Terminar nuestro aprendizaje como discípulos formados que se dejan conducir (8 C 2022)

Quizás la imagen de ese “único ojo” entre el samaritano y el herido es expresión de lo que significa

“sacarse la viga del propio ojo para poder ayudar al que necesita misericordia”.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:

—«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 

Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

No hay árbol sano que de fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. 

Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que dilata el corazón hace hablar a la boca» (Lc  6, 39-45).

Contemplación

Nos focalizamos en esto de “terminar el aprendizaje” (katartizein). El Señor da varios criterios para que uno “no se la crea”: el discípulo no es más que su maestro; pero tampoco menos. El cristianismo no es una “religión elitista, oligárquica”. Cualquiera que hace ejercicios, que se anima a discernir la voluntad de Dios en su vida y se deja conducir dócilmente por el Espíritu, se convierte en “maestro” de otros que lo necesitan. El que aprende a poner en práctica estos criterios se convierte en una mujer o en un hombre espiritual. No que pueda ser maestro de todos (y este es el primer criterio):!tiene que estar atento a no dejar pasar la viga que tiene en su ojo cuando le quiere ayudar a otro a sacarse una astilla del suyo porque, si un ciego quiere guiar a otro ciego caerán los dos en un pozo, como dice Jesús.

Pues bien, el primer criterio para ser alguien “formado” -así decimos en la Compañía-, alguien “espiritual”, es no tolerar la hipocresía. Acusarse primero a uno mismo y sacarse sus “vigas” permite, humildemente, dar una mano a otro con sus “astillas”.

Estamos en el contexto de las bienaventuranzas, que Jesús resumió en “ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Llegados a este punto, que es la meta de la vida espiritual, constatamos que es una meta que no se alcanza como si a uno le dieran un título o llegara a un “estado espiritual”, sino que en cada situación de miseria nos sentimos interpelados a ser misericordiosos de manera nueva. 

Katartizein”, “estar preparados”, haber “complementado el aprendizaje” significa poner en marcha esta serie de criterios, el primero de los cuales, paradójicamente, es humillarse al punto de tener que “sacarse una viga del ojo” a la hora de querer ver los pequeños defectos de mi hermano. La misericordia no es algo fácil y claro que poseeríamos y que tenemos que “aplicar”, sino que para poder comenzar nomás a ejercer esta misericordia uno tiene que corregirse a sí mismo y mucho. 

Y más paradójicamente aún, el Señor nos hace ver que para sacar la viga del propio ojo (ese “paradigma” que me hace “mirar para otro lado” en vez de mirar la miseria a los ojos y “conmoverme”, tenemos que ser misericordiosos con nosotros mismos. La primera misericordia es dejar que nuestro Padre nos abrace al regresar a casa, nos de ropa limpia y nos haga una fiesta. Misericordiados, como dice Francisco, podremos misericordiar.

Así, el primer criterio para “terminar de estar formado” es sabernos “incompletos”, sobre todo en el pensamiento. No hay un “paradigma” cristiano, una organización de nuestros valores como si fueran un sistema ético. Las enseñanzas de Jesús destruyen para siempre toda hipocresía, toda rigidez, como insiste el Papa Francisco, y no permiten que uno “sea más que su maestro”. Una y otra vez el discípulo empieza de nuevo en esto de la misericordia. Y lo hace con esa “medida”, con esa desproporción ante el defecto, el pecado, la miseria del otro: nuestra miseria tiene carácter de “viga”, de madera consolidada y con una función maestra en la construcción que hay que rever y a veces directamente sustituir. Y los problemas de nuestro hermano tienen carácter de “astilla” , de brizna de paja que molesta en el ojo y se saca fácilmente. 

El segundo criterio para considerar “completada” nuestra formación tiene que ver con los frutos. Insistimos en que la completud espiritual es la conciencia de la “incompletud” de todo el resto (inteligencia, voluntad, sentimientos y sentidos -imaginación-). Es básico en la vida del discípulo el tener que recurrir una y otra vez al Maestro interior, al Espíritu Santo, para que tenga misericordia de nosotros, ya que ha sido “derramado para el perdón de los pecados”. De todas maneras, en nuestra reflexión vamos sistematizando y avanzando en la comprensión de lo que el Señor nos quiere enseñar. Pero lo hacemos sin creérnosla. Aquí nos da un criterio para discernir el mal y otro para discernir el bien. Para discernir el mal (en cualquier situación) hay que reflotar la desproporción entre la viga y la brizna de paja; para discernir el bien en cualquier situación hay que mirar (y esperar, muchas veces) a ver los frutos. 

