Fabuladores o testigos, esa es la cuestión (2 B cuaresma 2021)

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento), 

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo predilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí, y se preguntaban qué significaría 

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

 Contemplación

Algunos detalles para ayudar a contemplar del mosaico de Rupnik sobre la Transfiguración del Señor, que abarca toda la pared central del altar de la iglesia de San Giacomo y san Giovanni, en Milán. 

La figura de Jesús transfigurado, con sus vestidos henchidos por el Espíritu Santo que los pone en movimiento, de un blanco lleno de matices, conformado por cientos de pequeños mosaicos que transparentan la divinidad del Maestro, ocupa un lugar que no es central, sino que está ligeramente desplazada a nuestra derecha, de manera tal que en el centro se vuelva visible en colores la relación entre la Mano extendida y generosa del Padre y el Amor del Espíritu Santo, que brota como un río rojo y va a parar al extremo del suelo, donde se ven las vendas, señaladas por el ángel, también blancas, de la resurrección. Es la relación de la santísima Trinidad lo que está en el centro de la transfiguración. Todo el mosaico está concebido como tres tiendas que se abren, una sobre la persona de Jesús, y otras dos, sobre los apóstoles. 

Jesús sostiene en su mano izquierda, contra su corazón, el rollo con la Palabra de Dios, concentrando en sus manos la predilección del Padre que se derrama en el río rojo del Espíritu sobre su Hijo amado y sobre toda la creación.

Otro detalle lindo lo vemos en la figura de Pedro, sentado, a la izquierda de Jesús, descalzo en señal de que se siente a gusto -de que está en casa-, pidiéndole a Jesús que le permita levantar tres tiendas, porque es lindísimo estar ahí. 

En Marcos, la escena pasa como en un abrir y cerrar de ojos. Dice que: “súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos”. Sin embargo, todo quedó perfectamente registrado en las pupilas y en los oídos de los testigos: el blanco de los vestidos de Jesús, la sombra del Espíritu, la voz del Padre señalándoles a su Hijo predilecto y diciéndole que lo escuchen. 

A Pedro se le grabaron para siempre en el corazón las palabras del Padre sobre Jesús. Así nos lo comparte en su segunda Carta, como un padre que no se cansa de recordar a sus hijos aquel momento que le cambió la vida: “Por eso yo les recordaré siempre estas cosas, aunque ustedes ya las saben y están bien convencidos de la verdad que ahora poseen. Me parece justo que los mantenga despiertos, recordándoles esto mientras yo viva en esta tienda de campaña, porque sé que muy pronto tendré que dejarla, como me lo ha hecho saber nuestro Señor Jesucristo. Y haré todo lo posible para que, después de mi partida, ustedes se acuerden siempre de estas cosas. Porque no les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza. En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección». Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa” (2 Pe 1, 13-16).

“Es lindísimo estar aquí! Esas palabras que le salieron a Pedro del corazón, no de la mente, que estaba desconcertada por los sentimientos de terror que les suscitaba lo que estaban viendo, han quedado grabadas en la memoria de la Iglesia. La consolación de la transfiguración del Señor continúa consolándonos de generación en generación. Es como la consolación de nuestra Señora en el Magníficat, otro acontecimiento de gracia que sigue consolándonos a través del tiempo. Son gracias para todos y siguen siendo fuente de consuelo en medio de las pruebas de la vida. 

Nuestra fe se fundamenta, como dice Pedro, no en “fábulas ingeniosamente inventadas”, sino en el testimonio ocular de estos testigos, que vieron con sus ojos la belleza de Jesús transfigurado: la belleza que salva al mundo, que sana los males, que alegra la vida. 

En nuestro mundo muchas cosas se nos presentan para que las creamos. Y en muchos casos resulta difícil distinguir las fabulas de realidad, ya que las “fake-news” suelen estar ingeniosamente elaboradas. 

Pero recordemos que cada uno elige en qué creer. Y que esta elección tiene que ver con los trabajos que cada uno esté dispuesto a hacer para verificar y discernir la verdad de aquello en lo que cree y a lo que es movido por otros a creer. 

Pedro contrapone en su carta fábulas a testigos. Se ve que de la experiencia de la transfiguración sacó este criterio de fe y es lo que resalta a la hora de transmitir su evangelio. 

Sabe que lo que dice puede ser considerado como parte de las “fábulas ingeniosas” y lo distingue de ellas con claridad, diciendo que el suyo es un testimonio ocular. Las fábulas son inventadas (ingeniosamente, eso sí; pero inventadas); el testimonio de los testigos, en cambio, es “ocular”. 

En ambos casos, nuestra fe depende de otros. Pero hay diferencias.

