Sagrada Familia A 2010

Después de la partida de los magos, el Angel del Señor se manifestó en sueños a José y le dijo:
«Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»
José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.
Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: Desde Egipto llamé a mi hijo.
Cuando murió Herodes, el Angel del Señor se manifestó en sueños a José, que estaba en Egipto, y le dijo:
«Levántate, toma al niño y a su madre, y marcha a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.»
José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel. Pero al saber que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: Será llamado Nazareno” (Mt 2, 13-15. 19-23).

Contemplación
Rezando con el evangelio de los sueños de San José sentí el imperioso deber de compartir una responsabilidad que tenemos entre todos: la de cuidar a los Soñadores. Cuidarlos en todos los ámbitos pero especialísimamente en el ámbito de nuestra querida Madre la Iglesia.
Digo cuidar a los Soñadores y no directamente a los sueños, porque los Soñadores, al cuidar ellos los sueños grandes, cuidan y pastorean esa multitud de sueños pequeñitos de los que los sueños grandes se alimentan. Así que cuidar a los Soñadores con mayúscula es cuidar nuestros propios sueños.

Todos somos soñadores y todos tenemos una especie de “inteligencia onírica” –para decirlo en difícil- y, quizás precisamente por eso, porque no tenemos los sueños más grandes y hermosos de la humanidad sino nuestros sueños limitados, la mayoría sabemos apreciar cuando otro los tiene. Aplaudimos y valoramos lo que nos hace soñar lindo: las buenas películas, los buenos libros, la pintura y la música, y esas obras de arte morales que son las obras de misericordia y de solidaridad…
Entre los Soñadores, añoramos al buen político, aquel que sueña distinto y mejor a su pueblo y lo logra comunicar. Añoramos también a los santos, a los que sueñan los sueños de Dios y los ponen en obra.

Dentro de los grandes Soñadores el más grande es San José. Tiene sus antecedentes en el otro José, el soñador al que sus hermanos, verdes de envidia, vendieron como esclavo y terminó siendo, con la bendición de Dios, la mano derecha del Faraón de Egipto (que sabía valorar a un buen soñador y sin envidia lo puso en el puesto que le correspondía para bien común de todo el pueblo). También Abraham, Moisés y David fueron grandes soñadores lo mismo que Isaías y los profetas. Y San José, en su silencio soñador, reúne los mejores sueños de todos ellos y es el primer Soñador a quien tenemos que cuidar.
¿Cuidar nosotros a San José?
Sí, porque a los grandes Soñadores los cuidan y enaltecen los soñadores pequeños. Esto es lo lindo de la intuición de hoy.

Cuidarlo a San José Soñador en el sentido de permitirle que tenga en nuestra vida el lugar privilegiado que uno otorga al que ama como a un verdadero padre.
Cuidarlo digo en el sentido de que nuestro amor filial por él se concrete en una confianza ciega e inmediata, en toda situación en que veamos amenazado en nuestra vida al Niño Jesús o a su Madre la Virgen, ya sea por los ataques de los enemigos de afuera –los herodes de turno y sus esbirros reales o virtuales-, ya sea por los enemigos de adentro –nuestras propias pasiones y las estructuras que gestionamos cuando no están abiertas al perdón y a la caridad evangélicas.

Cuidar a los Soñadores es, en primer lugar, cuidar al Patrono de todos ellos, cuidar al que con sus sueños atentos a la voz del ángel del Señor, cuidó a Jesús y a la Virgen de todos los peligros.
En los sueños, como dice Guardini, la imaginación late sin represiones al ritmo de las pulsiones de la vida. Soñamos así imágenes clarísimas en su pulsión y veladas a la vez en su significado, que expresan nuestras pasiones primarias: deseos, miedos, amor y odio, alegría y angustia…
Cuando el Amor de Dios entra en los sueños de alguien como San José, entra en su imaginación con todo el Ímpetu Vivificante de su infinitud y crea imágenes poderosas que son las que llevaron a José a actuar con fortaleza y seguridad. San José visualiza sin dudar cuándo tiene que “tomar al Niño y a su Madre y huir a Egipto”, cuando tiene que regresar y dónde se tiene que establecer. San José es fortalecido en la raíz emotiva y lúcida de su ser más íntimo y sabe a quién tiene que “tomar consigo” y de quienes se tiene que “apartar y huir”. Esto se le da “instintivamente” y “sobrenaturalmente”. En una unión sin confusión ni división que sólo Jesús –verdadero Dios y verdadero hombre- puede suscitar en sus más cercanos.
De allí proviene la serenidad y la mansedumbre en medio de angustias y persecuciones, que admiramos en San José. De allí su prudencia, que lo hace hombre justo –ajustado a la Palabra-. De allí su previsión. Podríamos decir que su silencio total está en proporción a la magnitud de su sueño: es el silencio absoluto necesario para “no despertar al sueño”, para estar siempre atento al Sueño en el que el Padre se le revela.
San José está “evangelizado en sueños”, es decir, en lo más primitivo y básico que es a la vez lo más alto de su ser espiritual. Nosotros leemos el evangelio y vamos interiorizando con ayuda de la gracia y de la contemplación, las imágenes y los mensajes que nos transmite. Y cuando logramos “visualizar” una imagen clara ¡qué lindo que es!, cómo sentimos que esa imagen nos pacifica y nos fortalece, nos da luz y nos ayuda a discernir y a enfrentar la vida. Pues bien, en San José esta gracia se le da “en sueños”. En vez de “soñar miedos” se le da la gracia de “soñar seguridades”. Seguridades hondas de que será liberado de todo mal, aunque no de toda tribulación. Así como la Virgen fue preservada de todo pecado de una vez para siempre, San José es preservado renovadamente, de sueño en sueño, de toda incertidumbre en lo que respecta a “tener consigo” a Jesús y a María. Ese instinto que todo padre tiene –con sus más y sus menos- para detectar lo que puede poner en peligro a los que ama y para salir a defenderlos, en San José está “consagrado” y “conducido” de manera constante e infalible por el ángel que está siempre despierto en sus sueños, creando en su imaginación los mensajes que José pone en obra al despertar.
Para nosotros, cuidar a San José Soñador, es cuidar al que cuida nuestro sueño más lindo: el de tener con nosotros –soñando las cosas del Padre- al Niño Jesús y a la Virgen que “vela” sus sueños (Teresita tenía a San José y a la Virgen como sus “veladores”).

