No ser «dueños de nuestro tiempo», para vivirlo como Jesús: atentos al Padre y sirviendo a los hermanos

Entró de nuevo Pilato  en el Pretorio y llamó a Jesús. Y le preguntó:¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús le respondió:

¿Dices esto por ti mismo o bien otros te lo han dicho de mí?

Pilato replicó:

¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes son los que te han entregado a mí ¿Qué hiciste?

Jesús respondió:

Mi realeza no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que Yo no fuera entregado a los judíos. Pero ahora mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo:

Entonces, ¿tú eres rey?

Jesús respondió:

Tú dices que Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: 

para testimoniar la verdad. El que es de la verdad escucha mi voz.

Le dice Pilato

 ¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 33-38).

Contemplación

            El domingo pasado me quedó algo nuevo en el corazón y que me dio ganas de seguir meditándo: el consuelo de no ser dueño del tiempo. El consuelo de que sólo el Padre sea el dueño de mi tiempo. Y de manera especial el consuelo que da el que Jesús puede ser compañero cercano y Rey y Señor de mi vida práctica en cada uno de esos momentos en los que elijo vivir alguna obra de misericordia, predicar el Evangelio, o hacer las cosas con el estilo de las bienaventuranzas 

Pablo formula así esta Realeza de Dios: “Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Cor 8, 6).

El Espíritu es el que inspira, consuela y ayuda a discernir los momentos del Señor Jesús , que se concretan en el amor al prójimo y esta actitud de adoración al Padre del tiempo, que es nuestra manera de amar al Padre sobre todas las cosas.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo se enseñorea de todo lo que somos…! 

No podemos controlar cuánto durará lo que hacemos, cuánto viviremos nosotros y los que amamos. Este no control pone un sello radical a todo lo demás. 

Es tan clara esta verdad, tan rotunda, que resultan patéticos todos los pataleos por “estirar unos instantes nuestro tiempo”. Jesús lo dijo de una vez para siempre, y esta enseñanza suya sobre el tiempo es, a mi entender, su sabiduría más preciosa, su enseñanza más honda, la que pone el marco a todas las demás. Al revelarnos que el Padre es el Señor de nuestro tiempo, y al hacerlo habiendo venido a vivir dentro de este tiempo nuestro, compartiendo nuestras ansiedades y dialogando con ellas al ritmo del latido de su corazón de hombre, igual al nuestro, Jesús se muestra como “Hijo y heredero del Padre del tiempo”. 

Vale la pena escuchar de nuevo todo el pasaje de Mateo, tan hermoso y consolador. Lo podríamos titular: “Consejos de Jesús para no andar con cara de angustia el día de hoy con la excusa de que estamos preocupados por el futuro”:

« Por eso les digo: No anden preocupados por su vida, qué comerán, ni por su cuerpo, con qué se vestirán. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren los pajaritos del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y nuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valen ustedes más que ellos? Por lo demás, ¿quién de ustedes puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparse tanto? Observen los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo les digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió tan lindo como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe? No anden, entonces, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se inquietan los paganos; pues ya sabe nuestro Padre celestial que tenemos necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura. Así que nada de preocuparse del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mt 6, 25 ss.).

Vivir al día, como decimos. A Dios lo encontramos en el presente, como dice al Papa Francisco. Es la gracia de la pobreza, de la enfermedad… Junto con sus penas y dolores puntuales, nuestras hermanitas, como las llamaba Francisco, la pobreza y la enfermedad, nos regalan la gracia de tener que vivir al día. Paso a paso, sin omnipotencias ni desplantes, sintiendo el peso (liviano y ligero) de cada hora, de cada parte del día que, vivido de la mano de Jesús, se hace cruz y yugo suave y llevadero. 

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo está preñado de cosas nuevas!

Me consuela pensar como venidas de las manos del Padre todas las cosas nuevas que acontecen (en este mes nacieron bebés de amigos: un tiempo que comienza…, misteriosamente cobijado con amor en los brazos de una mamá, misteriosamente contemplado con los ojos sonrientes de un papá…). 

El tiempo tiene que ver con los comienzos, con las cosas nuevas que la vida nos pone en las manos.  Es consolador mirar todo las cosas nuevas con la mirada de Pablo que nos revela que han sido “preparadas de antemano” por las manos del Padre: porque “somos hechura suya: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Ef 2, 10).

¿Qué me has preparado para que viva hoy Señor? ¿Quién me solicitará un rato de mi tiempo? ¿Cuánto habrás dispuesto que tarde en resolverse tal problema, cuánto le llevará a quien quiero ayudar a madurar en su proceso? ¿Será hoy tiempo de siembra, de soñar cosas que has preparado para después? ¿O más bien hoy tocará un tiempo de frutos, de cosechar y recibir lo que otros sembraron? ¿Qué has preparado para hoy? ¿Tiempo de fiesta o tiempo de aguante? Más allá de las cosas que vengan te pido la gracia de sentirlas como venidas de tu mano, como medidas y pesadas, como preparadas de antemano con amor, como ya compartidas y redimidas por tu Hijo, como modeladas por él para el bien.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo pone fin a todo cuando quiere, ciegamente a veces! 

El tiempo tiene que ver también con el final, con las etapas que se terminan, con la vida misma que se termina. Tiene que ver con los trabajos que se realizan bien y se coronan y con lo que quedó trunco o terminó abruptamente, mal. Por eso rezamos para “Que nuestro Dios lleve a término con su poder todo nuestro deseo de hacer el bien” (2 Tes 1, 11). 

Frente a esta dimensión del tiempo, lo más consolador es lo de los pajaritos: “ninguno cae en tierra –dice Jesús- sin el Padre”. Nuestro Padre está en todo final. El es Dios de vivientes, de sus manos sale la creación y en sus manos termina cada vida. La oración de Jesús en la Cruz, reclamando por el sentimiento de abandono y entregándose confiado en las manos del Padre es la oración que cada uno debe tener preparada para cuando sienta llegar su final. También es consolador saber que Jesús es el que “recapitula todas las cosas”. Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia: 

“El es la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 17 ss.).

