Un Dios que habla con los pequeñitos de su pueblo y tiene con ellos «coloquios de misericordia» (13 B 2021)

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: – «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva.» Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. 

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: – «Con sólo tocar su manto quedaré curada.» Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. 

Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: – «¿Quién tocó mi manto?» Sus discípulos le dijeron: – «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. 

Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: – «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad.» Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: – «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: – «No temas, basta que creas.» Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: – «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme.» Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo:- «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer” (Marcos 5, 21-43).

Contemplación

Contemplamos a Jesús que “se da vuelta” cuando la mujer enferma toca el borde de su manto y a Jesús que “se inclina” para dar la mano a la niña y hacer que se levante. 

Los hechos exteriores, la curación de la hemorroisa y la resurrección o despertar de la hija de Jairo, son solo una cara del mundo interior de esta mujer y de este hombre que se relacionan íntimamente con Jesús. En medio de la multitud, la mujer se acerca a Jesús envuelta en sus pensamientos; Marcos nos dice que “sintió en su cuerpo que estaba curada”. Al mismo tiempo y de la misma manera el Señor “se dio cuenta de la fuerza que había salido de Él”. También Jairo va a Jesús movido por una corazonada: ¡Él puede curar a mi hijita! Y Jesús, cuando le anuncian a Jairo que su hija ya ha muerto, lo re-centra con firmeza en su moción primera: “No tengas miedo. Basta que creas”.  

En el mosaico del padre Rupnik, Jesús que se da vuelta nos mira a nosotros. Es verdad que pregunta por la persona que lo ha tocado, pero lo hace para llamar la atención de los discípulos (y la nuestra), porque con la mujer ya está interiormente comunicado. No se comunican a través de palabras, sino a través del fluir de la vida y el poder de sanación de la fe que es el vínculo de la más íntima unión entre las personas. 

En el mosaico en que pone en pie a la niña, Jesús está notoriamente “encurvado” y sus grandes ojos expresan tierna misericordia hacia la pequeñita. Es la culminación de toda la escena, del largo camino hasta la casa de Jairo quien le conmovió el corazón con su petición desgarradora: “Mi hijita se está muriendo, ven a imponerle las manos para que se sane y viva”. 

Como nota, recordamos que los mosaicos están en el Santuario de la Divina Misericordia, en Czestochova, Polonia, y nos hablan de la misericordia de Jesús , cuyo lenguaje interior hace que se comunique con los corazones necesitados de su misericordia. (https://www.centroaletti.com/opere/santuario-della-divina-misericordia-czestochowa-2018/).

Movido, pues, por la Misericordia, el Señor en camino por las calles del mundo “se detiene” y “se inclina” para escuchar a sus hijitas, para mirar a los ojos a las personas comunes que se le acercan y lo tocan, para darles la mano y ponerlas de pie, sanándolas y resucitándolas a una nueva vida. 

Es curioso que haya gente que afirma que Dios no habla, que permanece mudo ante los dramas del mundo. Será por que sólo conocen la manera de hablar de los medios… En el pasaje de Marcos, la conversación de Jesús con su pueblo es como un río caudaloso, como una fuente. Jesús va hablando con todos, escuchando, respondiendo, haciendo que todos se expresen, haciendo callar a los que dicen insensateces… Todo es comunicación de corazones en esta escena. Todo es Palabra: palabras movidas por la Misericordia, que Jesús estimula a que sean dichas; y palabras movidas por otros sentimientos (timidez de la mujer, desesperación de Jairo, superficialidades de la multitud) que el Señor acalla. ¡Si algo hace nuestro Dios en este mundo – si algo no cesan nunca de realizar nuestro Padre, Jesús y nuestro Espíritu Santo- es dialogar! 

Estos dos iconos del Señor los podemos renombrar como Iconos del diálogo: uno, el icono de Jesús en medio de la multitud mientras va de camino a una empresa dramática y urgente, que se detiene para dialogar con un alma pequeñita pero llena de fe como la de esta mujer debilitada, que hablaba para sí diciéndose que le bastaría con solo tocarle el manto; el otro, el icono de Jesús interpelado por la fe de un padre desesperado a quien sostiene y confirma, para que las palabras que el Padre le ha inspirado en el corazón y que lo han llevado a acercarse a su Hijo no se vean contaminadas por ningún otro discurso mentiroso y de mal espíritu. 