¿Cómo distinguir testigos de fabuladores? Ese es el punto.  

Se me ocurren algunos criterios.

El primer criterio, que no por obvio hay que dar por descontado, tiene que ver con la sed de verdad. Todos la tenemos, pero no todos la cultivamos con la misma tozudez y pasión. Si te gusta que te endulcen el oído, los fabuladores “se te transfigurarán” más a menudo que los testigos. Es notable cómo cuando uno sólo quiere escuchar lo que coincide con su manera de pensar, con lo que le gusta y le conviene, lo encuentra. Y así como los amantes de fábulas y los fabuladores se atraen entre sí, también se atraen los testigos oculares y los amantes de la realidad (aunque quizás a estos últimos les lleve mas tiempo). 

Otro criterio para distinguir a los fabuladores de los testigos tiene que ver con el punto de vista. El que hace literatura busca ser fiel a su punto de vista, el testigo, busca ser fiel al punto de vista del otro. 

En lo inventado, el que relata pone su ingenio y, por tanto, su pasión, cosas estas que son fruto de su personalidad. En lo testimoniado, en cambio, el testigo se concentra en transmitir lo que vio con sus ojos. Y cuanto más grande, increíble y deslumbrante es la realidad de lo que vio, menos le interesa influenciarnos a nosotros y más que sea esa misma realidad la que hable a través de su testimonio. 

No estamos diciendo que la literatura sea mala o engañosa o puramente fantasiosa. Para nada. Una buena obra literaria, una fábula ingeniosa y bella, siempre nos pone en contacto con el misterio de la realidad. Pero lo logra al final de un proceso y nos deja ante un camino que otro recorre y que podemos gozar como espectadores, sin recorrerlo  nosotros mismos. El testimonio, en cambio, nos interpela inmediatamente, nos hace sentir que la verdad que el otro nos anuncia requiere nuestra respuesta y compromiso. La fábula te invita a ser espectador, el testimonio te interpela a ser protagonista.

Decía Madeleine Delbrêl hablando acerca de su incansable trabajo de corrección de sus escritos, que ella no corregía para perfeccionar su trabajo y poder dejar algo sistemático y de conjunto, sino que su aspiración era que al final de su vida se fuera constituyendo como un dossier con diferentes aspectos de los temas que trataba y que le parecían esenciales, de manera tal que quien lo necesitase pudiera encontrar en ellos alguna nota que le hiciera bien y le ayudase. “Me parece, decía, el mejor medio de evitar caer cualquier día en la ‘literatura’, que considero el peor de los males” (15 de marzo, 1956). 

            El evangelio era para ella un libro del Señor vivo y para ser vivido, no solo leído. Un libro que le había “estallado” en el corazón y cuyas palabras eran para ser acogidas y no solo estudiadas. El evangelio era para ella un libro para ser testimoniado con el lenguaje silencioso de su propia vida, metida en medio de las barriadas obreras y marxistas de Ivry, un libro para ser profundizado allí, en medio de la vida diaria, gracias a su oración y su fe.

            El Evangelio que Jesús tiene en su mano en el mosaico de Rupnik representa que Él es esa Palabra que se recibe y se transmite como testimonio y no como mera literatura.

Diego Fares sj

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En este distanciamiento social: o partes de la pura fe o te arriesgas a transcurrir tu vida en medio de relaciones que, por no contar con la cercanía bendecida de la carne, se van volviendo superficiales e inconsistentes (1 B Cuaresma 2021)

(Inmediatamente al salir del agua, vio que los cielos se abrían, y que el Espíritu como paloma descendía sobre El y vino una voz de los cielos, que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido).

inmediatamente, el Espíritu expulsó a Jesús al desierto.

Y estuvo en el desierto cuarenta días siendo tentado por Satanás;

y vivía entre las fieras y los ángeles lo servían.

Después que Juan fue entregado, 

vino Jesús a Galilea y allí predicaba el Evangelio de Dios, y decía:

«Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios.

Conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1, 12-15).

Contemplación

El evangelio de hoy comienza con la palabra inmediatamente (euthus). En pocas frases llenas de riqueza y colorido evangélico, Marcos nos hace ver a Jesús lleno del Espíritu y movido por Él a la acción y a la lucha espiritual antes de comenzar, serenamente, a predicar. 

En realidad, se trata de dos “inmediatamente”: el del Espíritu que desciende en forma de Paloma y el del mismo Espíritu que empuja a Jesús al desierto. Podemos afirmar que no se trata de acciones excepcionales, sino que toda acción del Espíritu Santo tiene este sello de la prontitud, del hacer que el que sigue su impulso actúe inmediatamente.