Jesús es Rey, o mejor “se va haciendo Rey”, porque el Padre ha hecho que se vayan convirtiendo a su amor todas las cosas y “cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se pondrá en las manos de Aquel al que le fue poniendo bajo su amor todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Cor 15, 28).

Así, es consolador contemplar este poder recapitulador del amor de Jesús. Nos quita la angustia que sentimos ante todo lo que queda trunco, ante todo final abrupto o mal terminado, ante lo que queda inconcluso, ante lo que sentimos fragmentado, no del todo integrado… 

Por eso nuestra oración nos debe ir metiendo en este tiempo recapitulador del Corazón de Jesús (porque Jesús recapitula todo “recorazonándolo”), ese corazón que lleva la cuenta de las moneditas, de los vasitos de agua dados a los pobres, de los pajaritos que caen bajo la mirada amorosa del Creador, de los lirios que florecen y que a Teresita le gustaban tanto…: él es el que enjugará todas y cada una de las lágrimas. Nada quedará sin recompensa, nada inconcluso, nada sin redimir: hasta el último pecado quedará perdonado, si cultivamos la humildad de ponerlos todos en sus manos.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo rota, cómo cambia de repente, sin aviso, cómo a veces se hace eterno y luego, en un instante, apura todo, y todo cambia!

No solo las cosas nuevas, no solo el final de cada una, sino también la rotación de distintos tiempos viene de las manos del Padre. Ignacio le explica a sor Teresa Rejadell, que se dirigía con él por carta, cómo “la consolación no está siempre en nosotros, mas camina siempre a sus tiempos ciertos según la ordenación (divina), y todo esto para nuestro provecho” (Carta 5, 4). 

Las reglas de discernimiento de los Ejercicios son la sabiduría de Ignacio para vivir nuestro tiempo bajo el Señorío de Jesús. El que hace los ejercicios experimenta esta gracia que es principio y fundamento de la vida espiritual y que permite “Alcanzar amor”: la gracia de pasar varios días a merced de lo que el Señor quiera darle y experimentar tiempos de consolación y de desolación. Es la experiencia más fuerte de los ejercicios, esta de sentir el tiempo totalmente en manos de Dios. Otro nos da la materia de contemplación, nos maneja los horarios, nos dice cuando esperar para elegir, cuándo pasar a otra semana de la vida de Jesús… Y en medio de esto el Señor se muestra Rey de nuestro tiempo. Y nos va dando la fe cierta y experimentada de que las consolaciones vienen, sí o sí. De que, si uno le regala su tiempo, el Señor responde. Y nos va regalando la fortaleza de aguantar una desolación, aunque dure mucho, y de perseverar en la petición hasta que el Señor nos consuele. 

Estas experiencias dan un sentido del tiempo que luego es precioso para la vida. 

En el tiempo de Ejercicios el Señor nos enseña que no está en nuestras manos estar consolados o desolados. Precisamente de eso se trata. Hacer ejercicios no es para nada un ir a buscar recetas de autoayuda para andar siempre optimistas! Todo lo contrario: es meterse en el tiempo de Dios sin horarios propios y experimentar cómo su ordenación y su ritmo son más sabios y llevaderos que los nuestros. Y de mayor fecundidad. 

Una de las cargas más pesadas de las que nos liberan los ejercicios es la de “no saber sufrir en paz el estar desolados”, no vivirlo como una lección del Señor que “pronto nos consolará”. Y, de manera equivalente, también nos libran del “temor a estar bien”, del sospechar de las consolaciones por el hecho de que no las podemos “retener” o “manejar”.  

¡Qué misterio el tiempo! con su instantaneidad y sus épocas extensas…

Nos hace bien y nos consuela poner en manos del Padre el misterio de los momentos, de esos instantes de gracia (kairos) preciosos en que la gracia relampaguea en unos ojos o resplandece en un gesto fugaz que advertimos cuando estamos atentos y miramos a la gente con amor, como Jesús cuando ve el gesto de la mujer viuda y sus moneditas. 

También es consolador saber que las edades de nuestra vida, como dice Guardini, están enteras en las manos del Padre: algunas han pasado, como nuestra niñez, y otras quizás las estamos viviendo o no han llegado aún, pero en las manos del Padre están intactas, enteras, resguardadas y completadas, gracias a la redención de Jesús. 

Nuestra niñez, con sus juegos y alegrías espontáneas, está guardada y viva en el Reino interior donde habita el Padre, que les dedica ángeles de la guarda a los niños (y cuya amistad no hay que perder con la excusa de ser adultos).

También nuestro primer acto de fe, y la primera confesión, están en sus manos.

Intacta está en las manos del Padre la sensación del tiempo del primer amor, con sus incertidumbres y el quedarse eternamente en cada instante. 

Intacta la certeza del tiempo de la amistad, que es “lo de una vez”. 

También el tiempo de la madurez, que se vuelve casa, trabajo, sentirse a cargo. 

Y el de la ancianidad, que lo rememora todo y se complace en volver a vivir para agradecer y bendecir.

Cada etapa de la vida es única y guarda en sí algo irrepetible: siempre somos niños en la espontaneidad de nuestros sentimientos más básicos, siempre somos jóvenes en el rincón más lindo de nuestros sueños, siempre somos padres, aunque hayamos pasado ya a ser abuelos. Y en el Señor podemos ir y venir por el reino de sus tiempos, rezando con lo mejor de cada uno, pidiendo con prevención intercesora, reparando con arrepentimiento sincero, ofreciendo y aprendiendo como buenos discípulos que aprovechan la hora.

En la fiesta de Cristo Rey, podemos quedarnos un rato contemplando a Jesús rey del tiempo, que se encarnó para vivir como servidor su tiempo limitado: 

Contemplarlo como rey herido, 

como rey atado de manos, 

como rey coronado de espinas, 

como rey discutido y cuestionado por Pilatos, 

como rey rechazado por su pueblo, 

reinando en la paciencia de la pasión.

Lo miramos como rey del tiempo vivido “sin saber la hora”, teniendo que estar atento a discernirla (y a adelantarla a pedido de María). 