Como criterio parece claro y obvio: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano”. Y sin embargo… Cuántas veces insistimos en que el problema no está en el árbol, en la raíz, por ejemplo, sino en otro lado y queremos justificar frutos malos sin tener que maldecir el árbol, como cuando el Señor maldijo la higuera. 

La relación entre el fruto y el árbol es orgánica. Es vitalmente imposible que frutos dañados provengan de un árbol sano. Siempre se da algún fruto malo, por supuesto, pero si la mayoría de los frutos son enfermos es que está enfermo el árbol. Hoy diríamos: si la mayoría de los frutos son enfermos, es que el problema es estructural. 

Hacemos un excurso. 

Esto es lo que ha pasado con los abusos. El abuso es una viga de tal magnitud que muchos no la pueden ver (y creo que humildemente todos tenemos que decir que vemos solo en alguna medida la magnitud de la enfermedad en su carácter de viga que sostiene un andamiaje principal en la edificación de la Iglesia. Hay que cambiar el “chip”: si hay abuso sexual es que, más hondo, hay abuso de poder y de conciencia. Por aquí va la clave. 

Hay que considerar que, aunque en una relación entre adultos haya consenso con respecto a lo sexual, dada su formación y recursos, un sacerdote abusador siempre tiene mucha más responsabilidad que su víctima. Esta “depende” muchas veces de él para su trabajo, lo cual es algo muy fuerte. Y cuando llegamos al nivel de la conciencia esto es clarísimo. Para ser ayudado en un pecado y en un problema de conciencia, uno se tiene que desarmar ante el otro. Si este desarme es usado para una seducción, el impacto en la vida de la víctima es tremendo. 

Ahora, que se trate esta corrupción como si fuera un pecado más, un caso individual cada vez, es algo que vuelve el asunto más estructural todavía. Las estructuras que protegen al victimario (pensadas para ayudarlo a convertirse) están viciadas, son perversas y se convierten en nidos donde se acovacha la actitud de abuso y permite esas reincidencias que se suelen ver. Estamos ante una viga que sostiene todo un techo. No es concebible que alguien “formado” para misericordiar, se convierta en un abusador. ¡Es lo diametralmente opuesto! Si ponemos la mira en la formación, en estar plenamente entrenados, como dice el concepto de “katartizein”, el abuso es como si a un cocinero se lo formara para envenenar, a un enfermero, para “enfermar”, o a una maestra, para confundir la mente de sus alumnos… 

En la formación sacerdotal y religiosa, apenas se ven estos “frutos” de corrupción en alguna persona, toda la estructura se tiene que “conmover”. Se deben activar automáticamente los criterios de “corregir la propia viga” y de “discernir certeramente que un fruto podrido viene de un árbol enfermo”. 

Aquí es importante ver bien lo del abuso de poder y de conciencia. La inclinación sexual es algo ligado a nuestra constitución afectiva misma y al ambiente cultural en que vivimos. Por eso resulta difícil juzgar lo que es sano y lo que es enfermo y hay que tener cuidado para no herir sensibilidades. Pero el abusar de la conciencia de otro para obtener un beneficio es una tentación que tiene carácter de corrupción más que de pecado. Que el otro o la otra persona sea libre en sus decisiones es un deseo humano y cristiano básico. Si uno desea que el otro “dependa”, que sea esclavo nuestro en alguna medida o momento, el problema es muy serio y no se puede tratar como un pecado más. El árbol que da estos frutos está muy enfermo. Debe ser ayudado, pero protegiendo primero a las víctimas, reales o posibles. 

Volviendo a nuestra formación, a esto de “no ser más ni menos que el Maestro”, sino a ser instrumentos dóciles del Espíritu para discernir el bien y el mal en cada situación que nos involucre, vemos que el Señor consolida y fortalece una actitud fundamental y básica, que el Papa Francisco ha caracterizado desde sus épocas de formador como “acusarse a sí mismo”. Para discernir el mal en el otro y en la Iglesia, la actitud es “sacarse la viga del propio ojo”, dejarse misericordiar y, en tercer lugar, sí, ayudar al otro a sacarse la brizna de mal de su manera de ver las cosas y de realizarlas.