“Enseguida que fue bautizado el Espíritu expulsó a Jesús hacia el desierto”. Marcos no dice que el Espíritu lo llevo o lo condujo o lo acompañó, sino que lo expulsó. Es una palabra fuerte. Los evangelistas la usan para hacer ver el poder con que Jesús expulsa al mal espíritu de una persona.  

La escena del bautismo y la de las tentaciones están dominadas por la acción del Espíritu quien, por una parte, sumerge a Jesús en la predilección del Padre y, por otra parte, lo mete de lleno en su batalla espiritual interior contra el maligno, antes de salir a predicar a la gente el Evangelio del Reino. 

El Espíritu desciende y se posa como una Paloma sobre Jesús recién bautizado, en medio de la gente de su pueblo; luego lo rapta y lo compele a ir al desierto donde es tentado. El Jesús que vemos es un Jesús sumergido en la historia de su pueblo por el bautismo de Juan y sumergido en el cosmos total: vivía entre las fieras y los ángeles le servían.

Cargado con toda esta energía, que se remansa en su interior y que el Señor deja traslucir en contadas ocasiones excepcionales (los milagros), sale a predicar. Toda esta energía se concentra en sus palabras. En ellas destella el Amor y la Misericordia del Padre y todo el poder de Jesús para expulsar al maligno de su vida y de la nuestra venciendo toda tentación. 

Marcos no relata prolijamente las tentaciones, él pone más bien el acento en las personas: el Espíritu, el Padre, Juan Bautista, Jesús, el maligno, las fieras y los ángeles. 

En la escena siguiente, vemos solo a Jesús que, simplemente “viene” a Galilea y comienza a predicar el Evangelio del Reino. 

Escuchemos de nuevo la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo propicio y se ha vuelto cercano el Reino de Dios. Conviértanse y crean en la Buena Nueva». 

Las coordenadas de tiempo y espacio son enteramente nuevas y especiales. 

El tiempo que gira en torno a Jesús, que brota de su Persona cargada del Amor de predilección del Padre, es un “kairos”, un tiempo pleno, lleno de gracia, lleno de oportunidades. 

No es mas el tiempo que nos devora, el tiempo lineal que nos arrastra  rutinariamente, a veces, como un río en crecida, otras. 

El espacio que genera Jesús con su venir a nosotros y su paso por nuestra vida es un espacio de cercanía de Dios, un espacio habitable y caminable. 

No es el espacio indefinido, vacío y brutal de las galaxias ni el espacio cercado por alambres de púas de los que construyen muros y se apropian de la tierra. 

También son nuevas las coordenadas interiores que el Señor propone: conversión y fe. 

La actitud para vivir nuestros días en una temporalidad y espacialidad evangélicas, como tiempo y espacio de oportunidades y de gracias, es la conversión, que nos hace salir de nuestros propios criterios para abrirnos a los que nos comunican las palabras del Señor y la de adherir de corazón a su Persona, creyendo en Él, esperándolo, dejándolo acercarse -vivo- a nuestra vida, para que la influencie con su benignidad y la madure con su coherencia fiel.

Conviértanse y crean. Estas son las coordenadas interiores. 

Solemos considerarlas en su aspecto subjetivo y voluntarista: “yo me tengo que” convertir y “yo tengo que” creer. Pero tienen antes una característica objetiva que es puro don y gracia. 

Convertirse es tomar conciencia de haber sido sanados, como el leproso, y volver a Jesús antes de ir a cumplir con lo que nos manda. 

Convertirse es salir de los propios deberes y volver a la Persona de Jesús, volver glorificando al Padre para caer en adoración a los pies de Aquel a quien le debemos nuestra salud y el sentirnos misericordiados. 

Creer es dar la primacía al corazón antes que a la mente y a los sentidos y pasiones. 

Creer es adherirnos a Jesús como se adhiere uno a un amigo fiel: primero a su Persona misma, luego a lo que dice y hace. Nuestra fe subjetiva es la toma de conciencia del poder de irradiación irresistible que tiene la Persona de Jesús. ¡No se puede no confiar en Alguien como Él!

¡Otro tiempo, otro espacio, otro sentido de la dirección de la vida, otra jerarquía de valores! Todo nuevo. Esa es la invitación para vivir estos cuarenta días en los que aquello que cuenta es que el Padre y el Espíritu se nos han vuelto accesibles en Jesús. Un Jesús tan maduro que apenas uno comulga con Él, con alguna de sus palabras, como quien come uvas maduras y pan recién horneado, se llena de su Vida. 

Disponernos a recibir tanta novedad no es sencillo, pero es entusiasmante.

