
Jesús salió de allí y vino a su pueblo y sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga y los más de los que lo escuchaban estaban estupefactos y shoqueados y decían: -¿De dónde (saca) este estas cosas? y ¿qué es la sabiduría esta que le ha sido dada? ¿y estos milagros que por sus manos se realizan? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, y el hermano de Jacob y de José y de Judas y de Simón? ¿Y no se hallan sus hermanas aquí entre nosotros? Y se escandalizaban de él.
Jesús les dijo: – No hay profeta desprestigiado si no es en su patria y entre sus parientes y en su casa. Y no podía obrar milagro alguno, salvo que, a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos, los curó. Él se admiraba de su incredulidad. Y recorría las aldeas en torno enseñando (Marcos 6, 1-6).
Contemplación
“El se admiraba de su incredulidad”, nos dice Marcos. Jesús se admira y proverbializa lo que siente: “Un profeta sólo es desprestigiado en su tierra”. Así como lo admira la fe, al Señor lo admira también la falta de fe. Suele pasar. Cuando a uno lo sorprende algo causándole admiración también se admira si ve que a otros esto no les suscita el mismo sentimiento.
La admiración nos saca de nosotros mismos, de nuestros esquemas mentales habituales, nos “extasía”, nos hace “mirar más allá”. La admiración es un indicador de realidad: percibimos la realidad de lo otro o de los otros. Por eso, ver que a otro no “lo saca de sus esquemas” nos causa también admiración. ¿Cómo es que el otro puede “meter en sus esquemas viejos” lo que nosotros vemos como nuevo?
Admirarse es algo muy humano y totalmente personal. Podríamos definir a una persona a partir de “lo que la admira” (y lo que no). En ese sentido decimos que la admiración es algo fundamentalmente positivo, en cuanto que enraíza en lo más propio de cada persona. Allí donde uno tiene su percepción más alta de la realidad y de lo que es valioso. En eso que uno “no espera que suceda pero que quisiera que suceda”. En eso que uno dice: si viera algo así o si pasara tal cosa, eso sí me admiraría.
También sucede que, a veces, uno mismo se sorprende de lo que le admira, porque descubre aspectos de su personalidad que no conocía del todo (y esta apertura es más humana todavía).
La admiración se sitúa, pues, en el lugar de frontera entre lo que uno ha visto y lo que es capaz de ver, si se da.
Ahora, si miramos a Jesús desde nuestra imagen común de lo que debería ser un “dios” podríamos pensar: Si Él es Dios, ¿hay algo de lo que pueda admirarse, algo “nuevo” para Él que conoce todo?
Pues bien, el evangelio no hace caso a las imágenes estereotipadas de Dios y nos dice sencillamente que Jesús se admiraba de esta falta de fe. Nos dice también que la fe de los extranjeros, de la Cananea, del Centurión, le despertaba admiración.
Comparando admiraciones, diría que a nosotros en general, no nos admira la falta de fe. Nos admira un poco la fe, pero enseguida la metemos en algún esquema sicológico que nos permite poner distancia del fenómeno. Respetamos la fe de la gente, pero no nos admira. Y la falta de fe del mundo actual nos parece bastante natural.
Llegado a este punto, me surge una clave de interpretación evangélica. Así como Jesús hacía milagros para “despertar la fe”, para aumentarla y fortalecerla, cuando “muestra sus sentimientos de manera expresa”, como aquí, también lo hace para evangelizar, para despertar y fortalecer nuestra fe. Lo dice explícitamente cuando va a resucitar a Lázaro, le dice al Padre que Él sabe que siempre lo escucha pero que pronuncia en público su oración “por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11, 42).
Al mostrar su admiración, entonces, el Señor se nos acerca. El no es uno que se las sabe todas, sino uno que se abre a la sorpresa y a la novedad de la vida.
Ser cristiano, por tanto, no es sabérselas todas, sino ser capaz de admirarse de las maravillas del Padre, de las cosas que Dios hace nuevas cada día.
Ser como Jesús, tener los sentimientos de Jesús, como dice Pablo, no es andar “ya sabiendo” lo que va a pasar, sino al revés, “andar no sabiendo” porque confiamos en un Dios que nos sorprenderá. No hay nada peor que esa actitud del “yo ya sabía”, ese vicio de andar “constatando predicciones nefastas”, que se auto-cumplen para el profeta de calamidades, que vive encerrado en su propia historieta, pero no para aquellos que viven la historia de Salvación de Dios.
¡Jesús es capaz de admiración! ¡Qué admirable! ¡Yo lo puedo sorprender! Lo puedo alegrar con algún gesto mío de confianza, más allá de lo esperado: “Señor, hoy te voy a sorprender, sorprendiéndome a mí mismo”. Este era el discurso de todos los pequeñitos que se acercaban a pedirle algo más allá de las expectativas comunes. Y verdaderamente sorprendían al Señor, que les quedaba agradecido, en medio de lo aburrido de este mundo tan predecible de las convenciones humanas, por animarse a sacar lo mejor de sí y de Él -esas virtudes sanadoras que la fe hacía brotar a raudales de su interior-.
