Recen. No se cansen de rezar! (1 C Adviento 2021-2)

Jesús dijo a sus discípulos:

“Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; en la tierra habrá angustia de la gente, y desesperación por el sonido del mar y del oleaje, los hombres perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo, porque las fuerzas del cielo se conmoverán. Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en una nube, con gran potestad y gloria. Cuando estas cosas comiencen a suceder, pónganse de pie y alcen la cabeza, porque se apro­xima su redención. 

¡Estén atentos! que no se les embote el corazón con los excesos, con el alcohol y con las preocupaciones de esta vida, no sea que ese día les caiga de repente, como un lazo, porque sobrevendrá a todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. 

Velen en todo tiempo rogando para que logren escapar de todas estas cosas que van a suceder y puedan mantenerse en pie en presencia del Hijo del hombre» (Lc 21, 25-36).

Contemplación

Todas las descripciones apocalípticas y las recomenda­ciones de estar atentos y de velar que hace el Señor a su Iglesia son para decirnos una sola cosa: “¡Recen, no se cansen de rezar”! Recen con esta oración especial que es la oración del ruego, la oración de la súplica: ese gemido del Espíritu en nuestro interior, constitutivo de nuestro ser creaturas. 

El tiempo del ruego y de la súplica es un tiempo que nace de lo profundo, es el tiempo propio de la creatura que lo necesita todo de su Creador, como el bebé necesita todo de su madre, y más aún. 

Escuchemos un momento cómo habla Pablo de las diferentes maneras de rezar: “Orando con todo tipo de oración (pros-eujomai) y súplica (deomai), orando en todo tiempo en Espíritu, y para ello velando con total perseverancia” (Ef 6, 18). 

A su discípulo predilecto, Timoteo, lo instruye en los dis­tintos tipos de oración:  “Recomiendo, pues, lo primero de todo, que se hagan súplicas (deesis), oraciones (proseuchas = poner los deseos y anhelos cara a cara ante Dios), inter­cesiones (enteusis), acciones de gracias (eujaristía) por todos los hombres” (1 Timoteo 2:1, y 5, 5)

Y a los Filipenses les hace ver que la alegría es condición y fruto la oración: “Alégrense en el Señor en todo tiempo. Se los repito: Alégrense. El Señor está cerca. No se acongojen por nada, sino que en toda coyuntura presenten sus oraciones y súplicas con acciones de gracias en el acatamiento de Dios. Y la paz de Dios que sobrepuja toda inteligencia guar­dará sus corazones y pensamientos en Cristo Jesús” (Filip 4, 4-6).

La oración es fuente de un tiempo de gracia

Hay una frase que usamos a menudo y que dice: “me tendría que hacer más tiempo para rezar”, no es una formulación feliz. Porque la oración es fuente de un tiempo distinto, de un tiempo de gracia. Y para rezar, más que de “hacerme tiempo”, de lo que se trata es de “dejar que el tiempo de la oración, me moldee y me haga a mí”. 

¿Qué significa esto de que “el tiempo me hace a mí?”. Para comprenderlo hay que darse cuenta de que uno vive diferentes tiempos. La frase de “hacerme tiempo para” -por ejemplo- es propia de un tipo de tiempo, el del mundo adulto. Es un tiempo agendado, pautado por la vida del trabajo y de la responsa­bilidad, impuestos en gran medida desde afuera: por amor a la familia uno ofrenda su tiempo al trabajo y a las necesi­dades de los hijos y “se tiene que hacer tiempo para todo”. 

Pero no es el único modelo de tiempo que tenemos. El tiempo de la infancia, por ejemplo, no lo teníamos que “hacer”; se hacía solo. De niños nos metíamos en el tiempo de los juegos, de los sueños de aventuras, de los amigos y las cosas nuevas y vivíamos como en una eternidad, con las fronteras marcadas por el llamado a comer o a irse a acostar… 

El tiempo de la ancianidad también tiene sus características únicas. Aunque está limitado por el tiempo biológico, tiene mucho de esa intemporalidad de la memoria que recrea los hechos y les va sacando el jugo de la sabiduría, esto si uel anciano cuida que su memoria se amplíe con el agradecimiento y no se quede fijada en alguna amargura suelta. 

El tiempo del enamoramiento es otro de esos tiempos que no controlamos, de esos tiempos lindos que nos manejan dulcemente a nosotros y, cuando el que enamora es el amor definitivo, ese “primer tiempo” deja una huella y un ritmo que hace que todos los otros tiempos se relativicen y uno siempre vuelva a desear este, el de la alegría de estar junto a la persona amada y de vivir todo para esos momentos de encuentro. 

Tenemos, pues, en nuestra vida ejemplo de tiempos que “no hacemos”, sino que “nos hacen”. Cada uno debe encontrar en su corazón la vivencia de estos tiempos y con lo aprendido en ellos, entrar en el tiempo de la oración, que es el tiempo del Espíritu.  

Entrar en el tiempo del Espíritu

No diré “tengo que hacerme un tiempo para rezar”, sino “voy a entrar en el tiempo del Espíritu, que transcurre como puro deseo de estar con Jesús, de sentir con sus sentimientos las cosas de la vida, y de verlas con sus ojos. El tiempo del Espíritu es un tiempo de “estar a los pies de Jesús” escuchando sus palabras, como María. El tiempo del Espíritu es un presente primordial en el cual diciendo “Abba, Padre”, me experimento como recién saliendo de las manos del Padre y como acabando de llegar a Casa, a su abrazo, como el hijo pródigo. Es un tiempo en el que a cada hora del día puedo escuchar la invitación y el llamado del Padre a ir a trabajar a su viña. El tiempo del Espíritu es un tiempo común en el que nos juntamos todos los que rezamos y me encuentro con los santos y santas preferidos que me comparten sus vivencias que no son pasadas sino presentes.

El tiempo del Espíritu es como el tiempo del niño y el del enamorado.