No es sencillo creer que el tiempo puede ser como un lago lleno peces listos para ser pescados si tiramos le red en el Nombre de Jesús. Lo que nos cabe esperar de nuestro tiempo humano es que se actualicen nuestros softwares y permanezcan viejas las acciones de nuestros políticos. En medio de los tiempos cíclicos de la inflación y de las ondas de calamidades, creer en un Dios que es totalmente nuevo no es fácil. Y sin embargo deberíamos abrirnos a pensar que “si no es nuevo -algo totalmente novedoso- no es Dios”. El Dios de Jesús es un Dios siempre nuevo, por exceso de misericordia, por amplitud de miras, por riqueza de oportunidades, por creatividad de medios. 

No es fácil creer en un Dios cercano, que puede tomarnos de la mano como un papá o una mamá y llevarnos alegre y seguramente por la calle. Lo que nos cabe esperar del espacio humano es un espacio lleno de muros, puertas cerradas, prohibiciones de entrar si uno no tiene mucha plata. Los lugares mejores del reino, sin embargo, son abiertos y gratuitos. Suelen estar llenos de pobres, pero para el que concibe su vida como un servicio agradecido, son lugares atractivos.

No es fácil creer en que uno mismo se pueda convertir. Cuantos más años tenemos, más difícil. Humanamente constatamos que la gente “no cambia”, que nosotros “no cambiamos”. Pero esto es verdad si miramos los hábitos, las pasiones, el carácter… ¡Sin embargo, los corazones sí que cambian! 

Sí que puede cambiar la imagen que uno tiene de su propio corazón y volverse más humilde, realista y deseosa del bien.

No es fácil creer en Jesús. Creer que está vivo, que sigue acompañándonos, que se puede hacer presente de muchas maneras, no aferrables pero no por eso menos reales. No es fácil creer que nos está escuchando, que se interesa por nosotros, que influye en la vida. Humanamente experimentamos el límite de las personas, incluso de las más buenas y que más nos quieren. Muchos son los que sienten que cada uno está solo en el fondo. El covid 19, que ha llevado a 2 millones y medio de personas a morir “solos”, sin poder tener a sus seres queridos al lado, sin poder ser tomados de la mano, conectados a máquinas y aparatos (los más “afortunados”), ha hecho patente esta dimensión de profunda soledad propia de nuestro ser humano. Eso mismo, sin embargo, ha hecho que se profundice más el deseo de establecer contacto profundo con los que amamos, ha hecho crecer infinitamente la fe en que los que queremos saben que los queremos y nosotros nos sabemos queridos más allá de lo que se puede demostrar con la cercanía física. La confesión sincera del propio amor, cuanto más despojada se ve la capacidad de expresión (a veces se reduce a un mensajito por celular que dice “te quiero”) más hondamente arraiga en la fe del otro. Esto no se puede ver desde afuera, pero cada uno sabe cuánto cree y cuánto recibe de los que, en su impotencia de acercarse, se hacen presentes a nuestro dolor, confiando ellos – y mendigando- que nuestra capacidad de creer en su amor supla lo que falta a sus medios para expresarse. 

Puede ayudarnos una reflexión de Mamerto Menapace:

“Dicen que las alegrías, cuando se comparten, se agrandan. Y que, en cambio, con las penas pasa al revés. Se achican. Tal vez lo que sucede, es que, al compartir, lo que se dilata es el corazón. Y un corazón dilatado esta mejor capacitado para gozar de las alegrías y mejor defendido para que las penas no nos lastimen por dentro”. 

El distanciamiento social hace que las relaciones dependan hoy más de la profundidad y de la calidad interior con que cada uno comparte su vida. 

Saber “pescar” y cultivar la novedad real del amor y de la amistad del otro en un simple mensajito -en el mar de mensajes en que vivimos- es una cuestión en la que lo decisivo depende de la fe que uno tiene y desea que crezca. La fe dilata el corazón. Y un corazón dilatado sirve mejor de “red” para pescar el espíritu del amigo y de la persona amada en el mar rutinario y convencional de las comunicaciones actuales. 

La relación de fe es una relación especial, la más profundamente humana. Es una relación en la que la realidad viviente de lo que se comparte -el propio corazón que le ofrece al otro confiar en él fielmente- genera en el otro el deseo de responder con la misma fe. La profundidad de lo que se comparte depende en una misteriosa medida tanto del que expresa su amor como del que adhiere confiadamente a él. Por eso Jesús se maravillaba del poder que tenía la gran fe de alguna gente que, literalmente, le hacía salir -a veces antes de que se diera cuenta- una gracia eficaz de su interior: la fe de la gente le cosechaba gracias con sus propias manos, tocando la punta de su manto. Una gracia capaz de curar, de expulsar demonios y de cambiar la vida del que se relacionaba con él desde esta fe. Mientras que otras personas, por más que El transmitiera la misma bondad en sus gestos y la misma verdad en sus palabras, no recibían nada de él, su gracia no “arraigaba” en ellos, no producía efecto. 