Lo contemplamos recordando a su padre David, que ya había sido ungido y coronado en secreto, y era rey sin ejercer poder ni recibir honra. 

Jesús, un rey que reina desde adentro del tiempo, modelándolo con su paciencia y con su mansa humildad. 

¿Cómo se es rey de algo que uno no puede dominar? 

Solo amando y sirviendo. Esa sería la lección de hoy. 

El Señor es rey de un tiempo humano que ama hasta sus últimos segundos, 

de un tiempo que recibe enteramente de manos de su Padre, 

atento a la hora, 

sin controlarlo ni poder prever lo que sucederá, 

aunque sepa que habrá pasión y resurrección. 

El Señor no es como esos ajedrecistas que a la tercera jugada ya prevén cómo seguirá la partida y en cierto momento, resuelven abandonar porque ya saben que el otro les ha ganado. Nada de eso: Jesús juega hasta el último instante con un amor abierto al Padre y al corazón de los hombres. Nada está dicho hasta que todo se cumple. A último momento se convierte el buen ladrón, Juan se lleva a nuestra Señora a su casa (y a la nuestra), Judas se suicida y Pedro llora arrepentido, y la Magdalena espera más allá de toda esperanza… 

Nada está ya dicho y como Pablo, podemos decir:  

“Habiendo  sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús, yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que  está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3, 9-14).

Confiado en Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén” (Ef 3, 16-21).

Porque sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio… El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Nada de eso. En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 28 ss).

Diego Fares sj.

Nuestro tiempo está en las manos del Padre, cuenta con la cercanía de Jesús y navega bajo el soplo del Espíritu (33 B 2021

(Después de salir del templo, fueron al monte de los Olivos y habiendo llegado, Jesús, se sentó mirando a lo lejos, hacia el templo. Pedro especialmente, pero también Santiago, Juan y Andrés, le preguntaban: Dinos ¿cuándo será el fin, y cuál la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?…) …Y Jesús comenzó a decirles: -En aquellos días, después de la tribulación  el sol se entenebrecerá y la luna no dará su esplendor, las estrellas irán cayendo del cielo y las fuerzas que están en los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes, con gran poder y gloria. El enviará a los ángeles y congregará a sus elegidos desde los cuatro vientos desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan esta parábola, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, dense cuenta que está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie las conoce,  ni los ángeles del cielo ni el Hijo, nadie sino el Padre (Mc 13, 24-32).

Contemplación

“Es la hora la que nos posee, no nosotros los que la poseemos a ella” (Hans Urs von Balthasar).

Estamos tan inmersos en el curso de los acontecimientos que no percibimos cuánto cambia nuestra vida a cada instante. Planificamos las cosas y éstas siguen cierto ordenamiento y marchan según disponemos, pero basta a veces un acontecimiento inesperado (como el Covid 19), para que cambie totalmente nuestra vida. Es esta la condición más profunda, la más propia quizás de nuestro ser creaturas: no somos dueños del tiempo. 

Esta verdad, viene de la mano de otra: Nuestro Padre Creador es quien tiene en sus manos el tiempo, nuestro tiempo. 

Mis días, mis años, mis horas, vienen de sus manos,  están en sus manos, van hacia ellas. 

Así como el comienzo de mi vida no provino de mí, sino de su Amor que me soñó y  me dio la dicha de existir –sus dedos “me tejieron en el seno de mi madre”  dice el Salmo 139)-, así también el día de mi muerte será dejarme caer en sus brazos diciendo, como Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). 

Y entre tanto, cada uno de mis días, cada etapa de mi vida, cada instante de mis horas, puedo vivirlo como un don que viene de las manos del Padre y como una ofrenda  que pongo en ellas. Es nuestro Padre el que me regala mis días, orienta mis planes según los suyos (escribiendo muchas veces derecho sobre mis renglones torcidos), el que cuida que haya pan en mi mesa y amor en mi corazón (si estoy dispuesto a perdonar y a dejarme perdonar por su Misericordia infinita) en medio de las tribulaciones y alegrías de cada día.

Un “detalle” (si se puede llamar detalle) significativo: Jesús manifiesta a sus amigos, inquietos por conocer las señales del fin de los tiempos, que ni siquiera Él sabe la hora. Comparte así lo más humano del hombre: también Él debe discernir “la hora” y estar atento al Espíritu, que lo conduce para que cumpla la Voluntad del Padre. Yo pienso que compartiendo esta condición de “no saber” cuándo será el fin del tiempo, Jesús se convierte para nosotros en un compañero de camino junto con el cual podemos discernir la voluntad del Padre en cada situación concreta. Jesús no es un maestro de costumbres morales, es el Maestro del tiempo, pero no de “todo el tiempo” sino del tiempo en sus momentos. Con Jesús, escuchando sus Palabras (que no pasan) cada momento se convierte en un momento de gracia, en un momento propicio para acercarnos al que está herido al costado del camino, en un momento de gracia para hacer un acto de Fe en Él y “tirar las redes”, en un momento para realizar alguna de las obras de misericordia en las que el Señor siempre estuvo ocupado.

El Señor ha hecho las cosas de tal manera que, no importa cuánto dure o cuando termine nuestro tiempo, Él estará con nosotros: “todos los días, hasta el fin del mundo”. El Señor nos ha asegurado su cercanía, como le gusta decir al Papa Francisco, su “estar”. Para ello inventó la Eucaristía, con la que lo podemos hacer presente en cualquier momento.

También nos ha asegurado que “estará” en el juicio final, y que nos reconocerá si lo supimos reconocer a él en los pobres que, en cualquier momento, nos salieron al encuentro pidiéndonos ayuda.

Y siempre tenemos el consuelo de que Él “ya estuvo”. Él ya vino. A esto no hay con qué darle. Tenemos sus huellas. Tenemos a sus testigos. Que Alguien como Él haya existido en este planeta tierra, ya solo por eso, vale la pena ser hombres. Nuestra esperanza no es una esperanza cualquiera, es la esperanza de que vuelva el mismo Jesús que conocimos. 

