Gente con luz propia, como un cascabel (16 A 2020)

“Jesús propuso a la gente esta parábola: El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. Los siervos fueron a ver entonces al padre de familia y le dijeron: ‘Señor, ¿no era que habías sembrado semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña?’ El les respondió: ‘Un enemigo hizo esto’. Los siervos replicaron: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’ No –les dijo- porque al arrancar la cizaña corren el peligro de arrancar también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero.

También les propuso otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas.»

Después les dijo esta otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa.»

Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Hablaré en parábolas anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo. Entonces, dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo.» El les respondió: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno, y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles. Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!» (Mt 13, 24 ss.).

Contemplación

«Los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre», es lo que profetiza el Señor y lo ilustra con las parábolas del trigo y la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura. O mejor: con la parábola del padre que apuesta al fruto y no a la apariencia del campo, arruinada por la cizaña que sembró el enemigo; con la parábola del hombre que apuesta al tiempo y confía en que esa pequeña semilla de mostaza se convertirá en un gran arbusto que dará fruto, sombra y cobijo; con la parábola de la mujer que amasa, confiada en la fuerza de la levadura que transforma su trabajo con la harina en un pan. Son todas personas que están en lo esencial, no en lo aparente. Y a su tiempo, asegura el Señor, brillarán. Pero con luz propia, como brilla el sol.

Me gustó esta última frase que cierra el evangelio de hoy, y creo que la clave no es que los justos «brillarán», sino que «brillarán con luz propia», como el sol. Porque se puede brillar con luz prestada.

En realidad, todo es luz prestada, menos el amor. El amor se nos da a todos, pero solo sigue siendo amor si los que lo recibimos lo sembramos y cultivamos, como el granito de mostaza; si lo mezclamos con la harina y amasamos la masa, como la mujer de la parábola; si resistimos -porque el amor es resistencia- las tentaciones de «arrancar la cizaña» que cuando no se soporta y se la arranca antes de tiempo, se lleva gavillas enteras de amor. El amor es lo único que «brilla con luz propia», lo que «no pasará». Nuestros ojos ven con luz prestada, nuestra inteligencia piensa con luz prestada, solo nuestro corazón ama con amor propio, derramado por el Espíritu, sí, pero sembrado y amasado con nuestras propias manos.

El que tiene ojos para ver el «brillo del amor» ve un mundo totalmente distinto al que muestran los medios. Porque el amor brilla -con luz mansa, eso sí- en las personas menos notorias. Brilla en los ojos de los niños y por eso las madres y los papás no les pueden sacar los ojos de encima a sus pequeñitos y viven todo el tiempo que pueden sumergidos en ese resplandor que es el de un solcito, solo visible para los papás y las abuelas… El amor brilla con luz propia en los ojos de los ancianos satisfechos con su vida, agradecidos por haberse dado enteros, con amor. El amor brilla con luz propia en los ojos de los enamorados. El amor resplandece con luz propia en los ojos de los pobres, cuando alguien los trata con respeto y dignidad. El amor brilla en los ojos de los que cumplen con su tarea siempre dando un poquito de más cuando nadie los ve, por puro amor a su trabajo. El amor brilla con luz propia en los que hacen de su trabajo un oficio, una labor artesanal, y ponen un detalle de belleza a lo que producen.

Los justos, los que han vivido las bienaventuranzas y practicado las obras de misericordia, brillarán con luz propia en el reino de su Padre. Ese Padre que «ve en lo secreto» y que «recompensa en lo secreto». No con un salario externo, sino con el pago de amor con amor, como dice el dicho.

El Reino del Padre, no es un lugar al que se entra para ser espectador de su Gloria. Esta es la versión «espectáculo» del Cielo, que no ayuda a nuestra imaginación. La Gloria del Padre es su «Peso». El peso de su Amor que hace gravitar todos los corazones en torno a sí.

Brillar en el Reino del Padre es actuar -girar/danzar- movidos por su Amor, atraídos desde adentro por la fuerza de gravedad de su Amor Misericordioso, como la tierra -con todos sus granos de polvo, sus plantas, animales y personas- nos movemos atraídos al sol. Es un movimiento que no se ve si uno no se imagina saliendo de la órbita terrestre y contemplando nuestro sistema solar como desde afuera. Es un movimiento que no se siente, pero que afecta cada partícula del planeta, cada ola, cada viento. El amor, como la fuerza de gravedad, es real y está activo.

En estos días releo a Martín Descalzo, que es uno de esa multitud incontable de gente que vivió con la luz propia de su granito de mostaza y de sus cucharaditas de levadura, que creció hasta alcanzar toda su estatura, sin preocuparse de cizañas, y hoy resplandece como un justo en el Reino de nuestro Padre. El tiene un artículo brevísimo que ilumina con luz propia lo que Jesús quiere decir hoy. Se titula:

Teoría del cascabel

Toda buena metáfora es como un relámpago que enciende, de repente, la noche. Así me iluminó a mí -hace ya tantos años que apenas lo recuerdo- un viejo texto de Ortega y Gasset que hoy quisiera comentar aquí para mis jóvenes amigos.

«Todos -decía- somos (o más bien deberíamos ser, porque algunos se empeñan en no serlo) como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo, siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como en el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para liberarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión.»

¿Quién, que esté vivo, no ha experimentado alguna vez ese desdoblamiento desgarrador de su vida? ¿Quién no conoce ese algo que quiere volarle dentro y ese encadenamiento en el que vivimos? Las palabras nos atan, el tiempo nos encadena, el hombre cree ser libre, pero es su propia condición quien le maniata. A mi nunca me han preocupado demasiado los condicionamientos exteriores. Desde fuera nadie puede quitamos la libertad. Nos la quita la simple realidad de existir, esa coraza externa que parece rodear nuestros sueños, nuestras aspiraciones. ¿No habéis sentido millares de veces que todo se os queda corto, que cuando amamos, escribimos, construirnos, el amor, los libros o cuánto hacemos no son ni sombra de los sueños con que los proyectamos? Ser hombre es saber que nunca se llegará a serlo del todo, reconocer que en todos los caminos nos quedamos a medias. El cascabel de nuestras esperanzas se encuentra permanentemente encorsetado en la coraza de la realidad.