Conviértete, mientras el tiempo es propicio y el reino se te ha acercado, a la dimensión interior de tu fe, esa fe que te dilata el corazón y te hace establecer relaciones profundas y ricas con todos los demás. 

En el distanciamiento social o te juegas por los otros en profundidad, partiendo de la pura fe, o te arriesgas a sucumbir solitariamente en relaciones a las que, dado que  les falta la cercanía bendecida de la “carne”, fácilmente derivan hacia la superficialidad y la inconsistencia, y no dejan huella en la propia vida. 

Diego Fares sj

El leproso y la fuente de vida que atrae (6 B 2021)

Y viene a él un leproso que, rogándole y doblando las rodillas, le decía:

  • “Si quisieras puedes limpiarme”.

Y profundamente compadecido, extendiendo su mano lo tocó y le dice:

  • “Quiero, límpiate”.

Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio.

Y adoptando con él un tono de severidad lo despidió y le dijo:

  • “Mira, no digas nada a nadie, sino ve y muéstrate al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio”.

Pero él, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo,

y a divulgar la cosa, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios.

Y venían a él de todas partes” (Mc 1, 40-45).

Contemplación

¿El Señor se podía contagiar? ¿O era inmune a las enfermedades físicas? 

La pregunta me surge porque en la imagen se ve cómo el leproso le toca el pie al Señor con su mano vendada y cómo Jesús, llenándose de compasión, lo toma de la otra mano y lo pone en pie, y tocar al leproso sería como acercarse estrechamente y darle la mano a una persona con Covid 19. En el mosaico, el Señor no solo toca al leproso, sino que se deja tocar: ambos están ligados con pies y manos. El movimiento con el que el pobre hombre se arrodilla y toca el pie del Señor se transforma en el movimiento con que Jesús lo toma de la mano y lo atrae hacia sí, mientras lo mira a los ojos lleno de compasión. El cuadro está en la Cripta de la Iglesia inferior de San Pio de Pietrelcina, en San Giovanni Rotondo – Italia. Allí también está otro mosaico en el que San Francisco de Asís besa al leproso. 

Hacerme la pregunta de si Jesús era inmune me escandaliza un poco. No la quiero formular, porque me parece que hay algo del mal espíritu, que mete con insidia un pensamiento que dice: “Claro, como no se podía contagiar, él tocaba a todos”. Sin embargo, enfrentando la pregunta y mirando al Señor, se me revela claramente todo lo contrario: lo que nos hace sentir el Evangelio no es que Jesús no se contagiaba virus, sino que Él “contagiaba y contagia salud y vida” con su propio cuerpo. Más que ser inmune a las enfermedades como individuo, Jesús inmuniza a los que se le acercan y entran en contacto con Él. La gente del pueblo sencillo lo intuía perfectamente y por eso querían tocarlo, le llevaban cerca los enfermos, hacían cualquier cosa por entrar en contacto con Él. El Señor es la salud y la vida y la resurrección. 

Que no era “inmune” físicamente de manera absoluta lo vemos en la pasión, en los golpes y heridas mortales que recibió y que acabaron con su vida joven. San Ignacio expresa este misterio haciéndonos contemplar cómo en la pasión “se esconde la divinidad”. El Señor se despoja de su vitalidad sanadora y queda expuesto al daño que le hacen los golpes. Se vuelve vulnerable voluntariamente. 

Además, este misterio del Señor que es fuente de salud y vida y en vez de contagiarse, sana, se profundiza más aún al ver que Jesús no era inmune al mal espiritual, a las incomprensiones, al rechazo, a las acusaciones y calumnias, al desprecio y al odio de sus enemigos. En el evangelio de hoy vemos que no lo aísla la lepra física, sino la espiritual. El que ha sido sanado lo desobedece y cuenta a todos que Jesús lo ha curado y a partir de ese momento el Señor no puede entrar en las ciudades, sino que tiene que permanecer en lugares solitarios. Queda en distanciamiento social, aislado y como en cuarentena.

Por una parte, es verdad que el Señor queda con los efectos de la lepra, queda aislado. Pero, por otra parte, llama la atención que el leproso que “viene a Él” hace que, de todas partes la gente, “venga a Él”. El Señor comienza a trabajar “por atracción”, que es lo propio suyo: “Atraeré a todos hacia mi”. 

