Recibir a la Palabra hecha carne
Estuve rezando esta semana para encontrar algunas imágenes simples para compartir en Navidad. Buscaba algo sencillo y que hiciera bien, que alimentara el corazón y refrescara la sed de Dios que sufre nuestro tiempo y cada uno de nosotros que estamos inmersos en él… Hay muchos cuentos lindos en estos días, pero a mí me parece que el relato más lindo es el de la Navidad misma –cada uno de los pasajes del evangelio es una joyita para contemplar- y también sentía que cuando el evangelio mismo toca nuestra afectividad lo que hay que hacer no es sobrecargarla sino aprovechar que cada uno ya la siente como algo Bueno y Hermoso y entonces se puede ahondar en la Verdad.
Y como la Verdad del evangelio (como la de la vida) brota teniendo en cuenta la totalidad de los textos y cada detalle, les comparto todos los evangelios de la Navidad y pongo el foco en dos o tres detalles.
Leemos primero el Evangelio de la Misa de la Aurora. Allí se nos da la clave de lectura. Se trata de contemplar e interpretar la Palabra con los ojos y el corazón de María, la Llenadegracia.
Después que los ángeles volvieron al cielo,
los pastores se decían unos a otros:
«Vayamos a Belén y veamos lo que ha sucedido
y que el Señor nos ha anunciado.»
Fueron rápidamente y encontraron a María, a José,
y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,
y todos los que los escuchaban quedaron admirados
de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas
y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido
(Lucas 2, 15-20 –Misa de la Aurora).
Recibimos la Palabra hecha carne contemplándola con los ojos de María. Los ojos de María que miran sopesando con amor las cosas que conserva en su Corazón. En griego dice algo así como “simbolizando”. María piensa simbolizando, encarnando la Palabra, rumiándola de manera que luego todos podemos alimentarnos de ella.
Lucas nos da la clave porque en la Misa de la Aurora dice que María “guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón”. Lo que equivale a decir que todo lo narrado “lo contó Ella”, la única testigo ocular del nacimiento de Jesús, ya que san José había muerto hacía tiempo.
Así, no sólo se trata de leer el evangelio sino de contemplar lo que se nos narra con los ojos del que narra, que son “eclesiales”.
Juan, por ejemplo, narra “lo que hemos visto y oído”, Lucas lo que le narraron los testigos, nuestra Señora en primer lugar. En esto Lucas es consciente de que lo que escribe debe ser fiel a lo que sienten los testigos y por eso pone algunas claves para dar a entender que es “testigo de la Testigo”, de la que conservó las cosas en su corazón. Lo dice expresamente al comenzar su evangelio:
“Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1, 1-4).
Díganme si no es una “clave” poner allí “servidores de la Palabra”. Y aquí viene el detalle: Lucas utiliza “uperetai” –remeros de abajo en un barco (cuando había dos o tres niveles de remeros)-. Es el puesto más humilde y más duro. Quizás lo elige para no utilizar “doules” –esclava- que lo reserva para María.
La actitud de María da la clave desde el comienzo del Evangelio mismo acerca de cómo se hace para servir a la Palabra: la Palabra se hace carne y ella la acoge en la Fe, la cuida y la medita, y se vuelve su alumna. Su vida transcurre entre su respuesta personalísima -“hágase en mí según tu Palabra”- y su recomendación eclesial -“hagan todo lo que Él les diga”-.
En Ella, la Llenadegracia, se hace carne Jesucristo, el “Hijo lleno de gracia y de verdad”, como dice Juan.
Y nosotros somos remeros de abajo, bien en contacto con las aguas de esta sociedad de valores líquidos.
Más allá de la etimología, Lucas quiere dejar en claro que la Palabra es lo que cuenta y que:
los que la “guardan en su corazón”,
los que la “contemplan con sus ojos”,
los que la “predican con sus palabras”,
los que la “interpretan en sus estudios”
y los que “tratan de ponerla en práctica” son (somos) simples “servidores”.
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El otro evangelio, el de las Vísperas, nos pone en el centro de la escena a José. Dice así:
Este fue el origen de Jesucristo:
María, su madre, estaba comprometida con José
y, cuando todavía no habían vivido juntos,
concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo
y no quería denunciarla públicamente,
resolvió abandonarla en secreto.
Mientras pensaba en esto,
el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:
«José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa,
porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo,
a quien pondrás el nombre de Jesús,
porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliera
lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo
a quien pondrán el nombre de Emanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros.»
Al despertar, José hizo lo que el Angel del Señor le había ordenado:
llevó a María a su casa,
y sin que hubieran hecho vida en común,
ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús (Mateo 1, 18-25 – Misa Vespertina-).
Recibir y servir a la Palabra es “recibir a la Servidora” que la lleva en sí como llena de gracia. Y recibir es tomar con uno, en lo más propio, llevar a nuestra casa… hacerse cargo, en definitiva.
El detalle que quiero destacar hace a la Fe y a la Encarnación de la Palabra. En la figura de José se nos invita a recibir a una Palabra ya encarnada. José nos evita el peligro de confundirnos con la Encarnación y de caer en la tentación de creer que la Palabra se encarna en cualquiera, en cualquier buena intención, en cualquier mentalidad o cultura… No es así. La Palabra se encarna primero en María, así como en Pentecostés el Espíritu llena de gracia primero a la Iglesia y para recibirlo hay que incorporarse a ella.