El diálogo de Jesús con la mujer enferma, a la que el Señor saca de su anonimato y la hace hablar dando testimonio de su fe en público, es un diálogo que se había iniciado hacía mucho: doce años han pasado desde que se enfermó. No había comenzado, seguramente siendo un diálogo directo con Dios. La mujer había estado buscando respuestas a su mal en boca de numerosos médicos y se había ido gastando todos sus bienes en tratamientos sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Pero en cierto momento “oyó hablar de Jesús” y algo en su interior “cuajó”: todas las palabras que se había dicho a sí misma (se ve que era una mujer que hablaba mucho consigo misma y reflexionaba en su interior) y que le habían dicho los demás se concentraron en una sola frase: “Con solo tocar su manto quedaré curada”. Se trata de una frase final: de una frase que es fruto, no semilla. La semilla debe haber sido alguna palabra de Jesús que la llevó a sentir algo así como: “¿Y si Jesús fuera la respuesta a todas mis angustias?”. 

Jairo se ve que también “había oído hablar de Jesús”. Pero su diálogo interior habría girado en torno a las cosas que se decían de sus enfrentamientos con los fariseos. Un diálogo en torno a las “opiniones de Jesús” sobre la ley y sobre las discusiones del momento. Pero cuando de la noche a la mañana se le enferma de muerte su hijita, la semilla de fe en Jesús que había sido sembrada en su interior, germina y madura de un tirón y lo lleva a salir corriendo a interpelar al Maestro en medio de una jornada de enseñanza a la gente. 

Cómo madura la semilla de la Palabra en el interior de cada uno, no lo sabemos. Es algo personal. El punto es que estas dos personas estuvieron atentos a esa Palabra interior y hablaron con ella, le dieron entidad, la escucharon y la pusieron en práctica, esto fue lo que resultó de “hablar” con ella (de rezar). La mujer tocó efectivamente el manto de Jesús; Jairo se lo trajo al Señor a su casa, sin escuchar a nadie más. Ambos se liberaron del mundo de “lo que se dice” y se jugaron por su propio y personalísimo diálogo interior, al que el Señor respondió inmediatamente y de manera asombrosa. Tenemos así a dos personas comunes que se convierten en modelo del diálogo que Jesús viene a instaurar en medio del mundo, de un mundo de habladurías, de fake-news y de “para qué molestar al Maestro”. 

Un detalle que se nota al contemplar juntos los dos iconos es que la mujer y Jesús tienen la misma “curvatura”. Como si el Señor, al curarla a ella hubiera tomado sobre sí su inclinación hacia Él, que le hizo brotar de su corazón esa “virtud” sanadora y la aprovechara para inclinarse hacia la niña con la misma actitud para despertarla y ponerla de pie. 

La misericordia habla, dialoga, comunica. Lo hace con sentimientos y afectos interiores -conmoverse, estremecerse – y movimientos exteriores -detenerse, acercarse, inclinarse-; con gestos -volverse a mirar, escuchar con atención, dar la mano-, con miradas, con silencios y palabras – “No tengas miedo. Basta que tengas fe”-; “Levántate”, no te quedes caído-. 

Jairo y la hemorroísa son parte de esa muchedumbre de personas que conversan con Jesús y tienen con él esos “Coloquios de misericordia” como les llama San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales (EE 61). Si uno quiere hablar con Dios, si uno desea rezar y no sabe bien cómo, si a uno le gustaría sentirse escuchado y recibir alguna palabra especial de Dios para él, basta con que busque en su corazón algún “tema” personal, que tenga que ver con la misericordia. Que, como Jairo, le hable a Jesús como le salga de alguna “hijita enferma” (todos tenemos tantas personas queridas afectadas por la pandemia en este momento); que, como la hemorroisa, le toque discretamente el manto al Señor de manera que sin darse cuenta surja de Él alguna fuerza que toque de lleno esas heridas por las que uno sangra. 