Una de las cosas más tristes de nuestro mundo actual –empalagado de estadísticas hechas por algoritmos- es que ya casi nada nos sorprende (¡excepto la tecnología, que es tan predecible!). Y esta falta de capacidad de admiración es el atentado mayor a la dignidad del corazón humano. Negarnos la admiración es negarnos nuestra dignidad de ser libres y de que la vida tenga final abierto.
“¿De dónde éste estas cosas?” es la frase que -por su negatividad- le admira a Jesús. Le admira que los suyos no se abran a creer que de alguien normal pueda salir algo bueno y maravilloso. Le admira que en el fondo se valoren tan poco a sí mismos que no crean que Jesús pueda salir de Nazareth, que el más grande sea uno de ellos.
El Señor se admira para que nos admiremos de nuestra falta de fe.
¿Cómo puede ser que no crea más?
¿Cómo es posible que, si contemplo la maravilla de mi vida con todo lo que el Señor me ha dado, no me maraville más, no espere cosas mejores para adelante, no confíe en que él me ama y me quiere llenar de su gracia más allá de lo que me atrevería a esperar?
¿Cómo puede ser que no confíe más en Jesús, en que Él ha hecho las cosas bien en mi vida y me va llevando de su mano, según su sabiduría?
¿Cómo puede ser que otros saquen más milagros de su corazón, disponible para dar, y hasta de la orla de su manto, y yo me quede encerrado en mis cavilaciones?
¿Cómo puede ser que otros pidan perdón de pecados iguales o mayores que los míos y yo no tenga confianza en que Él me perdona de verdad?
¿Cómo puede ser que Él, que hace milagros en la vida de tanta gente de todo tipo y condición, no pueda hacerlos más en mi vida (¿y que yo no reconozca los que de todas maneras hace, a pesar mío, en el secreto de su misericordia?).
La pregunta: “¿De dónde éste estas cosas?” es en el fondo, una pregunta autorreferencial. Lo que están diciendo los paisanos del Señor es “¿Cómo nosotros no notamos nada antes?”. Es querer ganarle a Dios y no alegrarse de que Dios nos gane.
Hay gente que ante cualquier cosa que sucede –especialmente si es algo digno de atención-, primero piensa cómo queda ella y luego piensa en lo demás y en los demás.
Por eso, la evangelización de Jesús va por el lado del “salir de sí”, del no ser auto-referencial”. Él, que podría serlo, según una imagen estándar de Dios, no lo es. Jesús muestra que el sentimiento más humano –la admiración- es también el más divino. Que Dios mismo está abierto a admirarse de lo que hacen sus creaturas libres. Como un padre se admira de sus hijos, aunque los conozca. Es que la admiración es propia del amor. No admirarse es no querer amar. Admirarse aún de lo que uno conoce mucho es amar mucho, es valorar mucho.
Así, muy sencillamente, podríamos decir que, al admirarse en público, con solo mostrar sencillamente ese sentimiento, Jesús cura nuestra incredulidad (la del que desee curarse). Frente a todo el escepticismo del mundo postmoderno, la respuesta de Jesús es “admirarse de ese escepticismo”. Él mira los argumentos de nuestra cultura y expresa un: ¿Cómo es posible que no tengan fe? Cómo es posible que, con todos los adelantos de la ciencia, que nos muestran lo inagotable y maravilloso del universo y del ser humano, no nos abramos al misterio de la fe que nos hace adorar al Creador. Un Creador que, aunque sepa en el fondo de su corazón que yo voy a volver a Él, siempre tendrá un brillo de admiración en sus ojos cada vez que esto ocurre de verdad. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Es que donde no hay admiración no puede haber alegría. Y viceversa.
Decía José Luis Martín Descalzo: “Yo tengo que confesar que a mí me encanta casi todo, me asombra casi todo. No hay autor que lea en el que no encuentre cosas aprovechables, me entusiasma cualquier música que supere los límites de la dignidad, me admiran cientos y millares de personas. Creo que el día que la muerte me llegue, lo que voy a sentir es no haber llegado a saborear ni la milésima parte de las maravillas de todos los estilos que en mi vida merodean. Además, lo bueno del asombro es que no se acaba nunca. Lo que sorprende, te sorprende una sola vez. A la segunda ya no es sorprendente. Pero el asombro crece en todo lo bueno. Yo diría que cuanto más estudio y analizo una cosa hermosa, más me asombra, lo mismo que cuando saco agua de un pozo tanto más fresca me sale cuanto más hondo meto el caldero” (Quien se asombra reinará, en “Razones para la alegría”).
Diego Fares sj