
(Inmediatamente al salir del agua, vio que los cielos se abrían, y que el Espíritu como paloma descendía sobre El y vino una voz de los cielos, que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido).
E inmediatamente, el Espíritu expulsó a Jesús al desierto.
Y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás;
y vivía entre las fieras y los ángeles lo servían.
Después que Juan fue entregado,
vino Jesús a Galilea y allí predicaba el Evangelio de Dios, y decía:
«Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios.
Conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1, 12-15).
Contemplación
El evangelio de hoy comienza con la palabra inmediatamente (euthus). En pocas frases llenas de riqueza y colorido evangélico, Marcos nos hace ver a Jesús lleno del Espíritu y movido por Él a la acción y a la lucha espiritual antes de comenzar, serenamente, a predicar.
En realidad, se trata de dos “inmediatamente”: el del Espíritu que desciende en forma de Paloma y el del mismo Espíritu que empuja a Jesús al desierto. Podemos afirmar que no se trata de acciones excepcionales, sino que toda acción del Espíritu Santo tiene este sello de la prontitud, del hacer que el que sigue su impulso actúe inmediatamente.
“Enseguida que fue bautizado el Espíritu expulsó a Jesús hacia el desierto”. Marcos no dice que el Espíritu lo llevo o lo condujo o lo acompañó, sino que lo expulsó. Es una palabra fuerte. Los evangelistas la usan para hacer ver el poder con que Jesús expulsa al mal espíritu de una persona.
La escena del bautismo y la de las tentaciones están dominadas por la acción del Espíritu quien, por una parte, sumerge a Jesús en la predilección del Padre y, por otra parte, lo mete de lleno en su batalla espiritual interior contra el maligno, antes de salir a predicar a la gente el Evangelio del Reino.
El Espíritu desciende y se posa como una Paloma sobre Jesús recién bautizado, en medio de la gente de su pueblo; luego lo rapta y lo compele a ir al desierto donde es tentado. El Jesús que vemos es un Jesús sumergido en la historia de su pueblo por el bautismo de Juan y sumergido en el cosmos total: vivía entre las fieras y los ángeles le servían.
Cargado con toda esta energía, que se remansa en su interior y que el Señor deja traslucir en contadas ocasiones excepcionales (los milagros), sale a predicar. Toda esta energía se concentra en sus palabras. En ellas destella el Amor y la Misericordia del Padre y todo el poder de Jesús para expulsar al maligno de su vida y de la nuestra venciendo toda tentación.
Marcos no relata prolijamente las tentaciones, él pone más bien el acento en las personas: el Espíritu, el Padre, Juan Bautista, Jesús, el maligno, las fieras y los ángeles.
En la escena siguiente, vemos solo a Jesús que, simplemente “viene” a Galilea y comienza a predicar el Evangelio del Reino.
Escuchemos de nuevo la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios. Conviértanse y crean en la Buena Nueva».
Las coordenadas de tiempo y espacio son enteramente nuevas y especiales.
El tiempo que gira en torno a Jesús, que brota de su Persona cargada del Amor de predilección del Padre, es un “kairos”, un tiempo pleno, lleno de gracia, lleno de oportunidades.
No es mas el tiempo que nos devora, el tiempo lineal que nos arrastra rutinariamente, a veces, como un río en crecida, otras.
El espacio que genera Jesús con su venir a nosotros y su paso por nuestra vida es un espacio de cercanía de Dios, un espacio habitable y caminable.
No es el espacio indefinido, vacío y brutal de las galaxias ni el espacio cercado por alambres de púas de los que construyen muros y se apropian de la tierra.
También son nuevas las coordenadas interiores que el Señor propone: conversión y fe.
La actitud para vivir nuestros días en una temporalidad y espacialidad evangélicas, como tiempo y espacio de oportunidades y de gracias, es la conversión, que nos hace salir de nuestros propios criterios para abrirnos a los que nos comunican las palabras del Señor y la de adherir de corazón a su Persona, creyendo en Él, esperándolo, dejándolo acercarse -vivo- a nuestra vida, para que la influencie con su benignidad y la madure con su coherencia fiel.
Conviértanse y crean. Estas son las coordenadas interiores.
Solemos considerarlas en su aspecto subjetivo y voluntarista: “yo me tengo que” convertir y “yo tengo que” creer. Pero tienen antes una característica objetiva que es puro don y gracia.
Convertirse es tomar conciencia de haber sido sanados, como el leproso, y volver a Jesús antes de ir a cumplir con lo que nos manda.
Convertirse es salir de los propios deberes y volver a la Persona de Jesús, volver glorificando al Padre para caer en adoración a los pies de Aquel a quien le debemos nuestra salud y el sentirnos misericordiados.
Creer es dar la primacía al corazón antes que a la mente y a los sentidos y pasiones.
Creer es adherirnos a Jesús como se adhiere uno a un amigo fiel: primero a su Persona misma, luego a lo que dice y hace. Nuestra fe subjetiva es la toma de conciencia del poder de irradiación irresistible que tiene la Persona de Jesús. ¡No se puede no confiar en Alguien como Él!
¡Otro tiempo, otro espacio, otro sentido de la dirección de la vida, otra jerarquía de valores! Todo nuevo. Esa es la invitación para vivir estos cuarenta días en los que aquello que cuenta es que el Padre y el Espíritu se nos han vuelto accesibles en Jesús. Un Jesús tan maduro que apenas uno comulga con Él, con alguna de sus palabras, como quien come uvas maduras y pan recién horneado, se llena de su Vida.