¿Qué hacer entonces? ¿Aburguesarnos? ¿Amargamos? Un burgués y un resentido es alguien a quien el cascabel se le ha convertido todo él en coraza. Se les ha endurecido lo que tenían de niños, de ilusión; se ha vuelto todo piedra, incluso lo que debía ser ese núcleo íntimo, siempre agitado y vivaz. Son los que cambian ese núcleo por su ambición, por el dinero o por el poder. Ya no podrán sonar nunca, se han vuelto sólidos y estériles.

Los que siguen «sonando» (viviendo, produciendo) son quienes no se resignan a estar muertos y hacen que su alma de niños siga, terca, golpeándose con la realidad, chocando con las paredes inexorables del tiempo, de nuestra prisión. Esa es nuestra verdadera música, la vida despierta.

Un verdadero creador (de su obra o de su vida personal) es alguien permanentemente insatisfecho, alguien que todos los días lanza su alma a la aventura, que no teme a los choques, que- se mantiene terca e insobornablemente adolescente, que nunca se considera maduro o concluido, que vive en un perpetuo redescubrimiento de su propia alma.

Los cínicos, los pasotas, los amargados, se mueren en plena juventud. Los instalados, los que sólo producen dinero, los que no tienen más sueño que el de poseer (lo que sea) están secos. Su campana no suena. Ya no son un cascabel. Cuando más un cencerro.

Diego Fares sj

Y cómo nos amó Jesús? Como un hermano (Pascua 5 C 2019)

Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes.Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconoceránque ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13, 31-35).

Contemplación

Así como Yo… les decía Jesús a sus discípulos. Así como Yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. Aquí ni Tomás se hubiera animado a preguntar «Señor: y cómo nos has amado». Porque lo sabían bien. Si por algo lo seguían, si por algo habían dejado todo, sus barcas, sus casas, sus trabajos, sus familias, era por estar cerca de ese amor. Algo habían experimentado que los hacía querer recibir ese amor en cada momento del día. El de Jesús no era un amor para llevarse a casa sino para irse tras Él y quedarse con Él. Si el Señor llevaba su amor a la casa de ellos, como cuando le dijo a Mateo que lo siguiera y fue a su casa, iban por ese amor a su propia casa. Y si el Señor se llevaba su amor a otros pueblos, que eran de esos «otros rebaños» que Él decía que también eran suyos, iban a evangelizar a esos otros pueblos. Donde fuera Jesús con su amor, ellos iban. Porque lo que habían sentido de una manera inexplicable solo con palabras, les produjo una atracción infinita, era un imán que los tenía gravitando como planetas alrededor del Amor de Jesús de Nazaret. 

Pero nosotros tenemos que preguntar. No a Jesús sino a ellos, los testigos, los apostóles de ese amor. Juan es quien mejor lo expresa. Por algo lo llamaban «el discípulo que el Señor amaba». 

Así que podemos hacer como si le preguntáramos: Cómo era el Amor de Jesús?

Y quizás, recordando cómo lo conocieron, lo primero que nos diría es que…: 

«Era un amor fácil de seguir. Cuando el otro Juan nos señaló a Jesús, nos dijo «Ese es el Cordero», «Ese es el Siervo de Yave» (Cordero en nuestra lengua suena como Siervo), nosotros recordamos a Isaías que hablaba del Mesías como uncordero manso, como un hombre de dolores inocente, justo, fiel, que no se opone, ni combate, ni se enfrenta con sus carniceros. Pero aquella tarde en que lo seguimos, de lo que me di cuenta es de que Jesús era una Persona fácil de seguir. Se dio vuelta y al ver que lo seguíamos nos preguntó qué buscábamos y le dijimos «donde vives» y Él: vengan y vean. Eso fue todo. Nos quedamos toda la tarde y lo que experimentamos ahí es lo que cuento en mis cartas y en mi evangelio.

 Lo segundo que digo en mi carta es que su amor era vida. Vida en el sentido de vida, vida común, cotidiana, un amor vivible, quiero decir. Porque después vinieron muchos que hicieron del amor del Señor algo invivible. Una cosa tan sublime -les parecerá a ellos-, tan perfecta -si es que eso es perfección- que terminó siendo lo contrario del amor: algo para mirar de lejos pero no para vivir todos los días. 

No era para nada así. El amor de Jesús era un amor vivible y perfectamente comprensible para todos, como es la vida que la vivimos todos, no solo los cultos ni los perfectos. La vida la vive cada uno y a su manera, porque no hay «vida en general» sino la mía y la tuya y la nuestra. Por eso digo que «La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio» (1 Jn 1, 2). Eso experimentamos viviendo con Él: que su amor era vida y que se nos mostraba -vengan y vean-. La vimos, la oímos, la tocamos con nuestras manos. 

Aquí viene lo tercero que diría de su amor: El amor de Jesús era un amor que se podía tocar con las manos. Por eso no nos sorprendió cuando tomó el pan y nos dijo que era su Cuerpo. Lo mismo que cuando le dijo a Tomás que tocara sus manos y metiera su mano en la herida de su costado. El amor de Jesús era como un pan, que se puede tomar con las manos y partirlo y llevárselo a la boca; era como una herida que se lava y se tocan sus bordes y se venda para que sane. 

Un amor fácil de seguir, un amor como la vida cotidiana, que se puede ver y oír y tocar.

Estas características son bien de carne, y se pueden resumir diciendo que el amor de Jesús era un amor encarnado, era su amor a personas concretas que se cruzaban en su vida en medio de situaciones bien concretas, no era un amor de manual, como si pudiera haber algo así. 

En quinto lugar puedo decir que el amor de Jesús era un amor luminoso. Su modo de hablar, su modo de relacionarse con todos, tenía luz, iluminaba, te hacía comprender las cosas, era transparente. El amor es así, lo que el que te ama hace es lo que siente por dentro, hay armonía y eso se siente, se percibe, y en Jesús esto se daba siempre y abundantemente, por eso digo que era Luz. 

Pero la palabra que más me viene es la de «hermano». Y esto sería lo último que diría (sabiendo que se podrían llenar todos los libros del mundo hablando del amor de Jesús, pero más que llenar libros, de lo que se trata es de que cada se contagie y escriba el suyo, contando -con su vida- cómo es el amor de Jesús para él!). 