Sacarse la viga puede resultar un proceso humillante, duro y fatigoso. Pero si se puede hacer es que no está afectada la edificación en sus aspectos estructurales más íntimos y constitutivos (no está dañado el árbol entero). 

El Señor da el criterio último usando un refrán, que habitualmente se traduce así: “De la abundancia del corazón habla la boca. Yo lo traduzco un poco distinto: lo que dilata el corazón hace hablar a la boca. Pablo distingue “abundancia” (periseuma) de “necesidad” (husterema) (cfr. 2 Cor 8, 14). Esto nos da pie para que, hablando de cosas del corazón, podamos usar la famosa distinción entre deseo y necesidad. Es “infalible” para discernir si algo es bueno en sí mismo o solo para nosotros. La necesidad, cuando es satisfecha, se apaga. El deseo, cuando es satisfecho, se enciende y desea más. Y esto es posible porque nuestro corazón puede “crecer”, puede dilatarse con el bien. La alegría con que el evangelizador predica la Palabra, sin poder acallarla, da testimonio de un corazón dilatado, en el que la buena noticia “sobreabunda”, se contagia a los demás a la vez que dilata el propio corazón. Si un bien dilata el corazón, si a la vez que hace crecer al otro nos mejora también a nosotros, es señal de “árbol bueno”, cuyos frutos mejoran con el tiempo. 

Estos criterios son, como podemos ver, inagotables. Estar “ejercitados” en ellos, estar “formados” en ellos implica “atesorarlos en el corazón” para que den fruto a su tiempo. Esta dinámica de los frutos buenos es totalmente contraria a la dinámica del abuso. Una Iglesia abusadora es la anti-imagen de una Iglesia donadora. En este punto no podemos “ser ciegos”, ni dejarnos guiar por cualquiera, porque caeremos en un pozo. Tampoco podemos ser condescendientes: ¡hay vigas que remover! Y cada uno de su propio paradigma y modo de ver. En este punto tenemos que ser claros: los frutos dañados vienen de un árbol dañado. Y los árboles buenos – los discípulos bien formados- dan frutos buenos, que dilatan en el bien los corazones. 

Diego Fares sj

Nada puede impedirnos que seamos magnánimos con nuestros enemigos. Si lo somos, el Padre le pone su sello a nuestra benignidad ( 7 C 2022)

 

Pero a ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian. Al que te pega en una mejilla, ofrécele también la otra; y a quien te quite el manto, no le niegues la túnica. Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames. Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien a quien se los hace a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente. Ustedes amen a sus enemigos, hagan bien y presten sin esperar nada a cambio; así su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo. Porque él es bueno para con los ingratos y malos. Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso. No juzguen, y Dios no los juzgará; no condenen, y Dios no los condenará; perdonen, y Dios los perdonará. Den y Dios les dará. Les verterán una buena medida, apretada, rellena, rebosante porque con la medida con que midan, Dios los medirá a ustedes (Lc 6, 27-38).

Contemplación

Es importante tener en cuenta que “amar a los enemigos”, incluso con un pequeño gesto, como el de prestar algo y no reclamarlo, no es una cuestión así no más. Uno no llega a veces a tener estos gestos con los que ama, imaginémonos cuando se trata de un enemigo! Estamos lejos de ser como nuestro Padre Misericordioso. En vez de “hijos del Altísimo” muchas veces, por nuestras bajezas, parecería que somos hijos del mundo o directamente del maligno, que nos lleva a cultivar venganzas en el corazón en vez de magnanimidad y benignidad.

De todas maneras, para ir entrando en el espíritu del amor a los enemigos, es importante discernir bien una cosa: el tiempo o ámbito en el que el Señor nos pide esta actitud.

Estamos en el ámbito de la Pasión. Digo esto porque no se trata de tener un “amor universal a los enemigos”, cosa que si alguno la proclama los atraería y encima se nos burlarían!, sino que es una actitud muy concreta, que se da en algunos momentos de la vida con mayor exigencia y en otros no.

