocó el negocio de los puestos, de los cuales ellos cobraban su buena parte, ahí fueron con todo.

Y así salieron.

El Señor les dice que los publicanos y rameras “creyeron en Juan Bautista”. Y que ellos, aunque reconocían que era un hombre justo, no se arrepintieron para luego creer en él.

La secuencia de “arrepentirse-creer” se supone en los pecadores. En cambio en los sumos sacerdotes y ancianos se explicita.

Con esto, el Señor está haciendo una afirmación fuerte: los que creen en Jesús es que ya se arrepintieron. Es lo mismo que le hace ver al fariseo que lo invitó a comer cuando le hace ver que si la mujer pecadora muestra mucho amor es porque se le ha perdonado mucho.

En el amor y la fe a Jesús, mostrada en obras, el Señor ve arrepentimiento oculto, dolor de corazón por los pecados.

En la vida cotidiana, en la familia, es así. Al hijo que dice que no y protesta, pero luego hace las cosas, el arrepentimiento se ve en el gesto. No hacen falta declaraciones formales.

El Reino de Dios no está asegurado a los que dicen un “sí” formal ni está cerrado para los que dicen “no quiero”. El Reino de Dios es para los que hacen, arrepintiéndose y poniendo manos a la obra cada día, la voluntad del Padre, para los que creen en Jesús y sirven con obras de misericordia al prójimo. Y en esto del “hacer” a mí me gusta estar atento y descubrir y valorar todo lo que pueda a toda esa gente que se me adelanta. Escribir las historias de los que se me adelantan es la consolación más grande. Hasta me hace agradecer mi poca cosa y mi renguera que me hace ir detrás, porque así los veo. Si fuera adelante no los vería…

Siempre que rebusco alguno de los miles de ejemplos que guardo y que pesco cada día –de gente que se me adelanta en esto de “hacer cosas que le agradan al padre”- aparece Antonito. Ayer me mandó un montón de fotos por Whatsapp (me lo pidió el último día en Argentina en que pasó a verme por el Hogar, porque cuando yo había ido a la Verdulería de Caputo donde trabaja él no estaba). Son fotos de unas familias con montones de chicos a los que él ayuda. Les llevó zapatillas “Tridy” y “Running” y agradecía por una ayudita que le di para esos chicos a los que él ayuda. Y decía el Whatsapp: “Esta es su hinchada q lo quiere y le agradece tda su ayuda q yo tantas veses lo molesté pero bien y cntento xq la ayuda siempre llegó”. Ese “siempre llegó” fue lo que más me llegó.

(Antonio Hualpa –Antoñito-, para el común de la gente es el empleado de Caputo, el que lleva las verduras y frutas en un carro grande, por las calles vecinas al Spinetto. Es el que siempre que me ve, se para a pedir la bendición. Lo que muchos no saben es que tiene esa Obra que él lleva en particular – una de esas en las que “la ayuda siempre llega”- pero que a los ojos de Dios debe ser tanto o más grande que El Hogar de San José, por decir).

Diego Fares sj

La Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis abstractas sino como una compañera de viaje (13 A 2017)

 

 

 

“Jesús dijo a sus apóstoles:

El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.

Y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mi.

El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

El que encuentra su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará.

El que los recibe a ustedes me recibe a mí y el que me recibe a mí recibe a Aquel que me envió.

El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá recompensa de un profeta,

Y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá recompensa de un justo.

Les aseguro que cualquiera que dé de beber aunque sólo sea un vasito de agua fresca,

a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa” (Mt 10, 37-42).

 

Contemplación

El que pierda su vida por Mí… la encontrará!

Perder la vida por Él. Por Jesús.

Perderla por la gente, por los más pequeñitos, por los demás.

Perder la vida en esas tareas pequeñas en las que se nos puede pasar una manaña, como cuando buscamos cómo dar mejor un vasito de agua fresca a uno de sus pequeños…

El agua fresca de la canilla.

El vastio de agua de un criterio evangelico, que nos hace mirar distinto.

O el agua fresca de las parábolas, esas fuentes de agua viva.

Las parábolas del Señor estan distribuidas a lo largo de nuestra vida como las fuentes de Roma. Lo más hermoso de Roma es que de sus fuentes se pueda beber. La gente lleva en sus mochilas una pequeña botella de plástico para cargarla cuando tenga sed.

Las parábolas… Urge discernir en qué parábola estamos viviendo en el momento presente. Y también a qué parábola nos invita el Señor a ir.