En sexto lugar digo que el amor de Jesús era un amor de hermano. De hermano en el sentido de que «hermanaba». Creaba como un puente directo al Padre y entre nosotros. Esa es la palabra. Lo mismo con nuestra Madre. El amor de Jesús nos regala a su Madre que -inmediatamente, con la frescura de su presencia, con su fragancia- nos hermana. Por eso si me preguntan qué elegiría de entre todo lo que puedo decir, que no tiene límite, para acercarles cómo era el amor de Jesús, digo que era un amor de hermano. Un amor que hermana con los demás y con todo. 

San Francisco fue después el que mejor comprendió esto. Y por eso la gente sentía que se les hermanaba. Y no solo la gente, sino todas las creaturas, los pájaros, las cosas, hasta los peces y el lobo. Jesús se nos hermanó, nos hizo sentir hijos del mismo Padre, nuestro Abba del Cielo y de la tierra, y hermanos entre nosotros. Por eso siempre que escribo cuento las cosas como uno se las cuenta a sus hermanos. Porque sabe que cuando un hermano vive algo lindo y lo comparte, los otros sienten un gozo completo, como digo: Les escribimos esto para que estén en comunión con nosotros y nuestro gozo sea completo. 

Amense entre ustedes como Yo los he amado. Yo los amé, diría Jesús, de muchas maneras, pero en todas ellas los amé como un hermano. En la vida familiar, la relación de «hermandad» viene al último, a partir de que nace el segundo hermanito. Primero están las otras: las relaciones de pareja, de maternidad/paternidad y de filiación. Pero cuando nace el segundo, como me dijo una mamá citando a otra (autora anónima): «El ‘segundo’ corrobora lo que ya sospechábamos (a pesar del inmenso miedo)… que es posible enamorarse de otro hijo, con la misma pasión e intensidad». 

Nada mejor para poner en labios de Jesús y que nos explique cómo es que «su» Padre, el que lo llama «mi hijo amado, mi predilecto», puede amarnos también a nosotros. Somos «el segundo y muchos más» y Él nos ama «con la misma pasión e intensidad» con que ama a Jesús. Como esa madre a su segundo hijito.

Ninguna otra expresión mejor para poner en labios de Jesús y que nos explique cómo es que pudo dejarnos a su Madre. Estaba Él en la cruz y el desgarro de Ella era inimaginable, y sin embargo, pudo amar a Juan (y en Juan a todos sus otros hijos) con el mismo amor y la misma intensidad como una madre ama a su segundo hijo. 

La relación de hermandad y de fraternidad completa las demás y las «saca afuera», las expande, las potencia, sin que dejar que se vuelvan abstractas. Como dice el Papa Francisco: la hermandad permite que los iguales sean diversos: incluye totalmente respetando las diferencias. Dejarlo a Jesús que se me hermane, es dejarlo que sea como Él es. Esto solo lo puede hacer el Espíritu. Y cuando la hermandad nace del Espíritu, es un amor capaz de transformar todas las relaciones sociales. Por eso es que ayuda mucho rezar sintiendo y gustando el amor de Jesús como amor de Hermano.

Diego Fares sj

La dinámica de los dos temores -el del empleado y el del hijo amado- que impulsan el amor (Cuaresma 3 C 2019)

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En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les dijo: ¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no; más aún, si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé, ¿creen que eran más deudores que los demás habitantes de Jerusalén? Les digo que no; y si no se convierten y cambian de mentalidad, todos perecerán de manera similar.

Jesús les propuso esta parábola: Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo encontró. Entonces dijo al viñador: «Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?» El viñador le respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono, a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás» (Lc 13, 1-9).

Contemplación

San Ignacio termina el libro de los Ejercicios Espirituales con las reglas para sentir con la Iglesia. No son un apéndice de lo esencial sino un verdadero «cierre eclesial» de la experiencia de hacer los ejercicios que consiste en buscar y hallar lo que más le agrada a Dios nuestro Señor para nuestra vida. El último párrafo Ignacio lo dedica al temor de Dios y distingue el temor servil y el temor filial. Vale la pena releerlo:

«Dado que sobre todo se ha de estimar el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el temor de la su divina majestad; porque no solamente el temor filial es cosa piadosa y santísima, sino también (es cosa piados y santísima) el temor servil, donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcance, ayuda mucho para salir del pecado mortal; y salido fácilmente viene al temor filial, que es todo acepto y grato a Dios nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino» (EE 370).

La parte «contemplativa» de los Ejercicios termina con la Contemplación para crecer en el amor a la que se suele ensalzar como la corona de los Ejercicios. Es lindo que los Ejercicios terminen hablando del amor! Pero no hay que olvidar que los Ejercicios están estructurados en torno a tres grandes centros:

uno es el «contemplativo», que incluye todas las oraciones, meditaciones y contemplaciones;

el otro centro es el «práctico», que incluye las instrucciones, adiciones y recomendaciones de Ignacio para la oración, los modos de examinarse y la elección y reforma de vida a las que apuntan los Ejercicios;

el tercer pilar o centro es el «normativo», que incluye todas las «reglas» -para elegir, para ordenarse en el comer, para discernir los movimientos de espíritu, para dar limosna, para combatir los escrúpulos y, finalmente, las «Reglas para el verdadero sentido que debemos tener en la Iglesia militante».

El final «normativo» de los Ejercicios -equivalente a la tan alabada «contemplación para alcanzar amor»- son estas reglas para saber «sentir» bien en la Iglesia. Son particularmente necesarias hoy en que la Iglesia está cacheteada públicamente y se nos mezclan los sentimientos -la vergüenza con el cariño, la rebelión con el deseo de ser buenos hijos, la indignación y el querer defenderla…-.

La última regla nos da una clave preciosa para afrontar este tiempo: nos habla de la dinámica del santo temor de Dios, que tiene dos alas: el temor filial y el temor servil, el temor de hijos -de hijitos pequeños y de hijos simplemente- que está envuelto en el amor filial, y el temor de empleado que teme a su jefe y quiere cuidar su trabajo o simplemente el temor del que debe sobrevivir en un ámbito hostil de policías y jueces y no quiere caer en la cárcel.

