Sagrada Familia C 2012

Se nos ha perdido Jesús

El niño perdido y

El Niño crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él.
Sus padres iban todos los años a Jerusalén en los días de la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, y sus padres no se enteraron de ello.
Suponiendo ellos que él andaría en la caravana, caminaron una jornada, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.
Cuando le vieron, quedaron atónitos, y su madre le dijo:
«Hijo, ¿por qué nos hiciste esto a nosotros? Aquí estamos tu padre y yo que, angustiados, te andábamos buscando».
El les dijo:
«¿Y por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo tenía que estar en las cosas de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó en su compañía y fue con ellos a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre guardaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón.

Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 40-52).

Contemplación

¡Se nos ha perdido Jesús! Hay que anunciarlo.

Los que venimos de familia católica y habitamos en un país mayoritariamente cristiano, vamos tomando conciencia, en el camino de vuelta de alguna de nuestras Fiestas Navideñas, de que se nos ha perdido Jesús, en la familia, en la Patria, en nuestro corazón.
Algunos todavía lo buscan entre parientes y conocidos, pero hay que aceptar el hecho en todas las dimensiones, ciertamente angustiantes, que tiene una pérdida tan grande. Jesús no está como antes en el ambiente familiar, personal y social. Y esto es un signo también de un fenómeno amplio: la mente de los integrantes de cada familia y de cada país no se alimentan de la misma fuente, y a veces hay años luz entre lo que piensan los abuelos, los papás y los hijos. Queda el cariño, eso sí, pero asediado por muchas ideas fragmentadas y contrapuestas.

¿Y es bueno o malo que se nos haya perdido Jesús?
Creo que es bueno constatar que no se puede seguir el camino “entre familiares y amigos” si no está Jesús.
Hay que volver a la ciudad a buscarlo.

Por supuesto que hablo de los que amamos a Jesús y creemos que Él es la Luz, la fuente de la Amistad social, el Camino que nos lleva al Misterio del Padre Creador, la Vida que brota del Espíritu.
No hablo de los que dicen “si se nos perdió en el camino mejor, así vamos más libres. Con Jesús venía una serie de deberes imposibles de cumplir, un montón de clérigos indeseables, una historia mitad mojigata mitad inquisitorial. Mejor caminar hacia el futuro sin todo lo que rodea a ese Jesús (una especie de mito snob, como decía un estudiante chino, al que muchos orientales miran hoy con cierta simpatía dada la carencia de espiritualidad que pesa sobre su sociedad atea)”.

Antes de hablarles a los que piensan así, antes hablar “urbi et orbi” y de que la Iglesia tenga una palabra para todo y para todos” quizás es bueno sentirnos, por un tiempo, como María y José cuando perdieron al Niño Jesús. Sentir, digo, que se nos ha perdido a nosotros, a los que lo amamos. No al mundo, no a los que no lo conocen, no a los que no les interesa. Se nos ha perdido a nosotros, a nuestra familia, a mí, que recibí la fe, que voy a misa, que confieso y comulgo.

Si uno se anima a ir por este lado pronto siente: “Y claro. Si se les perdió a María y a José, quizás no sea tan escandaloso que se me haya perdido a mí”. Pero hay que reafirmar esta intuición, porque si no uno cree que Jesús siempre anda por ahí cerca, en la caravana familiar, entre los conocidos del pueblo… Y si en esta Navidad no lo sentí tanto, ya volverá la gracia…

La imagen de un Jesús “encontrable” cuando quiero (cuando me da la gana de confesarme o de volver a rezar) vs la imagen de un Jesús “perdido”, al que hay que salir a buscar “angustiados”.

José y María también pensaron “ya aparecerá”. Pero bien rápido cambiaron esta manera de pensar. Cuando después de caminar una jornada vieron que Jesús no estaba, dejaron la caravana como si fuera un tren que corre hacia el abismo (aunque iba a su propio pueblo, con la gente amiga, por las rutas acostumbradas, según la tradición) y se volvieron a buscar a su Hijo a la ciudad de Jerusalén. Está claro que no les interesaba nada de todo lo acostumbrado si no estaba Jesús.

Esta es la angustia que hay que dejar que se apodere de nuestro corazón. No hay que taparla: hemos perdido a Jesús. “No sabemos donde lo han puesto”, como dirá la Magdalena al jardinero la mañana de la resurrección.

Hay que dejar un rato al mundo con sus discusiones sobre valores y antivalores y decir: “perdón, pero yo, antes de enseñarle nada a nadie ni de confrontar con nadie, me tengo que volver a buscar a mi Jesús, porque se me ha perdido y no puedo seguir con ustedes en la caravana esperando que él aparezca”. Si se me ha perdido a mí, yo tengo que ponerme a buscarlo.

La actitud de la que hablo tiene que ser algo así como la de Susana Trimarco, la mamá de Marita Verón, que dejó la caravana y se metió a buscar a su hija en las redes de la corrupción. Mientras la caravana de la sociedad sigue su camino, imparable, dejando atrás a los perdidos y avanzando hacia nuevas pérdidas.

Los papás de las víctimas “paran su mundo” y tratan de frenar el nuestro (cuyos frenos no funcionan: ni los de los trenes, ni los de los autos, ni los frenos morales que no se detienen ni ante los menores…).