Y junto con el cariño y los actos renovados de fe y de confianza ciega con que cuidamos a San José Soñador, también tenemos la tarea de cuidar a los otros Soñadores.
Cuidar en la Iglesia a los que sueñan las Obras de Dios y nos invitan a ponerlas en práctica.
Debemos cuidarlos. Porque no es automático Soñar ni está libre de atentados y cansancios.
Todos los grandes Soñadores sienten la tentación de cansarse cuando los que se sumaron a sus sueños de Tierra Prometida, a mitad de la jornada, empiezan a soñar con los ajos y las ollas de Egipto, como le pasó a Moisés.
Abraham, nuestro padre en el sueño de la Fe, siguió soñando contra toda esperanza en la Tierra y la descendencia –en Jesús-. Pero su sobrino Lot fue tentado con sueños propios y Abraham le tuvo que repartir la herencia.
Podemos recorrer la Escritura desde este filón y encontraremos ricos tesoros. Se pueden reunir todos en los hijos del Padre Misericordioso: cada uno con su sueño mezquino no termina de sentirse alegre de cuidar y colaborar con el sueño común del Padre, que sigue soñando con la Fiesta y con que todo lo mío es de ustedes.

Para cuidar a los Soñadores primero hay que descubrirlos. Hay muchos que ni se enteran de que tienen al lado un Soñador y no lo aprovechan. No se dan cuenta de de que un Soñador aparece rara vez en la humanidad, a veces uno en cada generación (nosotros hemos sido coetáneos de esa gran Soñadora que fue Madre Teresa) y en cada pueblo.
Y descubrir a un Soñador sólo lo logra el que ha descubierto su propio sueño y le es fiel en lo poco, como dice el Evangelio. Esta fidelidad al sueño auténtico –el talento de la parábola- nos salva de las ensoñaciones –que son sueños vanos- y de las pesadillas –esos sueños de terror- y también del escepticismo, que es un sueño que se cree despierto. La fidelidad a nuestros sueños auténticos nos salva también de esa tendencia tan argentina que consiste en idolizar a los que nos hacen soñar y, luego, cuando vemos que no responden siempre como desearía nuestra vanidad, nuestra tendencia destructiva se vuelve voraz y devastadora.
El que se concentra empecinadamente en ser fiel a su sueño de servicio pequeño erradica de su boca la crítica y el chusmerío porque sabe que los Soñadores que sueñan los sueños de Dios no reemplazan sino que necesitan de los sueños pequeños de cada uno.
Cuidar a los soñadores quiere decir que, una vez descubiertos, hay que apoyarlos, siendo fieles a los propios sueños y sin distraernos en espiar los sueños de los demás. El que cuida su sueño pequeño de cuidar a un patroncito una hora a la noche, cuida al que sueña muchas Casas de la Bondad.
El que descubre y cuida los sueños pequeñitos de los pobres (el sueño tapado de que alguien se acuerde de su cumple y de que se lo festeje!, por ejemplo), cuida el Sueño de San José, de que todos los jesusitos del mundo se sientan parte de la Sagrada Familia.
Diego Fares sj

Navidad A 2010

La Palabrita de Dios

“Sobre la pobreza amarga de un establo y un pesebre se abre todo el esplendor del cielo para reclamar la atención de los pequeños y sencillos sobre un signo todavía más pobre: un niño envuelto en pañales y recostado en el pesebre”.

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,
ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea,
y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales
y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz.
Ellos sintieron un gran temor, pero Angel les dijo:
«No teman, porque les traigo una buena noticia,
una gran alegría para todo el pueblo:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
Y junto con Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial,
que alababa a Dios, diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lucas 2, 1-14).

Contemplación
La pobreza del signo, la pobreza de la Palabra…
En un mundo poblado de palabras, saturado de mensajes que intentan atrapar nuestra atención, la luz de la Navidad nos viene de una Palabrita simple, que la Virgen ha dado a luz y San José ha recostado en un pesebre.

Me gusta contemplar al Niño Jesús en el Pesebre pensando en Él como la Palabrita del Padre.

