
Jesús dijo a sus discípulos:
“Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; en la tierra habrá angustia de la gente, y desesperación por el sonido del mar y del oleaje, los hombres perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo, porque las fuerzas del cielo se conmoverán. Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en una nube, con gran potestad y gloria. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pónganse de pie y alcen la cabeza, porque se aproxima su redención.
¡Estén atentos! que no se les embote el corazón con los excesos, con el alcohol y con las preocupaciones de esta vida, no sea que ese día les caiga de repente, como un lazo, porque sobrevendrá a todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra.
Velen en todo tiempo rogando para que logren escapar de todas estas cosas que van a suceder y puedan mantenerse en pie en presencia del Hijo del hombre» (Lc 21, 25-36).
Contemplación
Todas las descripciones apocalípticas y las recomendaciones de estar atentos y de velar que hace el Señor a su Iglesia son para decirnos una sola cosa: “¡Recen, no se cansen de rezar”! Recen con esta oración especial que es la oración del ruego, la oración de la súplica: ese gemido del Espíritu en nuestro interior, constitutivo de nuestro ser creaturas.
El tiempo del ruego y de la súplica es un tiempo que nace de lo profundo, es el tiempo propio de la creatura que lo necesita todo de su Creador, como el bebé necesita todo de su madre, y más aún.
Escuchemos un momento cómo habla Pablo de las diferentes maneras de rezar: “Orando con todo tipo de oración (pros-eujomai) y súplica (deomai), orando en todo tiempo en Espíritu, y para ello velando con total perseverancia” (Ef 6, 18).
A su discípulo predilecto, Timoteo, lo instruye en los distintos tipos de oración: “Recomiendo, pues, lo primero de todo, que se hagan súplicas (deesis), oraciones (proseuchas = poner los deseos y anhelos cara a cara ante Dios), intercesiones (enteusis), acciones de gracias (eujaristía) por todos los hombres” (1 Timoteo 2:1, y 5, 5)
Y a los Filipenses les hace ver que la alegría es condición y fruto la oración: “Alégrense en el Señor en todo tiempo. Se los repito: Alégrense. El Señor está cerca. No se acongojen por nada, sino que en toda coyuntura presenten sus oraciones y súplicas con acciones de gracias en el acatamiento de Dios. Y la paz de Dios que sobrepuja toda inteligencia guardará sus corazones y pensamientos en Cristo Jesús” (Filip 4, 4-6).
La oración es fuente de un tiempo de gracia
Hay una frase que usamos a menudo y que dice: “me tendría que hacer más tiempo para rezar”, no es una formulación feliz. Porque la oración es fuente de un tiempo distinto, de un tiempo de gracia. Y para rezar, más que de “hacerme tiempo”, de lo que se trata es de “dejar que el tiempo de la oración, me moldee y me haga a mí”.
¿Qué significa esto de que “el tiempo me hace a mí?”. Para comprenderlo hay que darse cuenta de que uno vive diferentes tiempos. La frase de “hacerme tiempo para” -por ejemplo- es propia de un tipo de tiempo, el del mundo adulto. Es un tiempo agendado, pautado por la vida del trabajo y de la responsabilidad, impuestos en gran medida desde afuera: por amor a la familia uno ofrenda su tiempo al trabajo y a las necesidades de los hijos y “se tiene que hacer tiempo para todo”.
Pero no es el único modelo de tiempo que tenemos. El tiempo de la infancia, por ejemplo, no lo teníamos que “hacer”; se hacía solo. De niños nos metíamos en el tiempo de los juegos, de los sueños de aventuras, de los amigos y las cosas nuevas y vivíamos como en una eternidad, con las fronteras marcadas por el llamado a comer o a irse a acostar…
El tiempo de la ancianidad también tiene sus características únicas. Aunque está limitado por el tiempo biológico, tiene mucho de esa intemporalidad de la memoria que recrea los hechos y les va sacando el jugo de la sabiduría, esto si uel anciano cuida que su memoria se amplíe con el agradecimiento y no se quede fijada en alguna amargura suelta.
El tiempo del enamoramiento es otro de esos tiempos que no controlamos, de esos tiempos lindos que nos manejan dulcemente a nosotros y, cuando el que enamora es el amor definitivo, ese “primer tiempo” deja una huella y un ritmo que hace que todos los otros tiempos se relativicen y uno siempre vuelva a desear este, el de la alegría de estar junto a la persona amada y de vivir todo para esos momentos de encuentro.
Tenemos, pues, en nuestra vida ejemplo de tiempos que “no hacemos”, sino que “nos hacen”. Cada uno debe encontrar en su corazón la vivencia de estos tiempos y con lo aprendido en ellos, entrar en el tiempo de la oración, que es el tiempo del Espíritu.