Esta dinámica es la que está en juego en el evangelio de hoy. Por eso esta larga introducción.

El evangelio comienza con una noticia de último momento: la de los paisanos de Jesús y sus discípulos, esos galileos  a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Era una noticia que en aquel tiempo causó la mayor indignación por la abominación de un asesinato hecho con profanación de lo sagrado. Es un tipo de crimen que sigue la misma lógica que tiene el que se aprovecha de lo sagrado para abusar. Algo abominable.

Jesús responde saliéndose de la lógica del «chivo expiatorio» -siempre actual- y hace ver que lo que les pasó a esos galileos, y a las 18 personas que habían muerto en esos días por el desplome de una torre, no era porque fueran «peores» que sus contemporáneos. El Señor insiste con fuerza en que «todos necesitamos conversión», porque nos pueden suceder o podemos hacer «cosas peores». La guerra, el abuso, la corrupción, no son virus que vengan de afuera sino que cada uno los puede reconocer como «activos» en su propio corazón y en sus pensamientos. Temer que uno pueda caer en estas cosas -sea que le caigan encima o que uno las cometa- es un temor sano. Hay que tener miedo al pecado. Aborrecerlo, dice Ignacio, no solo torearlo.

A nivel social, el lema que grafica bien esto es: «la corrupción mata». El pecado, personal y social, es asesino. Termina siéndolo, aunque mantenido dentro de ciertos límites parezca aceptable e inofensivo.

Este temor visceral al mal, al pecado y a la corrupción se puede educar de dos maneras: una, suscitando el temor servil, la otra, suscitando el amor filial.

El temor servil es el miedo puro y simple a lo que uno pierde. Es cumplir el horario para que no me castigue el jefe, no robar para no ir a la cárcel, no drogarse para no convertirse en adicto, no agredir al otro para que no me devuelva una agresión peor, en definitiva: no pecar para no irme al infierno.

En cada época el imaginario para reavivar este temor servil varía. Puede ser que la Iglesia haya exagerado tanto al hablar del fuego del infierno que la gente le haya perdido el miedo. El punto es que una cosa es reírse de las imágenes antiguas de una propaganda y otra es perderle el miedo al peligro real. Hoy, por ejemplo, los paquetes de cigarrillos no te muestran paisajes bucólicos con cowboys y praderas, sino fotos de un cáncer de pulmón o miembros gangrenados. Eso es un buen ejemplo del «temor servil» que ayuda a «no caer en una adicción mortal». Y, como dice Ignacio, sirve allí donde «el amor filial» – las indicaciones de lo lindo que es hacer una vida sana, libre de humo-, no alcanza.

La dinámica que propone esta última regla para sentir con la Iglesia es la de «acentuar el temor servil» hasta que uno logre una imagen eficaz que haga odiar el pecado mortal y aborrecer todo pecado. Entonces sí, surge solo el temor filial, que es temor no tanto de ser castigado yo sino de causar una tristeza a los que amo y me aman. Entonces este amor toma el control de la vida y hace correr por el camino de la salvación sin que nadie nos apure ni nos empuje o condicione.

A este amor filial apunta la segunda imagen que Jesús utiliza, al contar la parábola de la higuera a la que, por el amor del viñador, el dueño le concede una cuarta oportunidad (ya le habían dado tres y cada año había sido un nuevo fracaso).

El tener alguien que ruega por uno, que le mejora el ambiente y le proporciona medios para que salga adelante, es algo que despierta el temor filial, el temor no a fracasar uno sino a defraudar la confianza que nos brindó otro, que se jugó por nosotros y que puso su trabajo a nuestro servicio.

En la época actual, lo que ya no funciona más, al menos a nivel religioso, es el temor servil. Tampoco funciona mucho a nivel del sentido común. No es que no le tengamos miedo a los sufrimientos que trae como resultado el mal, pero como hemos inventado tantas anestesias para evitar los dolores extremos y tantos modos de prolongar el placer momentáneo, el miedo está como «acorralado». La droga es el ejemplo más patético de un recurso a la mano de pobres y ricos que logra que uno se escape subjetivamente de los males -externos o interiores- que lo amenazan. Aunque se destruya, puede llegar a «no sentirlo» e incluso a destruirse placenteramente.

Siempre hay que estar atentos a estos «cambios de paradigma» en el imaginario colectivo a la hora de predicar el evangelio. Lo que sí creo que es importante es que no se puede hablar de un temor sin hablar del otro. Es la dinámica de la relación entre ambos lo que «regula» Ignacio. Si en una época la Iglesia exageró quizás en predicar el temor servil, esto no se repara hablando solo de amor o de temor filial. Siempre van juntos los dos temores y el amor.

Puede ayudar al temor filial el hacer ver, como hace el Señor en la parábola, cuánto hemos recibido gratuitamente de su parte y cómo se juega una y otra vez por nosotros y nos brinda no solo cuatro sino innumerables oportunidades de comenzar de nuevo. El Señor siempre está intercediendo, siempre está tratando de mejorar el terreno, siempre está poniendo abono. Aunque le diga al dueño que si la cosa no da resultado este año el que viene puede cortar la higuera, podemos imaginar que al año siguiente repetirá la súplica. Es un modo de razonar el que está en juego: el de la dinámica de la misericordia incondicional. Y si la higuera pudiera escuchar lo que dice este viñador amigo, seguramente sentiría pulsar en su interior la savia que lleva vida a sus ramas y que puja por dar frutos. No frutos extraños sino higos, los higos que una higuera tiene para dar, que tiene inscriptos en su ADN. Se trata de dar frutos acordes con la propia dignidad. Ni menos ni más. Frutos concretos, posibles, sabrosos y simples como un higo maduro en la estación que corresponde.

Pero si esto mismo pareciera muy difícil y mirando nuestra sociedad, nuestra naturaleza enferma, nuestro planeta contaminado y nuestras costumbres en decadencia, sintiéramos que «de adentro» es poco probable que nos salgan frutos buenos, podemos mirar directamente al Señor. Dar fruto evangélicamente es dar fruto con los talentos que nos han sido regalados. Hay todo un mundo que se puede construir sobre esta «base» que es la gracia sanadora y santificante. Los frutos del Espíritu -Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, y castidad (Gal 5)-, los puede dar cualquier sarmiento que se deje injertar en la Vid que es Cristo.