Los ángeles les hablan a los pastores de un signo, de una clave: “Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Detrás de toda imagen hay un mensaje. El mundo político y económico manda señales constantemente: señales de poder, de prestigio, señales para que compremos, para que pensemos en una dirección…

Dios también manda mensajes. ¿Qué nos quiere decir con esa Palabrita que más que palabra es apenas llantito en brazos de su Madre?

¡Tantas cosas!

Como a los pastorcitos, los ángeles nos invitan a contemplar la Palabrita de Dios en el pesebre.
Hay que contemplarla hasta que respiremos hondo,
hay que contemplarla hasta que se nos inunden de luz los ojos,
hay que contemplarla hasta que se nos vayan todos los miedos, como si el soplido del Niño aventara los malos pensamientos,
hay que contemplarla hasta que se nos quite la angustia y el corazón se nos ensanche y tome un ritmo sereno y fuerte,
hay que contemplarla hasta que toda la realidad se nos vuelva amiga,
hay que contemplarla hasta que escuchemos que nos habla a nosotros,
sí, a nosotros, a mí: vino para hablarme a mí.
Si tengo paciencia, si aprendo a escucharlo y le enseño a hablarme, ese Niño me hablará toda la vida, me dirá Palabras de vida eterna, me enseñará y alentará, me iluminará y me hará ver.

Verbito de Dios hecho carne, ¿qué verbo me venís a regalar para que lo conjugue con vos?
Pero antes de que me digas nada tengo que reflexionar qué verbos vengo conjugando yo. Porque vos sos una Palabrita simple pero entera. No te decís a medias sino que te das íntegro y total en cada imagen, en cada parábola, en cada enseñanza. Y para charlar con una palabra así yo también debo aprender a hablar a enteras. Al fin y al cabo, eso es la fe: una palabra entera. Sencilla y simple como el Sí de la Virgen. Sin ninguna otra palabra adosada, que la matice o la corrija.
¿Qué verbos vengo conjugando en mi corazón mientras voy de camino?
A primera vista diría que conjugo mucho el “tengo que”. El tengo que surge apenas me despierto y se le juntan otros: el “quisiera” y el “no quisiera”, el “ojalá que sí” y el “ojalá que no…”.
No digo que esté mal. Es un verbo necesario para ponerse en funcionamiento, pero no veo que sea un verbo de Niño. Si vos conjugás alguno en el pesebre seguro que no tiene nada que ver con los “tengo que”. Más bien diría que, sin palabras, te cuaja más el verbo “necesitar”.
No necesitás cosas, es verdad. Por eso lo de los pañalitos, la única “cosa” necesaria para un bebé.
Sin embargo, necesitás a la persona de tu Madre dándose entera en un infinito número de gestos concretos: necesitás sus manos, que te toquen y te contengan, que te limpien y acaricien, que te carguen y te den vueltas. Necesitás su mirada todo el tiempo, su voz y sus palabras, su leche y su sonrisa, su aliento y sus besos.

Ese puede ser, quizás, el primer mensaje que los ángeles quiere que aprendamos. Porque todo lo que un bebé necesita y quiere recibir es justamente todo lo que una madre tiene y le quiere dar.
Si esa es la palabrita encarnada que traduce al Verbo eterno, entonces vamos bien. Porque si lo que “expresás sin hablar” en brazos de María es lo mismo que “expresás” en el seno del Padre, entonces el mensaje de Dios no es para nada complicado.
En el evangelio de Juan, que te contempló de grande y le sacó el jugo a tus palabras más hondas, esas que utilizaste para regalártenos diciendo “Soy la Luz”, “Soy el Pan”, “Soy la Vida”…, en el evangelio de Juan, decía, nos revelaste que nosotros “hemos sido hechos –formados- por tu palabra”. Y si tu primeras “manifestaciones” son todas de “necesito”, esa puede ser también nuestra primera palabra.
Aunque hay otra mejor. Porque necesito es palabra de grandes. Los chicos dicen “dame”. Y “dame” es una palabra más linda, porque viene de “don”. Los chicos más pequeños ni siquiera la pronuncian. Dicen simplemente “mamá” o “papá” y muestran su necesidad.

Ya ven. Contemplando un ratito al Niño en el pesebre, sin decir nada nos ha enseñado a decir “dame”. Esta es la primera palabra en la que se encarnó Jesús. Después la desarrolló como una hermosa melodía en el Padre nuestro. El Padre nuestro es esa palabra primera mejorada: porque es “danos”. Danos bendecirte, danos tu reino, danos el pan, danos el perdón, danos la protección…

Esto les servirá de señal: encontrarán a un Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, que les dirá “dame”: dame un besito, dame una caricia, dame un ratito para estar en tus brazos, dame tu tiempo para que te vaya hablando al corazón, dame tu casa, dame tu vida, dame tu amor.

¡Si aprendiéramos a decirle a Jesús esta palabrita!
Si escucháramos cómo es él el primero en decírnosla a nosotros.
Como le dijo a la Samaritana: “dame de beber” y luego “si supieras quién es el que te dice “dame de beber” tú le pedirías a él y él te daría un agua viva”.

Palabrita del Padre, Hijo preferido, ¡en qué palabra de nuestro vocabulario te viniste a encarnar!
Dame decirte dame. Danos siempre de esa Agua, danos siempre de ese Pan, danos Señor tu Espíritu, danos tu Perdón.

