El Espíritu se derrama en comunidad (Pentecostés B 2021)

Al atardecer del Domingo encontrándose los discípulos con las puertas cerradas por temor a los judíos, vino Jesús y se puso en medio de ellos y les dijo: La paz esté con ustedes. Mientras les decía esto les mostró sus manos y su costado.

Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.

Jesús les dijo de nuevo: la paz esté con ustedes. Como el Padre me envió a mí, Yo también los misiono a ustedes. Al decir esto sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen y serán retenidos a los que ustedes se los retengan (Jn 20, 19-23).

Contemplación

¿Qué valor está en juego en el texto?

Subrayamos el “recibir”. El Espíritu Santo es Don y la actitud ante El es de receptividad. Una receptividad comunitaria, no individualista.

Miramos a los discípulos: un grupo en crisis.

Los discípulos están encerrados. Tienen miedo a los judíos. Sin embargo, reciben a Jesús y se llenan de alegría.

Podemos decir que su “no-receptividad” tiene un carácter especial: la dura realidad de la pasión y de la muerte del Señor los ha llevado a encerrarse en su dolor y en su miedo. Necesitan estar solos (no cada uno aislado, sino entre amigos, en familia). No quieren recibir visitas desagradables. Los anuncios de la resurrección son débiles. No terminan de cambiarles el ánimo. Están en una situación tal que sólo pueden y quieren recibir algo de Jesús, no de nadie más.

Es importante tener en cuenta esta situación porque El Señor elige precisamente ese momento para darles el Espíritu. A otros les ha salido al encuentro, individualmente, por el camino: a María Magdalena, a los de Emaús… Pero el Espíritu lo derrama sólo en la comunidad reunida: la comunidad que brota de haber vivido juntos y de haber padecido juntos.

No es un dato menor darnos cuenta que no se separaron. Bien podrían haberse formado dos o tres grupos: el de los “fidelísimos” -María, Juan, la Magdalena y algunas de las santas mujeres, que permanecieron al pie de la Cruz-; el de Pedro y los que lucharon por defender al Señor y trataron de acercarse, a pesar de sus miedos; el de los otros, que huyeron de entrada y no se jugaron…

De hecho, ya en esta reunión faltaba Tomás. Es decir: vemos a una comunidad en crisis, a punto de comenzar a disgregarse. Y sin embargo, todavía unidos: esperando que pase algo.

Algo que sólo puede hacer Jesús, en quien confiaron. Es este momento preciso el que Jesús elige para venir a ellos, para pacificarlos y darles el Espíritu.

¿Por qué -nos podemos preguntar-, esta espera que les hace sufrir el Señor?. Resucitó de madrugada, pero no los fue a ver. Esperó que María Magdalena fuera al sepulcro, que luego fueran Pedro y Juan…

¿Por qué se le apareció primero a la Magdalena y la envió con el anuncio “He visto al Señor y me ha dicho esto”? (En los otros evangelios la espera es más larga, porque los hace ir a Galilea!)

¿Por qué si ha resucitado no sale corriendo a buscarlos y reunirlos a todos sino que espera a que se haga tarde y recién va a su encuentro de nochecita?

Es verdad que en Juan la espera no es muy larga y Pentecostés acontece ese mismo domingo! Así como ya en la Cruz Juan ve la Gloria del Resucitado en los signos del agua y la sangre que brotan de su corazón traspasado.

Pero no deja de ser una espera.

Se me ocurren varias cosas, todas en torno a la actitud de “recibir”. Lo expresaría así: el Señor resucitado espera a ver quién lo va buscar al sepulcro. También está atento y busca a los que se alejan desilusionados y a Tomás que es bastante escéptico. Pero el Espíritu lo da a los que se juntan y se mantienen unidos –a pesar de haber tenido actitudes de distinta fidelidad- para esperarlo.

Quizás hay aquí una distinción que hace a la persona del Espíritu Santo.

Jesús entabla relaciones personales con cada uno, es más, pareciera que siempre su accionar está marcado por lo personal, por llamar a cada uno, por perdonar a este pecador y curar a este enfermo. Todo en el evangelio desemboca en situaciones personales: el diálogo con la samaritana, con Nicodemo… Las predicas y los milagros masivos encuentran luego su explicación en la pequeña comunidad. Jesús huye de las multitudes, desaparece apenas ha hecho un signo grande.

En cambio el Espíritu entabla relaciones con personas en comunidad. La unidad lo atrae; lo atrae irresistiblemente una Iglesa Sinodal. Es recibido comunitariamente, cuando dos o tres se reúnen en el Nombre de Jesús. Y produce inmediatamente frutos comunitarios: las conversiones de grandes grupos o de familias enteras, la misión que dispersa a los apóstoles y los dirige a todas partes del mundo.

Es como que para recibir al Espíritu hay que ser capaz de comunidad, de sinodalidad.

Es que el Espíritu es “Espíritu del Padre y del Hijo” y no se recibe si no hay por lo menos “dos o tres”, no se recibe si no hay comunidad que esté tratando de formarse o comunidad que desee misionar e incorporar a otros.

Así pues, la comunidad, la Iglesia, es algo decisivo a la hora de recibir el Espíritu.

El Espíritu es el que “termina”, el que completa la obra de Jesús:

Es el que redondea toda la verdad del Evangelio: “Todavía tengo muchas cosas que decirles pero ustedes no pueden comprenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, el los introducirá en toda la verdad”.

Es el que hace la unidad y expande la Iglesia.

Es el que en y a través de la Iglesia hace la Eucaristía y perdona los pecados, incorpora a los nuevos bautizados, une los matrimonios y hace perdurar el sacerdocio.

Nos quedamos reflexionando un rato sobre nuestras ganas de recibir este Espíritu común (del Padre y del Hijo y que nos hace ser Iglesia común, uno más en medio del pueblo de Dios, uno con todos –santos y pecadores-).

¿Estamos dispuestos a cuidar  (y a “aguantar”) la comunidad –como Iglesia universal, con toda su historia y estructura, con sus gracias y pecados y como Iglesia particular, con la gente concreta de la parroquia, del grupo, de la familia- para poder recibir así al Espíritu?

Pedimos la gracia a la Virgen, madre de la primera comunidad, que se mantuvo unida en torno a ella en Pentecostés, y madre de la Iglesia de todos los tiempos, que la siente como la “aguantadora cariñosa y esperanzada” de la unidad sinodal de todos sus hijos.

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