
Levantándose María en aquellos días
se encaminó con premura y prontitud
a la montaña, a un pueblo de Judá (Aim Karem)
y entró en la casa de Zacarías
y saludó a Isabel.
Y aconteció que, apenas esta oyó el saludo de María,
exultó el niño en su seno,
e Isabel quedó llena del Espíritu Santo,
y levantó la voz con gran clamor y dijo:
– ¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
¿De dónde a mí esto: que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos,
exultó de alegría el niño en mi seno.
Dichosa la que creyó que se le cumplirían plenamente
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor ( Lc 1, 39-45).
Contemplación
Contemplamos a las dos mujeres del evangelio de hoy –María e Isabel- centrando nuestra atención con sencillez en sentir y gustar cómo se da en ellas, de manera desbordante, la experiencia de una gran alegría en la fe. Hemos visto en meditaciones anteriores cómo el tiempo del Señor nos ‘hace’ a nosotros, nos va configurando el corazón con su Palabra buena, cuando nos ponemos en oración. Hemos señalado esa experiencia honda de ser personas que miran hacia adelante, porque estamos hechos de tiempo futuro. Nuestra experiencia más definitiva del tiempo es la de que el tiempo nos viene, nos adviene. Y por eso el tiempo de adviento, en que se nos anuncia una buena noticia, es algo propio y constitutivo de nuestro ser humano.
También hemos reflexionado acerca de cómo el bien, cuando siendo buenos lo hacemos bien, nos modela no solo nuestra acción, sino también nuestros sentimientos y nuestro modo de ser. Al no maltratar los límites, al hacer bien el bien, encontramos el ritmo alegre de Jesús, “que pasó haciendo el bien”, a cada uno según sus posibilidades y en el momento oportuno.
Hoy vamos a contemplar en María e Isabel cómo todas estas alegrías provienen de la fe, del anuncio de la fe, de la oración de alabanza que brota del corazón de quien cree, del bien que la fe pone en práctica con obras de amor. Vuelve a resonar la consoladora exhortación de Pablo a los filipenses: “Alégrense en el Señor en todo tiempo. Se los repito: Alégrense. El Señor está cerca (Filip 4, 4).
Miramos a María, lo que hace
Lucas nos muestra a María en acción: lo que hace apenas ha recibido en sí la Palabra: Levantándose María en aquellos días se encaminó con premura y prontitud a la montaña, a un pueblo de Judá, entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Estamos ante una persona que “hace bien el bien”, sin retaceos ni tardanzas: con premura. La palabra “premura” concentra toda la acción. “Spoudes” se traduce a veces como diligencia, prontitud, (“prestos y diligente para obedecer”, diría Ignacio), pero premura tiene un matiz de cariño, del apuro de quien obra por ternura y no por ninguna exigencia o acelere de tipo eficientista. María se levantó y se puso en camino con premura porque enfocó la persona de su prima y amiga, mujer mayor embarazada, a la cual podría hacer el bien y que sabría comprenderla a ella.
Escuchamos a María, lo que dice
¡El saludo de María! ¡Cómo hay gente linda que saluda bien! Siempre digo que los pobres saludan mejor, quizás porque tienen tiempo, o porque solo tienen eso para ofrecer… Saludan bien y aprecian un buen saludo, de esos que dignifican.
Saludar en Navidad a nuestros comensales del hogar, luego de la pequeña fiesta que compartimos con ellos, con algunos cantos y regalitos, fue siempre un momento importante para todos y muy movilizante. ¡Es tanto lo que cada uno comunica, da y recibe, en ese apretón de manos y en esa mirada a los ojos, que golpea! Golpea porque los pobres son gente “poco saludada”, “poco saludada bien desde hace tiempo”. Y el agradecimiento y el amor que uno siente en cada saludo es muy grande y sincero.
¡Cómo saludaría entonces María, Ella, ¡La Saludada por el Ángel! En Ella, pobre y pequeña, la humanidad entera que andaba “en la calle”, expulsada del paraíso, volvió a ser saludada por Dios nuestro Señor. Y María, que recibió el saludo en nombre nuestro (y no se escondió como se escondieron Adán y Eva) –ese “salve” que es “Alégrate”- , sabe comunicárselo a cada uno de sus hijos. Ella nos saluda bien, como nos saluda Dios, nos hace sentir personas: recibidos, bienvenidos, visitados. Por eso la gente va a Luján, a sus santuarios: porque allí Ella los saluda bien.