En la anterior contemplación, sobre las bienaventuranzas para acercarse, descubrimos un criterio que es propio de la “encarnación”: no hay límites ni condiciones para acercarse a Jesús, a la misericordia redentora de Jesús. Todos nos podemos acercar a esa fuente, nos podemos acercar todo lo que queramos, en cualquier momento, como estemos. Especialmente a último momento, como hizo el buen ladrón y se ganó el cielo. Esto es lo que nos dicen los que “se tiraban” al paso del Señor para que los tocase, el paralítico que desbloqueó el techo, la pecadora que entró en la casa del fariseo y lo ungió con perfume sin mirar a nadie más… Se trata de un criterio de cercanía para sobrevivir. La encarnación es la mayor cercanía de Dios con nosotros y cuando Dios se acerca viene con algunas gracias, que pueden ser eficaces instantáneamente.

Aprovechamos para consolidar un poco más esta gracia propia de la encarnación. Se trata de gracias que, por un lado, pueden aparecer en cualquier momento: cuando el Señor ve que nuestro acercamiento es cuestión de vida o muerte, por ejemplo, como pasó cuando se le puso al lado a la adúltera  para que no la apedrearan; o porque algo ha madurado y es hora de la  cosecha, es el momento oportuno, como cuando se subió a la barca y se llevó a los discípulos mar adentro con Él. Pero, por otro lado, hay tiempos ov. ámbitos de encarnación, como el de la inculturación en otro pueblo, en que estas gracias se hacen mas lentas y requieren tiempo.

Estamos hablando del criterio que hay que tener para ver la “dosis” -la medida- de Encarnación que necesita una gracia: el tiempo de crecimiento, que a veces es largo como el de una semilla y otros veces es como el de la levadura que fermente la masa en una noche. Por eso es por lo que en algunos casos el Señor responde inmediatamente y en otros nos hace esperar.

Entonces: en el ámbito de la encarnación, en el ámbito de las bienaventuranzas para acercarnos, nos podemos acercar todo lo que queramos a la Misericordia del Señor y Él responderá siempre (a veces instantáneamente, a veces más a la larga). El secreto aquí es que “no hay límite para la cercanía a su misericordia, ni para una persona ni para un pueblo y si nos hace esperar, no es por defecto nuestro o desatención suya sino porque la situación lo requiere, así que ¡confianza!

Hay gracias de Encarnación que necesitan años -o toda la vida- para que el Señor las pueda hacer fructificar de manera pública. El beato Charles de Foucault, por ejemplo, intentó durante toda su vida sin éxito fundar una comunidad religiosa (quería que su casa “Fraternidad” fuera también casa de todos). Hoy tres congregaciones se fundan e inspiran en su espíritu y en sus reglas: Hermanitos de Jesús, Hermanitas de Jesús y Hermanitas del Sagrado Corazón del Padre Foucauld.

Vemos, pues, que los criterios no son meramente “lógicos” en el sentido de que se puedan abstraer conceptualmente y para convertirse en criterios “sistematizables”. Más bien hay que “intuir” en la oración si estamos en un ámbito de inculturación (lento, a largo plazo); o de Misericordia (inmediato, a corto plazo); de Pasión (gracias interiores de fortaleza y de paciencia, más que gracias exteriores de que se resuelva rápido un mal -aunque esto siempre hay que pedirlo, para que al menos el Señor lo neutralice o nos de una tregua cuando el mal es muy grande-).

Cuando uno intuye el ámbito en que está se aclara más el modo de comportarse del Señor y uno comprende mejor lo que tiene que pedir y lo que puede esperar.

En el evangelio de hoy estamos en el ámbito y en el tiempo de “la Pasión”. Aquí no se trata tanto de cómo recibir la misericordia de Jesús, sino más bien de cómo ser misericordiosos con quienes no lo son con nosotros. El secreto es que para dar testimonio del evangelio a los enemigos o a los que no nos quieren, tiene que haber algo “más”, un “plus” en nuestra capacidad de resistir el mal y en nuestra manera de combatirlo solo con el bien. El criterio pedagógico que el Señor pone aquí tiene el  “signo” del “más”: si Uds. no aman más, no les creerán. También los pecadores aman con el amor de retribución -doy y espero que me des en consecuencia algo parecido-. Y también tiene el signo de “combatir el mal solo con el bien, sin hacer ningún mal”.