Este evangelio nos trae luz. Se ilumina nuestra pobreza –toda pobreza- y descubrimos a Jesús viviendo en ella, diciéndonos “dame de lo que tenés”: no hay nadie tan pobre que no tenga un saludo, un abrazo, una mirada de agradecimiento… o “cinco pancitos”.
El evangelio del Niño en el pesebre nos hace sentir que nuestras pobrezas son riquezas, igual como para un niño pequeño sus necesidades son lo más lindo porque tiene quién las colme de amor.

¿Cuáles son mis pobrezas?
¿Mis miedos?, Jesús es mi paz. Dame paz, le podemos decir.
¿Cuáles son mis pobrezas?
¿Mi salud frágil? Jesús es mi Vida. Dame salud, Señor. Sáname, le podemos decir.
¿Cuáles son mis pobrezas?
¿Mi incertidumbre ante el futuro? El es nuestra esperanza. Danos Señor esperanza, le podemos decir.
¿Cuáles son mis pobrezas?
¿Mis límites, mi impotencia, mi pequeñez? Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Mirá con bondad nuestra pequeñez, le podemos decir.

Dame, nos dice el Niño envuelto en pañalitos.
Danos, le decimos nosotros.
Y junto con él le decimos al Padre: danos. Danos vida, danos paz, danos tu amor.
Diego Fares sj

Adviento 4 A 2010

“Ser de la familia”

La generación de Jesucristo fue así:
Estando comprometida su madre María con José,
antes de que estuviesen juntos,
se encontró con que había concebido en su vientre por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Estando metido en estos pensamientos (cargados de afectividad),
el Ángel del Señor se le manifestó en sueños y le dijo:
«José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa,
porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús,
porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliera
lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo
a quien pondrán el nombre de Emmanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros.»
Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado
y recibió consigo a su mujer” (Mt 1, 18-24).

Contemplación
En la contemplación del cuarto Domingo de Adviento, ya cerquita de la Navidad, quiero compartir un poco a las apuradas por el trajín del fin del año, una verdad teológica y una reflexión sobre lo especial que es este texto de la Anunciación a José.
La verdad teológica es aquella frase de San Agustín en la que dice que María concibió a Cristo primero en la mente que en el vientre. María dice “sí” a Jesús como Persona, como Hijo. Y esto supera la maternidad biológica, con su milagro y también que ese Hijo sea de Naturaleza divina. Y en esta dimensión de maternidad en la fe participa también José. Al recibir la misión de ponerle el Nombre de Jesús, José asume íntegra su paternidad en la fe. Aunque en María cuando esta gracia se explicite sea para proclamar en alta voz que ella es Madre de Dios, y en José, en cambio, las explicitaciones lleven a ponerle títulos como “padre adoptivo”. José es la paternidad silenciosa que no necesita reclamar nada porque ama a Jesús como padre y la manera de demostrarlo es callar las palabras y deshacerse en cariño y en obras de amor y de cuidado.
Si uno distingue naturalezas divinas y humanas y modos de ser engendrado puede ser que María quede con más títulos. Pero si uno simplemente llama al Niño “Jesús”, sentirá que tanto en los labios de María como en los de José, este Nombre bendito va unido al de Hijo. De hecho María nos da pie a pensar así porque cuando lo encuentra en el Templo luego de que lo habían perdido, le dice: Hijo, por qué nos has hecho esto. Tu padre y yo te buscábamos.
Así, gustamos esta verdad de que, para relacionarnos con Jesús, lo primero es la fe.
Mientras la Encarnación acontece biológicamente en ese silencio misterioso en el que se gesta la vida, Dios dialoga abiertamente con María y con José en ese ámbito de confianza que llamamos “fe”. Si uno mira bien, es notable el contraste entre la realidad física, por decirlo así, de la Encarnación, en la que toda la acción es de Dios y de la naturaleza, y la realidad espiritual, en la que María y José son requeridos por Dios como protagonistas activísimos. Dios viene a sus vidas y ellos le hacen lugar. Dios les va revelando lo que ha hecho y lo que hará y ellos responden con la obediencia de la fe: diciendo sí, María, haciendo lo que el Ángel del Señor le ordena, José.

Lo que llama la atención no es tanto lo que pasa sino cómo Dios les da tiempo para interactuar desde su libertad más profunda. Por ahí nunca nos fijamos en esto por no tomar el relato como de algo que verdaderamente ocurrió e interpretamos los diálogos como si fueran un cuento, un relato mítico. Sin embargo hay mucho más. En esta Anunciación a José el relato de lo que sucedió tiene detalles que hablan de un realismo muy cercano a nuestra propia realidad.
La perspectiva desde donde mira las cosas Mateo es la que provoca un acontecimiento histórico. Algo totalmente único, es verdad, pero que pasó un día como hoy.
El evangelista nos sitúa primero en la paradoja en la que se encuentra María: “estando comprometida su madre María con José, antes de que estuviesen juntos, se encontró con que había concebido en su vientre por obra del Espíritu Santo”. Más allá de su conversación íntima con el Ángel, Mateo nos sitúa en ese preciso momento en que una mujer “se encuentra” con que está embarazada. Y en María, la contundencia de este hecho se reduplica al tener conciencia de que es por el Espíritu Santo. Es como si Mateo nos dijera que María asume “experiencialmente” el sí que dio en la Anunciación. Al sentir a su hijo crecer y moverse físicamente experimenta la gracia del Espíritu Santo y le dice un sí nuevo. Es una línea de vida en la que cada sí de María crecerá en riqueza histórica y humana manteniendo la integridad con que lo dijo la primera vez. María se va volviendo más y más protagonista de la historia de salvación.