Eso sí, no se trata de iniciar un diálogo sobre un tema puntual, que el Señor resolvería con una curación y luego, cada uno por su lado. Iniciar un diálogo de Misericordia con Jesús es iniciar esa conversación que ya nunca terminará, que irá incluyendo a todos, uno por uno -a todos los hombres y a todo el hombre-, que siempre tendrá “tema”, como pasa con las charlas con los amigos; que se irá profundizando a medida que nuestro corazón se va volviendo más parecido al de nuestro Padre Misericordioso, a medida que conversamos con su Hijo, con afectos, gestos, silencios y palabras. No hay que perder tiempo opinando o hablando de otros temas. Se puede hablar de todo, pero la conversación de base, la que da inicio al diálogo y lo va profundizando, siempre tiene que girar en torno a la Misericordia. Si juzgo a alguien, persona, institución, país, el juicio último debe ser de misericordia (sin excluir otros juicios, este se debe sumar, para que no se amargue el pensamiento con raíces venenosas). Si reflexiono para tratar de comprender, situaciones, actitudes, comportamientos, cosas que pasan, la misericordia debe ser la última clave; sin ella no se entiende nada ni a nadie. Señor, yo y cada uno de nosotros, nuestro mundo, toda la gente y también nuestra hermana madre tierra, estamos necesitados de tu misericordia. Ven a imponernos las manos, deja que toquemos la orla de tu manto. 

Diego Fares sj

Nosotros sabemos, Padre, cuánto te importa (12 B 2021)

Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la gente, se llevaron a Jesús en la barca, tal como estaba, aunque había otras barcas con él. Se desató una fuerte tempestad. Las olas entraban en la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús dormía sobre el cabezal en la popa. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que perezcamos?». Jesús se levantó, mandó al viento y ordenó al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!». El viento cesó y sobrevino una gran calma. Luego les dijo: «¿Por qué son tan cobardes y timoratos? ¿Aún no tienen fe?». Y llenos de gran temor se preguntaban unos a otros: «¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Marcos 4, 35-41).

Contemplación

La primera frase que toma forma en mi interior al escuchar este evangelio dice algo así: “Jesús calmó aquella tormenta, pero no se ve que calme las nuestras”. Le respondo desde el evangelio, teniendo en cuenta el contexto en que el Señor realizó ese gesto único de Señorío sobre las fuerzas de la naturaleza. Acababa de comparar su Reino con un granito de mostaza y, de manera coherente con la parábola de la semilla que crece por sí sola, el Señor se había tirado a descansar en el cabezal de la barca y se había quedado dormido. De golpe lo despiertan y ejerce este acto de soberanía que abre una puerta distinta a la comprensión del Reino. Los discípulos, que venían rumiando acerca de la paciencia que se requiere para que de fruto la semilla del Reino, se espantan ante esta muestra de poder (única, insisto) y se preguntan “quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?”.

La reflexión que hago es que el camino del grano que muere para dar fruto es un camino elegido por el Señor, un camino que Él, el Padre y el Espíritu han discernido, por decirlo así, como el mejor para implantar su Reino, no usando el otro camino, el de imponerlo con su poder cosa que, como se ve en esta escena, el Señor podría haber realizado “encarando” la realidad y pronunciando en alta voz algunas de sus Palabras poderosas. Aquí es “¡Calla! ¡Enmudece!”. Con Lázaro, hundido en las aguas de la muerte, serán: “Lázaro ¡Sal fuera!”. A Pilato, Jesús le dirá que podría haber simplemente llamado a sus ángeles para que vinieran a liberarlo. 

El camino largo que elige el Señor para implantar su Reino en medio de la historia es un camino elegido, no trágicamente inevitable. La cruz y la muerte son, ciertamente, el cuello de botella en el que a veces se nos “atraganta” la fe y no podemos rezar. Cuando la vida “nos pega” por todos lados y es “tormenta”, cuando sentimos que nos hundimos, que nos golpean bajo la línea de flotación y que nos ahogamos, como les sucede a los discípulos en este evangelio, la cruz se revela como el punto decisivo, en el que nos jugamos el todo por el todo: o la abrazamos o le escapamos (y dejamos que la cargue otro). Pero, aunque es el punto de inflexión en todo proceso, el Reino no es solo Cruz, sino vida, pasión y cruz, muerte y resurrección, en la que la vida da fruto, el ciento por uno. 

Miramos las personas

Miramos al Señor profundamente dormido, apoyado sobre el cabezal. Debía estar rendido para que no lo haya despertado el primer zarandeo de las olas y el agua que entraba. 

Miramos a los discípulos agitados, dándose que hacer: amarran las velas, sacan el agua con baldes, toman los remos… Seguramente de tanto en tanto miran al Señor y se cruzan miradas entre ellos… ¿Cómo puede ser que no se despierte? 