Hijo del Altísimo

Para poder tener estas actitudes, Jesús nos hace mirar alto: solo quien es y se comporta como “hijo del Altísimo” tiene esta benignidad y esta magnanimidad, propias de nuestro Padre Misericordioso, el “El Elyon” el Dios Altísimo, que manda sobre todo y tiene poder sobre todo y lo ejerce con Misericordia, nunca con mezquindad o maldad.

La gracia “discernida” de la Encarnación es que nadie nos puede “impedir” o “robar” o “disminuir” la cercanía con Jesús. La gracia “discernida” de la Pasión es que nadie nos puede “impedir” ser magnánimos con nuestros enemigos. Si lo somos, nuestro Padre lo certificará. Le pondrá su sello a nuestra benignidad. Como un Padre al que un enemigo le cuida un hijo se lo agradecerá siempre, así nuestro Padre agradece que amemos a nuestros enemigos (que son hijos suyos!!!), para darle tiempo a Él para que los salve. Como vemos, no se trata de “reglas universales para amar a los enemigos”. Se trata de buscar que el otro se convierta a ese amor más grande, el del Padre que no tiene enemigos, salvo el maligno.

Diego Fares s.j.



 

 

Las bienaventuranzas «para acercarse» no tienen condiciones (6 C 2022)

Y bajando con ellos y con una multitud de sus discípulos y una muchedumbre copiosa del pueblo, que había venido de toda Judea y de Jerusalén y de la región marina de Tiro y de Sidón, para oírlo a Él y para que los sanara de sus enfermedades, Jesús se detuvo en un llano. Entonces Él, elevando sus ojos a sus discípulos, decía:


Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora están hambrientos, porque serán saciados.
Bienaventurados los que están llorando ahora, porque reirán.
Bienaventurados serán ustedes cuando los hombres los odien, y cuando los excluyan, los injurien y proscriban su nombre como malo a causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, que su recompensa será grande en el cielo; porque de esta misma manera trataron a los profetas sus antepasados.

En cambio,


¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consolación!
¡Ay de ustedes, los que están hartos ahora, porque padecerán hambre!
¡Ay de los que ríen ahora, porque tendrán duelos y llorarán!
¡Ay, cuando hablen bien de ustedes todos los hombres, porque así fue como sus padres trataron a los falsos profetas! (Lc 6, 17. 20-26).

Contemplación

En estas bienaventuranzas, Lucas lo sitúa al Señor en un llano. Y allí se ve que no solo está a la altura de la gente, sino que se sienta, porque  -dice Lucas -: “elevó sus ojos a sus discípulos”. Situado así, más abajo que los más pobres de entre los pobres, el Señor pronuncia esto que es más una constatación que una expresión de deseos: “Felices los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios.” Les pertenece.

Digo que más que una profecía o un deseo es una constatación: siendo Dios como es -rico en Misericordia- su reino le pertenece a los pobres y no a los que tienen todo; Él ha venido a consolar a los que están tristes, no ha venido para los que ya la pasan bien sin necesidad de Dios ni interés por el prójimo.

Lo curioso es que, por cómo están formuladas las frases, uno esperaría que hubiera exigencias: felices los que se comportan de tal modo porque obtendrán esto y lo otro. Y sin embargo no se trata de exigencias. El Señor dice que podemos entrar en su Reino siendo como somos y así como estamos: en la condición más humilde de pobreza de llanto, de hambre, de maledicencia. Después sí, vendrán exigencias para crecer en su Reino: el estar dispuesto a dejarlo todo, el abandono en las manos del Padre, la aceptación de la cruz, el servicio a los hermanos desde el último puesto…, pero en la puerta de entrada de su Reino el boleto que se nos pide es el de nuestra condición humana más básica y en su estado más humilde de pobreza, de hambre y de llanto e incluso de pecado. Y entra también algo que hoy ha adquirido gran relevancia: la discriminación. Beatos ustedes si son discriminados por seguirme a mí, dice Jesús, si los discriminan porque quieren entrar así como están y algunos no los dejan acercarse.

El Señor le está hablando a la multitud, a gente de todo tipo y condición; nos está diciendo a todos que a su Reino podemos acercarnos todos; basta que no estemos en la autosuficiencia.