Nuestro tiempo, finalmente, impulsa las velas de nuestra barca gracias al Viento del Espíritu. “

El Espíritu sopla donde quiere, y nosotros oímos su voz pero no sabemos de dónde viene ni adonde va” (Jn 3, 8). Pero sí sabemos que, cuando se lo pedimos humilde e insistentemente en nuestra oración de cada día, el Espíritu hace que las Palabras de Jesús “no pasen”, sino que se actualicen e iluminen cada momento.

El Espíritu nos recuerda las Palabras de Jesús y las vuelve reales, concretas, vivibles. 

Todo pasa, menos ellas, las benditas palabras de Jesús.

Cada una de sus palabras: las pronunciadas de camino, sobre semillas y pajaritos del cielo, sobre brotes de higueras y lirios del campo;

las solemnes, anunciadas en alta voz a las multitudes que lo oían embelesadas,

las íntimas, conversadas a media voz en sus noches de barca o en la pieza alta del cenáculo… 

las no dichas, que se volvieron imágenes imborrables en los ojos de los que lo contemplaron: brillante como el sol, transfigurado, 

o tan herido y lastimado, dándose entero en la Cruz, 

o al verlo, por fin, resucitado…

Sus palabras no pasan. 

Es más, ellas son las que hacen que todo pase…, en el sentido de que “acontezca”: 

Las Palabras de Jesús son vida, son palabras que crean lo que dicen, que hacen aparecer, que consolidan y alimentan, palabras que dan ánimo, luz, que ponen en camino y llenan de esperanza. Sus palabras pacifican, abren ojos, destapan oídos, enternecen corazones, absuelven culpas, fortalecen manos. 

Sus palabras son más reales que las cosas más reales, 

y más increíbles que lo más increíble. 

Y precisamente por eso, porque son lo que ningún oído oyó ni pensó siquiera que pudiera escuchar, por eso mismo son las más de fiar, las que tienen credibilidad. 

La Palabra del Señor –el evangelio entero, con el antiguo Testamento incluido- es el ámbito razonable, de esa razón amplia y cordial- que permite entender la vida, orientarla, edificarla, explicarla, anunciarla…

Las palabras del Señor son capaces de crear mundos, de establecer vínculos, de pasarse de boca en boca y de corazón a corazón de padres a hijos, de hacer que una comunidad viva mil años en torno a una palabra suya. 

Son palabras que permiten iluminar y dar sentido a épocas enteras, hermanar hombres y mujeres a través de todos los tiempos y en la diferencia de culturas y mentalidades diversísimas.

Las palabras humanas pasan, se desgastan. Hay palabras, consignas, ideologías que parecen definitivas y de golpe, un cambio de paradigma, y dejan de tener sentido, se vuelve viejas, sin capacidad de iluminar.

Las palabras de Jesús en cambio, en diálogo con todas las demás –con las intimísimas de cada corazón y con las comunísimas de cada cultura- siempre están vigentes, siempre tienen la virtud de renovarlo todo –el amor y el sentido- si dos o tres las eligen y se ponen de acuerdo para ponerlas en práctica, si un corazón se anima a hacerles sitio en su contemplación.

Diego Fares sj

La alegría del amor (32 B 202) 

Jesús enseñaba a la multitud: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad.» 

Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. 

Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 38-44).

Contemplación

            En Marcos, luego del mandamiento del amor, no está la parábola del Buen Samaritano. Pero sí está en cambio esta hermosísima parábola-real de la mujer viuda que echa sus dos moneditas en la alcancía del Templo (imagino que trabajaba por horas y eran lo que había cobrado para comprar algo para comer entre un trabajo y otro) bajo la mirada atenta de Jesús, que la elige como conclusión y corona de toda su enseñanza sobre el Amor. Lo lindo que tiene es que Jesús no inventa una bella historia para ilustrar sus palabras, sino que le basta sentarse un rato en un rinconcito del templo, donde nadie lo ve, para encontrar enseguida uno de esos pequeños gestos que el pueblo sencillo realiza cotidianamente con gran amor. 

Llama ahí nomás a sus discípulos, como diciendo, miren que el amor del que les hablo ya está activo en medio de nuestro pueblo; no les estoy dando imperativos éticos ideales, de esos de los que todos teorizan, pero pocos cumplen, que sirven sólo para quejarse de lo mediocre que es la humanidad y para culparse porque nadie es tan generoso. Todo lo contrario, les muestro que, así como hay muchos que dan para hacerse ver, hay muchos más que se dan enteros porque gozan con esta plenitud del amor, que no tiene otro premio mayor que él mismo.

El marco en que el Señor nos habla del amor conserva, como en el evangelio anterior, un aspecto más estético. Jesús advierte contra el espíritu de los escribas, contra su vedettismo. ¿De qué hay que cuidarse? De que a uno le empiece a gustar más figurar que amar. O, expresado de manera contraria, hay que cuidarse de que a uno le disguste y le preocupen más cuestiones de figuración que cuestiones de amor. Que nuestros temas de conversación dejen de ser cómo y cuánto estamos amando y que pasen a ser “lo que este dijo de aquel”, a quién le dieron importancia y a quién no, si se fijaron, si figuré…. vedettismos, en suma.

Notamos que el marco de la enseñanza sobre el amor es estético. Aunque es cierto que el aspecto ético es inseparable y que Jesús critica que los escribas “devoren los bienes de las viudas y finjan hacer largas oraciones”, pero lo que destaca aquí como amenaza contra el amor es una cuestión de vanidad y de buen gusto. Es verdad que es un problema de inequidad que haya tanta codicia, injusticia y robo. Pero la levadura agria de todo esto está en un error de mal gusto. En que a uno le guste más estar en el centro y comparar reconocimientos externos -el vedettismo-, que amar dándose entero. 

Por eso elige Jesús como ejemplo a esta mujer que da sus moneditas y con ellas todo lo que poseía para vivir aquel día o aquella mañana. Jesús destaca el don, pero el don totalmente ocupado en darse y no en otra cosa. La mujer ni se enteró de que Jesús la estaba mirando, (aunque sí habrá experimentado la mirada del Padre que ve en lo secreto y que recompensa en lo secreto). Recompensa, sí, pero convengamos en que el Padre recompensa no con una aprobación externa, sino haciendo sentir a alguien que puede actuar de manera perfecta, igualándose a su Padre, que se da entero y goza con este darse gratuita y plenamente. Jesús destaca el gusto que saborea el que posee este secreto del amor.