Ellos tienen claro lo que es la vida, lo que vale en la vida. La vida a veces hay que pararla, detener el mundo, para buscar al que se ha perdido. La burla de los comerciantes no importa. Ya se sabe que para el que quiere ganar plata “el espectáculo debe continuar”. Sí da pena, en cambio, la manada de ovejas consumistas en las que nos transformamos cuando acatamos esta “ley del progreso”, de que “hay que ir para adelante”, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

¡No es verdad! La vida no es así. La vida a veces se detiene. La vida a veces hay que volver a buscarla atrás, donde se nos perdió alguno, donde equivocamos el camino de la solidaridad y agarramos por los atajos del egoísmo. La vida a veces hay que pararla hasta que lleguen los que vienen más atrasados. La vida no se puede seguir como si no hubiera pasado nada. Es cierto que hay que mirar para adelante, pero no sin “detenernos” todo lo que haga falta, todo lo que ttarde otro en llegar, todo lo que dure un juicio por un hecho que fue injusto; hay que parar y poner toda nuestra atención para esclarecer bien un hecho y dictaminar en la medida de lo posible qué fue lo que pasó.

En el evangelio, Jesús nos da una clave para “encontrarlo” toda vez que se nos pierde. Por supuesto que primero hay que “cambiar nuestra imagen de Dios” como la de Alguien siempre a mano –posponible y urgible de acuerdo a mis deseos- e incorporar la imagen de un Dios que “se me pierde”.
La clave para encontrar a un Dios que se nos pierde libremente (y por eso es que “no lo sentimos”, que “no nos conmueve”, que ”parece que no responde a lo que necesitamos” como antes) es la de buscarlo “en las cosas del Padre”, como les dice muy fresco y firme el Niño Jesús a sus padres que lo retan apesadumbrados por lo que les hizo.

¿Qué son y donde acontecen esas “cosas del Padre”?
Esa es la pregunta. Y hace falta leer todo el evangelio para ir descubriendo cuáles son las cosas del Padre en las que está ocupado Jesús.

Una pista para el que lo quiera salir a buscar, dejando por un tiempo “la caravana”.

Jesús nos reveló que el Padre habita en lo secreto.
Esto es importante para no desilusionarse de que “haya desaparecido de lo público”. Es más, para no escandalizarse de que el espacio público se burle de las maneras que teníamos de hacerlo visible (liturgia, templos, declaraciones, fiestas, manifestaciones de fe, imágenes…). El imaginario construido en estos dos mil años en occidente hoy está “cuestionado”. Cada valor, cada expresión cristiana tiene su “demonio que le muerde los talones y lo tergiversa”.

Pero esto, al Padre que habita en lo secreto, no le hace mella.

Ahora, convengamos que no es sencillo entablar comunicación con uno mismo y con los demás en este ámbito íntimo, porque estamos muy invadidos de exterioridad, pero es un hecho que la vida sigue decidiéndose en lo secreto de cada corazón.
En la historia de cada persona de bien hay una decisión tomada en lo secreto: decisión de estudiar, de servir, de dar…
En la historia de cada persona que obra mal hay una decisión postergada en lo secreto que la lleva, una y otra vez, a negarse a dialogar (todavía) con su Padre, que siempre lo espera y sale a buscarlo.

El desafío, entonces, para los que sentimos que hemos perdido a Jesús, para los que preferimos “pecar de exagerados” a “pecar de ingenuos” (recordemos que vivimos en una sociedad en la que “se pierden los niños” -cfr. Missing children-), el desafío, digo, es volver a buscar al Niño en lo secreto.

Pero en lo secreto de la ciudad misma, allí donde Jesús está “escuchando y preguntando a los maestros”.
Es decir, tenemos que salir a buscar a la Palabra profundizando en el diálogo, hablando, rezando sobre lo que verdaderamente cuenta, exponiéndonos en la confrontación de las ideas, escuchando atentamente los “quejidos” de la gente, esos que brotan del fondo del corazón. Preguntando a fondo, aunque las respuestas duelan.
Lo secreto donde habita el Padre no es lo intimista como huida de lo social, sino lo íntimo del corazón donde se deciden y sostienen los comportamientos sociales masivos.

¿Cómo hay que alimentar y cuidar en lo secreto –ante el Padre, l buen deseo y la decisión honda de colaborar en obras solidarias para que esa semilla arraigue profundo y no se queme rápido por el calor de las disputas ni se vea ahogada por la cizaña de las maledicencias?

¿Por qué no apoyamos más en lo secreto –ante el Padre, a los que luchan por algo justo? ¿Qué cálculo ha realizado nuestro corazón en lo secreto que lo lleva a no jugarse, a posponer, a atrincherarse en su seguridad y a pensar: “mientras no me toque a mí”?

¿Qué imagen del futuro nos frena en lo secreto –como si no estuviera el Padre- para no tener esperanza de un futuro mejor, más justo, más solidario?

Así, cada uno puede hacerse las preguntas de fondo que sienta que tiene con la confianza de que, “escuchando y preguntando a su vez” estará Jesús, porque Él está cerca de los que buscan estar en las cosas del Padre.
Diego Fares sj

Navidad C 2012

presebre 3l“Nadie piensa en nosotros…”

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,
ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.

José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea,
y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.

Y aconteció que estando ellos allí,
se le cumplieron a ella los días del parto;
y dio a luz a su Hijo primogénito,
y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en el albergue.

Había unos pastores, en aquella misma comarca,
que custodiaban y velaban por turno sobre sus rebaños durante la noche.
De pronto, se les apareció el Angel del Señor
y la gloria del Señor los envolvió con su luz.
Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo:
«No teman, porque les traigo una buena noticia,
una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador,
que es el Mesías, el Señor.
Y esto les servirá de señal:
encontrarán a un niño recién nacido
envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial,
que alababa a Dios, diciendo:
«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»
Después que los ángeles volvieron al cielo,
los pastores se decían unos a otros:
«Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido
y que el Señor nos ha anunciado.»
Fueron rápidamente y encontraron a María, a José,
y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,
y todos los que los escuchaban
quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido (Lucas 2, 1-20).