El Reino de los pobres, está lleno de pobres, como los santuarios.  Y tiene una gran ventaja: nadie lo envidia (pero algunos se molestan si no los pueden controlar). En medio de ese pueblo pobre, carenciado, sufriente y mal juzgado, viene Jesús a ejercer su ministerio. Y allí nos envía a nosotros.

Los que les gusta “tener la llave” y “picar el boleto” de entrada al Reino, han llenado un listado de condiciones para entrar que hacen que medio mundo se quede afuera. Y no es así: para entrar, para acercarse al amor de Jesús, a su zona de influencia (salía una fuerza curativa de Jesús y por eso le acercaban los enfermos y querían que los tocara), no hay condiciones de ninguna clase. Las que el Señor pone no son condiciones, sino que los mismos ricos y soberbios no desean acercarse a Él. 

Es importante contemplar mucho este primer paso: el de las bienaventuranzas para acercarse: ser pobre, tener hambre, estar llorando, ser discriminado. 

Contemplamos algunos casos en los que se da esta bienaventuranza y elegimos alguno que nos haga bien a nosotros, que nos ayude a acercarnos a Jesús desde nuestra condición de criaturas.

Ser discriminado es ser como la mujer que le lavó los pies en casa del fariseo. Todos pensaban malísimo de ella -y de Jesús-.

Ser discriminado es ser como Zaqueo que lo invitó a comer a su casa junto con todos sus amigos. El Señor hizo saber que como médico, Él venía para los enfermo, no para los sanos.

Ser discriminado es ser como el ciego Bartimeo, al que le gritaban que se callara, que no se saliera de su rol de mendigo.

Ser discriminado es ser como los apóstoles, a los que acusaban de comer sin cumplir con los ritos de purificación o de comer trigo en sábado andando por el campo…

Llorar es tener algún sufrimiento grande como todos los que se acercaban al Señor llorando: las hermanas de Lázaro, la adúltera, la hemorroisa, los leprosos, los ciegos, el paralítico…

Tener hambre es ser parte de la multitud que se olvida de comer por seguir escuchando a Jesús, que les predica mientras se aleja de la ciudad;

Tener hambre es ir sintiendo el deseo de la Eucaristía, esa hambre de una unión más íntima y plena con un Dios que se va haciendo Él mismo pan de vida. Felices los que van sintiendo en su vida esta hambre de comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Ser pobre es ser como la viuda que, de su pobreza dio todo lo que tenía para vivir ese día, esa media mañana. Ser pobre es ser como nuestra Señora: sentirnos servidores, estar disponibles para que “se haga en nosotros la Palabra”.

Ser pobre es ser pobre como San José, que luchó trabajando con alma y vida, en su tierra y en el exilio para que Jesús no sufriera una pobreza indigna. San José es patrono de una pobreza digna, de una pobreza que, superada, se convierte cada día en bienaventuranza.

Podemos entrar en el Reino -e invitar a otros a entrar- así como somos, así como estamos. Que nadie nos ponga exigencias que nos impiden este “derecho humano básico” que es el de poder acercarnos a nuestro Creador y Salvador. El se hace (se hizo) cargo de cada uno y lo irá llevando “de bien en mejor”. Pero no se puede impedir que la gente se acerque al Señor. Eso es frustrar la salvación, impedir que Jesús sea Jesús y que nuestro Padre sea quien es: el Padre misericordioso.

Diego Fares sj

Tironcitos desde arriba (5 C 2022)

Estaba Jesús en cierta ocasión junto al lago de Genesaret  y la gente se agolpaba para oír la palabra de Dios.  Vio entonces dos barcas a la orilla del lago;  los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.  Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separase un poco de tierra. Se sentó y estuvo enseñando a la gente desde la barca.  Cuando terminó de hablar, dijo a Simón:
–Navega mar adentro y echen sus redes para pescar.
Simón respondió:
–Maestro, hemos estado toda la noche trabajando sin pescar nada, 
pero como tú lo dices, echaré las redes.
Lo hicieron y capturaron una gran cantidad de peces. Como las redes se rompían, hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían.  Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo:
–Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues tanto él como sus hombres estaban sobrecogidos de estupor ante la cantidad de peces que habían capturado; e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón:
No temas, a partir de ahora serás pescador de hombres.
Y después de llevar las barcas a tierra, dejado todo, lo siguieron
 (Lc 5, 1-11).