María está contenta –contenida, como dice L. Castellani, en la fábula Estar contentos; como el surubí en su laguna, esperando la crecida que lo lleve de vuelta al río caudaloso del que fue sacado-. María está contenta porque contiene la Palabra y la Palabra que guarda en su interior la contiene a Ella. De esa alegría contenida brota esta intensidaden sus encuentros, este bastarle un saludo para que la otra persona quede “llena del Espíritu Santo”.
Miramos a Isabel, lo que dice “a voz en cuello”
Martini tiene “una estampa conclusiva” en su libro Por los senderos de la visitación, que pinta el misterio de este encuentro con las palabras de Isabel: “Porque apenas oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno”. Dice Martini: “El efecto positivo de la relación pastoral auténtica (está hablando de la dirección espiritual) es parecido al efecto de la voz de María: se despierta lo que hay de más vivo en cada persona. Es, por tanto, una relación que quiere con todas las fuerzas el bien del otro, y lo obtiene; y que, después, se refleja en un Magníficat por aquel que lo ha otorgado. María, después de que su saludo surtió el efecto de dar alegría, expresa dicha alegría en un canto magnífico; vive la alegría de esta relación de ayuda que supo proponer con simplicidad a Isabel”. Hermoso texto. Dicho “en blanco” como decía las cosas Martini, que salían ya para imprimir. Él ha sido uno de estos que ha sabido “saludar” y decir las cosas de Jesús de manera tal que siempre “despierta lo que hay de más vivo en cada persona”. ¡Que María te salude, hermana, hermano, y que despierte lo más vivi que hay en ti!
Así, la alegría del Anuncio que nos “adviene”, que nos visita con María, consiste en este “despertar lo que hay más de vivo en nosotros, en tocar la fuente y hacerla que “salte hasta la vida eterna”. En el Hogar reflexionábamos mucho acerca de este recibir bien –cálidamente- a nuestros huéspedes, especialmente desde que en las entrevistas que se les hacían surgía como valor prioritario para ellos, como lo más apreciado del Hogar –mas que la comida o la ropa, por ejemplo-, el buen trato.
Es el “de dónde a mí que se me trate así de bien” que Isabel le expresa a María, y que expresa eso más hondo que siente todo ser humano cuando es bien tratado, con dignidad. María es la que ve que Dios enaltece, “alza de la basura al pobre” como dice el Salmo, y eleva a los humildes, colma de bienes a los hambrientos, los colma de cariño, de buen trato, de igualdad, de creatividad, de participación. Ella canta al Dios que enaltece y por eso los pobres no le acercamos con tanto cariño.
Que María te enaltezca a esa altura justa, que es la tuya, que no te hace estar ni más alto ni más bajo de lo que es tu carisma y tu realidad.
Miramos las personas
Contemplamos a Isabel y a María como personas: personas creyentes, involucradas totalmente en lo que creen. Isabel es la que hace conscientes los efectos positivísimos del saludo y de la visita de María y concentra todoen esa bendición a la fe de nuestra Señora: “Bendita la que creyó y dichosa, porque se le cumplirán plenamente las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”.
¡Bendita la que creyó! ¡Dichosa la que creyó! ¡Plena la que creyó! Esta es la dicha que suscita creer, adherirse a la Palabra con toda nuestra persona. La fe hace que nuestra memoria quede rebosante de las bendiciones recibidas, que nuestra conciencia del presente sea dichosa, no angustiada, que nuestra mirada al futuro se sienta con esperanza de plenitud.
Que con María te animes a decir “feliz de mí porque creí”.
Nos miramos a nosotros en Isabel
Al bendecir a María con esta bienaventuranza, Isabel nos representa muy bien a todos nosotros. ¿Por qué digo esto? Porque Isabel le bendice la fe desde la experiencia de no tener tanta fe. Seguramente ella había conversado con Zacarías su marido –o más bien este le habría escrito las palabras del Ángel- acerca del reproche por no haber creído: Te quedarás callado, no podrás hablar hasta el día en que se verifiquen estas cosas, porque no diste fe a mis palabras, que se cumplirán sin embargo a su tiempo” (Lc 1, 20). Ellos, que habían esperado tanto la buena noticia de un hijo, cuando se les anunció, Zacarías no pudo asimilarla de entrada, le faltó la perspectiva que da la fe. La noticia lo superó, no pudo con ella. Y por eso se le mandó quedarse callado, hasta que la palabra se cumpliera.