Entrar en el tiempo del Espíritu
No diré “tengo que hacerme un tiempo para rezar”, sino “voy a entrar en el tiempo del Espíritu, que transcurre como puro deseo de estar con Jesús, de sentir con sus sentimientos las cosas de la vida, y de verlas con sus ojos. El tiempo del Espíritu es un tiempo de “estar a los pies de Jesús” escuchando sus palabras, como María. El tiempo del Espíritu es un presente primordial en el cual diciendo “Abba, Padre”, me experimento como recién saliendo de las manos del Padre y como acabando de llegar a Casa, a su abrazo, como el hijo pródigo. Es un tiempo en el que a cada hora del día puedo escuchar la invitación y el llamado del Padre a ir a trabajar a su viña. El tiempo del Espíritu es un tiempo común en el que nos juntamos todos los que rezamos y me encuentro con los santos y santas preferidos que me comparten sus vivencias que no son pasadas sino presentes.
El tiempo del Espíritu es como el tiempo del niño y el del enamorado.
¿Cuánto tiempo debo rezar? nos preguntamos. ¿Cuánto tiempo querías jugar de niño?, podemos respondernos. Y no vale la excusa de que no tenemos ese tiempo (otra vez la palabra “adulta” “tenemos”). De niño uno dejaba de jugar cuando lo llamaban (o seguía jugando hasta que lo agarraban de la mano y lo llevaban a bañarse…) pero seguía jugando interiormente.
¿Qué debo decir? nos preocupamos. ¿Qué le decías a la persona que amabas? “Que la amaba”, podemos respondernos; o “hablábamos de cualquier cosa, pero mirándonos a los ojos…”. Bueno ese es uno de los modos de oración de que habla la Escritura: Proseujas = poner los deseos y anhelos cara a cara ante Dios.
Así, a las preguntas de “qué tengo que decir” y “cuánto tiempo debo estar en la oración”, la respuesta la encontraremos en la oración misma, estando cara a cara y corazón a corazón con el Señor, dejando que vayan fluyendo a su ritmo los anhelos y deseos de nuestra alma.
El tiempo del Espíritu es el de la oración contemplativa, que mira a los ojos a las personas del evangelio y se deja mirar por ellas; deja que se le asomen al corazón, como decía Francisco Javier a sus compañeros en una de sus cartas más hermosas: “Si se asomaran a mi corazón, se verían en él, pues los llevo muy dentro”.
Esta oración es la de los enamorados, que gustan mirarse, escucharse, ver lo que el otro hace… Es una oración en la que va más adelante el gusto de estar juntos y el amor que las palabras mismas.
Es también la oración de los niños, que se sumergen totalmente en las imágenes de un video o en sus juguetes… y dialogan con ellos imaginando y dando vida a las cosas con las que juegan con sus manitos.
El tiempo del Espíritu es el que aprieta el corazón en la súplica y el ruego y lo dilata con la esperanza
A la pregunta “cómo tengo que pedir” la respuesta está en la oración de súplica (deomai) que implica pedir, suplicar y rogar con insistencia, como los niños a su madre o a su padre (¡por favor, por favor, por favor!), con la certeza de que necesitan totalmente y de que sus padres les darán infaliblemente lo que piden, o algo equivalente que les haga bien.
Esta oración de súplica implica un sentido especial del tiempo. Contra el tiempo fatídico o neutro de la mentalidad actual, la súplica siente el tiempo como tiempo propicio para acercarse a Dios, con la confianza de que la súplica puede cambiar las cosas y si no las cosas, siempre puede cambiar mi propio corazón (que es de lo que se trata: cambiar yo mi modo de ver y de sentir, no tanto cambiar “las situaciones externas”).
La oración de súplica no es nuestra, es la oración del Espíritu en nosotros. La súplica nos hace entrar y nos asocia a la súplica del Espíritu que va transformando los corazones y las realidades desde adentro y de manera definitiva.
Suplicar hace tener viva la esperanza de que la oración tiene el poder del amor que mejora las cosas. La suplica “hace contra” ese curso de las cosas, que solemos pensar según el modelo “estadístico” que predice que “probablemente sucederá como siempre ha sucedido”. Sin embargo, más allá del curso de las cosas, Jesús nos insta a rogar y a suplicar para obtener de Dios una gracia personal: la perseverancia fina en creer en Él, la gracia de poder estar de pie en las pruebas que nos sobrevienen.
Este ruego del que habla Jesús, en medio de las pruebas que sobrevendrán, se resume en las peticiones del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación” y “líbranos del maligno”. El texto habla de no caer, de ponerse de pie, de mantenerse en pie. Esta es la gracia que se pide en la oración de la que habla hoy Jesús.