Contemplación

En el Hogar, esta mañana, hicimos un almuerzo especial. Como era feriado convocamos a los colaboradores que desearan y pudieran venir y ofrecimos un choripán y medio, helado (medio derretido por el calor agobiante), pan dulce y regalito. Abrimos más tarde y con más de veinte colaboradores recibimos a nuestra gente que casi llenó los dos turnos. Fue muy lindo, especialmente la comprensión que todos mostraron cuando explicábamos por qué no podíamos abrir antes o que el helado se había derretido… Uno me dijo: “Uds. siempre piensan en nosotros”, y me conmovió.

Después reflexionaba y creo que ahí está el sentido profundo de la Navidad –la buena noticia que traen los ángeles a los pastores y que ellos comprueban por sí mismos, acercándose al pesebre de Belén. En Jesús estamos seguros de que Dios piensa en nosotros. En todos, en vos y en mí. En los más desamparados, en los que están lejos, en los que no pueden creer…
Y pensaba también que detrás de todos los saqueos y de nuestro malestar social y, me atrevo a decir, mundial, hay un reclamo a veces no expresado pero sugerido de muchas maneras por la sociedad en la que vivimos.

“Si total nadie piensa en vos…”.

Los violentos sacan esta conclusión: “Por qué no voy a tomar por mí mismo lo que nadie me va a dar, si total nadie piensa en mí”. Si en el reparto de los bienes está calculado que no alcanza para todos. Que el país no es para 50 millones. Que el mundo no es para 6.000 millones.
Otros, que no son violentos, sacan otra conclusión, también muy triste: “Y para qué me voy a esforzar, si total a quién le importa”.

“Si total nadie piensa en mí…”
Esta frase nefasta también la susurra el mal espíritu en los oídos de mucha gente sola, en mucha gente que se cansó de dar y de esperar…

Pero si uno se anima a levantar la mirada al cielo, si uno aguza el oído del corazón y se acerca a algún pesebrito (si es de los que prepararon en su casa, mejor) y tiene el coraje de “pensar en alguno que sabe que está pensando que nadie piensa en él”, verá cómo es todo verdad lo que nos cuenta el evangelio. Es más verdad que todo el negro y espeso escepticismo del mundo actual, amurallado en su frivolidad.

Por eso, creo, que me conmovió tanto lo que me dijo ese comensal: “Uds. siempre piensan en nosotros”. Porque para anunciar eso me hice cura. Porque yo siempre sentí que en torno a Jesús, hubo tantos que “pensaron en mí” que no puedo vivir sin juntarme con la gente que se la pasa “pensando en los demás”: cómo hacer para acogerlos, cómo lograr que se sientan dignos, queridos, apreciados, respetados, considerados, bien saludados… Y al planear estas cosas uno se da cuenta de que lo que más ayuda es dar un espacio y un momento para que los que hemos servido puedan expresar su agradecimiento y sientan –mirada a los ojos de por medio- que nos hace bien que nos agradezcan. Tanto como a ellos les hace bien que los sirvamos.

Que alguien piense en mí y me obsequie un regalito, es muy lindo.
Pero más lindo es que alguien piense en mí y me regale una familia, su vida entera y su amor para siempre. Eso es ser hijo: no pensarse a sí mismo sin saber que un padre y una madre me piensan en todo momento.

Que alguien piense en mi situación –de calle, de enfermedad, de soledad- y prepare lugares, actividades y estrategias para darme una mano, es lindo. Y más lindo todavía es que mucha gente “no se piense a sí misma, ni piense su vida, sin pensarme a mí”.

Por aquí va lo de “la buena noticia” de Jesús. Jesús tal como nos lo revelan sus amigos es Alguien que llamamos Dios sin saber bien lo que decimos. Porque hay muchas caricaturas de “ese señor que llamamos Dios”.
De las muchas definiciones de Dios yo me quedo con la de “un Jesús que no se pensó a si mismo sino con nosotros”.
No sé cómo será lo que llamamos Cielo o Vida eterna, cómo se la puede uno imaginar “físicamente”. Pero sí tengo claro que, sea lo que sea, es y será algo que Jesús pensó “para nosotros”. Por eso lo de “voy a prepararles un lugar” tiene que ver con que primero “vino a poner su carpa entre nosotros”.

Sea lo que sea el cielo, él lo pensó juntos.
Y aunque parezca poco, a mí me basta con que esta noche muchos “me piensen” (en italiano es muy lindo cómo dicen “te extraño” o “te quiero”: dicen “ti pensó”) y lo que llamo “rezar” es eso: pensar a los que quiero y extenderlo a todos aquellos en los que nadie piensa.

Por supuesto que como somos tan pequeñitos, no nos da para pensar en muchísima gente. Pero justamente por eso, cada uno pensando en su pequeño rebañito, y en los que puede “pensar con nombre y rostro”, siente que es lindo que haya otros que piensen en otros y estar unido a ellos sin conocerlos.
Y también viene aquí el agradecimiento a María, que nos piensa a todos: eso es quizás lo que la hace más parecida a su Hijo en quien fuimos pensados y creados y que “nos conoce a todos” y nos espera a todos.

No es verdad que nadie piensa en nosotros. Hay muchos, muchísimos, que piensan en nosotros. Es más, que no se piensan a sí mismos, ni quieren hacerlo, sin pensar en todos.

