Jesús rey de paz (Domingo de Ramos B 2021)

Cuando se aproximaban a Jerusalén,

estando ya al pie del monte de los Olivos,

cerca de Betfagé y de Betania,

Jesús envió dos de sus discípulos diciéndoles:

-“Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, 

encontrarán un burrito atado,

sobre el cual ningún hombre se ha sentado hasta ahora.

Desátenlo y tráiganmelo.

Y si alguien les pregunta ‘¿por qué hacen eso?’

respóndanle: ‘El Señor tiene necesidad de él. Enseguida se los devolverá’”.

Ellos fueron y encontraron un burrito atado cerca de una puerta en la calle y lo desataron.

Y algunos de los que estaban allí les preguntaron:

– “¿Qué hacen desatando el burrito?”.

Y ellos respondieron como Jesús les había dicho y los dejaron hacer.

Entonces le llevaron el burrito a Jesús, le echaron encima sus mantos y Jesús se sentó en él. 

Mucha gente extendía sus mantos en el camino, y otros, ramas que cortaban en el campo.

Y tanto los que iban delante como los que seguían a Jesús gritaban:

– “Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor! 

Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! 

Hosanna en las alturas!” (Mc 11, 1-10).

Contemplación

Mientras la multitud canta y expresa su entusiasmo, cada uno a su manera, Jesús y el burrito parecen estar a la escucha en medio de la algarabía general. El Señor tiene alta la mirada, los ojos fijos en algún punto del cielo; el burrito, mira sin ver con su mirada mansa, atento a abrirse camino, tranco sobre tranco por el empedrado de la entrada a Jerusalén. Siente el peso del Señor y las indicaciones suaves de la soga que le sirve de rienda, atada a su cuello. Va sin bozal. 

El Señor se siente a sus anchas en medio de la gente; ha querido entrar en la Ciudad Santa como un Rey. Él, que se había escapado siempre de ese tipo de manifestaciones, como cuando lo querían hacer rey después de haber dado de comer a la multitud con los panes y peces multiplicados, acepta ahora la euforia y la exaltación del pueblo y se deja conducir en medio de la gente que lo aclama como enviado del Señor y glorifica al Altísimo. El pueblo siente que ha llegado -¡por fin!-  su Rey, Jesús, el profeta de Nazaret, y todos desde los más ancianos a los más pequeños, se sienten parte de su Reino: “Hosanna!

Bendito el que viene en el nombre del Señor!

¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David!

¡Hosanna en las alturas!”

“Nosotros sabemos quién es Jesús”, piensa uno y piensan todos. Por eso la   exaltación. Saben de su bondad, de sus milagros, han escuchado sus enseñanzas. Algunas de sus parábolas más conmovedoras, como la del hijo pródigo, corren de boca en boca. Saben también que Él les ha escapado a todos los intentos de proclamarlo Rey. Y ahora que ven que acepta complacido las alabanzas y las consignas, el entusiasmo crece y se desborda. Se ve que había estado contenido y bastó una chispa para encenderlo todo. ¡Jesús acepta ser su Rey! Lo hace a su manera, humilde, montado sobre un burrito…, pero se ve que acepta. Y por si quedara alguna duda, cuando uno de las autoridades intenta poner cordura y le dice que haga callar a sus discípulos, Jesús responde que “si ellos se callan gritarán hasta las piedras”. 

Juan hizo notar después que “al principio los discípulos no entendieron estas cosas” (que Jesús aceptara y en cierto sentido provocara esta proclamación popular de su realeza). Dice que lo entendieron después, cuando fue “glorificado”: “Se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de Él y vieron que así había sucedido”. Juan reflexiona partiendo de la gente. Los otros evangelistas parten de Jesús, hacen ver que  mandó a buscar el burrito y dio inicio, por decirlo así, a la procesión que se fue volviendo triunfal. Juan, en cambio, dice que: “Cuando la gran multitud que había llegado para la fiesta se enteró de que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a recibirlo gritando ‘¡Hosanna!’”. Y ahí fue que, “al encontrar un burro, Jesús se montó en él, según está escrito: ‘Hija de Sión, no temas; mira que viene tu rey, montado sobre un burrito’”. 

Por la perspectiva de Juan, pienso que no fue él uno de los “dos discípulos” a los que Jesús había enviado a buscar el burrito. La escena que cuentan los otros evangelistas es tan detallada que se ve que a estos discípulos les quedaron grabadas las palabras de Jesús con respecto a lo que tenían que decir si alguno les preguntaba qué estaban haciendo al ver que desataban el burro. Se ve que cada uno de los discípulos vivió estas cosas desde su perspectiva, en medio de la euforia general, y luego fue rearmando lo que pasó. De todas maneras, sea que Jesús planeó todo para entrar en el burrito y suscitar la adhesión de la gente o que la gente fue a su encuentro y él “encontró” un burrito y se montó, lo que vemos es un acontecimiento único, masivo, incontenible, que se fue gestando al unísono en los corazones de muchos y que Jesús condujo con una mansedumbre y un señorío dignos de un verdadero Rey. 