Inmediatamente el evangelista nos hace entrar en la intimidad de José. Nos hace compartir la contundencia de una decisión tomada luego de mucha lucha espiritual. Mateo describe en pocas líneas todo el mundo afectivo que se despliega en el corazón de José ante la decisión que debe tomar. Esto nos hace sentirlo plenamente humano, un hombre capaz de afrontar los hechos más tremendos de la vida tomando decisiones honestas, con coraje y discreción. A este corazón madurado por el amor y el desengaño, incapaz de hacer daño a la que ama y consciente de que debe dar un paso al costado, Dios envía su Ángel para que lo ilumine y lo pacifique. Pero no le ahorra el proceso, como tampoco se lo ahorró a María. Cuando llega la Palabra clara de Dios a José, esta ilumina toda sombra de duda y pacifica todos los temores. Pero no mágicamente. Es una Palabra que cae en la tierra fértil de un corazón sufrido y bueno, en un corazón de verdadero padre.

Dios les da tiempo a María y a José. Es un Dios que espera a que maduren las cosas para que María y José puedan ser verdaderos co-protagonistas de la Encarnación.

¿Qué fruto tiene esto para nosotros?
Antes que nada, nos despierta la esperanza de poder ser “padres” de Jesús en la fe. La fe tiene esa característica de no depender de lo externo sino del corazón. Uno cree con el corazón. Y en la fe uno puede relacionarse con Jesús de corazón, más allá de las circunstancias de tiempo y lugar.

Al mismo tiempo, contemplar el proceso de la paternidad de José y María nos permite reconciliarnos con nuestros procesos. Nos permite ir creciendo de sí en sí. Ya sea con la gracia de María, sin sobresaltos grandes, con su serena maternidad que acoge a todos, ya sea con la gracia de José, en medio de luchas y sobresaltos. El Señor ama este tiempo histórico en el que madura su semilla en nuestra vida.
Mejoramos, pues, nuestra imagen de Dios: es un Dios metido en la historia, que se revela acompañándonos en nuestros procesos iniciados en la fe. Es un Dios que propone y da tiempo para que le respondamos cada vez con más paternidad.

Las anunciaciones a María y a José son también modelo de oración: se complementan.
Los pasos son:
* encuentro con Dios: venida de Dios a nuestro mundo –exterior e interior- como Palabra y relato evangélico;
* escucha atenta de su mensaje (María),
escucha en medio de una fuerte lucha interior con los propios sentimientos y pensamientos (José);
* revelación por parte de Dios de lo que piensa hacer con ellos
* obediencia a la Palabra por parte de ambos.

Mejoramos, pues, nuestra imagen de Dios: Es un Dios que se pone en contacto, “entra donde está María” y “se manifiesta en sueños a José”.
Es un Dios que envía mensajeros (ángeles) y que revela las intenciones de su corazón en un lenguaje comprensible para sus creaturas.
Es un Dios que busca compartir proyectos y hacernos participar.

Este Dios que habla y manda señales y mensajes encuentra en María y José dos interlocutores privilegiados.
Ubicables, receptivos, simples, atentos, despiertos, vivos, obedientes, fieles a muerte, cariñosos, mansos, sufridos…

Así como la unión en Jesús de la naturaleza humana y la naturaleza divina es plena –sin división ni confusión- así es de pleno el “hacer las cosas juntos” de Dios con María y con José.
Y gracias a la fe, nosotros podemos ser también “de la familia”.

Diego Fares sj

Adviento 3 A 2010

Reconciliarnos con nuestra pequeñez

Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para

preguntarle:
– « ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»
Jesús les respondió:
– «Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven:
los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y dichoso aquel que no se escandaliza de mí!»

Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo:
– « ¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento?
Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. El es aquel de quien está escrito: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino».
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él» (Mt 11, 2-11).

Contemplación
Reconciliarnos con nuestra pequeñez… Elegí este título porque me parece que la mentalidad reinante nos lleva a no estar contentos con nuestra pequeñez y porque por ahí va la respuesta de Jesús a un Juan Bautista que manda a sus discípulos a preguntarle si es Él el que iba a venir o si debían esperar a otro.

Juan era alguien que no se escandalizaba de su propia pequeñez. Recordemos cómo confesó siempre que Jesús era el más grande, que él no era digno ni de desatarle las correas de las sandalias, recordemos cómo estaba convencido de que debía enpequeñecerse para que Cristo creciera…
La propia pequeñez parece que la tenía clara, pero es como que la pequeñez de Jesús lo escandalizó o escandalizó a sus discípulos por un momento.
El Señor responde mostrando sus obras con los más necesitados y añade la bienaventuranza de los pequeños (porque para escandalizarse de Alguien como Jesús hay que estar bastante agrandado): “dichoso aquel que no se escandaliza de mí”.