El Papa Francisco nos dice que la parábola del Buen Samaritano es clave en nuestros días. A su luz debemos leer las otras. El hijo pródigo, por ejemplo, no es tanto uno que vuelve por sí mismo suscitando la indignación de su hermano mayor que reclama justicia; hoy es un hijo pródigo que Jesús nos trae porque lo encontró tirado por el camino. Uno que ni siquiera puede llegar por sí mismo a la casa del padre. Uno al que los salteadores modernos lo suben a un gomón y en medio del mar lo tiran al agua o lo dejan a la deriva para que otros lo rescaten.

Desde la parábola del Buen Samaritano hay que leer también la parábola de la invitación a la Fiesta de bodas; ese momento en que –como los invitados con derecho no vienen- el padre manda a buscar a los pobres y enfermos y los sienta a su mesa, vistiéndolos con vestido de fiesta.

Lo que quiero decir es que la parábola del Buen Samaritano da el tono a las otras y hace descubrir en ellas ese momento en el que, por pura misericordia, somos puestos en las manos del Señor, que nos cuida y repara nuestras fuerzas.

Una Iglesia samaritana quiere decir una Iglesia de discípulos que salen a actuar “fuera de su cultura” e incluso “fuera de la ley”.

La imagen potente de la Iglesia hospital de campaña es la que el Papa profetiza para discernir actitudes. Compartimos un mundo con al menos 10 millones de niños en situación de “apatridia”, que no tienen ninguna nacionalidad porque han nacido en campamentos de refugiados. Es decir: los papás de esos niños ni siquiera pueden contar con un lugar legal donde registrar sus nombre para darles documento de identidad. Por eso el Papa responde a las preguntas de los cardenales no con definiciones magisteriales sino con actitudes magisteriales. Es que “la Palabra de Dios no se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una compañera de viaje también para las familias que están en crisis” (AL 22).

Perder la vida es salir de la parábola confortable en la que estamos instalados: a veces limitamos nuestra vida cristiana a repetir dos escenas: la del hijo pródigo que se va con su parte de la herencia y –después de un tiempo- la del hijo pródigo que vuelve a confesarse; o nos instalamos en esa escena en la que el hijo mayor “no quiere entrar a la fiesta”, y se nos va la vida en alimentar algún resentimiento que no nos deja vivir.

Perder la vida hoy es buscar alguna manera de entrar en la parábola del Buen Samaritano, buscando algún lugar de apostolado, alguna manera, de ayudar a los que están tirados al borde del camino, de invitar a los que se quedaron sin trabajo aunque sea la última hora, de salir a buscar a los pobres para que entren a la fiesta…

El otro día alguien comentó en la mesa algo de los mendigos de Roma. Fue un comentario “en general”, muy razonable. Y a mí me salió comenzar a nombrar a algunos que conozco con su nombre propio: a Elíe, el discapacitado en sus piernas que anda sentado en un skate y sube y baja nuestra calle Francesco Crispi empujándose con las manos, y a Gabriella, la que tiene el mismo problema que Elíe y pide en la Fontana di Trevi, que resultó ser hermana de Elíe; y a María, la rumena que pedía frente a nuestra puerta, y a María, que es de Moldavia y que pide en el subte, a la que todos los miércoles le llevo una limosna que me dan para ella y un día me dijo que querría que todos los días fueran miércoles, pero no por la plata sino por mi visita; y de Patrizia y Assunta, las dos abuelas que viven al aire libre en Piazza Spagna… y de Constantino, el de Términi, a quien no veo hace tiempo.

Siempre digo a los que hablan de los mendigos truchos y de toda la explotación y el negocio que se esconde detrás de la mendicidad en Roma, que si no fuera por los pobres, Roma sería una disneylandia espiritual, en la que todo sería un sueño de película en el que los turistas cumplimos el deseo de ver al Papa, comer tallarines y hacernos una selfie mientras tiramos la monedita que no le damos a los mendigos en la Fontana di Trevi.

Perder la vida por Él buscando amarlo más.

Más que a un padre y a una madre –dice Jesús-, más que a un hijo o a una hija.

Esto de las comparaciones parece un perdedero de tiempo. Si estamos en la parábola del Buen Samaritano, llevando gente al hospital de campaña, a qué viene esto de Jesús de que “lo amemos más”. Si ya sabemos que “no somos dignos”, que nunca lo seremos…

Este mandamiento de amarlo más hace que resuene en el corazón el tono con que Jesús le preguntó a Simón Pedro: “¿me amas más que estos?”.