La imagen de Jesús durmiendo sobre el cabezal de la pequeña barca, en medio de esa tormenta que tanto agita el corazón de sus amigos, puede ser una buena imagen de nuestro tiempo, en que la tormenta silenciosa de la pandemia nos pega por todos lados y a todo nivel: de salud, económico, relacional, psicológico y espiritual. Tan agitados todos, peleando a brazo partido para que no se nos hundan nuestras pequeñas barcas: la barca donde navega la familia de cada uno, la barca del trabajo apostólico en nuestras obras y comunidades, la barca grande de cada nación y la del mundo entero… La impresión que nos sobreviene es la de estar remando solos, como decía una amiga contemplativa… ¡Y Jesús que duerme! 

Escuchamos lo que dicen.

Si contemplamos tratando de escuchar que es lo que dicen, llama la atención el cruce de reproches que estructura el diálogo. El reproche de los discípulos “¿No te importa?”, el reproche de Jesús “Por qué son tan cobardes ¿No tienen fe?” . 

El diálogo está cargado de emotividad y signos de admiración. Escuchemos a los discípulos cómo gritan “¡Maestro!”, mientras lo zamarrean para que se despierte. La frase “¿No te importa que nos vayamos a pique?” suena más a indignación  que a angustia. No pueden creer que no se despierte, que no haga nada…         

A veces pasa. En medio de una calamidad uno aparta la vista un instante del desastre y se interesa por la reacción personal de otro. ¡Cuánto encierra ese “no te importa”! ¡Qué nuestra que es esta exclamación! La escucharemos en medio de una agitación cotidiana en boca de Marta: “No te importa que mi hermana me deje sola con el servicio” (Lc 10, 40).

Es todo un tema este de qué le importa y qué no a Dios. Qué le importa quiere decir en qué se fija, qué cuida, de cuáles cosas se ocupa con solicitud y de cuáles no. Porque hay cosas que parece que no le importaran a nuestro Dios. Cosas que para nosotros son vitales y pareciera que para Él no. Y al igual que para Marta y para los discípulos a nosotros también nos resulta obvio que hay momentos en los que hay que meterse a ayudar, a dar una mano. Uno no puede quedarse charlando o durmiendo como si no pasara nada. Hay cosas que merecen nuestra agitación e indignación: ya se trate de tormentas grandes o de cosas de la vida cotidiana.

Mechando una reflexión, confieso que me gusta la espontaneidad de estos amigos del Señor que se atreven a reclamarle, a reprocharle a viva voz… Obtienen una respuesta. Aunque los sobrepase más allá de toda expectativa y los llene de espanto al verlo encarar la tempestad y calmarla. En cambio, me dan miedo mis reproches velados, resignados:  los: “Ya se que no te importa” o “Sí, te debe importar, pero ya se lo que me vas a decir y no creo que vayas a cambiar nada”. Y, sin embargo, si uno logra mirar la vida con más perspectiva evangélica ¡es tanto lo que el Señor cambia! Si uno mira su historia ve cómo hay palabras que fueron sembradas como un granito de mostaza y hoy son un árbol en el que sostenemos a tanta gente. Y palabras que terminan siendo la única que uno quiere escuchar y pronunciar, como cuando uno sufre y solo tolera abrazarse a la Cruz del Señor y nada más. 

En todo caso es vital para cada persona y para cada comunidad tener claro “qué le importa”, a uno y al Señor. 

¿Qué cosas me importan más? ¿Qué cosas cuido y me ocupo de que salgan bien, de que esté lindas, de que se hagan a tiempo, con buena onda?

¿Me importan más las personas que las cosas? ¿Qué me importa de las personas: su amistad, su fidelidad, ¿o su eficiencia y utilidad?

¿Por qué me juego, en qué gasto con gusto la vida?

¿Qué valores no negocio? 

¿De qué estoy dispuesto a arrepentirme y/o a perdonar siempre?

¿A qué puedo renunciar…, si hace falta? 

Digo tener claro en el sentido de «estar siempre clarificando» qué nos importa verdaderamente, porque cuando vienen las tormentas, de pronto resulta que no a todos nos importaba lo mismo. Y mientras uno se puso a remar, otro se borró; y mientras uno le suplica a Jesús que se despierte, otro se pone a reprochar cosas a los demás. 

Vamos ahora al Señor. ¿Qué le importa al Señor? Se destaca entonces la primera frase: «Crucemos a la otra orilla». La tormenta en la que se metieron no es una tormenta más, sino una tormenta que a uno lo agarra por “cruzar a la otra orilla”, por “remar mar adentro”, por ser “una Iglesia en salida”, como dice Francisco. El Señor los mete (y se mete con ellos) en esa situación. Entonces, todo lo que pasa debe ser leído “en clave apostólica, en clave evangélica”, lo que equivale a decir: como una enseñanza práctica, de vida, que el Señor nos da en medio de la misión a la que Él nos ha enviado.

