Gente prudente, con aceite de más (32 A 2020)

Jesús dijo a sus discípulos esta parábola.

«Sucederá con el Reino de los Cielos como les sucedió

a diez jóvenes que, habiendo tomado sus lámparas,

salieron al encuentro del esposo.

Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes.

Las necias tomaron sus lámparas,

pero sin proveerse de aceite,

mientras que las prudentes tomaron sus lámparas

y también llenaron de aceite sus frascos.

Como el esposo se hacía esperar,

les entró sueño a todas y se quedaron dormidas.

Pero a medianoche se oyó un grito:

«Ya viene el esposo, salgan a su encuentro.»

Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas.

Las necias dijeron a las prudentes:

«¿Podrían darnos un poco de aceite?,

porque nuestras lámparas se apagan»

Pero estas les respondieron:

«No va a alcanzar para todas.

Es mejor que vayan a comprarlo al mercado.»

Mientras tanto, llegó el esposo:

las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial

y se cerró la puerta.

Después llegaron las otras jóvenes y dijeron:

«Señor, señor, ábrenos.»

Pero él respondió:

«Les aseguro que no las conozco.»

Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora» (Mt 25, 1-13).

Contemplación

Toda actividad humana tiene su propia prudencia y su propia necedad. No existe una prudencia en abstracto, quiero decir. En la tarea de iluminar al novio que entra en la casa de la novia el día de la boda, la prudencia de las cinco jóvenes que Jesús alaba consistió, no solo en llevar sus lámparas encendidas, sino también en llevar aceite de más. Y luego, la prudencia estuvo en no dividir su aceite con las otras, previendo que no alcanzaría para todas. Mejor cinco antorchas brillando en toda su plenitud que diez antorchas mortecinas.

Prudente es el que tiene claro el fin de su acción -el bien- y, haciendo un discernimiento en cada encrucijada que le presenta la vida (o frente a cada tentación del mal espíritu), elige los medios más adecuados para concretarlo. La tarea de las jóvenes tenía como fin iluminar la entrada del novio en la fiesta. Un momento breve pero muy especial, de esos que no se repiten y tienen que salir perfectos. Vemos así como el Señor toma un sencillo ejemplo de la vida cotidiana: una ocasión en la que uno tiene que estar atento y bien preparado para poder dar lo mejor de sí y cumplir con su parte protagónica en una fiesta.

La parábola quiere alertarnos acerca de una particular característica del Reino de Dios. Esa característica es que el reino lo da Jesús, es don. Nosotros no sabemos ni el día ni la hora en que Él vendrá a darnos ese regalo-a instaurar su Reino- pero, de nuestra parte, el don requiere que estemos preparados.

Estar preparados significa “estar en nuestro puesto de trabajo”, como el portero que espera la llegada de su señor; estar “cumpliendo nuestra tarea”, como el servidor fiel que distribuye la comida a su tiempo; estar como las muchachas prudentes que “tenían aceite de repuesto para sus antorchas”.

Esta característica del Reino, de llegar de manera sorpresiva, de hacerse esperar y de exigir todo de nosotros en el momento justo, no solo es algo que se dará en la última venida del Señor, sino que es algo que acontece en todas las situaciones donde el reino de Dios irrumpe en nuestra vida. Al Señor y al Espíritu les gusta actuar por sorpresa y tenemos que entrenarnos y estar preparados para dejar lo que estemos haciendo y obedecerles apenas sentimos que el Señor nos llama o el Espíritu nos sugiere hacer o rezar algo.

Como decíamos, en cada actividad la prudencia se rige por el fin, es decir por el bien. Tener claro el bien hace que uno discierna bien los medios. En el caso que elige Jesús resulta claro para cualquiera que la entrada del novio debe ser gloriosa. Eso es lo que motiva a las jóvenes prudentes a no compartir su aceite con sus compañeras necias. En vez de pedir, las necias tendrían que haber dicho: “Uy! Se nos acabó el aceite. Vayan ustedes que tienen más, así no arruinamos la fiesta”.

Hubiera sido una falsa solidaridad si las prudentes hubieran querido tapar el error de las necias diciendo: “Nos equivocamos todas”.

Destacamos dos características lindas que hacen a este “estar preparados” para participar en el don que Jesús nos trae.

Una es “proveernos con aceite de más”. Es decir, en lo esencial para nuestra misión, no ir “con lo justo”. Como se trata de un don que el Señor da gratuitamente es Él el que maneja los tiempos, y por eso conviene estar preparados por si se retrasa.

La otra es, que ese aceite que nos procuramos de más, “no podemos dejar que termine por ser ineficaz” por una caridad malentendida.

Se trata de dos modos de estar atentos cuando uno hace un discernimiento. Ante lo esencial, hay dos tipos de personas: los que siempre llevan de más y les sobra, y los que van con lo justo y siempre les faltan “cinco pa’l peso”.