En la contemplación pasada veíamos que la pequeñez del Reino –su insignificancia- es capaz de encender en nuestros ojos el fuego de la esperanza.
Contemplar a Jesús metido en nuestra historia, viviendo su pequeña vida singular, tejida con los hilos de las circunstancias casuales con que se teje toda historia, hace nacer la esperanza. Porque es precisamente el no exigir el Señor para sí nada especial, el vivir una vida completamente ordinaria y común como cualquiera, lo que le da a toda vida, a la de cada uno, un valor inmenso.
Lo valioso y esperanzador es “la Vida Plena” –“Yo soy la Resurrección y la Vida” – metida en medio de la vida imperfecta y común.
Por eso lo de reconciliarnos con nuestra pequeñez.
Reconciliarnos con que no sea una pequeñez provisoria, previa a una grandeza que vendrá, sino una pequeñez que se mantiene como tal, permitiendo que en su interior viva un amor siempre más grande y ardiente.
Porque lo que enseña Jesús es que la única grandeza es la del amor.
El amor es lo único que vale la pena agrandar.
Y para que el amor crezca, todo lo demás se debe empequeñecer.
Este es en esencia el mensaje del Hijo de Dios venido en la pequeñez de nuestra carne.
Jesús expresa el valor de la pequeñez cuando dice que Juan es el más grande de los hombres –que la grandeza que él alcanza es lo máximo que hombre alguno puede alcanzar- y que, sin embargo, el más pequeño del Reino de los Cielos es más grande que él.
Más grande porque, una vez que Jesús se ha encarnado y se puede comulgar con él, recibirlo a él, hospedarlo y poner en práctica su Palabra, una vez que Jesús está en medio de nosotros, su Presencia hace que toda pequeñez se plenifique y se vuelva “grande” sin dejar de ser pequeña.
Tan pero tan grande y nuevo es lo que trae el Señor que no necesita “agrandar el recipiente”. Lo deja como está y, sin tocarlo, lo renueva entero.
A los santos les deja su carácter (la irascibilidad de Ignacio, la susceptibilidad de Teresita, los miedos del Cura de Ars que lo hacían huir de su parroquia…),
no les cura muchas de sus enfermedades (la “espina en la carne de Pablo, las gastritis del Beato Pro),
no hace que cambie la opinión de gente que los rodea (la cocinera que se lamentaba de que Teresita “no hubiera progresado nada en la virtud”, los que veían a Hurtado como un optimista más…),
permite que vivan situaciones ambiguas (San Juan de la Cruz encarcelado por sus hermanos frailes, la madre Teresa cuando no le aprobaban su congregación…).
Es como si Jesús no les hiciera nada especial ni les agrandara nada fuera de su amor.
La vida misma tal como acontece en medio de situaciones cambiantes se transforma sin dejar de ser lo que es y pasa a ser algo totalmente nuevo.
Eso es lo que sucede en la Eucaristía, que el pan no deja de ser un simple pancito y sin embargo es Jesús vivo, Pan de Vida eterna, resucitada.

Lo que obra este milagro –de que algo o alguien siga siendo tal cual era y sea algo o alguien totalmente nuevo- es la fe.

Una fe que se renueva antes, durante y después de cada “venida” del Reino.

Son los ojos de la fe los que hacen que tantos pequeñitos vean a Jesús que pasa y descubran que es el Hijo de Dios y le griten que los cure, que los perdona, que los salve.
Es la fe la que hace que siga firme la confianza en el Señor aún cuando parezca que no pasa nada como cuando los sirvientes de Caná siguen cargando agua y llenando las tinajas sin que se vea bien para qué…
Es la fe la que, luego de los milagros “físicos” se abre a una luz mayor y se hace capaz de descubrir al Donante como fuente del don, como le pasó al Ciego de nacimiento.

La fe ilumina la realidad común y esta se colorea un momento con los colores del Reino para volver enseguida a la tonalidad natural. Así, entre lucecitas y nublados la fe se va metiendo en el Objeto infinito que la atrae y suscita: el Amor del Padre que brilla a través de la opacidad de la carne de su Hijo

Por eso hablo de “reconciliarnos con nuestra pequeñez”, porque es en la pequeñez misma que se nos ha de revelar una y otra vez Jesús. No en una pequeñez que luego pasa a ser grandeza.
El Señor va de pequeñez en pequeñez:
de la pequeñez de la Encarnación a la pequeñez del Pesebre;
de la pequeñez de la carpintería de Nazareth a la pequeñez de la Barca de Simón y de las de sus amigos;
de la pequeñez de la Cruz, en la que apenas cabía su humanidad doliente, a la pequeñez de una resurrección que se manifiesta a unos poquitos, con gran alegría pero sin aire de grandeza alguno…
Y todo para quedarse en la pequeñez de la Eucaristía…

Reconciliarnos con un Jesús que siempre será pequeño, poquita cosa ante un mundo que ama las grandezas, implica reconciliarnos con nuestra propia pequeñez.
¿Acepto con alegría la pequeñez de mi paso por este mundo?
¿Acepto con alegría lo poco que soy, lo poco que logro progresar, lo chiquito de mis sueños más grandes?
Para terminar de querer mi pequeñez tengo que verla como el modo más directo de “terminar de recibir, de una vez por todas”, al Niño Jesús en mi vida.
El quiere nacer, y para eso le basta el pesebrito de mi alma.
Jesús no necesita grandes estructuras para venir a habitar en nuestra historia, solo necesita que gente como yo le preste su fe, pequeña como un granito de mostaza, para poder echar raíces y crecer.