¿Cuánto tiempo debo rezar? nos preguntamos. ¿Cuánto tiempo querías jugar de niño?, podemos respondernos. Y no vale la excusa de que no tenemos ese tiempo (otra vez la palabra “adulta” “tenemos”). De niño uno dejaba de jugar cuando lo llamaban (o seguía jugando hasta que lo agarraban de la mano y lo llevaban a bañarse…) pero seguía jugando interiormente. 

¿Qué debo decir? nos preocupamos. ¿Qué le decías a la persona que amabas? “Que la amaba”, podemos respondernos; o “hablábamos de cualquier cosa, pero mirándonos a los ojos…”. Bueno ese es uno de los modos de oración de que habla la Escritura: Proseujas = poner los deseos y anhelos cara a cara ante Dios.

Así, a las preguntas de “qué tengo que decir” y “cuánto tiempo debo estar en la oración”, la respuesta la encontraremos en la oración misma, estando cara a cara y corazón a corazón con el Señor, dejando que vayan fluyendo a su ritmo los anhelos y deseos de nuestra alma. 

El tiempo del Espíritu es el de la oración contemplativa, que mira a los ojos a las personas del evangelio y se deja mirar por ellas; deja que se le asomen al corazón, como decía Francisco Javier a sus compañeros en una de sus cartas más hermosas: “Si se asomaran a mi corazón, se verían en él, pues los llevo muy dentro”. 

Esta oración es la de los enamorados, que gustan mirarse, escucharse, ver lo que el otro hace… Es una oración en la que va más adelante el gusto de estar juntos y el amor que las palabras mismas. 

Es también la oración de los niños, que se sumergen totalmente en las imágenes de un video o en sus juguetes… y dialogan con ellos imaginando y dando vida a las cosas con las que juegan con sus manitos.

El tiempo del Espíritu es el que aprieta el corazón en la súplica y el ruego y lo dilata con la esperanza

A la pregunta “cómo tengo que pedir” la respuesta está en la oración de súplica (deomai) que implica pedir, suplicar y rogar con insistencia, como los niños a su madre o a su padre (¡por favor, por favor, por favor!), con la certeza de que necesitan totalmente y de que sus padres les darán infaliblemente lo que piden, o algo equivalente que les haga bien. 

Esta oración de súplica implica un sentido especial del tiempo. Contra el tiempo fatídico o neutro de la mentalidad actual, la súplica siente el tiempo como tiempo propicio para acercarse a Dios, con la confianza de que la súplica puede cambiar las cosas y si no las cosas, siempre puede cambiar mi propio corazón (que es de lo que se trata: cambiar yo mi modo de ver y de sentir, no tanto cambiar “las situaciones externas”). 

La oración de súplica no es nuestra, es la oración del Espíritu en nosotros. La súplica nos hace entrar y nos asocia a la súplica del Espíritu que va transformando los corazones y las realidades desde adentro y de manera definitiva. 

Suplicar hace tener viva la esperanza de que la oración tiene el poder del amor que mejora las cosas. La suplica “hace contra” ese curso de las cosas, que solemos pensar según el modelo “estadístico” que predice que “probablemente sucederá como siempre ha sucedido”. Sin embargo, más allá del curso de las cosas, Jesús nos insta a rogar y a suplicar para obtener de Dios una gracia personal: la perseverancia fina en creer en Él, la gracia de poder estar de pie en las pruebas que nos sobrevienen.

Este ruego del que habla Jesús, en medio de las pruebas que sobrevendrán, se resume en las peticiones del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación” y “líbranos del maligno”. El texto habla de no caer, de ponerse de pie, de mantenerse en pie. Esta es la gracia que se pide en la oración de la que habla hoy Jesús. 

El tiempo del Espíritu es tiempo de intercesión (enteusis)

Interceder es entrar en la eternidad de la vida de nuestro Señor Jesucristo –que está constantemente intercediendo por nosotros-, y en la intimidad de la comunión de los santos –Teresita decía que pasaría su cielo haciendo el bien en la tierra, intercediendo por nosotros-. 

Interceder es dejarse modelar el tiempo que uno vive preocupado, intercediendo junto con el Señor, haciendo contra al tiempo estéril de las cavilaciones, de las sospechas, de las acusacions, de los recuerdos amargos, de las angustias por situaciones futuribles. 

Cada vez que hay un problema o necesidad, o hubo un pecado o se prevé que sucederá algo malo, la respuesta es pasar un tiempo intercediendo. ¿Cuánto? Todo lo que me haga falta para no “cavilar”. Señor, intercedo por este. Es tuyo, vos lo creaste, vos lo llevás, vos lo cuidás. Miralo. Cuidalo. 

La oración de intercesión más linda es la de Lázaro y sus hermanas: “Jesús tu amigo, el que Tu amas, está enfermo”.

El tiempo del Espíritu es tiempo Eucarístico

Por fin, la oración que incluye a todas, la oración que las inicia y las corona: la Eucaristía. La acción de gracias entendida en sentido amplio: como ofrenda de todo y comunión con todos. La Acción de gracias de Jesús al Padre, oración que nos permite que nosotros lo presentemos y lo recibamos a él. El tiempo de la Misa es tiempo en el que entramos como si entráramos un rato al cielo y estuviéramos allí con Dios y todos sus santos. El Señor está siempre celebrando la Eucaristía por nosotros –ofreciéndose y dándose-. Nosotros entramos un rato en ese tiempo litúrgico y vivimos un tiempo privilegiado, como un adelanto de fiesta, como una primicia de lo que será la eternidad, como una tregua en medio del fragor de la batalla, que nos da el viático, el pan para el camino.

No es difícil, pues, pasar un tiempo rezando así, al contrario, la oración es un tiempo de alegría, en el que podemos

…desahogar nuestros anhelos –evangelio en mano- en presencia de nuestro Dios; 

…suplicarle en todo momento, sintiendo lo lindo que es andar necesitados, teniéndolo a él tan bueno, tan solícito; 

…interceder por los demás, interceder, en vez de cavilar;

…participar de la acción de gracias, de la Eucaristía, expresión de la oración que canta en su intimidad infinita, la Trinidad Santa.