Siempre recuerdo un momento en mi vida en que me di cuenta de que, en mi misión principal como sacerdote -cuando confesaba o celebraba-, tenía que dar mi tiempo de manera tal que el otro sintiera que sobraba (y no estar “mirando el reloj”). Esto implicaba, a veces, tener que «robarle tiempo” de hecho a otras tareas, por ejemplo administrativas o de profesor, aunque eso hiciera que no salieran tan perfectas. Me di cuenta porque constaté que por darle tiempo a «las cosas» (a mi mismo, en el fondo), se lo robaba a las personas (a los otros).

Pasa también en la familia, cuando los padres dedican tiempo extra para cumplir con un deber en el trabajo (y no recibir una queja) y se lo quitan al jugar con los chicos. Nos pasa con el Señor, con el que solemos medir el tiempo que le damos a la oración en vez de ir con la actitud de “perder un rato” gratuitamente con Él.

Lo de la caridad malentendida, que termina haciendo ineficaz el aceite que llevábamos de más, tiene que ver unas veces con las circunstancias, otras, con la gente a la que no sabemos decirle que no, o con las cosas que «no podemos evitar»…. Son tentación porque al final se nos lleven ese tiempo de más que teníamos para darle a los que amamos, a los que tienen derecho a recibir en plenitud -y con yapa- nuestro amor, aquellos que el Señor nos ha encomendado.

El mal espíritu suele tentarnos en estas cosas bajo apariencia de bien. Uno termina mintiéndose a sí mismo, diciendo que no es un sacerdote o un padre o una madre alegre -que brilla de amor en su iglesia y en su hogar-, por culpa de otros a los que ha tenido que darles parte de ese óleo de alegría que tenía para ungir su misión principal. No es verdad. Así como no hay excusa que valga para arruinar una fiesta, tampoco hay excusa que valga para no estar preparados cuando viene Jesús a regalarnos su reino.

…………..

Al leer ayer la parábola, antes de esta “meditación” de arriba, lo primero que me vino a la mente -y al corazón- fue que las cinco jóvenes prudentes seguro que eran enfermeras (aclaro que, por el aislamiento, en esta semana todo mi trato ha sido con enfermeros enfermeras médicos y personal sanitario).

Para “situar” el evangelio en la vida, fui recordando, una por una, todas las enfermeras que me han atendido en este tiempo. Ninguna necia. Unas más amables, otras más bruscas, algunas más eficientes, otras algo distraídas por el agotamiento de los sobreturnos de este tiempo de COVID-19, pero necia, ninguna.

Prudente, decíamos es la persona que tiene claro el fin de su tarea y elige los medios más adecuados para concretarlo. En ese sentido estas “enfermeras de alma”, como las llama el Papa Francisco en Evangelii Gaudium, ayudan a que cada paciente se ponga en pie y sea dado de alta lo antes posible. Lo hacen todas dando como pueden lo mejor de sí, cumpliendo horarios dobles, reemplazando compañeras, brindándose de manera constante.

Pienso en Emanuela, cuyos pasos reconozco por cómo arrastra las crocs por el corredor (al que no nos podemos ni asomar, para guardar el aislamiento). Está exhausta luego de 12 horas ininterrumpidas de trabajo, solo ella y otra enfermera para todo el piso.

Primero me tenté de impaciencia con ella, porque veía que se olvidaba las cosas, que dejaba lo que estaba haciendo a medio hacer para ir a atender a otro. Después me di cuenta de que, en realidad, ella era la primera que acudía; y siempre con buena voluntad, aunque no le diera la vida. Fue la única que me dio un mismo consejo dos veces: “Cuanto antes te pares, más rápido te vas”. Curiosamente, desde su cansancio existencial, su palabra fue más eficaz que la de otros. A mí me hizo concentrarme no en lo que ella lograba hacer a medias, sino lo que yo tenía que hacer por mí mismo. Emanuela es una de esas enfermeras prudentes que tienen claro el bien del paciente. Todos te dan el mismo consejo pero ella, desde su cansancio, me lo dio de manera tal que me entró, con un aceite que te unge y te da fuerza y no solo se te impone con la luz de la evidencia abstracta.

Así fue. Me interné un viernes a las 7 de la mañana; a las 9 entré (por la ventana, porque no se puede pisar el suelo y te pasan de una camilla a otra por una ventana), a la sala de operaciones; a las 11:30 me despertó Ana, en reanimación, y el domingo a la mañanita, cuando el dr. Alfredo me vio de pie y que me había vestido solo, me dijo que si los análisis daban bien me podía ir ese mismo día. Así, siguiendo el consejo de Manuela y gracias a tantas oraciones de los amigos y amigas, salí caminando del hospital, los 100 ms que hay hasta el estacionamiento, a las 2 de la tarde del tercer día. (Salí, como Lázaro, que “anduvo bolú…” un tiempo, como dice el chiste, pero salí).