Me viene al corazón un ejemplo lindo que vivimos hace tiempo en un concierto para la Casa de la Bondad que organizó Manos Abiertas. Lo resumo primero en una actitud: la Camerata Bariloche entró y salió sin decir una palabra. Ni siquiera hablaron entre ellos. Fue la maravilla de las manos. Y me pareció la parábola musical más hermosa de lo que podría ser nuestro trabajo de servicio por los más humildes: un trabajo en el que sólo hablaran las manos.

Me extiendo ahora un poco, porque vale le pena hacer memoria agradecida y, aquí sí, poner más palabras. Hace unos años, mil personas participamos del Concierto que la Camerata Bariloche brindó a beneficio de la Casa de la Bondad. Demás está decir que fue un placer escucharlos y una alegría reconfortante sentir el trabajo de tanta gente de Manos Abiertas que lo organizó durante meses en silencio, y el apoyo de tantos amigos que concurrieron. En medio del concierto, mientras la música se adueñaba de nuestras almas, me concentré en contemplar las manos de los músicos. La verdad es que disfruté de la maravilla de las manos. Manos enérgicas apretando las cuerdas de violines, violas y contrabajo, manos suaves acariciando con los arcos las cuerdas y el clavecín, manos ágiles pulsando las llaves del oboe y los pistones de las trompetas. Entre los músicos reinó un silencio de palabras que fue absoluto: no dijeron una sola palabra, ni al público ni entre ellos, desde que entraron hasta que se fueron. Sólo miradas de entendimiento y gestos acordados. Todo su lenguaje fue música, el de la música de Mozart, de Vivaldi, de Bach, de Piazzola… Música a la que, para hacer hablar, tuvieron que callar ellos.

Y no solo callar ellos, sino que nos fueron acallando también a nosotros. Con indulgencia aceptaron los aplausos que les dábamos a destiempo, cada vez que hacían la pausa de ese silencio que es tan música como el sonido, entre un movimiento y otro de la pieza que se interpreta. Saludaban explícitamente al final, con gestos bien elegidos para que el público se diera cuenta de cuándo hay que aplaudir y cuándo no. Creo que todos percibimos el intento de incorporarnos a su riguroso servicio de la música en plenitud, pero no pudimos ordenarnos de manera tal que todos aplaudiéramos al mismo tiempo. Siempre hay algún entusiasta que desentona y algunos que, inadvertidamente, se dejan llevar por unos instantes.

Imagino que tanto silencio en escena a ellos les llevará mucho diálogo en los ensayos. Y también discusiones, planeamientos, corrección de errores, autocrítica… 

Pero han logrado un grupo en el que no hay vedettismos. Yo que no conocía los nombres de los integrantes supuse quién era el que dirigía, porque veía a uno que estaba al último de la fila, no en el centro, y que iniciaba las piezas con un gesto más enérgico y que daba lugar al protagonismo de los demás, de acuerdo a lo que había que tocar. Lo supe ya casi con certeza, cuando en cierto momento, junto con otra violinista, ejecutaron las piezas más difíciles. Y lo confirmé cuando en el entreacto miré el programa y vi que su nombre figuraba siguiendo a la frase “arreglos de…”. Es decir: la que mandaba era la música y dirigía el que mejor podía ayudar a que todos a su ejecución, de acuerdo a la partitura y a las posibilidades y méritos de cada uno. 

La gracia que se me ocurrió pedir en ese momento fue la de que, en nuestro servicio a los pobres, fuéramos logrando el mismo antivedettismo que esplendía en ese silencio de la Camerata en el que sólo hablaran nuestras manos. Aclaro que no todo en la música es así. Hay música de grandes orquestas en las que se destaca el Director, hay grupos y solistas en los que el vedettismo es alimentado, e incluso es parte necesaria del espectáculo y de la diversión. En la Camerata en cambio es la música que elijen tocar la que les impone su estilo. Se siente que el trabajo de despojo individual y de parquedad de expresiones se debe a que la música que eligen es la más sublime que ha producido la humanidad. 

Así también nosotros: para ejecutar las obras de misericordia tal como las escribió Jesús, para que alumbre la alegría de las bienaventuranzas tal como él las concibió, se requiere un arduo trabajo de despojo de todo vedettismo y capricho individual, al servicio de un Amor que debe ser puesto en práctica en común. Es la sublimidad del Amor que se nos regala para que amemos (el del Señor, no el nuestro) el que impone actitudes de especial antivedettismo.

En la partitura del Espíritu cada carisma, cada sentimiento, cada palabra, cada acción, está ordenada al Bien Común, con el mismo rigor con que cada nota y cada movimiento de una partitura musical están ordenados a la obra entera. 

Por eso rompen la armonía no solo los que desafinan, sino también los que tocan más fuerte que los demás, o a destiempo, e incluso, me animo a decir, los que con sus virtudes afinan tanto que hacen parecer desafinados a los demás!

Pablo les decía a los Efesios que una de las amenazas contra la unidad de la Iglesia provenía de la riqueza misma de carismas que el Espíritu derrama entre los cristianos y que no todos comprenden que son carismas esencialmente ordenados al bien común (aunque sean únicos y muy especiales): “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo: a unos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros…” y toda esta diversidad es “para capacitar a los santos en las funciones de servicio para la edificación del Cuerpo de Cristo (Ef 4, 7-12).

La complejidad del mundo requiere diversidad de dones y el Espíritu da todos los dones necesarios para captar a todos los hombres, y los da articuladamente, para el bien común, sino no daría tantos dones. Y por eso la unidad de la Iglesia en su rica diversidad requiere coordinación, jerarquía. Una jerarquía al servicio de la caridad, en la que el más grande es el que sirve a todos. Pero jerarquía al fin. Porque la tentación es la de que las jerarquías sean para el poder y la fama. Nada de eso: la jerarquía del servicio, la jerarquía del amor que ordena en paz el servicio, es más rigurosa que la del poder. Lo cual no quita que sea misericordiosa, alegre, dialogal, participativa, como la de la música.