No es difícil (ni fácil) estar así en la oración: es algo siempre novedos. Tan vital, como respirar, como pensar y amar. No se hace largo (o corto) el tiempo. Hay que saber nomás cambiar un reloj” y dejar que corra otro. Dejar un rato el reloj que marca el tiempo de las cosas (dominado por el Dios dinero) y dejar que corra el reloj del Señor, con su ritmo tan humanamente apropiado a nuestros deseos más hondos. 

Entrar en ese tiempo, como quien entra en una Iglesia que está siempre abierta y llena de espacio silencioso para estar un rato en paz con Dios. 

Entrar sabiendo que entramos en otro tiempo, en el tiempo alegre del Señor que está cerca

Entramos en su tiempo propicio, y salimos un rato del tiempo neutro y frío, que pasa ciegamente sin tener consideración por nadie. 

Entramos en el tiempo de las dos lecciones ciertas del Señor: la desolación, que el Señor permite, y la consolación que siempre da. Salimos del tiempo engañoso del mundo, que solo enseña que se va y no vuelve más.

Entramos en el tiempo flexible y vivo del Evangelio: en el que se puede esperar contra toda esperanza que el trigo venza a la cizaña, que el hijo pródigo regrese y la ovejita perdida sea encontrada y vuelva en brazos de su buen pastor, que los que han recibido el denario produzcan el doble y los que trabajaron más no se enojen con los que llegaron al final, tiempo flexible en el que las personas pueden arrepentirse y cambiar, detenerse y ayudar, permanecer y compartir, vigilar y recibir…, tiempo en el que no está todo dicho aún y en el que se puede apurar su venida, si la deseamos mucho y se lo suplicamos de corazón.

¡Ven, Señor Jesús! Le decimos a El. 

Y a vos te digo, y espero que vos me lo digas a mí: 

Amigo, amiga ¡entra en el tiempo alegre de tu oración!Entra en la cámara secreta de tu corazón, en el “cuartito de las escobas” donde el Padre que escucha en lo secreto te escuchará y te abrazará. Reza! no te canses de rezar! Entra en ese tiempo distinto, ese tiempo que tiene otra marcha que la monótona del reloj. Ese tiempo donde Jesús se “presenta”, viene en tu presente y lo contagia al resto de tu día.

No ser «dueños de nuestro tiempo», para vivirlo como Jesús: atentos al Padre y sirviendo a los hermanos

Entró de nuevo Pilato  en el Pretorio y llamó a Jesús. Y le preguntó:¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús le respondió:

¿Dices esto por ti mismo o bien otros te lo han dicho de mí?

Pilato replicó:

¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes son los que te han entregado a mí ¿Qué hiciste?

Jesús respondió:

Mi realeza no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que Yo no fuera entregado a los judíos. Pero ahora mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo:

Entonces, ¿tú eres rey?

Jesús respondió:

Tú dices que Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: 

para testimoniar la verdad. El que es de la verdad escucha mi voz.

Le dice Pilato

 ¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 33-38).

Contemplación

            El domingo pasado me quedó algo nuevo en el corazón y que me dio ganas de seguir meditándo: el consuelo de no ser dueño del tiempo. El consuelo de que sólo el Padre sea el dueño de mi tiempo. Y de manera especial el consuelo que da el que Jesús puede ser compañero cercano y Rey y Señor de mi vida práctica en cada uno de esos momentos en los que elijo vivir alguna obra de misericordia, predicar el Evangelio, o hacer las cosas con el estilo de las bienaventuranzas 

Pablo formula así esta Realeza de Dios: “Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Cor 8, 6).

El Espíritu es el que inspira, consuela y ayuda a discernir los momentos del Señor Jesús , que se concretan en el amor al prójimo y esta actitud de adoración al Padre del tiempo, que es nuestra manera de amar al Padre sobre todas las cosas.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo se enseñorea de todo lo que somos…! 

No podemos controlar cuánto durará lo que hacemos, cuánto viviremos nosotros y los que amamos. Este no control pone un sello radical a todo lo demás. 

Es tan clara esta verdad, tan rotunda, que resultan patéticos todos los pataleos por “estirar unos instantes nuestro tiempo”. Jesús lo dijo de una vez para siempre, y esta enseñanza suya sobre el tiempo es, a mi entender, su sabiduría más preciosa, su enseñanza más honda, la que pone el marco a todas las demás. Al revelarnos que el Padre es el Señor de nuestro tiempo, y al hacerlo habiendo venido a vivir dentro de este tiempo nuestro, compartiendo nuestras ansiedades y dialogando con ellas al ritmo del latido de su corazón de hombre, igual al nuestro, Jesús se muestra como “Hijo y heredero del Padre del tiempo”. 

Vale la pena escuchar de nuevo todo el pasaje de Mateo, tan hermoso y consolador. Lo podríamos titular: “Consejos de Jesús para no andar con cara de angustia el día de hoy con la excusa de que estamos preocupados por el futuro”:

« Por eso les digo: No anden preocupados por su vida, qué comerán, ni por su cuerpo, con qué se vestirán. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren los pajaritos del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y nuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valen ustedes más que ellos? Por lo demás, ¿quién de ustedes puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparse tanto? Observen los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo les digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió tan lindo como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe? No anden, entonces, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se inquietan los paganos; pues ya sabe nuestro Padre celestial que tenemos necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura. Así que nada de preocuparse del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mt 6, 25 ss.).

Vivir al día, como decimos. A Dios lo encontramos en el presente, como dice al Papa Francisco. Es la gracia de la pobreza, de la enfermedad… Junto con sus penas y dolores puntuales, nuestras hermanitas, como las llamaba Francisco, la pobreza y la enfermedad, nos regalan la gracia de tener que vivir al día. Paso a paso, sin omnipotencias ni desplantes, sintiendo el peso (liviano y ligero) de cada hora, de cada parte del día que, vivido de la mano de Jesús, se hace cruz y yugo suave y llevadero. 