Si estamos perdiendo tiempo en la tarea de “apacentar sus corderos” y “salir a buscar a sus ovejas perdidas”, es bueno que Jesús nos pregunte si lo amamos más y nos recuerde esa otra pérdida de tiempo: la que consiste en adorarlo a Él.

“Las comparaciones son odiosas”, dice el dicho. Y es verdad, pero con una excepción: comparar las cosas (todo, también las personas y hasta la propia vida) con Jesús  sopesando a quien o a qué amamos más, no solo no es odioso sino que hace mucho bien.

La comparación tiene su trampita, porque si amamos más a Jesús apacentaremos a sus ovejas. No es que tengamos que dejar de lado a nuestros seres queridos.

Lo que pasa es que se trata de una comparación y de un más especiales: amar más es “centrarse más” en Jesús, enfocar la mirada en Él, ir directo y primero a Él.

Entonces vemos que se trata de un Jesús en movimiento.

No es que estén todos sentados a la mesa, Jesús y nuestros seres queridos, y nosotros tengamos que servirle primero a Él, haciendo esperar a los demás. Para nada! Incluso es al revés, porque en las imágenes de banquetes, el Señor dice que Él está como el que sirve (y así estará en el cielo!!).

Si nos centramos en Jesús veremos que está en salida, que pasa.

Amarlo más es cultivar la actitud de “si viene, dejo todo y lo sigo”.

El otro día una parejita de mexicanos en luna de miel decía que para ellos “Francisco es el mismo Jesús que camina entre nosotros”. Los pequeños lo captan.

El mensaje del Papa, con sus gestos de salir, de caminar, testimonia y profetiza que Jesús camina entre nosotros.

Después cada uno tendrá que sacar las consecuencias y escuchar lo que ese Jesús le dice, pero se trata de un Jesús “en camino”.

Por eso hay que mirar a dónde va y por dónde caminó y anduvo.

Para leer bien sus gestos en el presente hay que hacer memoria de dónde los hizo primero y mirar a dónde irá a hacerlos de nuevo. Yo cuando lo veo lavar los pies en la cárcel de Roma recuerdo cuando se los lavó a los huéspedes de nuestro Hogar de San José, en el 2001, y miro que ahora que irá Colombia, en Medellín, visitará uno de los “Hogares San José”, para niños desplazados por la guerra.

Todas las “críticas” a Francisco nos lo muestran “en una foto”.

Basta mirarlo en camino –de donde venía y a dónde va luego de esa foto de algo que hizo o dijo y que es objeto de comentarios, enojos e interpretaciones- para que nos vuelva la alegría al corazón.Tenemos a un Papa en cuya persona Jesús camina con nosotros.

Nos da testimonio así de que la Palabra de Dios, para entenderla bien, hay que entenderla “en camino”. Hay que dejar todo (también las propias interpretaciones) y seguirla. Como sucede con las personas, que uno no puede seguir sino a uno por vez, también sucede con la Palabra. Hay que seguir de a una por vez, aplicarla y ponerla en práctica lo mejor posible. Y seguirla cada uno como está y como es. Si uno tiene una cruz (los pecados son una cruz, una familia separada a cuestas es una cruz…) tomarla y seguirlo con ella. Los que se dedican a discutir cuestiones abstractas más que malos o equivocados son gente que está sentada: no es que no tengan razón en algunas cosas que dicen de la moral o de la tradición, lo que pasa es que no hay tiempo para quedarse a discutir con ellos. Hay mucha gente que está esperando por un vasito de agua fresca, por esa Verdad que el Espíritu da a sorbos hasta que un día, uno mismo, se bautiza en Ella.

 

 

Diego Fares sj

Amoris Laetitia, Misericordia et misera… Hay firmas que no necesitan aclaración (Adviento 2 A 2016)

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 En aquel tiempo, se presentó Juan el Bautista, predicando en el desierto de Judea y diciendo:

Conviértanse, porque se ha acercado el Reino de los Cielos”.

A Él se refería el profeta Isaías cuando dijo:

‘Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, Enderecen sus senderos’.

Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.

Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo:

“Engendro de víboras, ¿quién les enseñó a escaparse de la ira de Dios que se acerca? Den el fruto que corresponde a una conversión verdadera, y no se contenten con decir: ‘Tenemos por padre a Abraham’. Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí, es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de sacarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible” (Mt 3, 1-12).

Contemplación

Conviértanse! Conversión -metanoia- es la palabra preferida de Juan.