Contemplación

Lo primero que hay que decir en esta contemplación (yo no lo sabía hasta ahora) es que el término que usa Lucas para “pescador” es zōgréō (de zōos, vivo; y agreúō, «capturar, pescar»), propiamente significa “capturar vivo”, pescar vivo. Figurativamente significa: rescatar a la vida. Jesús nos pesca vivos y para la vida. Y así quiere que pesquemos a otros. El punto focal de la imagen es ese “giro” o “cambio súbito” de lo que estaban haciendo -limpiar las redes, en ese momento- para seguir al Señor. Pero para seguirlo no en un trabajo de oficina, por decir algo, sino en una tarea que es similar a la suya de pescadores. Solo que en vez de “pescar vivos” los peces del lago con ese tirón que los saca del agua, pescarán hombres, lo sacarán del lago de la vida que llevan para hacerlos vivir en la vida propia del Reino de los Cielos. 

Y cómo es esa vida en el Reino a la que somos pescados en el momento justo (tengamos en cuenta que Jesús había convivido con Pedro y sus compañeros durante un año antes de “pescarlos” con su “síganme y los haré pescadores de hombres)? Es una vida cuyos valores tienen un “peso de Gloria”, están “escondidos con Cristo en la intimidad del Corazón del Padre, y están “arriba”. 

En un mundo en que todo “tironea” para abajo (o para un arriba de poco vuelo) Jesús es el que sentís que te tironea para arriba, para todo lo bueno y, dentro de lo bueno, para lo mejor. “Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Pongan la mirada  en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3 1-3).

Se trata por tanto de una pesca “para arriba”. Adán Buenosayres, el personaje del libro del mismo nombre de Leopoldo Marechal nos habla del Jesús de la mano rota que está en la Iglesia de San Bernardo, en Flores, Buenos Aires, como Pescador invisible, el pescador que tironea desde arriba: “Uno está navegando en ciertas aguas oscuras, y de repente se da cuenta que ha mordido un anzuelo invisible. ¿Comprenden? Y uno se resiste, forcejea, trata de agarrarse al fondo! Es inútil: ¡el Pescador invisible tironea desde arriba!”.

Contemplamos la escena del evangelio

Se trata de una pesca. Una pesca de hombres.

Vemos cómo el Señor los pescó, los fue pescando. Así como un papá o una mamá “pescan”  a sus hijitos muchas veces, con toda clase de anzuelos: de regalitos, de mimos y órdenes, de invitaciones, juegos de magia y cariños, así los pescó el Señor a estos hombres que, como chicos, lo siguieron. Paciente como buen pescador fue logrando que se le adhirieran de manera tal que, cuando pegó el tirón, ellos estaban “listos”, totalmente involucrados y comprometidos.

Nos quedamos gustando un momento la imagen de “Los anzuelos de Jesús…”.

Miramos lo que fue haciendo el Pescador.

Cómo con habilidad y paciencia los fue envolviendo con la red de su amistad incondicional. Y como encontraba respuesta, el Señor se iba “metiendo” siempre un poquito más (y ellos lo dejaban). Aquí vemos cómo se les aproxima en medio de su trabajo y se sube a la barca. Les pide una mano, humildemente: que la aparten un poquito de la orilla, para poder predicar… Los anima luego a ir mar adentro, a pescar. Los fascina con su Señorío al indicarles dónde pescar abundantemente. Les quita los miedos y los “asocia” a su misión.

Y ellos, dejado todo, lo siguieron! Para bien de ellos y de todos los que vendríamos después, ya que nos enseñaron a amar a Jesús sin haberlo visto, guiados por esos “anzuelos” que el Espíritu del Señor nos tira para guiarnos y conducirnos. 

Escuchamos lo que dice el Pescador.

  • ¿Podrían alejar un poco la barca de la orilla?

Lo pide como buscando la distancia justa para enseñarle a la gente.

La distancia justa entre Dios y los hombres, que es la distancia que se da en la barca de la Iglesia…

Y se pone a predicar a la gente.

A ellos no les presta mucha atención… Los deja seguir con sus redes.

Como para que les quede claro que Él viene para la gente, para todo los pueblos del único Pueblo de Dios. Para ellos también, por supuesto, pero si los aparta un poco y distingue la barca con su presencia, es para el bien de la gente.

  • Navega mar adentro y echen las redes.