Ojalá que reforcemos esta gracia los que ya la tenemos y se la hagamos extensiva a algún otro que ande necesitando esta buena noticia, esta gran alegría para todo el pueblo: nos ha nacido “el que siempre está pensando en nosotros”, el que mucho nos ama y quiere compartir nuestra vida: Jesús.

La señal es un Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, a quien todos los que se le acercan y lo rodean, no pueden dejar de contemplar encantados y atentos, gente que ya no se piensa sin pensar en ese Niño, y en él, a los demás.
Diego Fares sj

Domingo 4 C Adviento 2013

Realidades de Adviento: la fe de María

 

Marívisitacion5a se levantó y fue con premura
a la montaña, a un pueblo de Judá,
y entró en la casa de Zacarías
y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María,
exultó el niño en su seno,
e Isabel quedó llena del Espíritu Santo,
y levantó la voz con gran clamor y dijo:
– ¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
¿De dónde a mí (esta alegría): que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos,
exultó de alegría el niño en mi seno.
Dichosa tú que has creído que se te cumplirían plenamente
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor (Lc 1, 39-45).

Contemplación
Ya está cerca la Navidad y no hablamos más de “metáforas” sino de la realidad de la fe de María, que recibe una felicitación de su prima anciana Isabel: “dichosa tú que has creído”. Y que has creído “plenamente”, que se te cumplirían todas las cosas que te fueron dichas de parte del Señor.
Esta bienaventuranza en labios de Isabel –que representa a todo el Antiguo Testamento y también nos representa a nosotros, que venimos después- es una gracia que el Padre da a los pequeñitos: la gracia de reconocer el valor de la fe de María.
Cuando nuestra Señora dijo muy sencillamente: “hágase en mí según tu Palabra”, todos los bienes de Dios se concentraron en ella y verdaderamente Dios hizo maravillas. Por la fe de María Dios nos dio a Jesús y con Él nos vinieron “gracia sobre gracia”.
Nosotros también reconocemos que la fe de María es la respuesta que todos quisiéramos dar a Dios cuando se acerca a nuestra vida con alguna propuesta: “hágase en mí todo lo que Vos Señor deseás y tenés planeado y querés bendecir”.
¡Feliz de mí, Feliz de vos!, cada vez que creemos, cada vez que confiamos así, de todo corazón, y dejamos que Dios haga su voluntad en nuestra vida.

Y como en nosotros los actos de fe a veces son algo débiles y tenemos poca memoria, con María, de su mano, con su ayuda, nuestra fe se siente confirmada. Ella nos confirma para que actuemos con fe, susurrándonos muchas veces: “hacé como Jesús te dice”.

Ahora, ¿qué es lo que percibe Isabel que hace que valore tanto la fe de María? Creo que se da cuenta, por su propia experiencia y la de Zacarías, su marido, que la fe de María es como debe ser. Ellos habían pedido toda la vida que se les cumpliera la gracia de tener un hijo y cuando Dios les anuncia que se la concede no terminan de creer. Al menos Zacarías, que se queda mudo hasta que nace Juan.
Gracias a su “poca fe” (pero que es fe verdadera) Isabel puede reconocer una fe simple e integra como la de María y felicitarla como “bendita entre todas las mujeres”. ¿Por qué? Porque el que tiene una fe así es una bendición para sí mismo y para todos los demás. La fe hace feliz al que la profesa porque Dios le “cumple” todo lo que pide y desea. Y si uno es “visitado” por alguien que tiene una fe así, es una gracia inmensa porque a través de esa persona uno recibe muchas bendiciones. Por eso Isabel se asombra y dice: “¿de donde a mí que la Madre de mi Señor me venga a visitar?”

Pero ¿qué es la fe, que merece tantas alabanzas y que causa tanta alegría?

En primer lugar, la fe no es “una varita mágica” que obtiene milagros y conjura todos los temores. Es cierto que estas gracias son parte de la fe. Jesús dice y repite muchas veces: “no teman”, “basta que crean”, “pidan con fe y recibirán”.
Los efectos milagrosos de la fe y la fortaleza interior de quien cree son cosas notables, pero por ahí nos distraen. Porque si uno se fija demasiado en los resultados exteriores y no obtiene ningún milagro por ahí piensa o que la fe no es tan eficaz o que es cosa de los santos y no de la gente común.
A mí me iluminó mucho leer desde la perspectiva de lo que significa tener fe la 1ª Carta a los Corintios, en la que Pablo habla del cuerpo y dice que el Espíritu, “a unos los ha establecido como apóstoles, a otros, en segundo lugar como profetas y a otros, en tercer lugar como doctores. Después vienen los que tienen el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas” (1 Cor. 12, 28 ss).

¿Qué es lo que me iluminó? Que muchas veces unimos la fe sólo al don de hacer milagros y al don de curar. Y son sólo dos frutos de la fe. Me llama la atención cómo Pablo los pone al lado del “don de socorrer a los necesitados” y del “don de gobernar”. ¿Cómo entra la fe aquí? Entra muchísimo, porque el don de socorrer a los necesitados implica una fe capaz de ver a Cristo presente en el necesitado. Esta fe “nos sensibiliza” a nosotros, de tal manera que “nos igualamos al necesitado”. No se trata de una fe en la que uno realiza un milagro y el otro experimenta una curación. En esta relación el “sanador” suele quedar en una posición especial, como la de alguien con un poder único y sobrenatural, lo cual es bueno para despertar la fe en ciertas personas y también tiene su cruz, ya que los curas sanadores sufren el desgaste de las multitudes que los quieren sólo para una cosa. El don de socorrer a los necesitados, en cambio, nos abre a otro aspecto de la fe. Más allá de lo que te doy (asistencia) importa el cómo te lo doy (no hiriendo tu autoestima ni consolidándote en la postura del que sólo recibe). Esta fe que iguala, que hace lleva a buscar la promoción del otro y la propia, es una fe que no brilla en efectos espectaculares pero que es profundamente humana.