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo está preñado de cosas nuevas!

Me consuela pensar como venidas de las manos del Padre todas las cosas nuevas que acontecen (en este mes nacieron bebés de amigos: un tiempo que comienza…, misteriosamente cobijado con amor en los brazos de una mamá, misteriosamente contemplado con los ojos sonrientes de un papá…). 

El tiempo tiene que ver con los comienzos, con las cosas nuevas que la vida nos pone en las manos.  Es consolador mirar todo las cosas nuevas con la mirada de Pablo que nos revela que han sido “preparadas de antemano” por las manos del Padre: porque “somos hechura suya: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Ef 2, 10).

¿Qué me has preparado para que viva hoy Señor? ¿Quién me solicitará un rato de mi tiempo? ¿Cuánto habrás dispuesto que tarde en resolverse tal problema, cuánto le llevará a quien quiero ayudar a madurar en su proceso? ¿Será hoy tiempo de siembra, de soñar cosas que has preparado para después? ¿O más bien hoy tocará un tiempo de frutos, de cosechar y recibir lo que otros sembraron? ¿Qué has preparado para hoy? ¿Tiempo de fiesta o tiempo de aguante? Más allá de las cosas que vengan te pido la gracia de sentirlas como venidas de tu mano, como medidas y pesadas, como preparadas de antemano con amor, como ya compartidas y redimidas por tu Hijo, como modeladas por él para el bien.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo pone fin a todo cuando quiere, ciegamente a veces! 

El tiempo tiene que ver también con el final, con las etapas que se terminan, con la vida misma que se termina. Tiene que ver con los trabajos que se realizan bien y se coronan y con lo que quedó trunco o terminó abruptamente, mal. Por eso rezamos para “Que nuestro Dios lleve a término con su poder todo nuestro deseo de hacer el bien” (2 Tes 1, 11). 

Frente a esta dimensión del tiempo, lo más consolador es lo de los pajaritos: “ninguno cae en tierra –dice Jesús- sin el Padre”. Nuestro Padre está en todo final. El es Dios de vivientes, de sus manos sale la creación y en sus manos termina cada vida. La oración de Jesús en la Cruz, reclamando por el sentimiento de abandono y entregándose confiado en las manos del Padre es la oración que cada uno debe tener preparada para cuando sienta llegar su final. También es consolador saber que Jesús es el que “recapitula todas las cosas”. Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia: 

“El es la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 17 ss.).

Jesús es Rey, o mejor “se va haciendo Rey”, porque el Padre ha hecho que se vayan convirtiendo a su amor todas las cosas y “cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se pondrá en las manos de Aquel al que le fue poniendo bajo su amor todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Cor 15, 28).

Así, es consolador contemplar este poder recapitulador del amor de Jesús. Nos quita la angustia que sentimos ante todo lo que queda trunco, ante todo final abrupto o mal terminado, ante lo que queda inconcluso, ante lo que sentimos fragmentado, no del todo integrado… 

Por eso nuestra oración nos debe ir metiendo en este tiempo recapitulador del Corazón de Jesús (porque Jesús recapitula todo “recorazonándolo”), ese corazón que lleva la cuenta de las moneditas, de los vasitos de agua dados a los pobres, de los pajaritos que caen bajo la mirada amorosa del Creador, de los lirios que florecen y que a Teresita le gustaban tanto…: él es el que enjugará todas y cada una de las lágrimas. Nada quedará sin recompensa, nada inconcluso, nada sin redimir: hasta el último pecado quedará perdonado, si cultivamos la humildad de ponerlos todos en sus manos.

¡Qué misterio el tiempo! ¡cómo rota, cómo cambia de repente, sin aviso, cómo a veces se hace eterno y luego, en un instante, apura todo, y todo cambia!

No solo las cosas nuevas, no solo el final de cada una, sino también la rotación de distintos tiempos viene de las manos del Padre. Ignacio le explica a sor Teresa Rejadell, que se dirigía con él por carta, cómo “la consolación no está siempre en nosotros, mas camina siempre a sus tiempos ciertos según la ordenación (divina), y todo esto para nuestro provecho” (Carta 5, 4). 

Las reglas de discernimiento de los Ejercicios son la sabiduría de Ignacio para vivir nuestro tiempo bajo el Señorío de Jesús. El que hace los ejercicios experimenta esta gracia que es principio y fundamento de la vida espiritual y que permite “Alcanzar amor”: la gracia de pasar varios días a merced de lo que el Señor quiera darle y experimentar tiempos de consolación y de desolación. Es la experiencia más fuerte de los ejercicios, esta de sentir el tiempo totalmente en manos de Dios. Otro nos da la materia de contemplación, nos maneja los horarios, nos dice cuando esperar para elegir, cuándo pasar a otra semana de la vida de Jesús… Y en medio de esto el Señor se muestra Rey de nuestro tiempo. Y nos va dando la fe cierta y experimentada de que las consolaciones vienen, sí o sí. De que, si uno le regala su tiempo, el Señor responde. Y nos va regalando la fortaleza de aguantar una desolación, aunque dure mucho, y de perseverar en la petición hasta que el Señor nos consuele. 

Estas experiencias dan un sentido del tiempo que luego es precioso para la vida. 

En el tiempo de Ejercicios el Señor nos enseña que no está en nuestras manos estar consolados o desolados. Precisamente de eso se trata. Hacer ejercicios no es para nada un ir a buscar recetas de autoayuda para andar siempre optimistas! Todo lo contrario: es meterse en el tiempo de Dios sin horarios propios y experimentar cómo su ordenación y su ritmo son más sabios y llevaderos que los nuestros. Y de mayor fecundidad. 

Una de las cargas más pesadas de las que nos liberan los ejercicios es la de “no saber sufrir en paz el estar desolados”, no vivirlo como una lección del Señor que “pronto nos consolará”. Y, de manera equivalente, también nos libran del “temor a estar bien”, del sospechar de las consolaciones por el hecho de que no las podemos “retener” o “manejar”.  