El único temor -mezcla de servil y filial- a predicar puede ser este: el de un temor a quedarnos solos, a no ser injertados en Cristo, el único capaz de vivificar todo lo que sin Él se convierte en rama seca, en higuera estéril, en viña devastada.

Hay una posibilidad que nos propone Cristo: que nos injertemos directamente en Él, que nos adhiramos a Él con fe y participemos de sus dones, del bautismo, del perdón de los pecados, de la Eucaristía…, que recemos con el evangelio, nos comprometamos en alguna obra de misericordia. La propuest es ir experimentando lo que sucede entonces y va contra el  permanecer aislados, como ramas secas o como parte de higueras estériles y de viñas enfermas que dan frutos agrios.

Se trata de una propuesta concreta que no se basa en un futuro imaginario como ese que las generaciones anteriores construyeron con una mezcla de materiales que incluyó mucho fuego de infierno (que ya no causa miedo) y mucho color rosa celestial (que ya no despierta deseos).

La propuesta del Señor sigue utilizando el temor servil y el temor filial en su dinámica para despertar proteger y alimentar el amor.

El temor servil puede ir hoy por otro lado, por el lado del temor a no encontrar trabajo, por ejemplo, que es un temor muy actual. El temor a perdernos un puesto de trabajo diseñado a nuestra medida, justo para nosotros, que nos puede llevar a desarrollar nuestras mejores cualidades y a ser útiles para la humanidad, para los que amamos en primer lugar.

No hablamos de premios o castigos futuros sino de algo de hoy, de la posibilidad de un presente provechoso, fructífero, fecundo. Ese trabajo en las cosas del reino, en las obras de misericordia, no es un trabajo con sueldo, jubilación, horario y vacaciones fijas. Es un trabajo que comienza siendo ocasional y se va convirtiendo en institucional con el tiempo, como pasa en nuestras obras de misericordia. No se choca con el trabajo que hacemos para ganarnos la vida. Pero en este nos contratan siempre, podemos trabajar todo lo que queramos, no nos echan ni nos jubilan, la capacitación es gratis y los frutos -de un tipo especial porque no cotizan en el mercado pero se «comen» y se «disfrutan» y se «comparten» a diario y abundantemente- están siempre a la mano.

Perderse este trabajo por el reino es una pena. No es como las penas del infierno, un futurible, sino una pena puntual, instantánea, de perderme algo único para siempre. La alegría es que, si por un instante lo pierdo, al instante siguiente puedo «ganarlo» de nuevo. Siempre hay otra posibilidad de este trabajo en la misericordia que renueva todo, sana todo y revitaliza todo lo que se perdió en el pasado.

Dejamos para la parábola del hijo pródigo el modo que tiene el Padre de revivir y hacer crecer el temor filial, revistiendo a su hijo como lo hizo, de manera tal que el hijo, al mirarse en el espejo de la dignidad que el Padre le otorga externamente, recupere su dignidad interior.

Diego Fares sj

 

La felicidad de respirar a fondo la libertad que uno siente al moverse en el Cielo de la misericordia (7 C 2019)


A ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, oren por los que los calumnian. Al que te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y a quien te quite el manto, no le niegues la túnica. Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames.Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien a quien se los hace a ustedes, ¿qué gracia tienen? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué gracia tienen? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente.Ustedes amen a sus enemigos, hagan bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo. Porque él es bueno para con los ingratos y malos. 

Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso.

No juzguen, y Dios no los juzgará; no condenen, y Dios no los condenará; perdonen, y Dios los perdonará. Den, y Dios les dará. Les verterán una buena medida, apretada, rellena, rebosante; porque con la medida con que midan, Dios los medirá a ustedes (Lc 6, 27-38).

Contemplación

            Lucas no había puesto la bienaventuranza de los misericordiosos y la desarrolla ahora de un modo particular, no tanto como un «comportamiento» sino más bien como un modo de ser. «Sean misericordiosos como el Padre vuestro es Misericordioso».

            Cuando entendemos la misericordia como un mandamiento, como un deber, por una parte suena como algo muy difícil de cumplir y por otra parte, intuimos que por ahí va la felicidad y la única solución a los males que nos asedian. No es dificil «sentir misericordia y compasión» por alguien que está herido o ha sufrido una desgracia. Si es un niño o un pobre inocente, la compasión brota espontaneamente y a uno se le enternecen las entrañas. Si se trata de un enemigo, en el doble sentido de la palabra (extrós), es como antinatural. Pasivamente, enemigo significa «odioso», es alguien que nos causa rechazo; activamente, significa la persona hostil, que busca hacernos daño. La misericordia no parece la actitud apropiada, sobre todo para el que se muestra  activamente hostil. Por eso el Señor baja a los detalles: bendigana los que los maldicen, orenpor los que los calumnian. Al que te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y a quien te quite el manto, no le niegues la túnicaDaa quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames.

Son actitudes muy concretas que especifican con precisión qué significa misericordia ante una actitud hostil. Pero si prestamos atención tienen algo que rompe la lógica del deber y de la mera acción. Van más hondo, van a una manera de ser de la cual la hostilidad nos quiere sacar, haciéndonos reactivos y miméticos. Devolver mal por mal, ojo por ojo, insulto por insulto, puede ser justo, pero practicando esa justicia nos perdemos algo propio de nuestro ser. Somos creados a imagen de un Ser Misericordioso, nuestro Padre. Y a Él tenemos que dirigir nuestra mirada para descubrir quiénes somos, cómo podemos ser más «nosotros mismos», que es la única manera de ser felices. Por eso el Señor usa la comparación: si aman al que los ama, qué gracia tienen?

Dice «gracia» (Jaris, como en Eujaristía) no «mérito». 

Si leemos en clave legalista, esto de saludar al que no nos saluda es ir más allá del mandamiento justo y hacer un acto «extra» para ganarse un mérito. Sin embargo lo que el Señor quiere hacer notar es otra cosa: si prestas dinero solo al que te lo puede devolver te estás moviendo en un plano de paridad en el que se mueven también los que no conocen a su Creador (y por tanto no saben que ellos mismos «son algo más»). Al hacer un bien al que nos es hostil, damos cauce a un modo de ser nuestro que es propio de los que «son hijos del Altísimo», del Misericordioso, que esbueno con ingratos y malos. 