¿Qué les reprocha a sus amigos con su pedagogía de educarlos mientras van en la barca, en medio de una tormenta? Les reprocha que todavía no tienen fe:  «¿Por qué son tan timoratos? ¿Cómo, todavía (después de tanto tiempo conmigo) no tienen fe?». 

Timoratos es “cobardes”, pero cobardes en la fe. 

Es decir, no se trata de no tener miedo a una tormenta, sino de “no dudar de que a Jesús le importe”; no se trata de no asustarse, sino de no confiar en que “para Él todo es posible”; no se trata de no sufrir cuando sentimos que nos ha dejado remando solos, sino de hacer allí un acto de fe y de entrega: “pase lo que pase, me pondo en tus manos y nadie ni nada que me pase me separará de tu amor”. 

Eso es lo que le importa al Señor: que sus discípulos se vayan haciendo valientes en la fe. Y la fe crece “haciendo actos de fe” como decía mi padre que le había enseñado un padre espiritual.  Actos de fe en las situaciones límite, allí donde el proceso se encuentra con el cuello de botella de la cruz. Así y solo así uno se vuelve poco a poco más confiado, más audaz en su fe. 

Al Señor le preocupa que nuestra fe se quede tímida, que nos volvamos tímidos y apocados en la fe. Qué no pidamos en grande, que no creamos en grande, que no esperemos en grande.

Es de los pocos reproches que el Señor hace constantemente a sus amigos: “poca fe”. Poca en el sentido de “apocada”: de fe tímida, dubitosa, vacilante… 

Al Señor le gusta la fe entera, la que en la duda redobla la apuesta y se entrega. Como dice Pedro: “Arrojen en Dios todas sus preocupaciones (todo cuidado, toda solicitud, todo lo que les “importa”), ya que Él cuida de ustedes (1 Pe 5, 7).

Al Señor le gusta la fe fuerte: “No nos dio el Señor un Espíritu de timidez, sino de fortaleza” (2 Tm 1, 7).

Al Señor le gusta la fe de los amigos, no el temor de los esclavos: “No hemos recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor” propio de los esclavos, sino todo lo contrario: hemos recibido “un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!”. Ese Espíritu nos lleva a decir como Pablo: “Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 15 ss.). 

Nada de timidez para creer cuando vienen las tormentas. 

Cuánto más grande la tormenta, más grandes los actos de fe. 

Nada de una fe apocada y temerosa. Cuánto más se dimensiona la fuerza del mal y sus embates, más fuertemente nos adherimos a las palabras del evangelio: no teman, tengan fe.

No se trata, como vemos, de menospreciar las tormentas, no se trata de hacernos los valientes. Se trata de adherirnos más plenamente a Jesús cuando las tormentas nos sobrepasan. Se trata de agrandar la confianza en Jesús de manera tal que siempre lo sintamos por encima de todo y dominando toda tormenta, exterior o interior. 

Valentía de la fe en el poder del Señor, no en el nuestro. 

¡Sí que le importa a Jesús que perezcamos! 

¡Cómo le vamos a decir justo a Él que no le importamos! 

A Él que en su pasión estaba más preocupado por el corazón de los suyos que por él mismo: «No se turbe su corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). Recuerden que “todo es posible para Dios ( Mc 10,27), que “todo es posible para el que cree (Mc 9,20).

¿Cómo le vamos a hacer este reproche a nuestro Padre, que no quiere que se pierda ni uno solo de sus pequeñitos? A nuestro Padre que “siempre está”, que no cae un pajarito a tierra sin que Él esté.

El “no te importa”, ese grito angustiado de hijos está asumido por Jesús en el Padre nuestro: allí nos enseñó a rezar con confianza de hijos, en esa petición que dice “Padre, líbranos del mal”.

Cuando el Señor dice “líbranos del mal” no se trata de un mal genérico, sino del mal tal como lo pone el evangelio: el mal que puede arrebatarnos la fe, el mal que puede hacernos perder la Vida eterna, el mal que puede endurecernos el corazón con la ley y quitarnos amor de hijos, humildad de pecadores, el mal que puede llevarnos a no perdonar, a no creer, a no esperar… 

El Padre nuestro es la oración del “Nosotros sabemos, Padre, ¡cuánto te importa! Es la oración que nos enseñó tu Hijo, que vino a responder a esa insidia del demonio de que a Dios no le importa.