Reconciliarme con mi pequeñez es recibirlo así tal como estoy.
Es dejarlo entrar en lo que soy: “esto que soy, esto te doy”.
Reconciliarme con mi pequeñez es aceptar que Jesús siempre estuvo en ella, cómodo y contento, que fui yo el que no la soportaba y huia de ella como el Hijo pródigo que se escapó de la pequeña casa paterna en busca de grandezas.
Reconciliarme con mi pequeñez es optar por “no agrandarme”.
No agrandarme es no esperar que me agranden con su reconocimiento los demás.
No agrandarme es estar contento de que, cada mañana, el pesebre siga siendo pesebre, y no se transforme nunca en una “estructura consolidada”.
No agrandarme es caber en la pequeña cruz de mis fragilidades y contrariedades diarias amando el combate, como decía Hurtado. No por sí mismo sino por el bien que trae.
No agrandarme es contentarme con la resurrección de cada día que me brinda Jesús en la Eucaristía, como los pobres que se contentan con su desayuno.

La dinámica de la Eucaristía es la única dinámica y la única estructura que dinamiza y consolida la Vida verdadera.

Reconciliarnos con nuestra pequeñez es mirar con ojos nuevos lo que miramos siempre con ojos viejos.
Mirar ampliando la pupila para ver lo que ilumina la luz de la fe, que deja que la Luz de Jesús se pose en cada cosa (Podemos quedarnos contemplando el cuadro del Greco, viendo cómo las manos se calientan y los rostros se iluminan de la LUZ que irradia el Niño tan pequeñito).

Reconciliarnos con nuestra pequeñez es alegrarnos de ser y de sentirnos siempre más pequeños que el Amor que se nos regaló y que habita en nosotros.

Diego Fares sj

Adviento 2 A 2010

La insignificancia del Reino de los Cielos

En aquel tiempo, se presentó Juan el Bautista, predicando en el desierto de Judea y diciendo:
«Conviértanse, porque se ha acercado el Reino de los Cielos». A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, Enderecen sus senderos.
Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre.
La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.
Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo:
“Engendro de víboras, ¿quién les enseñó a escaparse de la ira de Dios que se acerca? Den el fruto que corresponde a una conversión verdadera, y no se contenten con decir: «Tenemos por padre a Abraham». Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham.
El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.
Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí, es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego. Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible” (Mt 3, 1-12).

Contemplación
Dos imágenes para entrar en la contemplación.
El dibujito de Fano –Limpiezas Adviento- da ganas de ser limpiados por esos trapitos con Agua del Espíritu y de la misericordia del Corazón de Jesús, por ese agua del Jordán en la que se bautizó el Hijo Amado del Padre.

¡Qué ganas de estar limpios!

Renovar el corazón y estrenar alma nueva para Navidad es la tarea linda del Adviento.
……….

La otra imagen es la de un Bautista moderno, San Francisco Javier, cuya fiesta celebramos el 3 de diciembre, día de su muerte en la islita de Shang Chuan, frente a la costa de la China que anhelaba bautizar “en el Espíritu Santo y en el Fuego” de Jesús.
La figura de Javier como caminante incansable tiene como contrapartida la figura del deportista de la Universidad de París que se ató los pies durante varios días para contener sus ganas de salir a correr mientras hacía los Ejercicios Espirituales que le daba Ignacio.
Sus correrías de joven inquieto se convirtieron en caminar de misionero gracias a este saber atarse las patas para estar a disposición de Jesús en la oración.

El secreto del reino, el secreto de la relación entre oración y acción, entre ser discípulo y ser misionero, está en ese gusto irresistible con que algo saboreado en el evangelio nos lleva a querer anunciarlo y practicarlo y, luego, a desear volver a agradecerlo y a pedirlo en la oración.
Lo virtuoso –a lo que hay que estar atentos- es la fuerza con que nuestra oración nos lleva a la acción y nuestra acción a necesitar rezar.

Todo lo contrario de ese activismo que nos agota y nos deja desabridos y de esas dinámicas de oración que despiertan la sed… de nuevas dinámicas y no de ir a visitar y servir al pueblo fiel de Dios.
No es cualquier oración ni cualquier actividad lo que abre el Reino.
No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos.

Un pequeño excurso… El “Señor, Señor” adopta en cada época y en cada grupo formas distintas, pero siempre se trata de “algo mágico”, de una fórmula o un rito o un dogma o una dinámica, que por sí misma sería infalible y aseguraría la salvación. Cosas buenas que se la creen…

Es curioso cómo la misma actitud “mágica” se puede observar en personajes opuestos. Por ejemplo, cuando un Mons. Lefevre defiende la Misa de San Pío V como “la única misa” cita cánones y bulas pontificias que lo avalan “infaliblemente”. Él mismo escribe que Pablo VI le preguntaba si no sentía algún remordimiento en su conciencia al ver el escándalo que causaba su obcecación y cómo él le respondió que no. Los cánones lo avalaban!
Es todo lo contrario de Pablo, que relativiza todas las prácticas con tal de no escandalizar a un pequeñito.
Una actitud mágica similar se puede notar en el hechizamiento que producen en algunos las dinámicas de moda, (por citar una como ejemplo veía cierta actitu mágica en las técnicas de las así llamadas “constelaciones familiares” que prometen sanar heridas ancestrales en pocas sesiones y “hacerte feliz”…).