            Venir a Él, tocarlo, dejarnos tocar por su mano llena de compasión, dejarnos mirar por sus ojos misericordiosos, dejar que nos limpie nuestras lepras y virus, y que nos ponga en pie. San Francisco de Asís intuyó que la manera de “tocar a Jesús” era “besar al leproso”. ¡No solo tocarlo, sino besarlo! El Señor es que inaugura e instala este “movimiento de atracción” como el modo de acercarse a su Persona, de ser limpiado y sanado, revitalizar, por Él. 

            Jesús no se salva, ni se preocupa por salvarse, de la discusión de palabras e interpretaciones que su Persona suscita. Pero obra de tal manera que, mientras los que no quieren creer, discuten y provocan dudas, los que quieren vida se le acercan. Y nosotros podemos acercarnos a los que se le acercan: a los pobres y leprosos, a los excluidos y marginados de hoy. Acercarnos no solo para compadecerlos y ayudarlos (esto también, pero nosotros no somos Jesús y tenemos poco para dar). Acercarnos porque en los pobres y enfermos, en los vulnerables, late más fuerte la vida y se deja sentir mejor la presencia de Jesús vivo, no de Jesús “idea” teológica. Los enfermos, los pobres, los vulnerables, son fuente de vida porque su deseo de vida es más consciente y humilde que en los sanos, los ricos y los invulnerables. En los fuertes, ricos y famosos, la vida brilla y atrae con fuerza pero, al mismo tiempo que nos atrae como espectáculo, nos aleja existencialmente. Es como si los que tienen todo se lo atesoraran para sí y no dejaran que se les caigan ni las migajas. En cambio, los que nada poseen y tienen que mendigarlo todo -ayuda, cuidado, protección- de alguna manera ponen al que se les acerca en contacto con la fuente de la vida que ellos anhelan. Generando compasión despiertan el deseo de ser nosotros compadecidos al mismo tiempo que nos compadecemos de ellos. 

Si quieres puedes limpiarme (ayudarme, darme una mano, una caricia, una limosna…) nos dice el leproso. Y ese “llenarse de compasión” que experimenta Jesús es el sentimiento vivo que nos comunica con su propio ejemplo. También nosotros nos “llenamos de compasión” y recibimos la gracia de compadecer a los demás cuando estos nos imploran. Gracias a los pobres experimentamos lo que puede “llenar” nuestro corazón como solo la compasión puede llenarlo. Todo lo contrario de los que hacen que nos llenemos de envidia o de resentimiento, con su mal uso de las riquezas y el poder. 

Como dice Francisco: “Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la presencia de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas”. 

“Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia». Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». 

Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos” (Evangelii Gaudium 198).

Esto que salió hoy en la contemplación del Evangelio es algo que venimos compartiendo a lo largo de muchos años en las Contemplaciones y que acaba de convertirse en un librito que ha editado Agape: 

CONTEMPLAR EL ROSTRO DE CRISTO EN LOS POBRES

Diego Fares

https://www.agape-libros.com.ar/web/detalle-libro/Z/contemplar-el-rostro-de-cristo-en-los-pobres-fares-diego-AGAPE-LIBROS.lib/codigo/28123/#

Compartir lo provisorio. Para que nuestra oración sea Eucarística (5 B 2021)

Jesús salió de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. 

La suegra de Simón había caído en cama con fiebre, y de inmediato le hablaron a Jesús de ella. Acercándose la levantó tomándola de la mano: la dejó la fiebre y ella se puso a servirlos. 

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados. Estaba la ciudad entera congregada delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él. 

Al amanecer, muy oscuro todavía, levantándose, salió y fue a un lugar solitario; Y allí rezaba. 

Salió a buscarlo Simón con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: 

– «Todos te andan buscando.» 

El les respondió:

– «Vamos a otra parte, a las poblaciones vecinas, para que también allí pueda yo predicar (kerygma), porque para eso he salido.»

Y marchó y anduvo predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios” (Mc 1, 29-39).

Contemplación

Siempre me conmueve la imagen de nuestro Señor Jesús rezando. “Se levantó temprano y se fue a un lugar solitario. Y allí rezaba”, dice el Evangelio de Marcos. Jesús le daba tiempo a la oración (y no era un tiempo que se lo sacara a los demás).  

Imaginar al Señor rezando al Padre y envuelto como con un poncho calentito por el Espíritu me lleva a reflexionar acerca del misterio de la oración. Qué es esta actividad que hasta Dios se ejercita en ella?

Proseúxomai” viene de “prós”, que indica dirigirse a otro, realizar un intercambio, y de “euxomai”, que significa «desear, orar». Propiamente, orar es “intercambiar deseos”; es interactuar con el Señor, intercambiando nuestros deseos humanos (ideas- sentimientos…) por Sus deseos, mientras Él nos comunica el don de la fe, en el sentido de que este intercambio benéfico con nuestro Padre hace que aumente nuestra confianza en Él: acrecienta nuestra fe. 

