
Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,
y los condujo a ellos solos a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos.
Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,
como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.
Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,
y estaban conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús:
– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!
Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»
Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),
porque estaban fuera de sí por el terror.
Y se formó una nube ensombreciéndolos,
y vino una voz de la nube:
– «Este es mi Hijo predilecto, escúchenlo a Él.»
Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,
sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte,
Jesús les previno de no contar lo que habían visto,
hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.
Ellos guardaron la cosa para sí, y se preguntaban qué significaría
«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).
Contemplación
Algunos detalles para ayudar a contemplar del mosaico de Rupnik sobre la Transfiguración del Señor, que abarca toda la pared central del altar de la iglesia de San Giacomo y san Giovanni, en Milán.
La figura de Jesús transfigurado, con sus vestidos henchidos por el Espíritu Santo que los pone en movimiento, de un blanco lleno de matices, conformado por cientos de pequeños mosaicos que transparentan la divinidad del Maestro, ocupa un lugar que no es central, sino que está ligeramente desplazada a nuestra derecha, de manera tal que en el centro se vuelva visible en colores la relación entre la Mano extendida y generosa del Padre y el Amor del Espíritu Santo, que brota como un río rojo y va a parar al extremo del suelo, donde se ven las vendas, señaladas por el ángel, también blancas, de la resurrección. Es la relación de la santísima Trinidad lo que está en el centro de la transfiguración. Todo el mosaico está concebido como tres tiendas que se abren, una sobre la persona de Jesús, y otras dos, sobre los apóstoles.
Jesús sostiene en su mano izquierda, contra su corazón, el rollo con la Palabra de Dios, concentrando en sus manos la predilección del Padre que se derrama en el río rojo del Espíritu sobre su Hijo amado y sobre toda la creación.
Otro detalle lindo lo vemos en la figura de Pedro, sentado, a la izquierda de Jesús, descalzo en señal de que se siente a gusto -de que está en casa-, pidiéndole a Jesús que le permita levantar tres tiendas, porque es lindísimo estar ahí.
En Marcos, la escena pasa como en un abrir y cerrar de ojos. Dice que: “súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos”. Sin embargo, todo quedó perfectamente registrado en las pupilas y en los oídos de los testigos: el blanco de los vestidos de Jesús, la sombra del Espíritu, la voz del Padre señalándoles a su Hijo predilecto y diciéndole que lo escuchen.
A Pedro se le grabaron para siempre en el corazón las palabras del Padre sobre Jesús. Así nos lo comparte en su segunda Carta, como un padre que no se cansa de recordar a sus hijos aquel momento que le cambió la vida: “Por eso yo les recordaré siempre estas cosas, aunque ustedes ya las saben y están bien convencidos de la verdad que ahora poseen. Me parece justo que los mantenga despiertos, recordándoles esto mientras yo viva en esta tienda de campaña, porque sé que muy pronto tendré que dejarla, como me lo ha hecho saber nuestro Señor Jesucristo. Y haré todo lo posible para que, después de mi partida, ustedes se acuerden siempre de estas cosas. Porque no les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección». Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa” (2 Pe 1, 13-16).
“Es lindísimo estar aquí! Esas palabras que le salieron a Pedro del corazón, no de la mente, que estaba desconcertada por los sentimientos de terror que les suscitaba lo que estaban viendo, han quedado grabadas en la memoria de la Iglesia. La consolación de la transfiguración del Señor continúa consolándonos de generación en generación. Es como la consolación de nuestra Señora en el Magníficat, otro acontecimiento de gracia que sigue consolándonos a través del tiempo. Son gracias para todos y siguen siendo fuente de consuelo en medio de las pruebas de la vida.
Nuestra fe se fundamenta, como dice Pedro, no en “fábulas ingeniosamente inventadas”, sino en el testimonio ocular de estos testigos, que vieron con sus ojos la belleza de Jesús transfigurado: la belleza que salva al mundo, que sana los males, que alegra la vida.
En nuestro mundo muchas cosas se nos presentan para que las creamos. Y en muchos casos resulta difícil distinguir las fabulas de realidad, ya que las “fake-news” suelen estar ingeniosamente elaboradas.