Por eso pedía que, así como en la música el amor es puro don de los sonidos en los que se nos da una obra entera, en nuestro trabajo de justicia y caridad, así nuestro amor sea puro don de gestos concretos, en los cuales demos nuestro corazón entero ajustándonos al sentido de un Amor mayor, que incluye todo y a todos dentro del Plan de Amor de Dios. 

Volvemos aquí a la viuda del evangelio, a la que no hemos dejado olvidada. El tintineo de sus dos moneditas de cobre al caer sobre el oro y la plata de las monedas grandes resonó como una melodía celestial -afinadísima- en el oído atento de Jesús. El Señor reconoció en esas dos notas la música de su Amor interpretada a la perfección por un alma sencilla y anónima del pueblo fiel de Dios. El Espíritu que pronto Él efundiría en plenitud ya estaba aleteando en los corazones de la gente de su tierra. 

La mujer quizás ni supo que fue puesta como ejemplo. Tampoco le interesaría, preocupada como estaba por dar su limosna entera y por requerir del Padre una ayuda igual de entera, ya que se ve que su vida se jugaba entera a cada instante. 

Los aplausos le estaban tan demás como los que nosotros les brindábamos a la Camerata a destiempo. Es que el Señor quiere que aprendamos, no de él tan solo, sino de la gente más humilde que nos rodea, que el gozo del amor está en darse entero, de la misma manera en que el gozo de la música está en ejecutarla entera. El aplauso es un agregado. Vale si se lo vive también como una música de respuesta agradecida con la que un grupo se une para agradecer enteramente al que los deleitó. El marco del amor que nos predica el Señor es, pues, estético en el sentido de una estética que se oculta porque está concentrada en poder hacer don de sí en plenitud. 

Cuando uno tiene la gracia de darse en plenitud, el aplauso molesta. Y, paradójicamente, la crítica causa alegría, como dicen las bienaventuranzas. Podría ser este el termómetro para ver si nos estamos dando enteros: si nos preocupa que se nos tenga en cuenta, si nos aflige que no nos reconozcan y nos deprime una crítica o ser dejados de lado, es que no estamos gozando del darnos enteros, estamos en el ámbito del vedettismo comparativo, con el aplausómetro prendido, y no en el ámbito de una camerata que está gozando de su música ni en el de la viuda que está dando con todo amor y entrega sus dos moneditas. Ámbito de la mirada del Padre que ve en lo secreto y recompensa en lo secreto, porque es el Padre “que ama al que da con alegría”, como dice Pablo:

“Cada cual dé según el dictamen de su corazón,

no de mala gana ni forzado, pues:

Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9, 7).

Diego Fares s.j.

Bartimeo, el mendigo ciego que de ser un marginal, pasó a ser seguidor de Jesús, de un Jesús que siempre está “en salida” (Domingo 30 B 2006)

Fueron a Jericó. Y saliendo Jesús  de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo –Bartimeo-  un ciego mendigo, estaba sentado al costado del  camino. Y oyendo que pasaba Jesús, el Nazareno, comenzó a gritar y decía:

– ¡Hijo de David, Jesús ¡Ten piedad de mí!

Y muchos lo increpaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte:

– ¡Hijo de David, apiádate de mí!

Jesús se detuvo y dijo que lo llamaran.

Entonces llamaron al ciego y le dijeron:

– ¡Animo, levántate! El te llama.

Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Jesús.

Y en respuesta Jesús le dijo:

– ¿Qué deseas que haga para ti?

El le respondió:

– Maestro –Rabbuní-, que vea.

Jesús le dijo

– Vete. Tu fe te ha salvado.

Y al instante comenzó a ver y lo seguía en el camino.

                        (Mc 10, 46-52)

Contemplación

En pocos renglones Marcos nos muestra el momento clave de un largo proceso interior, el de Bartimeo, ciego mendigo, que de estar sentado a un costado del camino recupera la vista y se convierte en discípulo de Jesús, en uno que ahora no está más al costado sino que sigue al Señor por el camino. Esas son las dos imágenes fuertes de Marcos y tienen como punto central el camino: Bartimeo sentado a un costado del camino, Bartimeo siguiendo a Jesús por el camino. Un camino que, como ha anunciado el Señor poco antes, por tercera vez, lo lleva a Jerusalén, lo lleva a la Cruz.

En medio de estas dos escenas vemos a un Bartimeo atento, que “oye” que Jesús pasa cerca y se pone a gritar:  “Hijo de David, Jesús ¡Ten piedad de mí!”

Y como muchos lo increpaban para que se callara, él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, apiádate de mí!”

Seguramente cuando Jesús “entró en Jerico” Bartimeo no se dio cuenta, pero se enteró de que el Señor estaba en su ciudad y planeó un encuentro con él, decidido a no dejar pasar al Maestro sin aprovechar la oportunidad. Notemos con qué nombres lo llama: Hijo de David y Jesús. Hijo de David es un término mesiánico. Jesús es un nombre familiar. Bartimeo es de los pocos que llaman por su nombre al Señor. Se ve que ha estado pensando en lo que quería pedirle y en cómo se dirigiría a Él, con qué nombres lo llamaría para tocar el corazón y moverlo a piedad. 

Cundo el Señor se detiene y manda a que lo llamen, vemos a un Bartimeo lleno de vida y energía que en un solo movimiento arroja su manto (a veces era la única posesión preciosa de un mendigo) y se levanta de un salto y va hacia Jesús. El encuentro es como de dos que ya se conocen: bastan pocas palabras. Que quieres que haga para ti, le dice gentilmente Jesús; Rabbuni -mi Maestro-, le dice Bartimeo, haz que vea. Y Jesús: Vete, tu fe te ha salvado.

Rabbuni es un título de mucha intimidad. Bartimeo le está diciendo a Jesús que él se siente su discípulo y el Señor se lo acepta. Bartimeo es la figura opuesta al joven rico, que tenía muchas posesiones y no se animó a seguir al Señor. Bartimeo en cambio dejó su manto allí tirado y lo sigue a Jesús por el camino.