Nosotros, dos mil años después, sentimos y experimentamos aún los ecos de aquel acontecimiento en que se unieron el deseo del pueblo de tener un rey y el de Jesús de serlo. Persiste y renace el eco de aquella alianza, al buscar cada uno nuestros ramitos de olivos los Domingo de palmas, al agitarlos para que sean bendecidos y al llevarlos a nuestras casas en señal de paz. 

Jesús dice claramente que él es “un rey de paz”. Lo dice llorando al acercarse a la ciudad, como cuenta Lucas: “Si conocieras hoy lo que te trae la paz -le dice a Jerusalén- pero está oculto a tu mirada”. 

El deseo de los pueblos de tener un rey de paz es un deseo antiguo y profundo, que nos lo guardamos a la espera de que aparezca el elegido. A veces, los pueblos se entusiasman con alguno o son manipulados para que ese deseo aflore. Jesús nunca lo manipuló, sino que lo condujo prudentemente para hacerlo aflorar en un momento en todo su esplendor y luego sellarlo, no con una gloria externa, sino dando su vida en la Cruz. 

La lección tardaría en ser comprendida, pero a los que la comprenden, como les pasó después a los discípulos, a los que unen en su comprensión la entrada triunfal, la muerte en cruz y la resurrección humilde del Señor, esto les cambia para siempre el corazón. Jesús es rey: rey de paz, rey crucificado, que da la vida por su pueblo, rey glorioso que instala su reino humildemente en la vida cotidiana de quien lo acepta en la fe y lo honra con su servicio y seguimiento fiel.

En esos días todo en Jesús fue un actuar como rey. Rey de la familia que le presta el asna con su burrito, rey que desea higos y maldice a la higuera que no tenía fruto (aunque no era el tiempo), rey que acepta los cantos y homenajes que le brinda la gente y recibe en sí todas las proyecciones de los sueños del pueblo, que se adhieren a su persona y que serán luego transformados -desfigurados en la pasión y transfigurados en la resurrección-, rey que expulsa a los vendedores del templo y limpia el terreno para un renio que es solo de adoración al Padre, a quien Jesús da y nos enseña a dar toda lo que sea Gloria, sin reservarse nada para sí.

Esta exteriorización grande del poder de su realeza es parte de la misión precisa que Jesús tiene y lleva a cabo, que consiste en interiorizar su Reinado. El Señor hace sentir que él es un Rey todopoderoso, capaz de hacer bajar doce legiones de ángeles para que lo defiendan del poder de Roma, capaz de secar de raíz una higuera solo con su maldición, capaz de hacer que dos discípulos cualesquiera suyos desaten una burra y su pollino en casa ajena y baste que mencionen su nombre para que la gente mansamente los deje hacer… Y cuando este sentimiento se convierte en exaltación en la multitud que lo aclama, el Señor es capaz de despojarse de todo su poder y padecer todos los poderes, hasta los más abyectos, de los poderosos de turno, que se ceban con su persona y le infligen todo tipo de humillaciones hasta hacer intolerable la impotencia que sufre. Esto hace que se grabe en el corazón de la gente su mensaje de fondo: que él es un rey de amor. Solamente de amor. Y que nada ni nadie nos puede separar del amor de un rey así, como reconoce Pablo, admirado de todo lo que le toca padecer por Jesús y que esto no haga mella en su ánimo: “¡¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?!”, dirá admirado y como para sí. 

Todos sabemos que el amor tiene dos caras: que es omnipotente entre los que se aman y que es impotente allí donde uno no quiere amar. Jesús une en sí las dos experiencias, mostrándose rey en la escena del burrito, de la higuera y de los cantos de su gente; y luego mostrándose rey impotente bajo el poder de sus enemigos. Y pasando por ambas situaciones, de exaltación máxima y de máxima humillación, como quien pasa por un cernidor, al final lo que queda es el oro de su solo amor, sencillo y fecundo,  único valor que reina sobre todo lo demás. 

Jesús es rey: rey de amor que reina en paz y conduce a su pueblo con paciencia y mansedumbre, como al burrito de su entrada triunfal en Jerusalén. Dejémonos conducir así por Él, nuestro Rey.

Diego Fares sj

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