¡Qué misterio el tiempo! con su instantaneidad y sus épocas extensas…

Nos hace bien y nos consuela poner en manos del Padre el misterio de los momentos, de esos instantes de gracia (kairos) preciosos en que la gracia relampaguea en unos ojos o resplandece en un gesto fugaz que advertimos cuando estamos atentos y miramos a la gente con amor, como Jesús cuando ve el gesto de la mujer viuda y sus moneditas. 

También es consolador saber que las edades de nuestra vida, como dice Guardini, están enteras en las manos del Padre: algunas han pasado, como nuestra niñez, y otras quizás las estamos viviendo o no han llegado aún, pero en las manos del Padre están intactas, enteras, resguardadas y completadas, gracias a la redención de Jesús. 

Nuestra niñez, con sus juegos y alegrías espontáneas, está guardada y viva en el Reino interior donde habita el Padre, que les dedica ángeles de la guarda a los niños (y cuya amistad no hay que perder con la excusa de ser adultos).

También nuestro primer acto de fe, y la primera confesión, están en sus manos.

Intacta está en las manos del Padre la sensación del tiempo del primer amor, con sus incertidumbres y el quedarse eternamente en cada instante. 

Intacta la certeza del tiempo de la amistad, que es “lo de una vez”. 

También el tiempo de la madurez, que se vuelve casa, trabajo, sentirse a cargo. 

Y el de la ancianidad, que lo rememora todo y se complace en volver a vivir para agradecer y bendecir.

Cada etapa de la vida es única y guarda en sí algo irrepetible: siempre somos niños en la espontaneidad de nuestros sentimientos más básicos, siempre somos jóvenes en el rincón más lindo de nuestros sueños, siempre somos padres, aunque hayamos pasado ya a ser abuelos. Y en el Señor podemos ir y venir por el reino de sus tiempos, rezando con lo mejor de cada uno, pidiendo con prevención intercesora, reparando con arrepentimiento sincero, ofreciendo y aprendiendo como buenos discípulos que aprovechan la hora.

En la fiesta de Cristo Rey, podemos quedarnos un rato contemplando a Jesús rey del tiempo, que se encarnó para vivir como servidor su tiempo limitado: 

Contemplarlo como rey herido, 

como rey atado de manos, 

como rey coronado de espinas, 

como rey discutido y cuestionado por Pilatos, 

como rey rechazado por su pueblo, 

reinando en la paciencia de la pasión.

Lo miramos como rey del tiempo vivido “sin saber la hora”, teniendo que estar atento a discernirla (y a adelantarla a pedido de María). 

Lo contemplamos recordando a su padre David, que ya había sido ungido y coronado en secreto, y era rey sin ejercer poder ni recibir honra. 

Jesús, un rey que reina desde adentro del tiempo, modelándolo con su paciencia y con su mansa humildad. 

¿Cómo se es rey de algo que uno no puede dominar? 

Solo amando y sirviendo. Esa sería la lección de hoy. 

El Señor es rey de un tiempo humano que ama hasta sus últimos segundos, 

de un tiempo que recibe enteramente de manos de su Padre, 

atento a la hora, 

sin controlarlo ni poder prever lo que sucederá, 

aunque sepa que habrá pasión y resurrección. 

El Señor no es como esos ajedrecistas que a la tercera jugada ya prevén cómo seguirá la partida y en cierto momento, resuelven abandonar porque ya saben que el otro les ha ganado. Nada de eso: Jesús juega hasta el último instante con un amor abierto al Padre y al corazón de los hombres. Nada está dicho hasta que todo se cumple. A último momento se convierte el buen ladrón, Juan se lleva a nuestra Señora a su casa (y a la nuestra), Judas se suicida y Pedro llora arrepentido, y la Magdalena espera más allá de toda esperanza… 

Nada está ya dicho y como Pablo, podemos decir:  

“Habiendo  sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús, yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que  está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3, 9-14).

Confiado en Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén” (Ef 3, 16-21).

Porque sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio… El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Nada de eso. En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 28 ss).

Diego Fares sj.

Nuestro tiempo está en las manos del Padre, cuenta con la cercanía de Jesús y navega bajo el soplo del Espíritu (33 B 2021

(Después de salir del templo, fueron al monte de los Olivos y habiendo llegado, Jesús, se sentó mirando a lo lejos, hacia el templo. Pedro especialmente, pero también Santiago, Juan y Andrés, le preguntaban: Dinos ¿cuándo será el fin, y cuál la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?…) …Y Jesús comenzó a decirles: -En aquellos días, después de la tribulación  el sol se entenebrecerá y la luna no dará su esplendor, las estrellas irán cayendo del cielo y las fuerzas que están en los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes, con gran poder y gloria. El enviará a los ángeles y congregará a sus elegidos desde los cuatro vientos desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprendan esta parábola, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, dense cuenta que está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie las conoce,  ni los ángeles del cielo ni el Hijo, nadie sino el Padre (Mc 13, 24-32).

Contemplación

“Es la hora la que nos posee, no nosotros los que la poseemos a ella” (Hans Urs von Balthasar).

Estamos tan inmersos en el curso de los acontecimientos que no percibimos cuánto cambia nuestra vida a cada instante. Planificamos las cosas y éstas siguen cierto ordenamiento y marchan según disponemos, pero basta a veces un acontecimiento inesperado (como el Covid 19), para que cambie totalmente nuestra vida. Es esta la condición más profunda, la más propia quizás de nuestro ser creaturas: no somos dueños del tiempo. 

Esta verdad, viene de la mano de otra: Nuestro Padre Creador es quien tiene en sus manos el tiempo, nuestro tiempo. 

Mis días, mis años, mis horas, vienen de sus manos,  están en sus manos, van hacia ellas. 

