
Y cuando salía Jesús al camino, uno lo corrió y arrodillándose ante él le rogaba: Maestro bueno, dime: ¿qué he de hacer para tener derecho a heredar la Vida eterna?
Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Conoces los mandamientos: No mates, no adulteres, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre.
El, respondiendo dijo: Maestro, todas estas cosas las he practicado y guardado desde chico.
Jesús mirándolo a los ojos, lo amó (egapesen), y le dijo: Te falta una cosa, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, así poseerás un tesoro en el cielo. Luego vuelve acá y sígueme.
El, se quedó frunciendo el ceño a estas palabras, se marchó malhumorado, porque era una persona que tenía muchas posesiones.
Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos:
¡Cuán difícilmente los que posean riquezas entrarán en el Reino de Dios!
Los discípulos se asombraban al oírle decir estas palabras.
Pero Jesús, tomando de nuevo la palabra, insistió:
¡Hijos, cuán difícil es que los que tienen puesta su confianza en las riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de Dios.
Los discípulos se pasmaban más y más y se decían unos a otros: Entonces ¿quién podrá salvarse?
Jesús, mirándolos a los ojos, les dice:
Para los hombres, imposible; pero no para Dios, pues todas las cosas son posibles para Dios.
Pedro se puso a decirle: Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo: Yo les aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna.
Pero muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros. (Mc 10, 17-31)
Contemplación
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Los ojos de Jesús
Nos centramos un rato en la mirada de amor de Jesús al joven rico.
Se ve que Marcos pescó algo especial en ella, porque dice: “Jesús mirándolo a los ojos, lo amó (egapesen), y le dijo: una cosa te falta…”. Imagino que Jesús siempre miraba con amor, pero aquí el evangelio es explícito y quiere hacer notar que ésta fue una mirada especial, de esas que el Señor tiene cuando elige, cuando quiere a uno o a una sólo para sí.
Podríamos dejarnos llevar un poco por la idea de que el Señor se entusiasmó con este joven, que puso lo mejor de sí en la mirada y en la respuesta… y que falló!
¿Nos animamos a decir que a Jesús le falló una vocación? ¿Que el Señor se jugó y le salió mal? Por el suspiro y la triple alusión a lo difícil que les resulta seguirlo a los que tienen muchas posesiones, se percibe cierta ‘desilusión’ en Jesús e incluso algo de fastidio. Jesús se asombra cuando ve gente con una gran fe y este asombro que lo lleva a repetir “qué difícil” dos veces, es como la contracara: el Señor se maravilla de que alguien rechace una propuesta tan increíble como la que le hizo al joven rico. El Señor constata amargamente que el Dios dinero es poderoso y le da mucha pena que le robe estas ovejitas para las cuales tenía reservado algo lindo.
De todas maneras, aunque previó que quizás fracasaba, lo que me gusta del Señor es que se jugó por este joven rico; que lo miró como sólo Él sabe mirar.
San Juan de la Cruz dice que “el mirar de Dios es amar”. Jesús lo miró y lo amó, lo miró con esa mirada que a uno se lo lleva a donde sea y para siempre.
Teresa de Jesús nos dice: «Solo te pido que lo mires y que te dejes mirar por El”. Ella, que cuenta cómo “una vez que vio la mirada de Jesús -su belleza en esa mirada- se sintió sanada interiormente”. Es que «la mirada de Dios limpia, embellece y agracia.
Pero el joven le esquivó la mirada. Le puso cara, decimos nosotros. Le frunció el ceño a sus palabras y se puso mal. No se agarró de la mirada de Jesús sino que sus palabras le llevaron a mirar sus posesiones –que eran muchas- y se le perdieron los ojos y los deseos en muchas direcciones.
Hay quien daría la vida por una mirada así de Jesús, y éste no la advirtió.
Decía Teresita: “Mi Bien Amado, tu pequeño gorrioncito siempre permanecerá con los ojos fijos en ti; es que él quiere vivir fascinado por tu mirada divina”.
¿Se fijaron que hay veces en que uno no mira a los ojos a las personas? Cuando discute o cuando trata un tema, a veces uno no mira a los ojos del otro, sino a lo que se está diciendo: a las proyecciones, a las consecuencias de lo que cada uno dice… Pues bien, este joven no se dio cuenta de que Jesús lo estaba mirando a los ojos. No se dio cuenta de que el Señor había abierto la ventana de sus ojos, que le estaba regalando una transfiguración personal. ¡Si se hubiera detenido un momento hubiera entrevisto, en esos ojos, los Ojos del Padre que lo miraban!
Pienso también que el Señor debía velar siempre un poco su mirada. Graduándola, quiero decir, a la medida del que tenía enfrente. Para no andar creando descalabros, digo. Ya que su mirada capaz de crear universos podía traspasar y derretir, quemar y encender, hacer resucitar y fulminar…
Los sencillos se daban cuenta de los destellos de los ojos de Jesús.
A veces uno piensa cómo es que el Señor convocaba a la gente, por qué la gente dejaba todo y se iba tras él, por qué salía corriendo a buscarlo, como este joven. Y pienso que es que el Señor pasaba mirando.
Pasaba mirando a cada uno y esa mirada ponía en pie a la gente, hacía salir de sí a los ensimismados. Aún a los que no lo veían. El Señor pasaba mirando y los corazones sentían que eran mirados. Unos versículos más adelante, en este mismo capítulo 10, Marcos hará notar que hasta un ciego como el de Jericó, fue capaz de captar el amor de la mirada de Jesús, que mirándolo, le hizo abrir los ojos y seguirlo por el camino.
La gente veía algo en los ojos de Jesús y era eso lo que los movía a actuar. El brillo especial de la misericordia en la mirada de Jesús bastaba para hacer surgir un grito pidiendo ayuda: ¡Señor, ten compasión de mí! La mirada de Jesús suscitaba cosas, ponía en movimiento corazones, influía en la gente.
A Natanael le bastó saber que Jesús lo había visto debajo de la higuera para confesarlo como Dios verdadero.
Y ¿qué habrá visto la pecadora en la mirada que seguramente le regaló Jesús al pasar, para sentirse así de conmovida y no poder resistir el deseo de ir a perfumarle los pies a casa del fariseo?
La mirada de Jesús no solo era receptiva –al punto de conocer los pensamientos de la gente- sino creadora. El amor se crea con miradas, crea más amor con la mirada. Y un amor como el de Jesús –tan sincero, tan incondicional, tan bueno y amigable- era capaz de crear lazos con solo mirar.
A Simón, lo miró una vez y le creó un nombre nuevo que se transmite en herencia y en el que nos apoyamos todos: Pedro.
A María, su Madre, con una mirada en la Cruz –la última mirada del Señor- la hizo Madre de todos nosotros.
Bueno, esa mirada fue la que no pudo ver, o no quiso ver, el joven rico.
Eso sí, recordemos que, como dice el Papa Francisco, Jesús nos mira “a cada uno”. El Señor no mira solo la multitud, sino que su mirada a la gente identifica perfectamente a cada uno y tiene una mirada especial para cada uno. Esa es la mirada que anhelamos y deseamos, la mirada de Aquel a cuya imagen hemos sido creados y que tiene para cada uno de nosotros una gracia, un perdón y una misión.
Diego Fares s.j.