Por eso, cuando la vida nos “pega” de todos lados… nos dirigimos con Jesús al Padre y le pedimos juntos: líbranos del mal. Pedimos no solo para que mejoren las condiciones meteorológicas (o pandémicas) de la vida, sino también y principalmente para recibir la gracia de esa fe que nos permite comprender la enseñanza de Jesús en medio de la tormenta. Esa enseñanza práctica dada en el momento justo, que nos permite aprender existencialmente lo que significa creer e interactuar libremente con Él y que nos hace crecer en el amor en medio, y no a pesar, de todo lo que sucede, tal como es, lo bueno y lo malo. 

La fe crece en las cruces, aprovechando el momento de cruz para mirar a Jesús y recibir su enseñanza (que más que palabras es el testimonio del crucificado). Aprovechar las tormentas, aprovechar las cruces -lo que sale mal, los dolores, las angustias de cada problema, la enfermedad, la impotencia…-, para recibir esa palabra o ese gesto de Jesús, que ilumina distinto lo que pasa y nos hace sentir en sus manos, cómo está conduciendo todo el proceso de nuestra vida y el de toda la humanidad.  Nuestra vida, por ser vida que le dimos a Él y que nos llevó a “cruzar a la otra orilla” de nuestro egoísmo para servir a los demás, es la que nos lleva a esa pasión y a esa muerte que solo Jesús puede convertir en resurrección. Una resurrección que es en primer lugar puro don para los demás.

Diego Fares sj

Sembrar Reino, cosechar Reino (11 B 2021)

En aquel tiempo decía también Jesús a la gente…
Sucede con el reino de Dios como con un labrador que hecha semilla en la tierra; duerma o se
levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto
automáticamente: primero los tallitos de hierba, luego la espiga, después el trigo pleno en la espiga y
cuando el fruto está a punto se mete la hoz porque ha llegado la siega.
Decía también: ¿a qué compararemos el reino de Dios o con qué parábola lo expresaremos? Con el
reino sucede como con un grano de mostazas que cuando se siembra en la tierra es más pequeño que
cualquier semilla que se siembra en la tierra, pero una vez sembrado crece y se hace mayor que todas
las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra.
Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, acomodándose a su capacidad de
entender y no les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo
cuando estaban entre ellos (Mc 4, 26-33).

Contemplación

Sucede con el Reino de Dios como sucede con un hombre que siembra y que, cuando llega el momento, cosecha. El Reino, como la semilla, crece por sí solo. Pero se necesita uno que siembre y que coseche.

Es decir: se nos ha regalado algo valioso, una semilla que da fruto. Nos toca discernir cuándo y en qué terreno sembrarla y estar atentos al tiempo de la cosecha.

A qué se opone esta imagen del labrador que interactúa con la semilla y hace alianza con la tierra? Diría que este labrador es lo contrario de un mero consumidor. Es una persona que trabaja y que hace su parte. Sus expectativas son humildes y reales: conoce qué semilla ha sembrado y cuál será el fruto que cosechará. Si lo que ha sembrado es un granito de mostaza, se sorprenderá al ver cómo crece tanto la planta y cómo los pajaritos hacen en ella nido, pero sabe que cosechará mostaza.

Para nosotros, el fruto del trabajo, es el dinero. El dinero que nos permite comprar cualquier otro “fruto” que deseemos. Pero esta relación no sirve para comprender cómo funciona el Reino. En el Reino el Señor multiplica los frutos de la semilla concreta que sembramos, no hay ninguna “moneda” abstracta que se meta en medio. Es importante comprender bien este mecanismo, esta dinámica que Jesús pone como analogía de lo que sucede con su Reino. Sembramos misericordia, cosechamos misericordia (centuplicada). Pero se trata siempre y solo de misericordia. No es que cosechemos alguna “moneda” que se pueda intercambiar con cualquier cosa. No es que si sembrás misericordia cosecharás riquezas, como quieren las teologías de la prosperidad. O tendrás un seguro contra las desgracias y las enfermedades. El que es misericordioso obtendrá misericordia. Al que perdona los pecados y repara lo que otros dañan, se le perdonarán sus pecados y el Señor reparará lo que él no logre hacer del todo bien.