Pero recordemos que cada uno elige en qué creer. Y que esta elección tiene que ver con los trabajos que cada uno esté dispuesto a hacer para verificar y discernir la verdad de aquello en lo que cree y a lo que es movido por otros a creer.
Pedro contrapone en su carta fábulas a testigos. Se ve que de la experiencia de la transfiguración sacó este criterio de fe y es lo que resalta a la hora de transmitir su evangelio.
Sabe que lo que dice puede ser considerado como parte de las “fábulas ingeniosas” y lo distingue de ellas con claridad, diciendo que el suyo es un testimonio ocular. Las fábulas son inventadas (ingeniosamente, eso sí; pero inventadas); el testimonio de los testigos, en cambio, es “ocular”.
En ambos casos, nuestra fe depende de otros. Pero hay diferencias.
¿Cómo distinguir testigos de fabuladores? Ese es el punto.
Se me ocurren algunos criterios.
El primer criterio, que no por obvio hay que dar por descontado, tiene que ver con la sed de verdad. Todos la tenemos, pero no todos la cultivamos con la misma tozudez y pasión. Si te gusta que te endulcen el oído, los fabuladores “se te transfigurarán” más a menudo que los testigos. Es notable cómo cuando uno sólo quiere escuchar lo que coincide con su manera de pensar, con lo que le gusta y le conviene, lo encuentra. Y así como los amantes de fábulas y los fabuladores se atraen entre sí, también se atraen los testigos oculares y los amantes de la realidad (aunque quizás a estos últimos les lleve mas tiempo).
Otro criterio para distinguir a los fabuladores de los testigos tiene que ver con el punto de vista. El que hace literatura busca ser fiel a su punto de vista, el testigo, busca ser fiel al punto de vista del otro.
En lo inventado, el que relata pone su ingenio y, por tanto, su pasión, cosas estas que son fruto de su personalidad. En lo testimoniado, en cambio, el testigo se concentra en transmitir lo que vio con sus ojos. Y cuanto más grande, increíble y deslumbrante es la realidad de lo que vio, menos le interesa influenciarnos a nosotros y más que sea esa misma realidad la que hable a través de su testimonio.
No estamos diciendo que la literatura sea mala o engañosa o puramente fantasiosa. Para nada. Una buena obra literaria, una fábula ingeniosa y bella, siempre nos pone en contacto con el misterio de la realidad. Pero lo logra al final de un proceso y nos deja ante un camino que otro recorre y que podemos gozar como espectadores, sin recorrerlo nosotros mismos. El testimonio, en cambio, nos interpela inmediatamente, nos hace sentir que la verdad que el otro nos anuncia requiere nuestra respuesta y compromiso. La fábula te invita a ser espectador, el testimonio te interpela a ser protagonista.
Decía Madeleine Delbrêl hablando acerca de su incansable trabajo de corrección de sus escritos, que ella no corregía para perfeccionar su trabajo y poder dejar algo sistemático y de conjunto, sino que su aspiración era que al final de su vida se fuera constituyendo como un dossier con diferentes aspectos de los temas que trataba y que le parecían esenciales, de manera tal que quien lo necesitase pudiera encontrar en ellos alguna nota que le hiciera bien y le ayudase. “Me parece, decía, el mejor medio de evitar caer cualquier día en la ‘literatura’, que considero el peor de los males” (15 de marzo, 1956).
El evangelio era para ella un libro del Señor vivo y para ser vivido, no solo leído. Un libro que le había “estallado” en el corazón y cuyas palabras eran para ser acogidas y no solo estudiadas. El evangelio era para ella un libro para ser testimoniado con el lenguaje silencioso de su propia vida, metida en medio de las barriadas obreras y marxistas de Ivry, un libro para ser profundizado allí, en medio de la vida diaria, gracias a su oración y su fe.
El Evangelio que Jesús tiene en su mano en el mosaico de Rupnik representa que Él es esa Palabra que se recibe y se transmite como testimonio y no como mera literatura.
Diego Fares sj