Luego de este «crescendo» de acciones de misericordia bien concretas, que van más allá de lo «equivalente», el Señor pone la máxima más fuerte de todo el Evangelio: «Sean misericordiosos como el Padre vuestro es misericordioso». Dios es misericordioso. No es un modo de actuar condescendiente que guarde algo detrás. Detrás de la Misericordia no hay nada más porque la Misericordia es todo lo que Dios es. Simplemente. El es así. Ama a todos los que creó, más allá de cómo se comporten. 

En el fondo, esto es un discernimiento que podemos formular así: cuando una creatura actúa mal, cuando siente odio y realiza acciones hostiles que dañan a los demás, no «es ella misma», no actúa de acuerdo con su ser, con aquello que se le regaló por gracia y que es la vida. La vida no odia, la vida es movimiento de amor, de unión, de cordialidad, de integración. Odiar es actuar contra la vida, contra el propio ser. 

Al no dejarse arrastrar miméticamente por el mal y por el odio, nos mantenemos en nuestro propio ser. Somos hijos del Altísimo y del Misericordioso. 

Esto es como decirle al otro con actitudes prácticas -saludar, rezar, ofrecer la otra mejilla, prestar, no reclamar- yo te trato así porque «estoy hecho así», soy y quiero ser así. No quiero terminar siendo otra cosa por reaccionar mal al mal que me haces. Mi modelo para saber y gustar quién soy, como puedo ser más auténticamente ser humano, es nuestro Padre. Y Él es, fundamentalmente, incondicionalmente, Misericordioso. Y en su modo de actuar, en todas sus acciones que tienen un más y un menos, se guía por esta Misericordia que es su actitud última. Cuando siembra, por ejemplo, siembra semilla buena. Y lo hace en todos los terrenos. No siembra una de menos calidad en el terreno menos bueno. Y cuando ve que hay cizaña, Él cuida la semilla buena por sobre todo. Por eso no corta inmediatamente la mala semilla, para no arruinar ninguna buena. Estas actitudes que ponen la Misericordia como criterio absoluto e innegociable, tienen consecuencias. Algunos no se bancan lo concreto de la misercordia, la sienten como injusta. Al hijo mayor le resulta intolerable que su padre haya hecho matar al ternero alimentado a grano! Es demasiado. Le brota toda la hiel comparativa: a mí nunca me diste ni un ternerito para comer con mis amigos y a este hijo tuyo que se gastó la herencia en mala vida lo festejas con un asado con el ternero alimentado a grano! El Padre responde en la línea de lo que todos son, no de lo que hicieron. «Vos estás siempre conmigo. Sos mi hijo. Todo lo mío es tuyo. Y este es tu hermano, que estaba muerto y ha revivido». 

La Misericordia nos sitúa en el ámbito de lo que somos. Desde allí se resetea todo y se parte de nuevo, desde nuestro «progama» original. 

Misericordia significa amor incondicional allí donde el amor se partió en dos y quedó dividido en amores egoistas que luchan uno contra otro. Es como decirle a uno que lucha contra alguien: tanta pasión, tanto odio, implica un gran amor, un amor que diriges mal, porque amas lo tuyo -tus cosas, tus ideas, tu vida- como si quitándoselas al otro las pudieras aumentar o conservar. Y esta lógica no funciona, es contradictoria. Para vivir más, para gozar más y crecer más, tienes que hacerlo en vos mismo, no contra nadie. Más bien favoreciendo gratuitamente a los demás como un modo de «pagar tu deuda con El que les dio gratuitamente la vida a los dos».

La misericordia es un modo de ser que se apoya sobre el plus, eso «de más» que a uno se le regala poder libremente dar. 

Si nos comparamos con los animales, vemos que ellos no pueden ir contra su naturaleza. Solemos fijarnos en que no pueden «excederse» en el mal: un toro no puede convertirse en un tigre. No tiene dientes para encarnizarse con su presa, a la que, a lo sumo, puede dar un topetazo. Mortal, quizás, pero nunca encarnizado porque no es carnívoro. Pero el animal tampoco puede excederse en el bien. Al hacer de modo constante el bien debido, muchas veces nosotros interpretamos como compasiva alguna actitud suya. Y lleva el sello, ciertamente, porque todo amor actúa misericordiosamente. También los animalitos son a imagen de su creador. 

Pero a nosotros se nos da la gracia de poder redoblar este amor que está en nuestro ser natural y elegir ser misericordiosos allí donde podríamos ser solo justos. Al actuar así, dice Jesús, tomas conciencia de que sos hijo del Altísimo, tomas conciencia de que puedes recrear tu vida y hacerla libremente más a imagen del que te creo. Puedes ser bueno con buenos y malos. Puedes sembrar semilla buena en todos los terrenos. Puedes recibir en tu casa como iguales a todos los hombres como hermanos. Puedes buscar hacer lo que «más le agrada» a tu Padre y a los demás, sin medir de acuerdo a tus propias conveniencias. 

Este «actuar superando las oposiciones» despierta posibilidades nuevas, te permite ser plenamente lo que sos y desarrollar todo lo que hay en tu interior sin quedar trabado por «lo que te hicieron o te hacen los otros». O por lo que tú mismo hiciste en el pasado y estás habituado a hacer.

* A imitación de Jesús, la conciencia de «ser misericordioso como lo es un hijo del Altísimo», te vuelve más sensible y más atento a discernir «lo que más le agrada al Padre» (cfr. Rm 12, 2), no contentándote con la mediocridad o con solo lo justo y necesario.

* La palabra del Evangelio se convierte así, para tí (cuando tu deseo es ser como nuestro Padre) en «lámpara para mis pasos» como dice el Salmo 119).

* Y sientes que crece tu deseo de ser más auténtico, dejandote guiar no por la espontaneidad instintiva y psicológica, sino por la espontaneidad evangélica, que más allá de lo que sientes y haces por instinto o por hábito, te estimula a acciones nuevas, hechas en la pura gratuidad de la fe, por el puro gusto de alegrar a nuestro Dios y al prójimo.