Y aquí está la clave. La fe es lo más propio del ser humano. Creer y confiar y optar por la confianza jugándose por el otro, es lo que despierta el amor y la lealtad incondicional y sella las amistades entre las personas.
La fe de María es una fe “continuada”, para expresarlo de alguna manera. Dios no le hace un milagro “espectacular” sino que entra en su vida como naturalmente y la fe de ella es la que le permite ir “creyendo” en Jesús en cada momento de su vida, desde su concepción hasta la resurrección, pasando por la Cruz y la vida pública.

Evidente que la Encarnación fue un hecho “milagroso” y “único”. Pero el Hijo se “encarnó” tan encarnadamente, se hizo “historia” de tal manera que María sólo veía muy de vez en cuando “cosas espectaculares” de Jesús. Más bien al revés, la presencia misteriosa del Hijo de Dios, vivida con fe pura y simple y plena, hacía que la vida cotidiana se convirtiera toda ella en milagro y en algo especial, digno de Amor.

Lo que quiero resaltar es que así como la fe tiene algunas expresiones “especiales”, como son los milagros y las curaciones, tiene muchas expresiones en las que externamente no hay nada especial y es eso “ordinario”, precisamente, lo que da más valor humano y divino a la fe. Esta fe está al alcance de todos. La de hacer milagros, sólo es para aquellos a los que el Espíritu se lo concede para el bien común.

¿Qué características tiene esta fe “no espectacular”?
Me quedo en lo de “socorrer a los necesitados” y “gobernar”.
Socorrer a quien lo necesita, si bien se aplica en particular a casos de necesitados muy pobres, es algo que caracteriza todo trabajo. Todo trabajo es hacer algo para satisfacer una necesidad de alguno. Hacerlo y vivirlo desde la fe, creyendo que “colaboramos con un Jesús que siempre trabaja, lo mismo que su Padre” es un don que abarca grandísima parte de nuestra vida. La fe viene a darle un sello personal a nuestro trabajo y a todo nuestro “accionar”. El sello personal de creer que estamos “sirviendo a Cristo” y que “estamos trabajando con Cristo”. El plus de “hacer todo lo que hacemos en su Nombre”, eso es esta fe de la que hablamos.
Todos distinguimos perfectamente cuando alguien que hace algo “lo hace con una dedicación especial para nosotros”. Aunque el resultado sea el mismo, hay gestos, hay sonrisas, hay detalles, que a uno le hacen sentir, en un trabajo realizado objetivamente, algo más: el corazón del otro que lo hizo por nosotros y para nosotros. A Jesús esto le agrada particularmente. Y distingue entre los que hacen las cosas por sí mismas, por deber, los que las hacen por fama, para gloria propia, y los que las hacen por Él, por amor a Él y para gloria del Padre.
Las otras acciones tienen su premio en sí mismas o tienen el aplauso que brindan los hombres. La acciones hechas “en nombre de Jesús”, Él mismo las premia. No con premios exteriores sino con “más confianza”, con más amistad. “Bien servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor”.

La otra característica de esta fe “no espectacular” es la del gobierno espiritual. Gobernar y conducir en la fe es una gracia que muchos no notan, justamente por la ausencia de “frutos espectaculares”. Cuando una familia o una institución es gobernada en la fe, hay frutos que se ven con el tiempo (se trata de obras bendecidas que perduran a lo largo de la historia y de familias en las que la fe se transmite como una herencia preciosa de padres a hijos y nietos).
Además de este fruto de la “perdurabilidad” (pensemos en algunas órdenes y congregaciones religiosas que se renuevan y convocan nuevas vocaciones y de obras que atraen colaboradores…), están también otros frutos.
Uno es la paz (en la medida en que depende de cada uno, ya que la paz siempre se da en medio de luchas).
Otro fruto es el “llegar efectivamente a los necesitados” de caridad y de evangelización.
También está el fruto de la “paciencia en los sufrimientos”, cuyo sentido salvífico sólo es captable gracias a la fe.
Y otro fruto, no menor, es el que me hacía notar un amigo hablando de nuestras obras, que son fruto de decisiones de gobierno espiritual en la fe y no de prudencia humana, ya que si así fuera ni hubieran empezado: hay algo que todos los que participamos en estas obras podemos constatar y es que, cada uno en su medida, por el simple hecho de que estas obras existan y de que estemos colaborando en ellas, nos hacemos mejores personas. Y cuando no es así, por el pecado que a veces hace que en obras buenas estemos con actitudes malas, siempre es claro y constatable que se trata de un pecado, de no querer participar de los frutos grandes y comunes que vienen de Jesús por preferir “nuestra parte de la herencia” como el hijo pródigo o por estar resentidos, como el hijo mayor.
Diego Fares sj

Domingo 3 C Adviento 2012

Metáforas de Adviento: el don del fuego

fuego

La gente le preguntaba a Juan:
– «¿Qué debemos hacer entonces?»
El les respondía:
– «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene;
y el que tenga alimentos, que haga lo mismo.»
Algunos recaudadores de impuestos
vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron:
– «Maestro, ¿qué debemos hacer?»
El les respondió:
– «No cobren más de la tasa estipulada por la ley»
A su vez, unos militares le preguntaron:
– «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Juan les respondió:
– «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.»
Como el pueblo estaba a la expectativa
y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo:
– «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible.» Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia (Lucas 3, 10-18).