El tiempo del Espíritu es tiempo de intercesión (enteusis)
Interceder es entrar en la eternidad de la vida de nuestro Señor Jesucristo –que está constantemente intercediendo por nosotros-, y en la intimidad de la comunión de los santos –Teresita decía que pasaría su cielo haciendo el bien en la tierra, intercediendo por nosotros-.
Interceder es dejarse modelar el tiempo que uno vive preocupado, intercediendo junto con el Señor, haciendo contra al tiempo estéril de las cavilaciones, de las sospechas, de las acusacions, de los recuerdos amargos, de las angustias por situaciones futuribles.
Cada vez que hay un problema o necesidad, o hubo un pecado o se prevé que sucederá algo malo, la respuesta es pasar un tiempo intercediendo. ¿Cuánto? Todo lo que me haga falta para no “cavilar”. Señor, intercedo por este. Es tuyo, vos lo creaste, vos lo llevás, vos lo cuidás. Miralo. Cuidalo.
La oración de intercesión más linda es la de Lázaro y sus hermanas: “Jesús tu amigo, el que Tu amas, está enfermo”.
El tiempo del Espíritu es tiempo Eucarístico
Por fin, la oración que incluye a todas, la oración que las inicia y las corona: la Eucaristía. La acción de gracias entendida en sentido amplio: como ofrenda de todo y comunión con todos. La Acción de gracias de Jesús al Padre, oración que nos permite que nosotros lo presentemos y lo recibamos a él. El tiempo de la Misa es tiempo en el que entramos como si entráramos un rato al cielo y estuviéramos allí con Dios y todos sus santos. El Señor está siempre celebrando la Eucaristía por nosotros –ofreciéndose y dándose-. Nosotros entramos un rato en ese tiempo litúrgico y vivimos un tiempo privilegiado, como un adelanto de fiesta, como una primicia de lo que será la eternidad, como una tregua en medio del fragor de la batalla, que nos da el viático, el pan para el camino.
No es difícil, pues, pasar un tiempo rezando así, al contrario, la oración es un tiempo de alegría, en el que podemos
…desahogar nuestros anhelos –evangelio en mano- en presencia de nuestro Dios;
…suplicarle en todo momento, sintiendo lo lindo que es andar necesitados, teniéndolo a él tan bueno, tan solícito;
…interceder por los demás, interceder, en vez de cavilar;
…participar de la acción de gracias, de la Eucaristía, expresión de la oración que canta en su intimidad infinita, la Trinidad Santa.
No es difícil (ni fácil) estar así en la oración: es algo siempre novedos. Tan vital, como respirar, como pensar y amar. No se hace largo (o corto) el tiempo. Hay que saber nomás cambiar un reloj” y dejar que corra otro. Dejar un rato el reloj que marca el tiempo de las cosas (dominado por el Dios dinero) y dejar que corra el reloj del Señor, con su ritmo tan humanamente apropiado a nuestros deseos más hondos.
Entrar en ese tiempo, como quien entra en una Iglesia que está siempre abierta y llena de espacio silencioso para estar un rato en paz con Dios.
Entrar sabiendo que entramos en otro tiempo, en el tiempo alegre del Señor que está cerca.
Entramos en su tiempo propicio, y salimos un rato del tiempo neutro y frío, que pasa ciegamente sin tener consideración por nadie.
Entramos en el tiempo de las dos lecciones ciertas del Señor: la desolación, que el Señor permite, y la consolación que siempre da. Salimos del tiempo engañoso del mundo, que solo enseña que se va y no vuelve más.
Entramos en el tiempo flexible y vivo del Evangelio: en el que se puede esperar contra toda esperanza que el trigo venza a la cizaña, que el hijo pródigo regrese y la ovejita perdida sea encontrada y vuelva en brazos de su buen pastor, que los que han recibido el denario produzcan el doble y los que trabajaron más no se enojen con los que llegaron al final, tiempo flexible en el que las personas pueden arrepentirse y cambiar, detenerse y ayudar, permanecer y compartir, vigilar y recibir…, tiempo en el que no está todo dicho aún y en el que se puede apurar su venida, si la deseamos mucho y se lo suplicamos de corazón.
¡Ven, Señor Jesús! Le decimos a El.
Y a vos te digo, y espero que vos me lo digas a mí:
Amigo, amiga ¡entra en el tiempo alegre de tu oración!Entra en la cámara secreta de tu corazón, en el “cuartito de las escobas” donde el Padre que escucha en lo secreto te escuchará y te abrazará. Reza! no te canses de rezar! Entra en ese tiempo distinto, ese tiempo que tiene otra marcha que la monótona del reloj. Ese tiempo donde Jesús se “presenta”, viene en tu presente y lo contagia al resto de tu día.