* Cierta búsqueda adolescente de gratificaciones humanas va dejando más lugar a la satisfacción que te da la gratuidad del verdadero amor, ese que desciende de lo Alto y se nos dona como gracia.

* Cuando te dejas guiar por este «instinto espiritual de la misericordia» experimentas siempre más y más la sensación de estar caminando en su Presencia, como «a la sombra de sus alas». Y que Él, cada vez que «bajas de nivel», te pone sobre sus plumas y te reconduce a las alturas, como hace el águila con sus pichones.

* La misericordia hace crecer en tu interior el deseo de gustar el sabor profundo de la Palabra, de la oración y de la vida interior. No se trata de usar técnicas o de saber más cosas, sino de profundizar en esa misericordia, es decir: es sentir y gustar internamente la riqueza, la profundidad y la textura concreta que la Misericordia adquiere en contacto con la realidad de cada situación en la que están involucradas las personas.

* De la infelicidad de hacer todo lo que se debe hacer (con las acostumbradas escapadas y transgresiones de los pecados de cada uno) se pasa a la felicidad que uno siente al respirar la libertad que da moverse en el Cielo de la misericordia.

Diego Fares sj

La Alegría del amor o todas las familias son sagradas (B 2017)

José y María subieron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, un hombre que vivía esperando la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. Conducido por el Espíritu Santo, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste para todos los pueblos: Este es la luz que viene para iluminar a las naciones paganas y la gloria de tu pueblo Israel.»  Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño hará que se revelen los pensamientos de fondo de muchos corazones. A ti una espada te traspasará el alma.»  Había también allí una profetisa llamada Ana, que era viuda y tenía ochenta y cuatro años. Vivía en el Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Llegando a aquella misma hora se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él (Lc 2, 22-40).

Contemplación

Suele pasar, cuando nace un niño en la familia, que la alegría de las abuelas es más expansiva que la de los papás. Los jóvenes padres vienen de pasar las angustias y los dolores del parto. Su alegría es honda, pero el agotamiento los hace hablar menos. Eso sí, gozan mirando cómo los abuelos toman en brazos al recién nacido y lo llenan de sonrisas y palabras de cariño y lo muestran y hablan hasta por los codos.

Algo así es lo que Lucas quiere decir cuando cuenta que: “Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él”. Los ancianos Simeón y Ana tomaban al Niño en brazos, lo alzaban en alto alabando a Dios, se lo mostraban a todos y llenos de alegría, profetizaban lo que sería de él. Felices, daban testimonio de que su vida ahora estaba plena y que se habían cumplido todas sus esperanzas. Ellos gozaban ya de las cosas que Jesús haría en el futuro. La esperanza les había ensanchado de tal manera el corazón que les permitía abrazar en la fe a todos los pueblos y ver claramente cómo ese Niño iluminaría a todos los hombres y provocaría un discernimiento en cada corazón: sería necesario optar. O por él o en su contra. Nadie podría permanecer neutral o indiferente ante el testimonio que Jesús daría.

De toda la efusividad que respira el texto de Lucas, me detengo a contemplar la alegría que desata el Niño Jesús.

El la genera y la concentra.

Es una alegría que tiene necesidad de abuelos que la expliciten y se la cuenten a todos. Incluso a sus mismos padres que, admirados, absorben cada palabra  y van aprendiendo a conocer al Jesús que les cuentan los demás.

Esta dinámica, de aprender a alegrarse viendo lo propio con los ojos ajenos, comenzó para José y María la Nochebuena, con la llegada de los pastores, que contaban llenos de entusiasmo las cosas que el ángel les había anunciado y miraban y remiraban al Niño acostado en el pesebre: ese era el signo, esa era la señal. Siguió con la llegada de los reyes magos…, y ahora con los ancianos Ana y Simeón.

Para María había comenzado antes, con el saludo de su prima Isabel, en la que Juan Bautista había saltado de alegría en su seno. Toda su vida sería así: un alegrarse con lo que la gente sencilla le contaba que había hecho su Hijo. A los que hablaban mal, no les prestaría oídos, no dejaría que la adrenalina del mal, que sube del hígado y conmueve el corazón, se le subiera a la cabeza, le afectara su inmaculada fe. No faltarían, por supuesto, los momentos oscuros y amargos. Como le profetizó Simeón, una espada le abriría el alma y le partiría en dos el corazón. Pero eso formaba parte también de la alegría, ya que la alegría que generaba y genera su Hijo no es una media alegría, no es solo la cara soleada de la vida, siempre amenazada por la cara sombría de la oscuridad. La alegría que trae su Hijo al mundo es esa que nada ni nadie nos podrá quitar. Es una alegría entera: por todo lo que pasa: por las buenas y las malas, por la salud y la enfermedad, por la vida, larga o breve.

La de Jesús no es una alegría por algo bueno. No es por algo sino por Él. Alegría por Alguien que vino para quedarse, que vino a acompañar, todos los días, hasta el fin del mundo, a nuestra humanidad. Alegrarse de tanto gozo y gloria de Jesús Resucitado, dice Ignacio en los Ejercicios. Y es un alegrarse por el Resucitado que recién nace, por el Resucitado niño presentado en el Templo y por el Resucitado preadolescente que allí se perdió; por el Resucitado hombre que llama a seguirlo, por el Resucitado que nos atrae, alzado en alto en una Cruz y por el Resucitado que nos sale al encuentro diciendo que son felices -como Simeón y Ana- si creemos sin ver.

De la alegría de la Sagrada Familia, esa alegría íntima de José y María con el Niño en brazos, que mientras suben al Templo, se va irradiando como un solcito que ilumina y hace arder a los corazones de gente como Simeón y Ana y, a través de ellos se extiende a todos los demás, pasamos a meditar acerca de la alegría en nuestra familia, en medio del mundo actual.

Es la “Amoris laetitia”, de la que habla el Papa Francisco: la alegría del amor en la familia que es júbilo para toda la Iglesia.

Antes de seguir, ponemos una tarea: releer Amoris Laetitia puede ser una linda “tarea para las vacaciones”.

Para ayudar a releerla la situamos en el marco amplio de los últimos 50 años, en los que la preocupación pastoral de la Iglesia por llegar a las familias, ha sido una constante.