Contemplación

¡El fuego!
Francisco nos lo hermanó en su cántico de las creaturas:
Alabado seas mi Señor
por el hermano fuego;
con él alumbras la noche,
y es alegre y robusto
y fuerte y bello.
Escribe E. Galeano:
El mundo es eso: un montón de gentes,
un mar de fueguitos. El mundo es eso.
Cada persona brilla con luz propia
entre todas las demás, cada persona.
No hay dos fuegos iguales.
Hay fuegos grandes, fuegos chicos,
hay fuegos de todos colores.
Hay gente de fuego sereno,
que ni se entera del viento,
y gente de fuego loco,
que llenan el aire de chispas.
Algunos fuegos, fuegos bobos,
que no alumbran ni queman,
pero otros arden la vida
con tantas ganas
que no se puede mirarlos
sin que nos quemen y quien se acerca, se enciende.

Hurtado era de estos últimos; era “un fuego que enciende otros fuegos”.
Madre Teresa también expresó su “fuego secreto” como una sed, la sed de Jesús por las almas de la cual la hizo partícipe y ella le respondió “no negándole nada a Jesús” cada vez que le pedía algo.

Esta del fuego es una linda metáfora de lo que vino a traer Jesús, que dijo:
“He venido a traer fuego a esta tierra y cómo quisiera que ya estuviera ardiendo”.

El Señor vino a traer fuego y la poesía de Galeano ayuda porque habla de que hay muchos tipos de fuego. Me gusta la primera imagen: la de la gente del mundo como un mar de fueguitos. Y también la de esos “fuegos que arden (toda) la vida con tantas ganas que quien se acerca, se enciende”.

Creo que el cristianismo fue y sigue siendo cuestión de un fuego que enciende a quien se acerca. A quien se acerca en persona, digo, porque no se puede encender un fuego desde un pantalla (¿o sí?).
Hay una calidez y un fervor que sólo se experimentan desde muy cerquita, en los detalles, allí donde alguien, en vez de apagar la velita humeante la re-enciende; allí donde alguien, en vez de dejar, retoma, pone un poquito más de sí.

El fuego, con su capacidad de comunicarse entero, es la imagen perfecta del Don. En filosofía se dice que el Bien es perfección y que hay muchos tipos de perfección. Está la perfección de una flor, que brilla en la armonía de sus pétalos y en la belleza de su color; está la perfección de una danza, en la que los movimientos se suceden constituyendo un todo sin rupturas (perfección operativa); y está la perfección de quien alcanza su fin propio, la perfección de un hombre santo, por ejemplo, cuyas acciones y juicios muestran una madurez y una plenitud sin defecto.
Pero entre todas las perfecciones, la mayor es una que no se queda en sí misma sino que logra perfeccionar a otro. Es la que se llama “perfección perfectiva”. Y el fuego es la imagen perfecta de perfección perfectiva, porque una llamita puede encender muchas otras, idénticas a ella, puede darse entera sin perder nada de sí.

Esto es lo que hay que saber para gustar la metáfora en su justa medida y en toda su fuerza expansiva.
El Espíritu Santo no es fuego por que sea potente o invasivo. No es la imagen del fuego devorador lo que importa. No. Lo que importa es la capacidad de don. Puede ser un fuego chiquito , una fogata o un incendio. Lo que cuenta es que el Espíritu se dona entero, se comunica íntegro y tiene la capacidad de donarnos su perfección plena y total. Por eso las imágenes que utiliza Jesús, para expresar el don de sí, son imágenes de gestos pequeños (un vasito de agua, dos moneditas…). Es que lo que le interesa es el don total de sí. Y el don total muchas veces sólo puede realizarse con verdad en cosas pequeñas. No depende de uno “dar la vida entera”. El martirio no se presenta a cualquiera, así nomás. En cambio, hay mil oportunidades cada día en las que uno se puede dar por entero en algún pequeño gesto.

Lo bueno –buenísimo- de Jesús es su entrega, su capacidad de dar la vida y de darse hasta el fin. Esto queda plasmado en la Eucaristía y en el Espíritu. La Eucaristía es el don total de sí hecho carne, hecho pan, para que nadie se confunda en cuanto a la materialidad de la comunión que el Señor viene a establecer. Por eso el cristianismo no es “espiritualista”, en sentido peyorativo, sino encarnado: es lavado de pies, tuve hambre y me diste de comer, perdón de las deudas (plata contante y sonante). Pero el don de sí de Jesús es también Espíritu y fuego. Es lo más intangible y lo puramente espiritual, tanto como puede serlo ese don de sí que uno pesca en un gesto de otro y que nada ni nadie sino la balanza exactísima del corazón humano puede medir y pesar.

Charlando con un cura amigo, me contaba de otro que celebraba la misa medio apurado y me decía que él sentía como que “habíamos perdido el fuego”. Me impresionó que no dijera que “el otro había perdido el fuego” sino que “lo habíamos perdido nosotros”, nos incluía y se incluía a sí mismo y está muy justo esto porque el fuego no se pierde “individualmente”. Así como basta que haya una velita prendida o esté encendido el calefón para que uno sienta “que hay fuego” en la casa, así, si en una comunidad o en la iglesia entera, hay uno que tenga el fuego, los otros sentimos que lo tenemos, porque en cualquier momento nos podemos encender en él y, como decíamos, el fuego se transmite entero.
Por eso esto tan terrible –lo de que todos (nuestra patria Argentina, por ejemplo, en muchos de sus estamentos) hayamos perdido el fuego- esto tan terrible, digo, es también esperanzador. Porque como se trata del fuego, basta que uno lo recupere de algún lado, de quien sea (una llamita), para que todo se vuelva a encender.