Imaginar qué tipo de intercambio se daría -y se da- entre Jesús, como Hijo amado, y su Padre y Padre nuestro, hace que nos vengan ganas de rezar. 

El evangelio de Marcos nos cuenta cómo era un día en la vida de Jesús: su presencia benéfica en medio del pueblo, curando a la suegra de Simón, recibiendo con cariño y sanando a todos los enfermos que le traen a la puerta, compartiendo la cena con sus amigos, servida por la suegra de Pedro… En la oración el Señor presenta el Padre, me imagino, a toda la gente que ha visto y con la que ha pasado el día; comparte con el Padre las necesidades de sus hermanos y se llena de la misericordia infinita del Padre que se transforma luego en presencia benéfica para todos. Jesús pasó por la vida haciendo el bien y esta acción benéfica suya brota de la oración. 

Podemos pensar que el intercambio de deseos entre Jesús y el Padre es un intercambio de bien con bien infinitos, de misericordia infinita con misericordia infinita, de ternura de Hijo infinita con ternura de Padre infinita, de alegría de Hijo infinita con alegría de Padre infinita… 

 En nosotros este intercambio se da, como dice San Ignacio, entre nuestra medida virtud y la infinita de Dios. Pero no importa la cantidad, sino la calidad del intercambio. Cada uno da de lo que tiene y puede, y recibe del otro en la medida en que el otro puede dar y uno recibir. Pero lo lindo es esta imagen de la oración como intercambio, como ida y vuelta. Nos hace pensar en un Dios que le interesan nuestras pequeñas cosas, como a los papás les interesan las pequeñas cosas que les comparten sus hijos más chiquitos o las confesiones a veces un poco a cuentagotas que hacen los hijos adolescentes…

Si tenemos en cuenta este sentido de intercambio, la oración es comunión y la comunión es oración. Si uno comulga poco o siente pocos deseos de ir a misa puede que le sea de ayuda reflexionar acerca del intercambio y del paradigma desde el cual comprende. 

En un paradigma individualista orientado al consumo de bienes, la Eucaristía no parece un gran bien. Hay que participar en una ceremonia protagonizada en gran medida por el sacerdote en la que uno no siente que intercambie mucho, salvo el momentito de comulgar y de hablar en intimidad con Jesús. Pero si el paradigma no es individualista sino comunitario social familiar y no está orientado al consumo de un bien sino a compartirlo, o mejor compartirse uno mismo comiendo con otros como se hace en la mesa familiar, entonces la cosa cambia. No se intercambian cosas, sino que se intercambia la propia vida. Esto hace que el tiempo que se dedica a preparar la comida, por ejemplo, y luego comer, se alargue. Uno no invita a los amigos a comer y después le sirve todo apurado para que terminen rápido. Cada momento de la cena tiene sus ritos y sus tiempos que se disfrutan prolongándolos sabiamente. 

La liturgia nace de esta dinámica. El problema se da cuando los gestos y los tiempos nos vienen de generaciones anteriores y no los recreamos a nuestra sensibilidad y gusto actual. Digámoslo claramente: si uno reza apurado o se aburre en misa es que los medios que usa para el intercambio son de otros, no son los propios. En una cena entre amigos es importante intercambiar cosas buenas como un vino especial o un postre exquisito, pero tan importante como lo que se comparte es la preparación de la mesa, la presentación de la comida, los tiempos que lleva cada paso de la cena y la conversación fluida y participativa de todos. Hablo de lo contrario de esas cenas en las que uno acapara toda la conversación o en la que un tema lleva a discutir mal, o en la que todo se basa en lo exterior. Pero no hace falta explicar lo que significa un intercambio rico y lleno de vida tan distinto de” un intercambio formal o interesado. 

Compartir lo provisorio

Quizá una de las claves del deseo de intercambiar y compartir la propia vida radica en lo que Mamerto Menapace cuenta en el relato “Compartir lo provisorio”.

      «Allá en las chacras se vivía prácticamente a la intemperie. No nos defendíamos demasiado de las realidades ni del clima. Más bien compartíamos el ritmo de las cosas; y por supuesto de las personas. 

La noche nos encerraba a todos en los pequeños charcos de luz que creaban nuestras lámparas. Los mismo que las aves acuáticas se reúnen en sus charcos cuando las atropella la sequía. La lluvia también era compartida por todos; para todos era un tiempo de recogimiento bajo techo dejando suceder lo que era imposible conjurar. También se vivía compartiendo los mismos gestos de la primavera, y las mismas humillaciones del verano o del invierno. 