El “Señor, Señor” pronunciado, danzado, formulizado, reemplaza al Señor vivo. La auto experiencia reemplaza la experiencia del Espíritu.

Por el contrario, en el reino, el llenarse del Espíritu Santo –bautizarse, comulgar con el Señor, recibir el perdón…- lleva a predicar el evangelio y a realizar las obras de caridad. Y estas llevan de nuevo a necesitar y a pedir la llenura del Espíritu, su fuego. No hay autoreferencia ni en la oración ni en la acción sino siempre un salir de sí, como pobres.

Si queremos tomar pie en la manera de actuar y de formular las cosas de Jesús, prestemos atención a cómo formula él la venida de su reino. El Señor dice: “Conviértanse, porque se ha acercado el reino de los cielos”.
Acercarse es lo más que puede hacer el reino.
Estar cerca no significa que se vaya a acercar más. Ya está todo lo cerca que puede estar y siempre se volverá a acercar. Nunca nos invadirá ni nos absorberá. El reino de Dios que predica Jesús es cercano –prójimo-. Nos invita a decidirnos a entrar en él, a vivir según sus exigencias y consejos. Y así cada día. Siempre cercano, nunca invasivo. Ni mucho menos “dominable”. Nadie puede “atrapar la dinámica del reino” y ofrecerla en pildoritas, ni en ritos, ni en terapias, ni en ideologías, ni en dinamicologías.

Atenti a los que ofrecen la fórmula mágica del reino que soslaya la cruz. El Señor se ocupó con infinita ternura y cuidado de cargar él mismo, todo lo posible, nuestra cruz y de prometernos ayuda y alivio y hacérnosla menos pesada…, pero siempre manifestó con claridad y crudeza que “el que quiera seguirlo debe cargar su cruz y seguirlo”.
Aquí viene entonces la gracia, que es mucho más que la magia.
La magia reemplaza, la gracia asume.
La magia hace desaparecer una cosa y aparecer otra, la gracia en cambio transforma y plenifica lo que ya era sin que pierda identidad.

En el reino, las pobrezas, las lágrimas, las persecuciones, siguen siendo pobrezas, lágrimas y persecuciones, pero bendecidas. Y al experimentar la bendición de Jesús que las comparte con nosotros sin temor y ofreciendo todo al Padre, estas realidades duras se convierten en bienaventuranza. Dan fruto. En el interior del corazón y entre los que creen en las bienaventuranzas, el fruto es inmediato. Y la señal es la paz y la alegría de “haber sido considerados dignos de padecer algo por Jesús” (Cfr. Hech 5, 41).
Exteriormente, tiene sus vaivenes. A veces el fruto se institucionaliza y se abren espacios donde el reino reina y dobla el brazo a lo que es anti-reino, reparando con la fuerza del amor lo que el pecado intenta destruir. Otras veces ese reino exteriormente sufre persecución y se fragua con la cruz. Afuera sólo reina el anti reino.

Cada día el reino “se aproxima”, se nos vuelve cercano, viene como invitación…
Invitación suave del Espíritu a “atarnos un rato los pies en la oración”, invitación de Jesús a la Eucaristía y a la Reconciliación.
Invitación del Señor que viene en la persona de quienes nos solicitan ayuda…
…..

Hay una secreta relación entre la insignificancia con que Jesús se nos acerca en medio de la vida cotidiana, entre su no tener ninguna pretensión, y la esperanza.

Ver a Jesús entre los pobres y pequeños, ver cómo anunció el reino a los campesinos y pescadores de Galilea, gente irrelevante humanamente hablando, ver esta no preocupación por tener influencia del Señor, verlo frágil e inmerso en la fragilidad de su pueblo, despierta algo nuevo: la esperanza.

Si la plenitud de Dios habita en nuestra pequeñez y no se inquieta ni siente miedo ante las persecuciones, entonces podemos esperar “lo que ni ojo vio ni oído oyó”.

La esperanza de algo nuevo –no “más de lo mismo”, porque eso no sería esperanza- se despierta al ver que Jesús está en medio de nuestra realidad, sin cambiarla exteriormente, viviendo entre nosotros en paz, caminando por su realidad haciendo el bien a los que se le presentan… “Cercano está el Señor a los que tienen dolido el corazón” (Sl 34, 18).
Esta manera de actuar de Dios significa que está cambiando las cosas de otra manera de la que estamos acostumbrados a visualizar.

Que se nos haga el click y entreveamos esto “distinto”, que se nos cruce como un chispazo la claridad de lo increible, es el primer paso para la conversión. Esta llamita que nos hace barruntar “el cielo” nunca se extingue, pero requiere fidelidad: las corazonadas hay que seguirlas a muerte.

Entonces comienza a actuar la caridad –que es amor esperanzado, amor ilusionado, amor que ama lo que no se ve y por eso actúa “gratuitamente”, amor que hace de nuestro corazón un racimo de uvas, fruto para que otros vayan comiendo; amor que hace de nuestro corazón un pan que otros comulgan, pan que el Señor restaura cada vez que alguien participa de él. (Por eso está mandado comulgar, porque el que dio vida necesita Pan de Vida).

Diego Fares sj