Si sembrás oración, cosecharás oración. Una oración más sólida y perseverante, más inclusiva y sincera, pero siempre oración. No es que si rezás Dios te dará otros “productos”. La oración no es una moneda. Es en primer lugar gratuita adoración y generosa intercesión por los demás, que te pone necesariamente en la fila de los que necesitan, como uno más. No te da privilegios, salvo el de ir rezando más de corazón cada día y de ir haciendo más íntima y comprometida tu relación con el Señor, que te permite colaborar más conscientemente con Él en su plan de salvación.

Si sembrás la Palabra de Dios, enseñando el catecismo, predicando el evangelio y dando testimonio de los frutos de esa Palabra cuando la encarnás en tu vida, cosecharás que Jesús mismo te “explique todo” personalmente y te haga crecer en tu capacidad de interpretar la vida a la luz de las parábolas y no a la luz de las ideologías de moda.

Si sembrás tu semilla -la del carisma que el Espíritu te da de manera especial a vos- cosecharás el poder apreciar las semillas-carismas que el Espíritu le da a los demás y te convertirás cada día más en una persona colaborativa con los demás, todo lo contrario del individualista multitasking que cree poder ser autosuficiente.

Bueno, el fruto de las parábolas de hoy, ha ido por este lado: el de caer en la cuenta de cómo el paradigma individualista, consumista y monetarizado en el que pensamos y nos movemos no nos ayuda a comprender la dinámica de la comparación que hace Jesús. Quizás es esto lo que no nos permite “ver” las semillas del Reino que el Espíritu nos regala abundantemente para que sembremos y a no gustar los frutos de esa cosecha abundante que nos rodea en la Iglesia gracias a lo que sembraron y siembran tantos hermanos y hermanas nuestras que tienen una imagen más sencilla de sí mismos, como los que vemos en las imágenes que compartimos en esta contemplación.

Si nos miramos como simples sembradores y cosechadores de las semillas y frutos concretos del Reino se nos aclararán muchas cosas de Jesús que ahora no vemos ni gustamos al vivir y actuar como consumidores dispersos de todos esos bienes, muchos tan insustanciales, con que nos distrae el mundo de hoy.

Diego Fares sj

Huésped (Corpus Christi B 2021)

El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: -¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?

El envió a dos de sus discípulos diciéndoles: – Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo y díganle al dueño de la casa donde entre: ‘El Maestro dice: ¿dónde está mi habitación de huesped, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?. El les mostrará una gran sala en el piso alto, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.

Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad,encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.

Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: -Tomen y coman, esto es mi Cuerpo. Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: -Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios” (Mc 14, 12-26).

Contemplación

Para contemplar el misterio de la Eucaristía, nos detenemos hoy en el lugar donde el Señor quiso celebrar la Ultima Cena. El piso alto de aquella hospedería nos indica algo muy especial acerca de cómo quiere quedarse el Señor entre nosotros: como un huésped!

El diálogo de Jesús y los discípulos comienza con la pregunta de estos por el lugar: “¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?”. Y el Señor les indica entonces un camino un tanto complicado para llegar al lugar de la Cena… que ya estaba preparado!

Esto llama la atención. Uno piensa: “Si Jesús ya lo tenía todo planeado, ¿por qué no los mandó directamente a la casa? ¿Por qué los hizo caminar siguiendo pistas, como si fuera una búsqueda del tesoro?”.

Creo que quería hacerlos experimentar el camino que Él había recorrido antes, siguiendo al hombre del cántaro hasta encontrar la hospedería en la que trabajaba. Una manera de hacerlos sentir huéspedes también a ellos. Lo cual tiene su importancia a la hora de celebrar a Jesús en la Eucaristía, en ese pan y ese vino en los que el Señor “se hospeda” para que lo podamos comer.

Me gusta pensar que Jesús había rezado y preparado largamente la última cena. Iba a ser su gesto definitivo: la manera de darse y de quedarse con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”.

El lugar era, pues, importante. Notamos que no eligió la casa de ninguno de los apóstoles ni la de algún amigo o conocido, sino un lugar distinto, al que los hizo llegar como si fueran forasteros que entran a un pueblo y siguen a uno que lleva un cántaro de agua, suponiendo que los conducirá a algún albergue.

Nos quedamos mirando y contemplando el lugar que el Señor eligió.

Dos palabras que suelen pasar desapercibidas, pueden ayudarnos a contemplar: “katalyma” – “aposento”- y “anagaion” – “piso alto”.