La segunda imagen de gente prudente me la dio el doctor que me operó. No solo las enfermeras, sino también los médicos me han ayudado a reflexionar acerca de la prudencia evangélica. Sin desmerecer a otras, los que ejercen estas profesiones tienen la gracia de que no te deja mentir. Quizás por eso ha progresado tanto la medicina. El bien que buscan es el bien del otro y esto los lleva a aprender de sus errores. Si algo le hizo bien al paciente, le hizo bien; si no tienes la vacuna contra el COVID, no la tienes. Y allí donde los políticos mienten por años, los profesionales de la salud se van corrigiendo minuto a minuto.

La cuestión es que la sala de operaciones me pareció bellísima, de otro mundo, algo así como la NASA. La doctora Mariaconsiglia (que luego me sostuvo con infinita delicadeza el brazo hasta que el dr. Baldi -mi ortopédico, que vino solo para eso-, me lo acomodó con un tutor rígido para fijar la posición y poder operar) me recibió del otro lado de la ventana y me llevó ella misma empujando la camilla, haciéndome saber que era una de mis cirujanos. Cuando dije “qué belleza”, debió haber pensado que había escuchado mal, porque me preguntó si me refería al quirófano. Yo le dije que sí, y ella se ve que miró con otros ojos su lugar de trabajo.

Vestida de astronauta, como todos, la dra. me llevó hasta mi lugar: una camillita despojada y mullida, en el medio de una sala que daba la impresión de ser amplísima, quizás porque estaba poderosamente iluminada. Rodeaban la camilla unos aparatos gigantescos que no sabría describir. Entre ellos, el famoso robot, con el que el dr. Simone -el capo- te extirpa un riñón casi sin hacerte daño.

El dr. Simone, a quien no conocía porque las entrevistas las hacen sus ayudantes, en su reino, me recibió con el saludo oficial: “Cómo le va, señor Fares”. Sonriente, jugó un poco con mi segundo nombre, “Yavier”, con esa “jota” que a los tantos les gusta y que no pueden pronunciar bien. Noté que, así como me había ido a buscar la cirujana ayudante, la vía de canalización me la puso Simone, en vez de dejarle esta tarea a una enfermera. ¡Aceite de más! En términos de parábola.

Se notaba que era el jefe. Los otros le dejaban la palabra y hacían sentir que él dirigía la orquesta. La cuestión es que todo parecía una escena de “Gray’s Anatomy”, pero como me viene pasando en este tiempo con las canalizaciones en el brazo izquierdo, también al capo, para sorpresa suya (no mía), en un pequeñísimo descuido, se le salió la aguja y tuvo que recolocarla y limpiar la sangre, que yo no vi pero “sentí” en su exclamación “Oh-oh!”. El dr. venía charlando con todos muy amablemente y esto como que lo hizo prestar atención y concentrarse.

Yo no dije nada porque para mí, estos errores con las vías son una señal y una especie de cábala: si eso pequeño se tranca, de alguna manera lo grande saldrá bien. Esto viene de una oración en la que le había pedido a Santa Teresita la gracia de que cuando alguna cosa saliera mal, pudiera ver, en esa pequeña cruz, la mano de Jesús, que tiene todo en Su poder.

La gracia de la oración fue, como ya conté, el mismo día en que a la primera enfermera que me sacó sangre se le escapó la aguja en un descuido. Pareció que había sido un desastre porque, al llenar mal el frasquito, no pudieron hacer a tiempo el hemograma. Eso impidió que la biopsia me la hicieran allí, en mi hospital cabecera, y tuve que ir a hacérmela a Modena. Pero lo que parecía que retardaba todo terminó siendo una gracia, porque los amigos de Módena no solo hicieron bien una biopsia que venía complicada, sino que aceleraron los resultados y al fin terminamos ahorrando tiempo.

Pero lo que quería hacer notar es lo que me pareció percibir en ese “oh- oh” del médico: su pequeño error lo hizo cambiar en el acto el tono distendido con que comenzaba la primera operación del día. Por el resultado de mi operación, veo que no se volvió a distraer.

Además, me gustó lo de “Señor Fares”. Sentí que allí trataban a todos por igual. Que sus delicadezas no eran por ser yo cura, sino una de las cien nefrectomías totales que hacen por año con profesionalidad y cariño. Fuera de esa sala, que es el reino donde ponen en práctica la misericordia curando con todo lo que saben y pueden, no te dan mucha bola. Pero allí te dan todo y más.

Como dijo el doctor Baldi: “Somos un poco brutos, pero estamos atentos y hacemos las cosas bien. Durante todo este tiempo de su tratamiento aunque no me vea yo voy a estar al tanto de todo”.

Gente prudente que tiene claro el bien que puede hacer y por eso discierne bien los medios que pone.

Diego Fares sj

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