La tribulación que sufre José para aceptar una Palabra encarnada en Otra, sin su intervención, incluye todas nuestra luchas para servir a la Palabra encarnada en nuestra Madre la Iglesia. Después, como humildísimos “remeros de cuarta” (si Lucas considera a los testigos oculares como de tercera, que queda para uno), podemos “interpretar y tratar de traducir al lenguaje de hoy” la Palabra recibida en su integridad tal como nos la comunica la Iglesia. ¿Cual sería la tentación contraria a este paso de servicio?: la tentación protestante (que experimentamos todos, más allá de que en una época se haya producido una separación en la Iglesia entre católicos y protestantes) de pretender un trato individual directo con la Palabra: yo leo, yo interpreto con mis categorías. Con la Palabra del evangelio no se puede porque ella misma indica que debe ser interpretada de la otra manera: encarnada en los primeros testigos.
La importancia de la Anunciación a José es decisiva e introductoria: se entra en relación con Jesús si uno “toma consigo a su Madre”, en la que Él se encarnó.
Si uno se lava las manos o se borra haciendo lo políticamente correcto porque el misterio le queda grande, se pierde “la Palabra”, se pierde lo que Dios tiene para decirle y comunicarle. José luego desaparece pero es nada menos el que le abre la Puerta Grande a Jesús en María para que el Reino de los Cielos entre en nuestra historia.
María le abrió al Verbo la Puerta Grande de la intimidad, la puerta de la vida, la puerta del corazón.
José, haciéndose cargo públicamente de María y el Niño, le abrió la Puerta Grande de lo social: le puso el Nombre, lo integró con identidad a la historia de Israel (de allí las largas genealogías), evitó que Jesús naciera como hijo de desaparecido.
La fe de José nos invita a transformar la Iglesia desde adentro, haciéndonos más servidores, dando la vida, y no criticando como si poseyéramos una Palabra distinta de la que nos brinda la Iglesia.
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Los dos últimos evangelios (del de Juan sólo pongo una frase) nos dan pie para una reflexión acerca de la relevancia política de la Navidad. La Palabra hay que recibirla “haciendo contra, como dice San Ignacio, a las tácticas del mal.
El evangelio de Juan sintetiza esto de recibir bien a la Palabra diciendo que “La luz vino a los suyos y no la recibieron, pero a los que la recibieron les dio poder de ser hijos de Dios”.
Mateo y Lucas sitúan el nacimiento en su contexto político, mundial y local. Mateo pone inmediatamente luego del nacimiento la conspiración de Herodes y su intento de matar al Niño. Lucas sitúa el nacimiento en el contexto de la vida del Imperio:
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,
ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea,
y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito,
lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en el albergue (Lucas 2, 1-14 – Misa de la Noche-)
Con los ojos de María y el hacerse cargo de José tenemos la ayuda necesaria para que Jesusito nazca en el pesebre de nuestro corazón, por pobre o pecador que esté.
Pero el nacimiento del Señor no sólo tiene impacto en la vida personal y familiar de cada uno sino también en la vida social y política. Lucas y Mateo se ocupan de poner en relación el nacimiento de Jesús con el decreto del censo del Emperador Augusto y con el decreto de exterminio de los inocentes que promulgó Herodes.
El detalle es que Jesús entra en la vida política del Imperio Romano y de su pueblo censado, condenado a muerte y exiliado.
Los emperadores que buscan el poder político no puramente para el bien común y los reyes de la sociedad de consumo a los que les quita ganancia la mentalidad solidaria que comparte gratuitamente, siguen sintiendo al Niño como su enemigo.
Por eso tratan de que “no encuentre sitio” en la vida pública, ya sea por maldad anónima, como pasó en Belén,
ya que el decreto del censo causó tal agitación social que José y María quedaron excluidos no por maldad sino por atiborramiento, diríamos, que es una forma de maldad anónima, estructural;
ya sea por pura maldad personal, como pasó con la matanza de los inocentes que desató Herodes y que obligó a José a exiliarse con su familia.
Esto sigue aconteciendo hoy.
La quema del árbol de Navidad y del Pesebre de Plaza de Mayo fue un rebrote de esa pura maldad de Herodes, que busca exterminar al Niño del espacio público. No logra exterminarlo pero lo obliga al exilio.
En las ofertas vergonzosas del “cinco minutos con 50% off” que hacen que la gente se mate a los codazos en los shoppings en vez de estar en su casa, vemos un rebrote del atiborramiento que llevó a José a tener que buscar un pesebre para que María diera a luz al Niño.
Como dice tan bien nuestro Martín Fierro: Jesús no viene “para mal de ninguno sino para bien de todos”. Los que no “reciben” este mensaje de paz y de inclusión en el amor es porque están defendiendo algún bien que no es el común. Hay que denunciarlo claramente: no se trata de un problema religioso sino político. El que políticamente no acepta los valores que son “para bien de todos” no es porque “tiene otras ideas”, es porque es un ladrón o un autoritario, está enfermo de codicia o de soberbia.
Le pedimos a María, la Llenadegracia, y a José, que cuiden el bien del Niñito en la patena de nuestro corazón y que nos protejan y libren de todo mal para ninguna de las tácticas del enemigo impida que, como personas y como sociedad, adoremos a Jesús recién nacido en esta Navidad.
Diego Fares sj