Jesús les encarga que le digan al dueño de casa: “donde está mi aposento”. La palabra que usa es “katalyma” que significa estancia o aposento y que propiamente es una “habitación para huéspedes”. Lucas es el otro que usa esta palabra cuando narra la peregrinación de José y María y dice que “no había lugar para ellos en el aposento u hospedería” (Lc 2, 17). También la usa cuando le critican a Jesús que haya ido a “hospedarse” en la casa de un pecador (en referencia al publicano Mateo) (Lc 19, 17).

Dejamos que resuene en nuestro corazón esta palabra tan querida para nosotros: “hospedería”, “habitación de húespedes”, “hogar de tránsito”.

Jesús no tenía casa propia, no tenía “donde reclinar la cabeza”. Para sus reuniones debía pedir prestada una casa. Por supuesto que tenía amigos, como Lázaro y sus hermanas, que lo hospedaban gustosos. También es cierto que en esta ocasión Jesús hace notar su Señorío: el mensaje que les da a los discípulos es el de un Señor. Habla de “” aposento. Pero el lugar que elige y el modo como los hace llegar a él, hablan de un lugar ajeno.

La otra palabra es “gran sala en el piso superior” (ana-gaion), que literalmente sería “sobre piso”.

Jesús celebra la Eucaristía en una sala grande, en el piso alto de una hospedería! Como si dijéramos en El Hogar de San José o en la Hospedería Padre Hurtado: esos lugares son El Hogar de Cristo!

Podemos imaginar que el Señor nos manda decir: “¿Donde está dentro tuyo ese lugar grande donde quiero que me hospedes para que comamos juntos, para que te pueda dar mi Cuerpo y mi Sangre?”.

Ese es nuestro lugar íntimo y secreto donde se complace en habitar la Trinidad Santa: el Padre, Jesús y el Dulce Huésped del alma, el Espíritu Santo.

Imaginamos ahora nuestro interior con una habitación grande para huéspedes.

Así como para nacer el Señor se hubiera conformado con esa hospedería humilde de Belén y ni siquiera en ella encontró lugar, para celebrar la fiesta de la Alianza con los hombres elige y prepara él mismo un lugar de paso. Quiere ser “huesped”.

La imagen del huesped habla de libertad. Tanto el que hospeda como el huésped comparten un espacio íntimo sin que sea definitivo.

Y los permisos que uno pide para disponer de algo o para ir al baño…, los gestos de cortesía que se usan, suponen una valoración muy linda de lo que significa compartir la intimidad sin adueñarse de ella.

Hospedar y hospedarse implica un ritual de ofrecimiento y de agradecimiento. Uno, como huésped, tiene que pedir permiso y es lindo tener que pedirlo y que el otro refuerce explícitamente la gratuidad y la amplitud de su ofrecimiento: “Sentite como en tu casa” decimos. Por eso esta es una imagen llena de profundidad y de misterio para gustar la manera en que Jesús elige estar presente en nuestro interior.

Él, aunque es dueño, quiere ser huésped. En Emaús, el “forastero” (huésped, en latín, es forastero) hace ademán de seguir de largo y espera a que lo inviten: “quédate con nosotros, porque anochece…”

Esta imagen de huésped se aplica también al Espíritu: “Dulce huésped de nuestra alma”.

Al darnos su Cuerpo y su Sangre, el Señor se nos da de manera íntima y total y un don tan grande para darse y para ser recibido requiere esta distancia-cercana tan propia de la relación de hospitalidad.

El Señor no viene ni como dueño de casa que se instala ni como desconocido que alquila o viene a negociar algo. Viene como huésped. Y no es esta una imagen menor para la caridad. Como si dijéramos que sería mejor que viniera como Esposo o como hijo… Por el contrario: al huesped uno lo trata mejor incluso que a los de casa.

En la hospitalidad reina la libertad, condimentando cada gesto de dar y recibir como algo que se hace gratuitamente, sin que nunca se pierda este gusto por la gratuidad.

Es bueno en este punto que cada uno rememore sus experiencias de hospitalidad y las aplique a la Eucaristía y a la Palabra, de modo que cuando comulgamos y cuando leemos la Palabra “hospedemos” al Señor en nuestro interior. Cada vez de modo nuevo, hasta que sea Él a hospedarnos definitivamente en el hogar de la intimidad de Dios, en lo que llamamos Cielo.