Así como el comienzo de mi vida no provino de mí, sino de su Amor que me soñó y  me dio la dicha de existir –sus dedos “me tejieron en el seno de mi madre”  dice el Salmo 139)-, así también el día de mi muerte será dejarme caer en sus brazos diciendo, como Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). 

Y entre tanto, cada uno de mis días, cada etapa de mi vida, cada instante de mis horas, puedo vivirlo como un don que viene de las manos del Padre y como una ofrenda  que pongo en ellas. Es nuestro Padre el que me regala mis días, orienta mis planes según los suyos (escribiendo muchas veces derecho sobre mis renglones torcidos), el que cuida que haya pan en mi mesa y amor en mi corazón (si estoy dispuesto a perdonar y a dejarme perdonar por su Misericordia infinita) en medio de las tribulaciones y alegrías de cada día.

Un “detalle” (si se puede llamar detalle) significativo: Jesús manifiesta a sus amigos, inquietos por conocer las señales del fin de los tiempos, que ni siquiera Él sabe la hora. Comparte así lo más humano del hombre: también Él debe discernir “la hora” y estar atento al Espíritu, que lo conduce para que cumpla la Voluntad del Padre. Yo pienso que compartiendo esta condición de “no saber” cuándo será el fin del tiempo, Jesús se convierte para nosotros en un compañero de camino junto con el cual podemos discernir la voluntad del Padre en cada situación concreta. Jesús no es un maestro de costumbres morales, es el Maestro del tiempo, pero no de “todo el tiempo” sino del tiempo en sus momentos. Con Jesús, escuchando sus Palabras (que no pasan) cada momento se convierte en un momento de gracia, en un momento propicio para acercarnos al que está herido al costado del camino, en un momento de gracia para hacer un acto de Fe en Él y “tirar las redes”, en un momento para realizar alguna de las obras de misericordia en las que el Señor siempre estuvo ocupado.

El Señor ha hecho las cosas de tal manera que, no importa cuánto dure o cuando termine nuestro tiempo, Él estará con nosotros: “todos los días, hasta el fin del mundo”. El Señor nos ha asegurado su cercanía, como le gusta decir al Papa Francisco, su “estar”. Para ello inventó la Eucaristía, con la que lo podemos hacer presente en cualquier momento.

También nos ha asegurado que “estará” en el juicio final, y que nos reconocerá si lo supimos reconocer a él en los pobres que, en cualquier momento, nos salieron al encuentro pidiéndonos ayuda.

Y siempre tenemos el consuelo de que Él “ya estuvo”. Él ya vino. A esto no hay con qué darle. Tenemos sus huellas. Tenemos a sus testigos. Que Alguien como Él haya existido en este planeta tierra, ya solo por eso, vale la pena ser hombres. Nuestra esperanza no es una esperanza cualquiera, es la esperanza de que vuelva el mismo Jesús que conocimos. 

Nuestro tiempo, finalmente, impulsa las velas de nuestra barca gracias al Viento del Espíritu. “

El Espíritu sopla donde quiere, y nosotros oímos su voz pero no sabemos de dónde viene ni adonde va” (Jn 3, 8). Pero sí sabemos que, cuando se lo pedimos humilde e insistentemente en nuestra oración de cada día, el Espíritu hace que las Palabras de Jesús “no pasen”, sino que se actualicen e iluminen cada momento.

El Espíritu nos recuerda las Palabras de Jesús y las vuelve reales, concretas, vivibles. 

Todo pasa, menos ellas, las benditas palabras de Jesús.

Cada una de sus palabras: las pronunciadas de camino, sobre semillas y pajaritos del cielo, sobre brotes de higueras y lirios del campo;

las solemnes, anunciadas en alta voz a las multitudes que lo oían embelesadas,

las íntimas, conversadas a media voz en sus noches de barca o en la pieza alta del cenáculo… 

las no dichas, que se volvieron imágenes imborrables en los ojos de los que lo contemplaron: brillante como el sol, transfigurado, 

o tan herido y lastimado, dándose entero en la Cruz, 

o al verlo, por fin, resucitado…

Sus palabras no pasan. 

Es más, ellas son las que hacen que todo pase…, en el sentido de que “acontezca”: 

Las Palabras de Jesús son vida, son palabras que crean lo que dicen, que hacen aparecer, que consolidan y alimentan, palabras que dan ánimo, luz, que ponen en camino y llenan de esperanza. Sus palabras pacifican, abren ojos, destapan oídos, enternecen corazones, absuelven culpas, fortalecen manos. 

Sus palabras son más reales que las cosas más reales, 

y más increíbles que lo más increíble. 

Y precisamente por eso, porque son lo que ningún oído oyó ni pensó siquiera que pudiera escuchar, por eso mismo son las más de fiar, las que tienen credibilidad. 

La Palabra del Señor –el evangelio entero, con el antiguo Testamento incluido- es el ámbito razonable, de esa razón amplia y cordial- que permite entender la vida, orientarla, edificarla, explicarla, anunciarla…

Las palabras del Señor son capaces de crear mundos, de establecer vínculos, de pasarse de boca en boca y de corazón a corazón de padres a hijos, de hacer que una comunidad viva mil años en torno a una palabra suya. 

Son palabras que permiten iluminar y dar sentido a épocas enteras, hermanar hombres y mujeres a través de todos los tiempos y en la diferencia de culturas y mentalidades diversísimas.

Las palabras humanas pasan, se desgastan. Hay palabras, consignas, ideologías que parecen definitivas y de golpe, un cambio de paradigma, y dejan de tener sentido, se vuelve viejas, sin capacidad de iluminar.

Las palabras de Jesús en cambio, en diálogo con todas las demás –con las intimísimas de cada corazón y con las comunísimas de cada cultura- siempre están vigentes, siempre tienen la virtud de renovarlo todo –el amor y el sentido- si dos o tres las eligen y se ponen de acuerdo para ponerlas en práctica, si un corazón se anima a hacerles sitio en su contemplación.

Diego Fares sj

La alegría del amor (32 B 202) 

Jesús enseñaba a la multitud: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad.» 

Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. 

Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 38-44).

Contemplación

            En Marcos, luego del mandamiento del amor, no está la parábola del Buen Samaritano. Pero sí está en cambio esta hermosísima parábola-real de la mujer viuda que echa sus dos moneditas en la alcancía del Templo (imagino que trabajaba por horas y eran lo que había cobrado para comprar algo para comer entre un trabajo y otro) bajo la mirada atenta de Jesús, que la elige como conclusión y corona de toda su enseñanza sobre el Amor. Lo lindo que tiene es que Jesús no inventa una bella historia para ilustrar sus palabras, sino que le basta sentarse un rato en un rinconcito del templo, donde nadie lo ve, para encontrar enseguida uno de esos pequeños gestos que el pueblo sencillo realiza cotidianamente con gran amor. 

Llama ahí nomás a sus discípulos, como diciendo, miren que el amor del que les hablo ya está activo en medio de nuestro pueblo; no les estoy dando imperativos éticos ideales, de esos de los que todos teorizan, pero pocos cumplen, que sirven sólo para quejarse de lo mediocre que es la humanidad y para culparse porque nadie es tan generoso. Todo lo contrario, les muestro que, así como hay muchos que dan para hacerse ver, hay muchos más que se dan enteros porque gozan con esta plenitud del amor, que no tiene otro premio mayor que él mismo.

El marco en que el Señor nos habla del amor conserva, como en el evangelio anterior, un aspecto más estético. Jesús advierte contra el espíritu de los escribas, contra su vedettismo. ¿De qué hay que cuidarse? De que a uno le empiece a gustar más figurar que amar. O, expresado de manera contraria, hay que cuidarse de que a uno le disguste y le preocupen más cuestiones de figuración que cuestiones de amor. Que nuestros temas de conversación dejen de ser cómo y cuánto estamos amando y que pasen a ser “lo que este dijo de aquel”, a quién le dieron importancia y a quién no, si se fijaron, si figuré…. vedettismos, en suma.

Notamos que el marco de la enseñanza sobre el amor es estético. Aunque es cierto que el aspecto ético es inseparable y que Jesús critica que los escribas “devoren los bienes de las viudas y finjan hacer largas oraciones”, pero lo que destaca aquí como amenaza contra el amor es una cuestión de vanidad y de buen gusto. Es verdad que es un problema de inequidad que haya tanta codicia, injusticia y robo. Pero la levadura agria de todo esto está en un error de mal gusto. En que a uno le guste más estar en el centro y comparar reconocimientos externos -el vedettismo-, que amar dándose entero. 

Por eso elige Jesús como ejemplo a esta mujer que da sus moneditas y con ellas todo lo que poseía para vivir aquel día o aquella mañana. Jesús destaca el don, pero el don totalmente ocupado en darse y no en otra cosa. La mujer ni se enteró de que Jesús la estaba mirando, (aunque sí habrá experimentado la mirada del Padre que ve en lo secreto y que recompensa en lo secreto). Recompensa, sí, pero convengamos en que el Padre recompensa no con una aprobación externa, sino haciendo sentir a alguien que puede actuar de manera perfecta, igualándose a su Padre, que se da entero y goza con este darse gratuita y plenamente. Jesús destaca el gusto que saborea el que posee este secreto del amor.

Me viene al corazón un ejemplo lindo que vivimos hace tiempo en un concierto para la Casa de la Bondad que organizó Manos Abiertas. Lo resumo primero en una actitud: la Camerata Bariloche entró y salió sin decir una palabra. Ni siquiera hablaron entre ellos. Fue la maravilla de las manos. Y me pareció la parábola musical más hermosa de lo que podría ser nuestro trabajo de servicio por los más humildes: un trabajo en el que sólo hablaran las manos.

Me extiendo ahora un poco, porque vale le pena hacer memoria agradecida y, aquí sí, poner más palabras. Hace unos años, mil personas participamos del Concierto que la Camerata Bariloche brindó a beneficio de la Casa de la Bondad. Demás está decir que fue un placer escucharlos y una alegría reconfortante sentir el trabajo de tanta gente de Manos Abiertas que lo organizó durante meses en silencio, y el apoyo de tantos amigos que concurrieron. En medio del concierto, mientras la música se adueñaba de nuestras almas, me concentré en contemplar las manos de los músicos. La verdad es que disfruté de la maravilla de las manos. Manos enérgicas apretando las cuerdas de violines, violas y contrabajo, manos suaves acariciando con los arcos las cuerdas y el clavecín, manos ágiles pulsando las llaves del oboe y los pistones de las trompetas. Entre los músicos reinó un silencio de palabras que fue absoluto: no dijeron una sola palabra, ni al público ni entre ellos, desde que entraron hasta que se fueron. Sólo miradas de entendimiento y gestos acordados. Todo su lenguaje fue música, el de la música de Mozart, de Vivaldi, de Bach, de Piazzola… Música a la que, para hacer hablar, tuvieron que callar ellos.

Y no solo callar ellos, sino que nos fueron acallando también a nosotros. Con indulgencia aceptaron los aplausos que les dábamos a destiempo, cada vez que hacían la pausa de ese silencio que es tan música como el sonido, entre un movimiento y otro de la pieza que se interpreta. Saludaban explícitamente al final, con gestos bien elegidos para que el público se diera cuenta de cuándo hay que aplaudir y cuándo no. Creo que todos percibimos el intento de incorporarnos a su riguroso servicio de la música en plenitud, pero no pudimos ordenarnos de manera tal que todos aplaudiéramos al mismo tiempo. Siempre hay algún entusiasta que desentona y algunos que, inadvertidamente, se dejan llevar por unos instantes.