Una palabra, una misión: hacer que la gente se convierta a Jesús que viene.

Ese Jesús que viene después de Juan, que es más poderoso que él en Espíritu y al cual Juan no se considera digno ni de sacarle las sandalias de los pies para servirlo.

La conversión es un proceso, un camino y donde hay que poner los ojos es en Jesús.

De qué tengamos que convertirnos y cuánto nos lleve, depende de dónde esté parado cada uno, de hacia dónde esté orientada su mente, sus costumbres y cuál sea el tesoro de su corazón.

La conversión de las pasiones. Examinándome, veo que lo primero que resuena cuando escuchó conversión, es dejar algunos pecados que tienen que ver con lo más inmediato de mis pasiones: perezas, avideces, broncas. Son pasiones –en el sentido preciso de que las padezco, de que me mueven espontáneamente- que no obedecen fácilmente a Jesús. Las controlo hasta cierto punto, pero siempre están ahí. Y por eso mismo, porque no tenemos “dominio total” de nuestras pasiones, es que no son lo primero sino lo último que se convierte.

La conversión de la mente. Antes está la conversión de mi mentalidad, de mis ideas y modo de razonar. En este punto yo creo que mis ideas están más modeladas por las del evangelio. Gracias a los Ejercicios espirituales le he tomado el gusto a “pensar con los criterios de Jesús” y no con los míos. Por experiencia y gracias a la ayuda de buenos maestros, he aprendido a discernir las “falacias del demonio”, sus razonamientos torcidos, apenas se siente su “tufo” y su mal sabor.

Pero en este punto veo que hay una gran tarea ya que mucha gente piensa mal.

Hay quien piensa, por ejemplo, que si el Papa pone la Misericordia infinita del Padre por encima de todo y no “clarifica” los casos en los papeles, la gente se va a “confundir”.

Hay gente que piensa como pensaban los saduceos, que no creían en la resurrección, y le presentaban “casos” de libro al Señor. Casos como de la mujer que tuvo siete maridos, y querían que les clarificara qué opinaba sobre ese “caso”.

El Señor les dice que “están muy equivocados”, que los criterios de la resurrección son otros. Que Dios es un Dios de vivos, no de “casos de manual”.

Cuando le ponen delante una persona, como la pecadora, el Señor no opina sino que se involucra totalmente con la persona, pone en contacto su Misericordia con la miseria, como dice el Papa en la Carta Apostólica con que concluyó el Jubileo.

No me resisto a poner el primer párrafo:

“Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera. No podía encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia».

Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir en el futuro.

(…) La misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre.

Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo.

En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido su deseo de ser comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, no hay ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno. Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». De este modo la ayuda a mirar al futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera” (Misericordia et misera 1).

Estas palabras del Papa no solo son claras sino que son “luminosas”, y con el esplendor de la verdad del Evangelio nos marcan “el camino que estamos llamados a seguir en el futuro”.

Sus enseñanzas son magisterio y sana doctrina y nos ponen en contacto “con la “verdad profunda del Evangelio”. “Todo se vuelve claro, se revela, en la Misericordia; todo se resuelve –se juzga de manera justa y sabia- en el amor misericordioso del Padre”.

La conversión del corazón. Llegamos así a la conversión del corazón, que es la que cuenta. La conversión de las pasiones y la conversión de las ideas siempre están “a medio hacer”, no son cosas de las que uno pueda decir que ya está convertido, ni en las que uno se pueda sentir totalmente seguro. Cuando uno domina una pasión, el demonio comienza a trabajarlo en otra… Y con las ideas, siempre surge alguna deslumbrante que –como ángel de luz- fascina a veces nuestra mente y tenemos que estar atentos porque no son ideas “malas” y que lleven a algo directamente malo, sino que suelen ser ideas “alternativas”, que llevan a algún bien, pero menor o distinto del que el Señor quería para nosotros.

Es siempre la misma lucha: los paganos tenían que convertirse de los “ídolos” y los judíos de la dureza de la “ley”.

El Señor, sin desatender estos ámbitos de conversión, apunta directo al corazón. Él entabla un diálogo sostenido en el que el tema es sólo y en primer lugar “el corazón de la gente”, de cada persona y de su pueblo, porque, como dice siempre Francisco: los pueblos tienen un corazón y se lo siente latir en su cultura.

Uno no puede convertir totalmente sus pasiones ni sus ideas pero sí puede convertir enteramente su corazón. Como decía aquella religiosa amiga de una amiga: Si Jesús me pide el corazón, yo se lo doy.

