
Y Jesús comenzó a decirles:
–Hoy se ha cumplido esta Escritura en los oídos de ustedes.
Todos daban testimonio en su favor y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios y comentaban:
–¿Pero ¿acaso no es éste el hijo de José?
Él les dijo:
–Seguramente ustedes me aplicarán a mí este proverbio: «Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu patria».
Sin embargo añadió:
–De verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su patria. De verdad les digo que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel al tiempo de Eliseo el profeta, y ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio. Y se llenaron de ira todos en la sinagoga al oír estas cosas. Y levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero El, abriéndose paso por en medio de ellos, seguía su camino” (Lc 4, 21-30).
Contemplación
“Pero ¿acaso no es éste el hijo de José?” Como en el evangelio de la Cananea, en la frase provocativa está la clave para abrir un diálogo que podría haber alejado las tentaciones de enojo y habría dado a los paisanos de Jesús el tono justo para tratar al Señor que se les revelaba de manera inesperada. Pero ellos no tuvieron la grandeza de alma de la madre siro-fenicia ni su picardía para convertir lo que parecía una confrontación abierta en una invitación (ella fue la que le hizo notar al Señor que también los perritos comían el pan que los hijos les daban por debajo de la mesa). De alguna manera, Jesús les estaba diciendo: “Claro que soy el hijo de José. Y está bien si me tratan como a su hijo, como a uno del pueblo. Eso es lo que soy, lo que he querido ser al hacerme hombre: el hijo de María y de José, mi padre adoptivo, y uno más entre ustedes, pueblo mío de Nazaret. Estoy orgulloso de ser “el Nazareno”.
Tratar a Jesús como al hijo de José
Tratar al Señor como al hijo de José debió ser, para sus paisanos, tratarlo como uno del pueblo (no como a un advenedizo milagrero). Entre los paisanos tendría que haber salido al frente algún viejo sacerdote a decirle a Jesús, delante de todos, palabras como estas: “Vos, Señor, sos uno de nosotros. Sos de los nuestros. Nosotros no te pediremos milagros como los demás. Para Nazaret, el milagro es que seas de aquí, que te llamen “el Nazareno”. E es tu pueblo, acá podés venir cuándo quieras a descansar, a estar simplemente con nosotros, a estar con tu madre y tu familia. Somos los tuyos”. Pero no sucedió así públicamente. Sin embargo, en el corazón de alguno sí habrán encontrado lugar estos sentimientos.
Tratar a Jesús como “al hijo de José” debió ser para sus paisanos tratarlo
como a un hombre de trabajo, es decir con respeto. Su padre había sido un hombre de trabajo y Jesús también fue formado así. Por eso no está bien eso de pensar en pedirle que haga los milagros que hizo en otros lados. Es que no todo fue ni es milagro en la vida de Jesús. No todo es milagro precisamente porque lo que el Señor más desea es ganarse la fe de su gente sin necesidad de milagros, por pura autoridad moral. Por eso es que en la vida de Jesús hay tantos años de vida oculta. Muestran de manera contundente hasta que punto quiso Él encarnarse en la vida común de la gente para, desde allí, enseñarnos a adorar al Padre en Espíritu y en verdad y a servir al prójimo gratuitamente. En la vida del Señor la mayor parte fue y es solo trabajo, construcción conjunta con lo que la fe de los otros le posibilita realizar. José -junto con María- tienen que ver con esta cara de la humanidad de su Hijo. José, para ser su padre, lo tuvo que adoptar. Y le tuvo que enseñar a trabajar, a ser y comportarse como el “hijo de un padre trabajador”. Esto quiere decir que: “De San José, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo”.
Respetarlo y seguirlo en su denuncia contra los que se roban el trabajo de la gente
En Patris Corde el Papa dedica un lugar amplio a la denuncia contra la falta de trabajo. La falta de trabajo no es un problema “natural”, como sería el de una sequía o una inundación, sino un problema político. Y por eso mismo, hoy no se puede trabajar simplemente, no basta con ser fiel al propio puesto y horario de trabajo. Junto con el trabajo propio cada uno debemos luchar por el trabajo de los demás. Desde el propio trabajo se debe luchar para que este se amplíe y no se reduzca. Esto es importante. Ser hijo de un padre trabajador significa, como en muchas partes, ser un luchador. Tiene esta connotación. Como dice el Papa: “José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia”. “El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre. A este respecto, creo que san José sea realmente un santo patrono especial para todos aquellos que tienen que dejar su tierra a causa de la guerra, el odio, la persecución y la miseria”.
Ponerse a la altura de un trabajo que el Señor convierte en servicio cualificado, carismático
Ser hijo de un padre trabajador como San José significa ser el hijo de alguien que, como en la fábula de Charles Péguy, pertenece a la raza del tercer picapedrero, ese que está sonriente – radiante – y a la pregunta de “qué está haciendo” responde: “Yo, señor, construyo una Catedral.” Es que, como dice el Papa Francisco: “El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la familia” (PC).
Dice Francisco: “La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea. La obra de san José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo”. Además, Jesús nos reveló que “el Padre siempre trabaja” (Jn 5, 17). Por eso, San José tenía que ser un hombre de trabajo ya que debía hacer de “sombra del Padre” para Jesús.
El trabajo, en el Señor, tiene un plus. No es el mero empleo que corre el riesgo de convertirnos en mercenarios, sino el trabajo del buen pastor que sale fuera de hora a buscar a su ovejita perdida. El trabajo, tal como lo aprendió Jesús de José, implica aprender un oficio. Esa es la manera de honrar el propio trabajo. Y el Espíritu Santo a esto le agrega la gracia de que nuestro trabajo se convierta en carisma. Así, pequeñas cosas en la Iglesia adquieren la altura que vivía en su corazón el picapedrero, que sentía que estaba construyendo una catedral.
Tratar a Jesús como al hijo de José, para nosotros, hoy, significa tratarlo dando un paso al costado para dejarlo que se nos acerque junto con su padre. Esto venida de hijo con su padre nos lo humaniza y hace que se caigan falsas posturas que adoptamos ante el Señor por las falsas imágenes que nos hacemos. Ver a Jesús junto con su padre terreno nos hace recordar que Él siempre está y viene a nosotros junto con su Padre celeste. Que Jesús venga con san José nos ubica y a partir de ahí puede salir un diálogo de oración fecunda y alegre.
Diego Fares sj