Disponernos a recibir tanta novedad no es sencillo, pero es entusiasmante.
No es sencillo creer que el tiempo puede ser como un lago lleno peces listos para ser pescados si tiramos le red en el Nombre de Jesús. Lo que nos cabe esperar de nuestro tiempo humano es que se actualicen nuestros softwares y permanezcan viejas las acciones de nuestros políticos. En medio de los tiempos cíclicos de la inflación y de las ondas de calamidades, creer en un Dios que es totalmente nuevo no es fácil. Y sin embargo deberíamos abrirnos a pensar que “si no es nuevo -algo totalmente novedoso- no es Dios”. El Dios de Jesús es un Dios siempre nuevo, por exceso de misericordia, por amplitud de miras, por riqueza de oportunidades, por creatividad de medios.
No es fácil creer en un Dios cercano, que puede tomarnos de la mano como un papá o una mamá y llevarnos alegre y seguramente por la calle. Lo que nos cabe esperar del espacio humano es un espacio lleno de muros, puertas cerradas, prohibiciones de entrar si uno no tiene mucha plata. Los lugares mejores del reino, sin embargo, son abiertos y gratuitos. Suelen estar llenos de pobres, pero para el que concibe su vida como un servicio agradecido, son lugares atractivos.
No es fácil creer en que uno mismo se pueda convertir. Cuantos más años tenemos, más difícil. Humanamente constatamos que la gente “no cambia”, que nosotros “no cambiamos”. Pero esto es verdad si miramos los hábitos, las pasiones, el carácter… ¡Sin embargo, los corazones sí que cambian!
Sí que puede cambiar la imagen que uno tiene de su propio corazón y volverse más humilde, realista y deseosa del bien.
No es fácil creer en Jesús. Creer que está vivo, que sigue acompañándonos, que se puede hacer presente de muchas maneras, no aferrables pero no por eso menos reales. No es fácil creer que nos está escuchando, que se interesa por nosotros, que influye en la vida. Humanamente experimentamos el límite de las personas, incluso de las más buenas y que más nos quieren. Muchos son los que sienten que cada uno está solo en el fondo. El covid 19, que ha llevado a 2 millones y medio de personas a morir “solos”, sin poder tener a sus seres queridos al lado, sin poder ser tomados de la mano, conectados a máquinas y aparatos (los más “afortunados”), ha hecho patente esta dimensión de profunda soledad propia de nuestro ser humano. Eso mismo, sin embargo, ha hecho que se profundice más el deseo de establecer contacto profundo con los que amamos, ha hecho crecer infinitamente la fe en que los que queremos saben que los queremos y nosotros nos sabemos queridos más allá de lo que se puede demostrar con la cercanía física. La confesión sincera del propio amor, cuanto más despojada se ve la capacidad de expresión (a veces se reduce a un mensajito por celular que dice “te quiero”) más hondamente arraiga en la fe del otro. Esto no se puede ver desde afuera, pero cada uno sabe cuánto cree y cuánto recibe de los que, en su impotencia de acercarse, se hacen presentes a nuestro dolor, confiando ellos – y mendigando- que nuestra capacidad de creer en su amor supla lo que falta a sus medios para expresarse.
Puede ayudarnos una reflexión de Mamerto Menapace:
“Dicen que las alegrías, cuando se comparten, se agrandan. Y que, en cambio, con las penas pasa al revés. Se achican. Tal vez lo que sucede, es que, al compartir, lo que se dilata es el corazón. Y un corazón dilatado esta mejor capacitado para gozar de las alegrías y mejor defendido para que las penas no nos lastimen por dentro”.
El distanciamiento social hace que las relaciones dependan hoy más de la profundidad y de la calidad interior con que cada uno comparte su vida.
Saber “pescar” y cultivar la novedad real del amor y de la amistad del otro en un simple mensajito -en el mar de mensajes en que vivimos- es una cuestión en la que lo decisivo depende de la fe que uno tiene y desea que crezca. La fe dilata el corazón. Y un corazón dilatado sirve mejor de “red” para pescar el espíritu del amigo y de la persona amada en el mar rutinario y convencional de las comunicaciones actuales.
La relación de fe es una relación especial, la más profundamente humana. Es una relación en la que la realidad viviente de lo que se comparte -el propio corazón que le ofrece al otro confiar en él fielmente- genera en el otro el deseo de responder con la misma fe. La profundidad de lo que se comparte depende en una misteriosa medida tanto del que expresa su amor como del que adhiere confiadamente a él. Por eso Jesús se maravillaba del poder que tenía la gran fe de alguna gente que, literalmente, le hacía salir -a veces antes de que se diera cuenta- una gracia eficaz de su interior: la fe de la gente le cosechaba gracias con sus propias manos, tocando la punta de su manto. Una gracia capaz de curar, de expulsar demonios y de cambiar la vida del que se relacionaba con él desde esta fe. Mientras que otras personas, por más que El transmitiera la misma bondad en sus gestos y la misma verdad en sus palabras, no recibían nada de él, su gracia no “arraigaba” en ellos, no producía efecto.
Conviértete, mientras el tiempo es propicio y el reino se te ha acercado, a la dimensión interior de tu fe, esa fe que te dilata el corazón y te hace establecer relaciones profundas y ricas con todos los demás.
En el distanciamiento social o te juegas por los otros en profundidad, partiendo de la pura fe, o te arriesgas a sucumbir solitariamente en relaciones a las que, dado que les falta la cercanía bendecida de la “carne”, fácilmente derivan hacia la superficialidad y la inconsistencia, y no dejan huella en la propia vida.
Diego Fares sj