Y a propósito de todo esto, les comparto algo muy lindo que me contó esta amiga religiosa, – es misionera en el Congo y está haciendo el mes de Ejercicios en la vida cotidiana-:

“Te cuento ahora –me escribía- algo muy bello. Aquí hoy hemos tenido una sesión de 8 a 13, que continuará el próximo sábado, para los alumnos de los dos últimos cursos, de las 4 escuelas secundarias de la misión. Era un grupo de 109 alumnos y alumnas. El tema es la educación afectivo-sexual. Ha ido muy, muy bien y eso les ayuda a crecer y formarse bien. Lo damos un matrimonio comprometido, 2 sacerdotes y 2 religiosas.

Tenías que ver la cara de una chica de 20 años (la conozco bien) que estudia en un Instituto vecino y que ha participado en la formación. Lleva ya un aborto y dos embarazos con 2 hombres distintos… ahora estudia 5º de Secundaria. Su cara cuando ha oído que nunca está todo perdido, que aunque se haya perdido la virginidad del cuerpo se puede recuperar la del corazón, que a pesar de la magnitud de nuestros errores y pecados Dios no puede sino perdonar y que nos llama a ir adelante… por esa cara que ha recuperado la luz y la esperanza yo daría una vida entera y mil más.

El día que veas al Papa Francisco, cuéntaselo! Eso es la Misericordia.”

La conversión del corazón, sólo Jesús la consigue. Ese es el Bautismo del Espíritu. Un bautismo del corazón. Un sumergir el corazón en su agua bendita que lo limpia todo. Un dejar que por el camino Jesús nos lo vaya “bautizando” con su modo de contar las cosas que pasaron, y caigamos en la cuenta y nos digamos, como los discípulos de Emaús: “acaso no ardía nuestro corazón por el camino mientras nos hablaba?”.

La conversión del corazón es solo un “sí”, como el de María; un “que se haga” –eso es el corazón-, un hágase según tu palabra, a tu modo y a tu medida, cuando quieras y como quieras.

La conversión del corazón es  dejar algo, como dejaron las redes los primeros cuatro discípulos: así como estaban, lo siguieron. Eso es el corazón.

La conversión del corazón es seguir una corazonada, como Zaqueo, como la hemorroisa, como Bartimeo, como Pedro y Juan corriendo al sepulcro, como María Magdalena que no se quería ir. Una corazonada, eso es el corazón.

La conversión del corazón es una certeza que toca fondo, como la del hijo pródigo. “Me levantaré y volveré junto a mi Padre”, eso es el corazón.

La conversión del corazón es tirarse de cabeza, como Brochero tirándose al río agarrado de la cola de su mula Malacara y es también una rutina cotidiana, como el pasar del cura con la pata entablada, al tranco de mula, frente a los ranchos de la gente que sale a pedirle la bendición, mientras va fumando un chala rumbo a una viejita que lo espera para la confesión.

La conversión del corazón es inmediata, es un “encantado patroncito” como el de Hurtado. ¿Recuerdan? Aquel día en que un estudiante jesuita había viajado a Santiago con una lista inmensa de encargos y al llegar, no va que se topa con el Padre Hurtado y espontáneamente se le ocurre pedirle la camioneta. Hurtado sacó ahí nomás las llaves del bolsillo y se las dio con su mejor sonrisa diciendo: «encantado, patroncito«. Apenas partió el joven en la camioneta, San Alberto salió a hacer sus numerosas diligencias de aquel día en micro. Este detalle muestra su humildad espontánea”, dice el cronista. Nosotros decimos que eso es “el corazón”.

La conversión del corazón es una sed de amor y de almas, como esa que “de una manera que nunca podrá explicar, se apoderó del corazón de la Madre Teresa, y el deseo de saciar la sed de Jesús se convirtió en la fuerza motriz de toda su vida”.

La conversión del corazón es un sentir la Palabra de Dios como un lapicito que escribe las cosas suavemente y con linda letra en esa superficie tierna del alma que llamamos “nuestro corazón”.

La conversión del corazón es una decisión, como la que tomó Teresita, el día en que “se olvidó de sí misma -de su hipersensibilidad para con los afectos de los demás, que hacían que se le estrujara el corazón- y fue feliz”.

La conversión del corazón es ponerle, a cada miseria, la firma de la misericordia, que es la única que no necesita “aclaración”.

Diego Fares sj