No sabemos cómo habrá seguido su vida, pero es seguro que fue de bien en mejor. 

Ver y seguir. Con Jesús estos dos verbos van juntos y se ayudan el uno al otro. Ver a Jesús, al Hijo de David, al Maestro, es una gracia. Seguirlo por el camino después de haber tenido un encuentro con él, es un paso necesario para poder “verlo” más. Al Señor lo va viendo -conociendo y amando- el que lo sigue. No se puede ver a Jesús y quedarse estático porque lo perdemos. El Señor (sobre todo en Marcos) está siempre “en camino”. Y los que quieren ser sus discípulos deben apurar el paso. 

La llamada al seguimiento seguir a Jesús- constituye todo el tejido del evangelio de Marcos. Es la palabra clave y Bartimeo la pone en práctica apenas curado. 

El evangelio de Marcos termina precisamente con las palabras: “El irá delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán, como les dijo”. La Galilea, donde veremos a Jesús resucitado, si seguimos lo que El nos ha enseñado, es precisamente el comienzo del Evangelio de Marcos, símbolo de nuestra vida cotidiana, el lugar donde Jesús nos sale al encuentro y nos dice: Vengan conmigo! 

El evangelio termina invitándonos a volver al comienzo, a releer, para “ver” más y mejor. 

El seguimiento es el modo de vivir cristiano, siempre atentos a los signos que revelan la presencia de Jesús (en los más pequeños) y yendo hacia donde el Espíritu nos sopla y nos inspira. 

La vida cristiana se realiza siguiendo paso a paso a Jesús por el camino que él ha recorrido y que va de la encarnación al Padre, pasando por la Cruz, luego de haber “salido” de la muerte dejando el sepulcro vacío.

Seguir a Jesús quiere decir guiarnos por sus criterios y no por los nuestros. Implica siempre escuchar su Palabra, interpretarla personalmente y elegir lo que el Señor nos muestra como lo mejor en cada situación. 

Seguir a Jesús es llevar una vida con un oído inclinado hacia el corazón del Señor, que nos permite “tener sus mismos sentimientos”, y los ojos fijos en el Evangelio, que nos hacen “tener su mente”, lo que le agrada, lo que desea.

El Jesús al que debemos seguir -como vemos que hace ahora Bartimeo- es un Jesús “móvil”, siempre saliendo. 

Jesús en Marcos “sale siempre”, ya desde el comienzo, vemos a un Jesús “caminando junto al mar de Galilea (Mc 1, 16) que llama a los pescadores a que lo sigan. Y durante sus peripecias Jesús siempre “va adelante”, se les adelanta. 

Así lo tenemos que seguir, con el entusiasmo de que ya se nos adelantó y nos espera en el día que tenemos para vivir, con las sorpresas de los bienes que ha preparado para que los llevemos a cabo.

Seguir a Jesús, decíamos es “salir de nuestros criterios, de nuestro habitual modo de pensar y de razonar y animarnos a ir un poco más allá, visto que Jesús siempre “se sale” del modo habitual de pensar de la gente y enseña nuevos modos (“Entre ustedes no es así, el que quiere ser grande que se haga pequeño y sirva a todos).

Diego Fares sj

Mentalidad de servidores (29 B 2021)

María fatigada y feliz servidora abrazada a la Palabra

Andaban en el camino, subiendo a Jerusalén. 

Jesús se les adelantaba y ellos se asombraban. Le seguían pero tenían miedo. 

Y tomando consigo de nuevo a los Doce … (les anuncia por tercera vez la pasión).

Se le acercan entonces Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen:

Maestro, queremos que lo que te vamos a pedir lo hagas con nosotros.

El les dijo: ¿Y qué quieren que haga Yo con ustedes?

Ellos le dijeron: Concédenos que nos sentemos, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Gloria.

Jesús les dijo: No saben lo que están pidiendo. ¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que Yo voy a ser bautizado?

Podemos – le respondieron ellos.

Pero Jesús dijo: El cáliz que yo bebo, ustedes lo beberán y con el bautismo con que voy a ser bautizado, serán bautizados también ustedes, pero hacer que alguien se siente a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quienes está preparado.

Los otros diez, como escucharon esto, comenzaron a indignarse con Santiago y Juan. Jesús, llamándolos junto a sí les dice: Ustedes saben que los que figuran o pasan como jefes de las naciones los tratan despóticamente como si fueran sus dueños absolutos y los grandes (de las naciones) las oprimen, abusando de su poder y autoridad contra ellos. No es así entre ustedes

sino que el que quiera convertirse en el más grande entre ustedes, será su servidor (diakono) y el que quiera ser el primero entre ustedes, será siervo (doulos) de todos. Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para dar su vida en rescate por muchos (Mc 10, 35-45).

Contemplación

Mentalidades: El grupo, Santiago y Juan, Jesús, Iglesia

Después de la transfiguración, de la que el Señor hizo participar a Santiago y Juan junto con Simón Pedro, los discípulos se pusieron más “proactivos”, digamos. Ante un Jesús que insiste varias veces con el anuncio de su pasión, y que les habla de Cruz , de muerte y de resurrección, Pedro se anima a “corregir” a su Maestro y se liga un reto de aquellos: “Salí de aquí Satanás”. Santiago y Juan sienten que les toca probar a ellos y en vez de discutir con los demás acerca de quién es el mayor, deciden ir de frente y pedírselo ellos mismos al Señor. El pedido no está mal hecho dado que Jesús no los saca carpiendo. Pero les corrige la mentalidad. Ellos utilizan la palabra “gloria” y el contenido de esa palabra resuena con música de triunfo. Pero no saben que, en el lenguaje de Jesús, Gloria es igual a Cruz, a humillación y anonadamiento de sí para salvar a los demás. Por eso el Señor les dice que no saben lo que piden. Agrega el Señor algo que a mi me ayuda cuando me indigno ante alguno que tiene autoridad en la Iglesia y usa mal de sus cargos. El Señor dice que los cargos no los reparte él, que son para quienes están preparados o que es el Padre el que maneja ese asunto. Jesús reparte cruces, todas las que sepamos y queramos cargar, trabajos, todos los que deseemos realizar por el reino, reparte amistad, todo lo cercana que uno como amigo quiera que sea. Y su Espíritu, sin medida. Pero no puestitos de honor. 