¿Adivinó el Señor que, mientras Él hablaba, ellos pensaban en su trabajo? En que no habían pescado nada y se querían ir a descansar un rato… Con el barullo los peces estarían lejos de la orilla, por supuesto, pero no era momento de pescar.

Allí no estaba la Virgen para recomendarles: “hagan todo lo que El les diga”.

Pero está Pedro, que habla por primera vez y ya tiene esa gracia tan suya de expresar lo que les pasa a los hombres y de jugarse por lo que quiere el Señor: “No hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes”. Simón ya mordió el anzuelo. El “si Tú lo dices” indica que ya prendió en él la Palabra. Todo el corazón de Pedro –como el de María- estará atado para siempre a ese “si Tú lo dices”. Es la frase de los hombres y mujeres que aceptan el anzuelo: “Que se haga en mí según tu Palabra”. El Anzuelo es la Palabra. 

  • “No temas. A partir de ahora serás pescador de hombres”.

Apenas Pedro se reconoce un hombre pecador, Jesús lo convierte en pescador de hombres. Jesús lo saca de un tirón del lago de la auto referencia, por humilde y real que sea, y lo resitúa en el lago de hombre para los demás.

El castellano le hubiera agradado al Señor. Una sola letra se agrega y lo cambia todo. De pecador a pescador.

Tironcitos

Nos focalizamos en ese “tironcito” que sentimos allí donde mordimos algo (un anzuelo) que Jesús nos dijo o nos dio: una persona que se nos confió, una obra de misericordia, un rato dedicado a la oración personal… Luego de la Resurrección del Señor y de su subida a la “intimidad del Padre”, el Espíritu Santo quedó a cargo de “tirar estos anzuelos” y de ir llevándolos. El Padre, el Hijo y el Espíritu obran juntos y lo hacen todo los tres, de una manera misteriosa para nosotros, que necesitamos “desplegar” en varias imágenes este obrar de nuestro Dios. Detrás de esos tironcitos está el Padre que ”atrae a todos a Jesús”; el Señor es propiamente la “carnada” de ese anzuelo que, al tragársela el demonio creyendo que devoraba la vida de Jesús, esa vida le quitó a él todo poder sobre nosotros. Una vez hecho “el trabajo sucio”, digamos así, el Padre lo asegura, dando todo el poder y la gloria a su Hijo y sentándolo a su derecha. Desde esa “intimidad” entre Padre e Hijo surge la atracción y el llamado que el Espíritu Santo convierte en “tironcitos desde arriba”. El nos enseña “toda la verdad” revelándola en el momento oportuno. 

Esos tironcitos están bien representados con la imagen del anzuelo porque, al igual que en el pez que los muerde, producen atracción y hacen patalear. Nos sacan de lo nuestro y nos sitúan en otra parte. En nuestro caso, nos pescan para el reino. Nos ponen decididamente (luego de muchos tironeos) en el “arriba” del Reino, donde los valores tienen el rostro del Padre, de Jesús y del Espíritu. 

Si lo pensamos bien, esta pesca tiene su antecedente. Nuestra experiencia es la del que fue “pescado a la vida”. Sin que eligiéramos, sin que supiéramos ni quisiéramos nos sacaron de un tirón del lago de la nada y nos trajeron aquí, en medio de nuestra  vida concreta en esta época y lugar determinados. Es algo constitutivo nuestro esto de ser “seres pescados”:  Del lago de la nada nos pescaron al lago de la vida. Del lago de la familia nos pescaron al lago de la Iglesia. Del lago de la trabajo propio nos pescaron al lago del apostolado… Siempre con un “tironcito” para arriba. Por eso es que deseamos ser pescados de nuevo, pero por Alguien trascendente, cuyo tirón para arriba tenga carácter definitivo. 

Reflexión para sacar provecho

“Somos” pescadores de hombres. Y cuando no salimos a pescar, seguro que nos encerramos a pecar, como dice el Papa que pasa en la Iglesia con la mundanidad espiritual, que cuando la Iglesia no sale a pescar, mar adentro, se ve invadida por esa mundanidad que mancha su rostro y pretende robarle gloria a Dios. En cambio, cuando el Señor nos encuentra “pescando” se activa su imaginación para realizar esas pescas milagrosas que tanto andamos necesitando.

Diego Fares sj