Jesús es el que siempre “tiene encendido el Fuego” y lo puede comunicar.
“El los bautizará en Espíritu Santo y fuego.”
El Fuego de su Palabra, ardiente de evangelio.
El Fuego de la Eucaristía, pan que energiza y vino que alegra el corazón.
El Fuego de la confesión, donde podemos quemar nuestros pecados y salir purificados y retemplados.
El Fuego de la misericordia, que se apasiona y padece con el que sufre.
El Fuego de la alabanza y la adoración, que consume el propio narcisismo y nos abre al Padre.
El Fuego de “lo común”, que es la Iglesia.
Nos detenemos en este fuego: el de la Iglesia.
El que no ama apasionadamente (apasionadamente quiere decir sin peros) a la Iglesia como Institución humana querida por Jesús es porque no aprecia lo que significa que exista a lo largo del tiempo una “comunidad donde siempre se puede reencender el fuego del Espíritu-común”. La Iglesia es la que garantiza que el fuego que se enciende en ella es el Fuego común, el que el Espíritu enviado del Padre y de Jesús, encendió en Pentecostés y que se mantiene idéntico en todo el mundo. Y lo que permite que este fuego esté ardiendo es el carácter “personal” de la Iglesia. Que es precisamente también la fuente de todos los pecados y debilidades de la Iglesia.

Lo que quiero destacar es que un Fuego “que se dona entero”, como es el Espíritu, necesita, para darse, que lo reciban “personas”. Un don “total” solo lo puede comunicar una persona y sólo lo pueden recibir “personas”. Por eso es que, más allá de defectos y virtudes, lo que importa es que la Iglesia es sujeto. Todo en la Iglesia es personal: los sacramentos tienen este sello personal (se hacen “en la Persona de Cristo”): yo te bautizo, yo te absuelvo de tus pecados…, esto es mi cuerpo…; las decisiones de los concilios ratificadas personalmente por los papas, tienen también este sello de la responsabilidad personal. Más allá de lo acertado del contenido objetivo, que siempre permanece abierto e investigable, lo que importa es que cada hecho, cada gesto, cada declaración de la Iglesia, lleva el sello humano y personal de alguien concreto que se hace cargo. Y esto permite que intervenga el Espíritu Santo.

Para que me encienda el Fuego que vino a traer Jesús necesito la comunidad en la que se mantiene encendido. Al fin y al cabo, cuando se corta la luz, lo primero que uno hace es “encender no una vela sino varias” y asegurarse que no se rompa la cadena. Es que el fuego es lo más personal y, por eso, lo más comunitario a la vez.

Diego Fares sj

Domingo 2 C Adviento 2012

Metáforas de Adviento: preparar el caminocamino adviento

El año decimoquinto del reinado del Imperio de Tiberio César, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, predicando el bautismo del arrepentimiento para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los discursos del profeta Isaías: “Voz de que clama en el desierto diciendo: Preparen el camino del Señor, rectifiquen sus senderos. Todo barranco se rellenará, y todo monte y colina se abajará. Lo tortuoso se volverá recto, y lo áspero, camino llano. Y toda carne verá la Salvación de Dios” (Lucas 3, 1-6).

Contemplación

Adviento es tiempo de preparación. Y cualquiera comprende lo que es preparar algo. Preparamos el arbolito y el pesebre, preparamos la comida para las fiestas, preparamos los regalos, preparamos el ánimo para pasar la nochebuena en paz, aceptando a toda la familia…
Hay algo, sin embargo, en el que nuestra vida actual se diferencia de la época de Isaías y de Jesús. En aquellas épocas había que preparar no sólo las cosas sino también el camino. Había pocos caminos para ir de un pueblo a otro y, muchas veces, uno solo. Y la comunicación se daba únicamente a través de personas que recorrían ese camino, las que por sí mismas ban a visitar a otro o las que enviaban algo por medio de un mensajero.

Hoy, nosotros, tenemos todo tipo de caminos y hasta un exceso de medios. Lle-gamos por tierra o por aire, en auto o en transporte público, mandamos mensajes por internet y celular, nos hacemos presentes virtualmente, mandamos tarjetas al instante…
Como que el camino lo damos por descontado. Y por eso, cuando se atasca el tránsito o no salen los vuelos, para el subte o se cae el sistema, nos ponemos tan mal. Recién ahí valoramos “los medios”, valoramos el camino.

Para valorar la metáfora del camino hay que tomar conciencia de que nuestro mundo surcado de caminos de todo tipo –globalmente conectado, en tiempo real- es fruto del trabajo humano. Cada adoquín, cada calle asfaltada, cada autopista, cada vía de tren, cada cable de teléfono, cada satélite que transmite información, ha sido puesto en su lugar por la mano del hombre.
En uno de los frecuentes cortes de luz que padecemos, un grupo de vecinos de nuestra cuadra se puso al lado de los obreros (todos bolivianos), que rompieron nuestra vereda en tres lugares para encontrar dónde estaba quemado el grueso cable que daba luz a varios edificios. Digo que se les puso al lado como una ma-nera suave de decir que no dejó que “se fueran” hasta que la empresa no se hizo presente con la cuadrilla de remplazo. La gente obligó a la empresa a salir del anonimato tras el que se escudan –contestadores automáticos, cuadrillas de obreros tercerizadas…- y luchó para que una mano tan humana como la que puso el cable defectuoso pusiera el nuevo.
Nuestro mundo mágico, en el que todo se “prende” y se conecta, sigue y seguirá dependiendo del trabajo unipersonal del que pone el adoquín o cambia el chip que permite la comunicación.