Al ver que el grupo se indigna con Santiago y Juan, el Señor vuelve al ataque con lo de ser servidores. 

Pero no se trata solo de servicios concretos sino de una mentalidad. En este tiempo en que compartimos mucho con el hermano Rizzo me impresiona cómo cada vez que alguien le ayuda para llevar los platos a lavar, él se siente avergonzado. Durante toda su larga vida de hermano en la Compañía siempre ha levantado él los platos y servido a todos y ahora que tiene que dejar que lo sirvan, le cuesta. Todos le dicen esas frases de teología abstracta: hay que saber dejarse ayudar, etc. El responde con una frase suya cada vez que otro usa una palabra evangélica sin medir toda su profundidad: “dejarse ayudar”. ¡Es toda una palabra! Como diciendo: la palabra yo también la entiendo, pero no es fácil ni así nomás. En lo que insisto es en cómo una actitud evangélica se ha hecho carne en una persona. No es que el hermano “haga servicios”, el “es un servidor”. 

Se trata por tanto de cambiar de mentalidad. De esa conversión le habla Pablo a los Romanos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestra mente, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rm 12, 2). Mente (nous) significa las facultades de percibir y comprender y las de sentir, juzgar, determinar. Implica cambiar el modo de percibir y entender (intelecto) las cosas con la luz de la fe y la sabiduría del Espíritu que nos hace captar las situaciones para responder según Dios en cada momento. La mente implica también la capacidad de razonar, de sacar conclusiones o llegar al fondo de una cuestión usando los “criterios de Jesús” y no los del mundo. Captar bien para razonar bien y así, en tercer lugar, discernir o juzgar lo que le agrada al Padre.  Es un cambio total el que Jesús nos pide. Francisco siempre dice aquello de Romano Guardini: Jesús cambió el poder en servicio. La mentalidad que busca el poder, la riqueza y la gloria propia, el Señor la cambia en una mentalidad que busca servir, en pobreza y humildad, para Gloria de Dios Padre y salvación de todos. 

Para argumentar acerca de este cambio de mentalidad que se nos propone, Jesús usa el recurso de ponerse a sí mismo como ejemplo: “No vine a ser servido, sino a servir y dar su vida para rescatarnos”. Esto debería bastar: si Jesús se pone como el que sirve, si dice que incluso en el Cielo, con todos los ángeles a disposición será Él mismo en persona el que nos sirva a la mesa, quiere decir que el servicio es algo precioso en sí mismo y que debemos poner en práctica lo más rápido posible para no perder oportunidades de “igualarnos” con el Señor, de tener su mismo estilo e imitar, cada uno en su puesto de servicio, al Señor que sirve a todos. 

El lavatorio de los pies es el gesto que consagra el servicio y reúne en sí todo lo que Jesús nos quiere enseñar: “Después de lavarles los pies, Jesús se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿Entienden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman “Maestro» y “Señor», y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su amo ni el mensajero más grande que quien lo envió. ¡Felices serán si entienden esto y lo practican!». Si yo que soy el Maestro, hago esto, ustedes serán felices si hacen lo mismo” (Jn 13, 12-17). De aquí es que el Papa Francisco haya “reavivado” este gesto que define la Persona y la Misión de Jesús y, practicándolo a lo largo de los años (desde que era párroco en la Iglesia del Patriarca San José) y lo haya puesto como “gesto profético” que condensa en si su pontificado. 

Todos conocemos (en la familia siempre hay alguien que se destaca) a esa gente que tiene “mentalidad de servidor/a”. No suelen ser los más importantes, pero se los ve siempre felices.

Descalzo nos cuenta una historia real que le pone una sonrisa a esto de la “mentalidad de servidores”.

El mozo de equipajes

Hace unos días me puse a pensar -no sé muy bien por qué- en un viejo amigo mío que era mozo de equipajes en Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su permanente alegría.

No sabia hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté: «Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?» Se rió y me dijo: «Me voy un poco en cada maleta que subo para los que se van hacia la playa.»

El sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él sólo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad.

¿Sólo el sudor? No se lo dije a mi amigo, el mozo de equipajes porque se hubiera reído de mi y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa, satisfacción.

Desde entonces pienso que todos los que sienten vocación de servicio -sea la que sea su profesión- son un poco mozos de equipaje. Y que todos sienten esa extraña mezcla de cansancio y alegría.

Al fin me parece que en la vida no hay más que un problema: vives para ti mismo o vives para ser útil. Vivir para ser útil es caro, hermoso y fecundo.

Caro, desde luego. Todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos sino ser queridos? Por mucho que nos disfracemos, nuestra alma lo único que hace es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel.

Por eso el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a ser sólo amados”.

Ese “cansancio alegre” de Descalzo, el Papa lo describe -usando palabras de san Juan Pablo II en Redemptoris Mater – como la “fatiga del corazón de María” que va a servir a su prima Isabel y, fatigada del camino en subida, canta el Magnificat. Esta fatiga del corazón, que proviene del trabajo que lleva leer la vida con la luz de la fe y discernir la voluntad de Dios en medio de las ambigüedades de la vida, es lo que vence la tentación de triunfalismo y de mundanidad espiritual.

El antídoto contra el triunfalismo (de querer un cristianismo sin Cruz y buscar la propia gloria) está en esa peculiar fatiga del corazón que Juan Pablo II hizo notar cómo se daba en nuestra Señora y que Bergoglio retoma siempre como signo de fe: “Ante los duros y dolorosos acontecimientos de la vida, responder con fe cuesta «una particular fatiga del corazón». Es la noche de la fe. En el Gólgota, María se enfrenta a la negación total de esa promesa: su Hijo agoniza sobre una cruz como un criminal. Así, el triunfalismo, destruido por la humillación de Jesús, fue igualmente destruido en el corazón de la Madre; ambos supieron callar”.

Diego Fares sj