Terminar nuestro aprendizaje como discípulos formados que se dejan conducir (8 C 2022)

Quizás la imagen de ese “único ojo” entre el samaritano y el herido es expresión de lo que significa

“sacarse la viga del propio ojo para poder ayudar al que necesita misericordia”.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:

—«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 

Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

No hay árbol sano que de fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. 

Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que dilata el corazón hace hablar a la boca» (Lc  6, 39-45).

Contemplación

Nos focalizamos en esto de “terminar el aprendizaje” (katartizein). El Señor da varios criterios para que uno “no se la crea”: el discípulo no es más que su maestro; pero tampoco menos. El cristianismo no es una “religión elitista, oligárquica”. Cualquiera que hace ejercicios, que se anima a discernir la voluntad de Dios en su vida y se deja conducir dócilmente por el Espíritu, se convierte en “maestro” de otros que lo necesitan. El que aprende a poner en práctica estos criterios se convierte en una mujer o en un hombre espiritual. No que pueda ser maestro de todos (y este es el primer criterio):!tiene que estar atento a no dejar pasar la viga que tiene en su ojo cuando le quiere ayudar a otro a sacarse una astilla del suyo porque, si un ciego quiere guiar a otro ciego caerán los dos en un pozo, como dice Jesús.

Pues bien, el primer criterio para ser alguien “formado” -así decimos en la Compañía-, alguien “espiritual”, es no tolerar la hipocresía. Acusarse primero a uno mismo y sacarse sus “vigas” permite, humildemente, dar una mano a otro con sus “astillas”.

Estamos en el contexto de las bienaventuranzas, que Jesús resumió en “ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Llegados a este punto, que es la meta de la vida espiritual, constatamos que es una meta que no se alcanza como si a uno le dieran un título o llegara a un “estado espiritual”, sino que en cada situación de miseria nos sentimos interpelados a ser misericordiosos de manera nueva. 

Katartizein”, “estar preparados”, haber “complementado el aprendizaje” significa poner en marcha esta serie de criterios, el primero de los cuales, paradójicamente, es humillarse al punto de tener que “sacarse una viga del ojo” a la hora de querer ver los pequeños defectos de mi hermano. La misericordia no es algo fácil y claro que poseeríamos y que tenemos que “aplicar”, sino que para poder comenzar nomás a ejercer esta misericordia uno tiene que corregirse a sí mismo y mucho. 

Y más paradójicamente aún, el Señor nos hace ver que para sacar la viga del propio ojo (ese “paradigma” que me hace “mirar para otro lado” en vez de mirar la miseria a los ojos y “conmoverme”, tenemos que ser misericordiosos con nosotros mismos. La primera misericordia es dejar que nuestro Padre nos abrace al regresar a casa, nos de ropa limpia y nos haga una fiesta. Misericordiados, como dice Francisco, podremos misericordiar.

Así, el primer criterio para “terminar de estar formado” es sabernos “incompletos”, sobre todo en el pensamiento. No hay un “paradigma” cristiano, una organización de nuestros valores como si fueran un sistema ético. Las enseñanzas de Jesús destruyen para siempre toda hipocresía, toda rigidez, como insiste el Papa Francisco, y no permiten que uno “sea más que su maestro”. Una y otra vez el discípulo empieza de nuevo en esto de la misericordia. Y lo hace con esa “medida”, con esa desproporción ante el defecto, el pecado, la miseria del otro: nuestra miseria tiene carácter de “viga”, de madera consolidada y con una función maestra en la construcción que hay que rever y a veces directamente sustituir. Y los problemas de nuestro hermano tienen carácter de “astilla” , de brizna de paja que molesta en el ojo y se saca fácilmente. 

El segundo criterio para considerar “completada” nuestra formación tiene que ver con los frutos. Insistimos en que la completud espiritual es la conciencia de la “incompletud” de todo el resto (inteligencia, voluntad, sentimientos y sentidos -imaginación-). Es básico en la vida del discípulo el tener que recurrir una y otra vez al Maestro interior, al Espíritu Santo, para que tenga misericordia de nosotros, ya que ha sido “derramado para el perdón de los pecados”. De todas maneras, en nuestra reflexión vamos sistematizando y avanzando en la comprensión de lo que el Señor nos quiere enseñar. Pero lo hacemos sin creérnosla. Aquí nos da un criterio para discernir el mal y otro para discernir el bien. Para discernir el mal (en cualquier situación) hay que reflotar la desproporción entre la viga y la brizna de paja; para discernir el bien en cualquier situación hay que mirar (y esperar, muchas veces) a ver los frutos. 

Como criterio parece claro y obvio: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano”. Y sin embargo… Cuántas veces insistimos en que el problema no está en el árbol, en la raíz, por ejemplo, sino en otro lado y queremos justificar frutos malos sin tener que maldecir el árbol, como cuando el Señor maldijo la higuera. 

La relación entre el fruto y el árbol es orgánica. Es vitalmente imposible que frutos dañados provengan de un árbol sano. Siempre se da algún fruto malo, por supuesto, pero si la mayoría de los frutos son enfermos es que está enfermo el árbol. Hoy diríamos: si la mayoría de los frutos son enfermos, es que el problema es estructural. 

Hacemos un excurso. 

