
Jesús dijo a la multitud:
– Con el Reino de los cielos sucede como con un tesoro escondido en el campo que un hombre al encontrarlo lo esconde y por la alegría que le da va y vende todas las cosas que tiene y compra aquel campo.
Con el Reino de los cielos sucede también como con un hombre de negocios que anda buscando perlas preciosas. Al encontrar una de muchísimo valor se fue a vender todo lo que tenía y la compró.
También, así sucede con la llegada del Reino de los cielos, a saber, como cuando se echa una red al mar y junta todo género de peces; entonces, cuando la red está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen los peces buenos en canastas y arrojan afuera los malos. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
– ¿Comprendieron todo esto?
– Sí -, le respondieron.
Entonces agregó:
– Así todo escriba que se ha convertido en discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que extrae de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas. (Mt 13, 44-52).
Contemplación
Jesús nos habla hoy de los misterios de Su reino y lo hace en clave de alegría. Que es la que el oído fino del papa Francisco ha sabido percibir en medio del ruido de nuestra época, como ese “hilo de silencio sonoro” en el que Elías reconoció la voz de Dios.
La alegría de la que habla Jesús tiene sus características particulares.
Es la alegría que habrá en el cielo por un pecador que se arrepiente (Lc 15, 7).
Es el gozo y la perfecta alegría que se apodera de nuestra alma cuando permanecemos en su amor y guardamos los mandamientos -especialmente los más pequeñitos- del Padre (Jn 15, 10-11). Jesús prometió -y Él cumple!- que cuando nos vea otra vez, nuestro corazón se alegrará y “nadie nos podrá quitar nuestro gozo” (Jn 16, 22). Es el “gozo del Espíritu Santo” que nos da la Palabra de Jesús en medio de mucha tribulación ( 1 Tes 1, 6). Un gozo que se puede apoderar de toda una ciudad, como sucedió en Samaría, por la prédica y los hechos de Felipe (Hec 8, 5-7).
Es una alegría para la cual Jesús inventa sus parábolas. Una alegría como la del mercader en perlas finas que encuentra una de gran valor. Aunque uno no sea un mercader de perlas, puede comprender lo que alguien así sentirá. No es facil, porque para sentir algo similar hay que ser un buscador de cosas únicas, y no mucha gente lo es.
Por eso el Señor la compara con otra alegría, la del que se encuentra un tesoro en un campo. Aunque no sea un buscador de tesoros, puede ser alguien que los aprecie si es que se los encuentra. Eso sí, si uno no es audaz como para vender todo y comprarse el campo donde está el tesoro (que no se puede sacar de allí con facilidad) puede ser que el hallazgo le cause más temores que alegría.
Por eso el Señor inventa la tercera parábola, la de la red que pesca todo tipo de peces y la alegría de los pescadores consiste en elegir los buenos y desechar los malos. Esta última es una alegría más a nuestro alcance, ya que quien no la ha experimentado cada vez que le toca elegir ropa en una feria, por ejemplo.
El asunto es “comprender” que el Reino de Jesús un tesoro y que para buscarlo, para ser capaces de vender todo para comprarlo y para saber discernirlo, como se disciernen los peces buenos de los malos, el “criterio” es la perfecta alegría.
Hay un problema, sin embargo. Esa alegría que “nos permite reconocer” el tesoro no es una alegría “standard”, por decirlo así. Es la “perfecta alegría”. La que solo experimentan los personajes de las parábolas de Jesús: los mercaderes especializados en perlas finas, que son los únicos que pueden reconocer una de valor infinito cuando está mezclada con otras (todas las perlas se asemejan); los audaces que están dispuestos a vender todo para comprarse un campo con un tesoro; los pescadores que saben distinguir al tacto los peces buenos de los que no lo son tanto. Es decir: aunque la alegría perfecta está “graduada” y la puede experimentar tanto un sofisticado buscador de perlas como un sencillo pescador de pueblo e incluso uno que se encuentra el reino “por casualidad”, hay algo que tienen en común estos personajes tan distintos y que los hace especiales también a ellos. La capacidad de alegrarse es algo personalísimo e incomunicable. El Señor quiere y puede darnos todos sus tesoros, pero la capacidad de alegrarnos con ellos es algo que debe “cultivar” cada uno. No se improvisa. Hay que seleccionar cientos de pescados, luego de muchas noches de pesca, para que las manos se acostumbren a reconocerlos. Hay que haber hecho muchos negocios para animarse a “vender todo lo que uno tiene” en un solo día para comprar un campo… El brillo del tesoro y el de la sonrisa, se contagian, crecen juntos, se suplen cuando al otro le falta algo. Hay sonrisas que encienden tesoros, no solo tesoros que despiertan la sonrisa. Hay perlas finas que atraen las miradas, pero solo las miradas que buscan perlas finas.
Les comparto una canción y un librito que tienen ese encanto de la perla del evangelio, del tesoro escondido en el campo y de la red que pesca en grande y luego los pescadores seleccionan los pescados que valen la pena y devuelven los otros al lago.
La canción es de Angelo Branduardi y de su esposa Luisa Zappa, y refleja hermosamente el famoso “tratadito” de la perfecta alegría, de San Francisco de Asís
( www.youtube.com/watch?v=gd7WI_yKK-8).
“Era el tiempo del invierno ya
y Francisco Perugina dejó.
Con León caminaba
y un viento frío los helaba.
Francisco en el silencio,
a espaldas de León, le habló:
‘Puede ser santa tu vida,
pero sabe que no es esa la alegría.
Puedes sanar a los ciegos y expulsar demonios,
dar vida a los muertos y palabra a los mudos;
puedes conocer el curso de las estrellas,
pero sabe que no es esa la leticia.
Si a Santa María llegamos
y la puerta no se nos abre,
atormentados por el hambre,
bajo la lluvia mojados estaremos:
afrontar el mal sin murmurar,
con paciencia y alegría saber soportar;
haberse vencido a sí mismo:
sabe que esa es la perfecta leticia”.
El librito es de Christian Bobin. Me lo hizo mandar por encomienda desde Barcelona una amiga misionera en el Congo, entre los pigmeos, y se llama “El Bajísimo” (Le tres-petit) en alusión al Dios de Francisco, que siendo el Altísimo quiso hacerse pequeñito. Es el libro más lindo que he leido desde El regreso del Hijo Pródigo, de H. Nouwen. Con eso digo todo.
Diego Fares sj