El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes al tratar “los problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano” comienza hablando de la familia.

La perspectiva era realzar “La dignidad del matrimonio y la familia”, frente a un mundo que había comenzado a cuestionar su valor absoluto, proponiendo otras formas de relación.

En el 68 Pablo VI saca la Encíclica sobre “Humanae vitae”. Allí el Papa miraba a la familia desde la perspectiva de “El gravísimo deber de transmitir la vida humana”.

Se enfrentaba el problema del control de la natalidad, instrumentalizado por los estados. La posibilidad de “controlar” la fecundidad fue objeto de discusión biológica, médica, política… y por supuesto, religiosa.

De alguna manera el ámbito íntimo de la familia -la conciencia del esposo y de la esposa, su diálogo personal -diálogo que tiene sus tiempos, que se hace día a día, en medio de la vida y del trabajo, del cuidado de los hijos y de la marcha de la casa, y que se retoma en tiempos fuertes-, su maduración única y distinta en cada caso…, todo ese mundo familiar, se vio sometido a ideas y productos nuevos que les llegaron y les siguen llegando bajo la forma de una avalancha de cuestiones discutidas.

Discuten sobre la familia los biólogos, los médicos, los políticos, los sociólogos, los curas… Y todo a través de los medios  de comunicación y de los movimientos sociales.

En el ojo del huracán, las familias tienen que decidir a mil por hora si se juntan, se casan, se divorcian o se juntan de nuevo; si tienen un hijo o dos o más, si engendran con fecundación asistida, congelan óvulos, adoptan un vientre o abortan un hijo con malformaciones genéticas; si usan tal o cual píldora, preservativo o método llamado natural… y todo esto sin hablar de que ya desde adolescentes se les plantea qué género quieren elegir y si serán hetero, homo, o transexuales.

En medio de esta agitación en la que cada familia viene viviendo, el Papa Francisco, realizó “uno de los hechos más significativos de su pontificado” – al decir de muchos analistas-: convocó a una Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos para tratar “Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización” (5-19 octubre de 2014).

Una convocación de este carácter (un pequeño Concilio, podemos decir), que tiene solo dos antecedentes, se hace cuando un asunto hace al bien de la Iglesia universal y requiere “una resolución rápida”.

Luego vino un segundo Sínodo sobre la familia. Fue ordinario y con los aportes  del extraordinario, trató el tema de la familia desde la perspectiva de su misterio y vocación.

Al finalizar, el Papa escribió su Exhortación apostólica “Amoris Laetitia”.

El tema de la “alegría del amor” lo había mencionado San Juan Pablo II en Familiaris consortio (1980) al hablar de la “irradiación de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza” mediante las cuales las familias son testigos del amor de Cristo, de las virtudes del reino que están presentes y son reales en esta vida y de la vida bienaventurada (FC 52).

Qué nos quiere decir el Espíritu con todo esto? Yo lo expreso así: con Amoris Laetitia estamos en presencia de un regalo del Espíritu a las familias.

Es un regalo bien envueltito que cada familia debe ver cómo lo desenvuelve y se lo goza.

Es un regalo que comenzó a prepararse hace 50 años y que se vio envuelto -empaquetado- en todo tipo de peleas, discusiones, recomendaciones severas, teorizaciones abstractas de todo tipo…

Un regalo que el Papa Francisco tuvo el coraje de poner sobre la mesa en medio de dos sínodos de Obispos y, luego de escucharlos atentamente y ver cómo revivían en los diálogos todas las discusiones de estos 50 años, tuvo el coraje redoblado de desempaquetar todo, sacando lo que no era esencial y devolvernos el regalo de lo que el Espíritu viene queriendo decir a las familias desde hace 50 años.

Y qué es lo que nos quiere decir el Espíritu?

Ante todo y simplemente: “una buena noticia”.

Que “La alegría del amor que se vive en cada familia es también el júbilo de la Iglesia”. Que a pesar de todas las crisis, “el deseo de familia sigue vivo, en especial entre los jóvenes, y que esto motiva a la Iglesia” (AL 1).

Contra todas las pálidas -bajo forma de que no vale la pena la familia o de que es algo tan puro que es imposible de alcanzar y por tanto se vive siempre bajo la sombra de la culpa- Francisco nos regala esa buena noticia.

La tarea es animarse a “leer una buena noticia”: de punta a punta, palabra por palabra y capítulo por capítulo.

No todo el mundo es capaz de soportar noticias tan buenas que le toquen en su intimidad más íntima: en su casa, en su mesa y en su lecho conyugal.

Pero ese es el desafío: Francisco nos habla largo y tendido de la alegría del amor que experimentamos en familia y se dedica corajudamente a defender esta alegría contra toda mala onda, a alentarla en sus más mínimos pasos y en sus decisiones más valientes. Le pone palabras de reconocimiento a todo lo que es positivo y palabras de infinito respeto, ternura y misericordia, a todo lo que es dolor, herida, angustia y pecado.

Esto quiero decir con lo de que Amoris Laetitia es un regalo: que la perspectiva desde la que habla el Papa es la de la alegría. No la alegría en abstracto, no la alegría destilada de los puros, no la alegría en dosis del mundo. Es la alegría de la familia, de todas las familias reales, las no perfectas, las que luchan por su amor y tratan de sacar adelante a sus hijos y se hacen cargo de los viejos. El Papa empieza, sigue y termina por esta alegría. No la empieza con el dedo en alto del deber ni con el dedo señalador de la acusación. No se mete a hurgar en las llagas, sino que las venda con el bálsamo de la misericordia. No se extiende en las razones para temer, que vuelven rígidas las posturas, sino que se alarga en las razones para la esperanza y el amor. Francisco mira todo “a la luz del ministerio pastoral: almas que salvar y que reconstruir”, como escribía en su diario Juan XXIII, poco antes de la apertura del Concilio.

Amoris Laetitia es un regalo esencial porque, al cambiar de lugar algunos acentos, brinda elementos de discernimiento para que cada persona descubra esa alegría duradera que experimenta cuando “hace familia”, la distinga de todo lo que no puede hacerse familiar y se anime a dar un pasito que concrete esta vocación universal a la alegría del amor.

Diego Fares sj