Imagino que tanto silencio en escena a ellos les llevará mucho diálogo en los ensayos. Y también discusiones, planeamientos, corrección de errores, autocrítica… 

Pero han logrado un grupo en el que no hay vedettismos. Yo que no conocía los nombres de los integrantes supuse quién era el que dirigía, porque veía a uno que estaba al último de la fila, no en el centro, y que iniciaba las piezas con un gesto más enérgico y que daba lugar al protagonismo de los demás, de acuerdo a lo que había que tocar. Lo supe ya casi con certeza, cuando en cierto momento, junto con otra violinista, ejecutaron las piezas más difíciles. Y lo confirmé cuando en el entreacto miré el programa y vi que su nombre figuraba siguiendo a la frase “arreglos de…”. Es decir: la que mandaba era la música y dirigía el que mejor podía ayudar a que todos a su ejecución, de acuerdo a la partitura y a las posibilidades y méritos de cada uno. 

La gracia que se me ocurrió pedir en ese momento fue la de que, en nuestro servicio a los pobres, fuéramos logrando el mismo antivedettismo que esplendía en ese silencio de la Camerata en el que sólo hablaran nuestras manos. Aclaro que no todo en la música es así. Hay música de grandes orquestas en las que se destaca el Director, hay grupos y solistas en los que el vedettismo es alimentado, e incluso es parte necesaria del espectáculo y de la diversión. En la Camerata en cambio es la música que elijen tocar la que les impone su estilo. Se siente que el trabajo de despojo individual y de parquedad de expresiones se debe a que la música que eligen es la más sublime que ha producido la humanidad. 

Así también nosotros: para ejecutar las obras de misericordia tal como las escribió Jesús, para que alumbre la alegría de las bienaventuranzas tal como él las concibió, se requiere un arduo trabajo de despojo de todo vedettismo y capricho individual, al servicio de un Amor que debe ser puesto en práctica en común. Es la sublimidad del Amor que se nos regala para que amemos (el del Señor, no el nuestro) el que impone actitudes de especial antivedettismo.

En la partitura del Espíritu cada carisma, cada sentimiento, cada palabra, cada acción, está ordenada al Bien Común, con el mismo rigor con que cada nota y cada movimiento de una partitura musical están ordenados a la obra entera. 

Por eso rompen la armonía no solo los que desafinan, sino también los que tocan más fuerte que los demás, o a destiempo, e incluso, me animo a decir, los que con sus virtudes afinan tanto que hacen parecer desafinados a los demás!

Pablo les decía a los Efesios que una de las amenazas contra la unidad de la Iglesia provenía de la riqueza misma de carismas que el Espíritu derrama entre los cristianos y que no todos comprenden que son carismas esencialmente ordenados al bien común (aunque sean únicos y muy especiales): “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida del don de Cristo: a unos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros…” y toda esta diversidad es “para capacitar a los santos en las funciones de servicio para la edificación del Cuerpo de Cristo (Ef 4, 7-12).

La complejidad del mundo requiere diversidad de dones y el Espíritu da todos los dones necesarios para captar a todos los hombres, y los da articuladamente, para el bien común, sino no daría tantos dones. Y por eso la unidad de la Iglesia en su rica diversidad requiere coordinación, jerarquía. Una jerarquía al servicio de la caridad, en la que el más grande es el que sirve a todos. Pero jerarquía al fin. Porque la tentación es la de que las jerarquías sean para el poder y la fama. Nada de eso: la jerarquía del servicio, la jerarquía del amor que ordena en paz el servicio, es más rigurosa que la del poder. Lo cual no quita que sea misericordiosa, alegre, dialogal, participativa, como la de la música.

Por eso pedía que, así como en la música el amor es puro don de los sonidos en los que se nos da una obra entera, en nuestro trabajo de justicia y caridad, así nuestro amor sea puro don de gestos concretos, en los cuales demos nuestro corazón entero ajustándonos al sentido de un Amor mayor, que incluye todo y a todos dentro del Plan de Amor de Dios. 

Volvemos aquí a la viuda del evangelio, a la que no hemos dejado olvidada. El tintineo de sus dos moneditas de cobre al caer sobre el oro y la plata de las monedas grandes resonó como una melodía celestial -afinadísima- en el oído atento de Jesús. El Señor reconoció en esas dos notas la música de su Amor interpretada a la perfección por un alma sencilla y anónima del pueblo fiel de Dios. El Espíritu que pronto Él efundiría en plenitud ya estaba aleteando en los corazones de la gente de su tierra. 

La mujer quizás ni supo que fue puesta como ejemplo. Tampoco le interesaría, preocupada como estaba por dar su limosna entera y por requerir del Padre una ayuda igual de entera, ya que se ve que su vida se jugaba entera a cada instante. 

Los aplausos le estaban tan demás como los que nosotros les brindábamos a la Camerata a destiempo. Es que el Señor quiere que aprendamos, no de él tan solo, sino de la gente más humilde que nos rodea, que el gozo del amor está en darse entero, de la misma manera en que el gozo de la música está en ejecutarla entera. El aplauso es un agregado. Vale si se lo vive también como una música de respuesta agradecida con la que un grupo se une para agradecer enteramente al que los deleitó. El marco del amor que nos predica el Señor es, pues, estético en el sentido de una estética que se oculta porque está concentrada en poder hacer don de sí en plenitud. 

Cuando uno tiene la gracia de darse en plenitud, el aplauso molesta. Y, paradójicamente, la crítica causa alegría, como dicen las bienaventuranzas. Podría ser este el termómetro para ver si nos estamos dando enteros: si nos preocupa que se nos tenga en cuenta, si nos aflige que no nos reconozcan y nos deprime una crítica o ser dejados de lado, es que no estamos gozando del darnos enteros, estamos en el ámbito del vedettismo comparativo, con el aplausómetro prendido, y no en el ámbito de una camerata que está gozando de su música ni en el de la viuda que está dando con todo amor y entrega sus dos moneditas. Ámbito de la mirada del Padre que ve en lo secreto y recompensa en lo secreto, porque es el Padre “que ama al que da con alegría”, como dice Pablo:

“Cada cual dé según el dictamen de su corazón,

no de mala gana ni forzado, pues:

Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9, 7).

Diego Fares s.j.