Porque cuando se vive a la intemperie uno no puede hacer provisión de clima. Se vive el clima del momento con intensidad y compartiéndolo, sin reservarse de él nada para el día siguiente. Tal vez lo único que se guardaba de un acontecimiento, bueno o malo, era el recuerdo de haberlo compartido y la capacidad de evocarlo en futuros reencuentros. 

Y lo que sucedía con los acontecimientos, sucedía también con los alimentos. Sobre todo con aquellos más primitivos, que provenían de la caza y de la pesca. Porque en las chacras abundaban las palomas, sobre todo cuando el lino era chiquito, o luego de la desgranada del maíz, o para cuando el girasol empezaba a madurar. Casi siempre cuando se escopeteaba la bandada, solían caer más palomas de las que nosotros podíamos aprovechar. Y como no teníamos la posibilidad de conservarlas, y además era un orgullo el haber tenido buen puntería el resto se mandaba a los vecinos. Y allá íbamos los chicos, hacia distintos rumbos, llevando cada uno un par de palomas gordas, con la esperanza de recibir propina. Y volvíamos luego a nuestro territorio con el orgullo de todo embajador. 

Los lunes la embajada venía del arroyo. Sábado y domingo, Don Pablo los pasaba en la isla o en el monte. Su razón de compartir era mucho más urgente, porque el pescado de los arroyos del norte hay que comerlo fresco. A veces, en lugar del par de pescados chicos sacados a línea y anzuelo, solía venir con n trozo de pescado de los grandes, de esos que traen acollarado el relato de la hazaña. Y si la embajada no venía, todos compartíamos en silencio el fracaso vivido ese fin de semana por Don Pablo. 

Lo mismo sucedía cuando para el invierno se carneaba el chancho. En eso del dar y el recibir, todos los vecinos comíamos presas frescas de las sucesivas carneadas. Y todos participábamos del esfuerzo o de la habilidad de todos. Sentíamos como una especie de alegría de familia grande que nos hacía compartir penas, alegrías, trabajos y fracasos. 

Ahora todo aquello ha cambiado. Casi todos han comprado una heladera. En cada chacra se dispone de una pequeña geografía polar que permite conservar los alimentos perecederos. Lo que antes se compartía, ahora se conserva. Y así Don Pablo se condenó en los últimos años de vida a comer siempre pescado: fresco los lunes, semifresco los martes, y partir del miércoles, pescado conservado. (Lo que no dejaba de encerrar un peligro.) Y ya nadie supo nada de sus éxitos y de sus fracasos. Lo que hizo que para él mismo la pesca perdiera mucho de su encanto. Y también para nosotros en eso de cazar palomas. 

Desde que hemos optado por la heladera, nuestra alimentación y nuestra vida en las chacras ha perdido mucho de su variedad, de su capacidad de sorpresa, de ese sentimiento de totalidad que creaba el compartir. Nos defendemos mejor contra el clima y la intemperie, sí.  Pero nos estamos volviendo menos hombres».

Mamerto Menapace


(Publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande). 

“Tal vez lo único que se guardaba de un acontecimiento, bueno o malo, era el recuerdo de haberlo compartido y la capacidad de evocarlo en futuros reencuentros”. En esta apreciación se esconde el deseo profundo de Jesús al instituir la Eucaristía: su pedido de que la hagamos “en memoria suya”, tiene que ver con este deseo que más que el de intercambiar una cosa o un rito es el de intercambiar la propia vida. En la oración eucarística se intercambia todo: los dones gratuitamente dados por el Padre se intercambian con la Acción de gracias que hacemos en Nombre de Jesús (para que, en su persona, el agradecimiento esté a la altura del Don), nuestros pecados los intercambiamos con la Misericordia, el pan y vino de nuestros trabajos, con el cuerpo y la sangre de Cristo… Pero para que el deseo de compartir la vida sea más fuerte que el de comerciar con cosas, es necesario que se comparta en la provisoriedad, como bien dice Menapace. Al fin y al cabo, por eso el Señor quiso quedarse en lo provisorio de cada Eucaristía “hecha de nuevo cada día”, aunque a veces lo encerremos en la heladera del sagrario y no nos urja tener que salir a compartir el pan antes que se endurezca (dicho con todo respeto y sin espíritu de desacralizar nada, pero para hacer sentir que no hay que sacralizar la Eucaristía “cosa” sino la Eucaristía “pan partido, repartido y compartido”. Entonces sí, si esta es la Eucaristía que nos quema en las manos, la oración se convierte en oración viva, en intercambio de deseos entre una humanidad hambrienta y un Dios que se hace pan, entre una humanidad sin alegría ni mucha esperanza y un Dios que se hace vino que alegra el corazón.

Diego Fares sj