Así, la bendición que brota del corazón de Isabel expresa lo que sentimos todos: que nuestra fe es pobre, que nos falta perspectiva para ver las cosas con los ojos de Dios, que pedimos y ansiamos signos y cuando los tenemos ante los ojos no lo podemos creer… Poca fe, es verdad. Pero también es verdad que sabemos alegrarnos cuando alguien tiene mucha fe. Y esto no es poco. Con Isabel compartimos esa sana alegría por la fe de María, ese ¡menos mal que la tenemos a Ella!, ese ¡gracias a Dios que Ella es parte de nuestra raza humana!. Pero ¿por qué decimos esto? ¿Qué significa que Isabel le bendiga la fe a María? ¿Por qué es bueno para nosotros que alguien como ella crea? Es que a la fe se la puede considerar desde muchos puntos de vista: como un don que se le regala a María en grado sumo y que ella acepta y cultiva con actos de amorosa obediencia y de entrega total a la voluntad del Padre… Pero si es la fe de ella ¿en qué nos beneficia a nosotros? La dicha de creer implica una manera de vivir el tiempo.
El tiempo es algo que todos compartimos. Cuando uno ve a alguien que cree y ve cómo se le cumplen las cosas, uno no solo se alegra por el otro, sino que se ve arrastrado a su tiempo bendecido y es contagiado por la fe que mueve al otro, le vienen deseos de creer así y eso ya es un gran beneficio. Alegrarse de que otro confíe más, de que otro tenga una mirada más amplia que la mía, es ya tener fe! Se parece a eso que Ignacio llama “tener deseos de deseos”. Si uno no termina de desear un bien, Ignacio le pregunta si al menos tiene deseos de desearlo, y así se liman las asperezas de una formulación demasiado fuerte para alguno. Deseos de deseos puedo tener siempre. Alegría por la fe de María, también. Y a Ella le basta con eso para hacer todo lo demás. Para compartirnos su alegría y contagiarnos su esperanza.
La fe, decimos, tiene que ver con una manera de vivir el tiempo. Uno capta y valora cuando ve a alguien cuya mirada se despliega lejos hacia el pasado con memoria agradecida y cuando escudriña el futuro con esperanza, sin quedar atrapado en lo coyuntural. Uno lo valora porque siente que esa mirada es más verdadera que la que está atada a lo inmediato. Nuestro Dios es un Dios Rico en tiempo, como dice Menapace, y su particular sentido del tiempo solo lo va comprendiendo el que tiene fe o el que sabe alegrarse con los que tienen más fe. ¿No es una linda definición de la Iglesia esta?: somos gente que se fía de la fe de otros que, porque la tuvieron mayor, amaron más y dieron testimonio con su vida.
Hablando del tiempo de Adviento, decíamos que lo más constitutivo del tiempo humano es “el tiempo que viene”. Ahora bien, este venir del tiempo es triple:
nos viene del futuro, es cierto,
pero también del pasado,
y muchas veces nos adviene como desde arriba, en el presente más puntual, como acontecimiento de pura gracia que se nos da en un instante, como si la Eternidad se abriera un momento y o bajara o nos subiera.
Así, la fe, lo que llamamos “creer” se despliega enseñoreándose del tiempo humano –pasado, presente y futuro- y nos abre la puerta al Tiempo de Dios.
Memoria agradecida del pasado
La fe se despliega hacia el tiempo que nos viene de nuestro pasado como memoria agradecida. Creer es una manera de mirar el pasado, una manera de vivir lo que nos viene como recuerdo haciéndolo entrar por la puerta del corazón, anudando lo que pasó con la acción de gracias y la oración de alabanza.
El que cree adopta una hermenéutica (una manera de interpretar) que parte siempre del agradecimiento y de la alabanza, nunca del reproche ni de la queja.
Para el que cree, el pasado es como un océano en el cual uno puede pescar, sin que se agoten nunca, gracia tras gracia, maravilla tras maravilla de lo que obró el Señor en la historia. ¡El Señor hizo en mí maravillas! Esa es la hermenéutica de María al contemplar su vida pasada y la de todo su pueblo: ¡Feliz de mí, porque el Señor ha hecho grandes cosas en mi vida!