¿A dónde quiero llegar? A decir que valorar la materialidad del camino (de los medios, de los procesos) es clave para mantenernos y crecer como seres huma-nos.

Hoy, una visita, así como puede llegar en un rato, también se puede ir a su casa o cortar el chat en un segundo. Antiguamente, si uno iba de un pueblo a otro, no siempre se podía volver en el día. Una visita era todo un acontecimiento; implicaba armar el día contando con varias personas más para la comida y el descanso. Y cada pueblo, me imagino, tenía que arreglar sus caminos si quería ser visitado y poder salir con sus carros y sus cosas. Por eso Isaías habla de “rectificar senderos, rellenar pozos, aplanar lomas, enderezar vueltas y allanar asperezas”.

Esto, a alguno, le dará la impresión de que era lentísimo. Para hacer una visita había que “rellenar” los baches del camino. Así no darían muchas ganas de visitar a nadie. Puede ser, pero por otro lado, ¡qué valiosa cada visita! Detrás de un encuentro entre dos familias, cada uno valoraba lo que había implicado de “preparación del camino”. El que viajaba de un lado a otro lo hacía “sacando piedras” y tapando algún pozo, no sólo para sí sino para los demás. Se viajaba “haciendo camino”. Y lo que quiero decir es que esto sigue siendo así. El que no viaja mejorando el camino para sí y para los demás, lo empeora. Y en el fondo, es alguien que no valora ni su viaje ni su “humanidad”.

Hoy todo el mundo anda apurado, de aquí para allá, no solo no mejorando los caminos y los medios sino convirtiendo la calle en un chiquero, en un atolladero de gritos, humo y bocinazos. Todo el mundo “quiere llegar” ¿a dónde? A su casa, a su trabajo, a “lo suyo”. Llegar y volver a salir lo más rápido posible. Conectándose con todo y con todos y comunicándose con muy pocos. Haciendo y deshaciendo caminos que se borran al instante y luego hay que preguntar cómo se hacía tal cosa o cómo funcionaba tal otra, porque todo se sabe y no se sabe nada. Uno termina no encontrando el camino para llegar a los fusibles de la luz de su casa y a tener que llamar al técnico para que le recuerde la manera de encontrar un archivo que se le perdió en la compu. Las cosas se van haciendo a los empujones, porque, apurados por llegar rápido, no cuidamos “el camino”. La ciudad caótica en la que vivimos es el resultado de 2.890. 000 personas con esta mentalidad que viven en la capital y de otros 3 a 5 millones que entran y salen cada día con la misma mentalidad: hay que llegar, no importa cuidar los caminos.

Esta mentalidad “macro-social” se contagia a lo micro, a la vida de todos los días. En el Hogar, por ejemplo, es muy notable cómo uno tiene que explicar muchas (literalmente más de cuatro veces) a algunos colaboradores de buenísima buena voluntad y gran creatividad y bondad, por qué es bueno (buenísimo, sanador, fuente de alegría y de gusto por lo hecho en común, para nada exagerado ni neu-rótico ni autoritario ni controlador) cuidar un caminito de trabajo, que lleva a dar dos o tres sencillos pero insalteables pasos de consulta, permiso y rendición de cuentas para comprar algo o para realizar una tarea.

La mentalidad instituida es “lo que puedo hacer por mi cuenta, rápido y como salga” por qué lo voy a demorar. Más allá de lo práctico, que luego de algunas correcciones, todo el mundo entiende, la conversión de fondo que hay que hacer es a sentir que “cuidar el camino” es “cuidar lo humano…, y lo divino”.

Jesús quiso venir al mundo transitando un caminito que su gente le había prepa-rado. De hecho, no le prepararon mucho, porque tuvo que nacer en un pesebre de animales. Pero precisamente eso, la falta de lugar público preparado, fue lo que llevó a José y a María a preparar “con nada” un lugar cálido y humano para él.
El camino que recorrieron y (sin saberlo ni quererlo) establecieron ellos dos para que él llegara, se convirtió en modelo de lo que significa cristianamente prepararle el camino a Jesús.
José tuvo que apurar su decisión y elegir entre lo material que había para no apurar a María que como embarazada no podía caminar más. José tuvo que sua-vizar las pajas del pesebre y afirmar los troncos para poner allí a Jesús sin tiempo para lamentar lo que faltaba. El Señor se vino nomás, como sucede en los partos que se dan a veces en un taxi o en la calle, y lo mejor de lo humano se mostró en la pobreza de los recursos. La ternura y la alegría de José y María, por el Niño que nació en lo que le pudieron preparar, es la contra-imagen de la aspereza y el enojo que tenemos y expresamos mientras vamos apurados de aquí para allá renegando por todo lo que obstruye nuestro trajinar.

La mentalidad del mundo es: hay que llegar, hay que producir resultados, por eso, no nos podemos fijar mucho en los medios, si no, no se hacen las cosas.
La mentalidad cristiana, por el contrario es: el Señor viene, sí o sí, se nos regala. Lo nuestro es prepararle el camino, hacer las cosas en paz, ordenada y solida-riamente, construyendo caminitos que, a la vez que le hacen fácil a él la venida, a nosotros nos permiten andar en paz, sin ansiedades, gozando de un trabajo en el que el mismo caminar y arreglar el camino es la meta.

Diego Fares sj