Esto es lo que ha pasado con los abusos. El abuso es una viga de tal magnitud que muchos no la pueden ver (y creo que humildemente todos tenemos que decir que vemos solo en alguna medida la magnitud de la enfermedad en su carácter de viga que sostiene un andamiaje principal en la edificación de la Iglesia. Hay que cambiar el “chip”: si hay abuso sexual es que, más hondo, hay abuso de poder y de conciencia. Por aquí va la clave. 

Hay que considerar que, aunque en una relación entre adultos haya consenso con respecto a lo sexual, dada su formación y recursos, un sacerdote abusador siempre tiene mucha más responsabilidad que su víctima. Esta “depende” muchas veces de él para su trabajo, lo cual es algo muy fuerte. Y cuando llegamos al nivel de la conciencia esto es clarísimo. Para ser ayudado en un pecado y en un problema de conciencia, uno se tiene que desarmar ante el otro. Si este desarme es usado para una seducción, el impacto en la vida de la víctima es tremendo. 

Ahora, que se trate esta corrupción como si fuera un pecado más, un caso individual cada vez, es algo que vuelve el asunto más estructural todavía. Las estructuras que protegen al victimario (pensadas para ayudarlo a convertirse) están viciadas, son perversas y se convierten en nidos donde se acovacha la actitud de abuso y permite esas reincidencias que se suelen ver. Estamos ante una viga que sostiene todo un techo. No es concebible que alguien “formado” para misericordiar, se convierta en un abusador. ¡Es lo diametralmente opuesto! Si ponemos la mira en la formación, en estar plenamente entrenados, como dice el concepto de “katartizein”, el abuso es como si a un cocinero se lo formara para envenenar, a un enfermero, para “enfermar”, o a una maestra, para confundir la mente de sus alumnos… 

En la formación sacerdotal y religiosa, apenas se ven estos “frutos” de corrupción en alguna persona, toda la estructura se tiene que “conmover”. Se deben activar automáticamente los criterios de “corregir la propia viga” y de “discernir certeramente que un fruto podrido viene de un árbol enfermo”. 

Aquí es importante ver bien lo del abuso de poder y de conciencia. La inclinación sexual es algo ligado a nuestra constitución afectiva misma y al ambiente cultural en que vivimos. Por eso resulta difícil juzgar lo que es sano y lo que es enfermo y hay que tener cuidado para no herir sensibilidades. Pero el abusar de la conciencia de otro para obtener un beneficio es una tentación que tiene carácter de corrupción más que de pecado. Que el otro o la otra persona sea libre en sus decisiones es un deseo humano y cristiano básico. Si uno desea que el otro “dependa”, que sea esclavo nuestro en alguna medida o momento, el problema es muy serio y no se puede tratar como un pecado más. El árbol que da estos frutos está muy enfermo. Debe ser ayudado, pero protegiendo primero a las víctimas, reales o posibles. 

Volviendo a nuestra formación, a esto de “no ser más ni menos que el Maestro”, sino a ser instrumentos dóciles del Espíritu para discernir el bien y el mal en cada situación que nos involucre, vemos que el Señor consolida y fortalece una actitud fundamental y básica, que el Papa Francisco ha caracterizado desde sus épocas de formador como “acusarse a sí mismo”. Para discernir el mal en el otro y en la Iglesia, la actitud es “sacarse la viga del propio ojo”, dejarse misericordiar y, en tercer lugar, sí, ayudar al otro a sacarse la brizna de mal de su manera de ver las cosas y de realizarlas.

Sacarse la viga puede resultar un proceso humillante, duro y fatigoso. Pero si se puede hacer es que no está afectada la edificación en sus aspectos estructurales más íntimos y constitutivos (no está dañado el árbol entero). 

El Señor da el criterio último usando un refrán, que habitualmente se traduce así: “De la abundancia del corazón habla la boca. Yo lo traduzco un poco distinto: lo que dilata el corazón hace hablar a la boca. Pablo distingue “abundancia” (periseuma) de “necesidad” (husterema) (cfr. 2 Cor 8, 14). Esto nos da pie para que, hablando de cosas del corazón, podamos usar la famosa distinción entre deseo y necesidad. Es “infalible” para discernir si algo es bueno en sí mismo o solo para nosotros. La necesidad, cuando es satisfecha, se apaga. El deseo, cuando es satisfecho, se enciende y desea más. Y esto es posible porque nuestro corazón puede “crecer”, puede dilatarse con el bien. La alegría con que el evangelizador predica la Palabra, sin poder acallarla, da testimonio de un corazón dilatado, en el que la buena noticia “sobreabunda”, se contagia a los demás a la vez que dilata el propio corazón. Si un bien dilata el corazón, si a la vez que hace crecer al otro nos mejora también a nosotros, es señal de “árbol bueno”, cuyos frutos mejoran con el tiempo. 

Estos criterios son, como podemos ver, inagotables. Estar “ejercitados” en ellos, estar “formados” en ellos implica “atesorarlos en el corazón” para que den fruto a su tiempo. Esta dinámica de los frutos buenos es totalmente contraria a la dinámica del abuso. Una Iglesia abusadora es la anti-imagen de una Iglesia donadora. En este punto no podemos “ser ciegos”, ni dejarnos guiar por cualquiera, porque caeremos en un pozo. Tampoco podemos ser condescendientes: ¡hay vigas que remover! Y cada uno de su propio paradigma y modo de ver. En este punto tenemos que ser claros: los frutos dañados vienen de un árbol dañado. Y los árboles buenos – los discípulos bien formados- dan frutos buenos, que dilatan en el bien los corazones. 

Diego Fares sj

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