¿Quién es la persona que habla así? La que dice esto es una humilde muchacha de pueblo que ha vivido menos de veinte años. ¿Qué son esas grandes cosas que ha hecho el Señor en ella? ¿Se puede hablar de grandeza en una vida que recién comienza? Es que la memoria de María no se limita a sus jóvenes años de vida, la memoria de María se extiende mucho más atrás, es capaz de descubrir la misericordia de Dios como algo que se viene expandiendo de generación en generación. Así como Abrahám “saludaba de lejos las promesas” y se alegraba en esperanza viendo anticipadamente el tiempo de Jesús, así María se alegra retrospectivamente y su alegría llega hasta el tiempo de Abraham y lo saluda desde el futuro.
El “hágase en mí” de María tiene como trasfondo la otra frase: “Hizo en mí maravillas”. Si María puede acoger la Palabra y dejar que se haga en ella algo tan grande como la Encarnación, es porque ha ido dejando que esa misma Palabra “haga maravillas” a lo largo de toda su vida. Esta memoria agradecida trabaja a ritmo de Magníficat: engrandeciendo a Dios y empequeñeciéndose a sí misma. De aquí brota la oración de Alabanza al Dios que se le dona en las maravillas que hace en su vida pequeñita y en la de su pequeño pueblo.
Memoria esperanzada del pasado
María se sabe y se siente bienaventurada y tiene la certeza de que los demás la verán también así: “Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada porque El Señor ha hecho en mí maravillas”. Y si ve con esta esperanza el futuro es porque su fe está anclada sólidamente en lo profundo de un Dios que está presente y activo en su pasado, por eso puede hablar así. El suyo es un Dios vivo que cuando uno lo recuerda se activa y hace surgir cosas nuevas.
¡El misterio del pasado! Lo nuevo de Dios no viene solo del futuro sino también del pasado. Podemos tener esperanza del pasado también, esperanza de que las cosas hayan sido distintas a como las ve a veces una mentalidad superficial, o amargada o escéptica. Tantos bienes están encerrados en nuestro pasado, tanto hemos recibido que no nos bastaría la vida para agradecer, aunque no pudiéramos vivir ni un minuto más de ahora en adelante.
Me puedo preguntar: ¿Sé alegrarme imaginando cómo se alegraron mis abuelos cuando me soñaban a mí, aún sin conocerme, cuando sembraban para que cosecharan sus nietos? Bueno, María tiene la capacidad de soñar hacia delante y hacia atrás recogiendo en su alabanza los sueños de todos los abuelos y de todos los nietos. El Magnificat se pasea por los siglos cantando y alegrándose desde una profundidad que brota de una cualidad de la fe propia del presente y que es el “guardar la Palabra”.
Memoria que guarda la Palabra en cada acontecimiento presente
Maria sabe guardar la Palabra en el corazón. Guardar la Palabra implica una fe que guarda la Palabra entera, la guarda íntegramente. No guarda sólo lo que comprende ahora, no guarda sólo lo que puede poner en práctica. María guarda la Palabra igual a como guarda y cobija al Niño Jesús de carne y hueso. En el pasaje del Niño perdido y hallado en el templo se nos dice explícitamente que “María no comprendió” pero que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Este guardar es una actitud explícitamente bendecida por el Señor: “Dichosos los que no han visto y han creído (los que han guardado mi Palabra)».
Guardar la Palabra implica saber esperar a que la Palabra se cumpla en lo cotidiano de cada día y en el futuro, tanto en el más próximo como en el más lejano. Isabel la bendice por esta esperanza: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!».
Guardar la Palabra implica una actitud de discípula, una actitud como de quien no posee la Palabra, sino que tiene que buscarla y seguirla cada día, en cada situación. Debe rumiarla y saborearla para poder ponerla en práctica, y luego reflexionar. El Señor bendice esta actitud de discípula de su Madre cuando dice “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan”.
Al guardar la Palabra se produce un efecto milagroso, como el que se da al comulgar: no es uno el que asimila al Señor, sino que es Él quien nos asimila a nosotros y nos hace Cuerpo suyo, Iglesia, comunidad. Así también sucede con la Palabra: no es que uno la guarda, sino que ella nos guarda a nosotros, nos hace entrar en su profundidad, habitar en ella: vivir en la verdad, como dice el Señor. Y no vivir tironeados sólo por las noticias del día.
En la formulación ignaciana de lo que significa “guardar la Palabra” se trata de “guardarla contemplando y obedeciendo con reverencia amorosa”. Esa es la gracia de la fe que nos hace “contemplativos en la acción”. No en cualquier acción nuestra, sino la acción que pone en práctica, obedientemente, la Palabra que uno contempló y acogió en la fe en su oración cotidiana. Como hace María –preñada de la Palabra- al ir con premura a servir a Isabel.

Diego Fares sj.