
(Después de la multiplicación de los panes) Jesús dijo a la gente (que lo seguía y había ido en su búsqueda): «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.»
“Aquéllos que rechazaban a Jesús” discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» (Juan 6, 51-58).
Contemplación
Este tiempo de Covid-19 y de pandemia, en el que no podemos comulgar materialmente ni sacar el Corpus por las calles en multitudinaria procesión, muchos me cuentan que han tomado conciencia del valor de la comunión sacramental, con el Cuerpo y la Sangre del Señor. También han tomado conciencia de lo lindo que era poder caminar con Él por nuestras calles. (Siempre recordaré el Corpus de 1992 cuando, sin saber que se hacía la procesión desde San Juan de Letrán a Santa María la Mayor, salí a caminar de tarde por las callecitas de Roma y desemboqué en vía Merulana en el momento preciso en que Juan Pablo II pasaba frente a mí a pie, llevando el Santísimo en sus manos, cantando en medio de la multitud con antorchas).
Siguiendo todas las misas de Santa Marta que desde el 9 de marzo al 18 de mayo nos celebró al mundo como un simple sacerdote nuestro Papa Francisco, disfruté de manera especial el momento que le dedicaba a “aquellos que no pueden comulgar y hacen ahora su comunión espiritual”. De las dos o tres oraciones distintas que rezaba el Papa cada mañana, me quedaron la de san Alfonso María de Ligorio y la del Cardenal Merry del Val. La primera dice así:
“Jesús mío, yo creo que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento.
Te amo sobre todas las cosas y te deseo en mi alma.
Como ahora no puede recibirte sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón.
Como ya habiendo venido, yo te abrazo y me uno a Ti;
no permitas que me vaya a separar jamás de Ti”.
Me hace pensar eso de “ven al menos espiritualmente”. Es un hecho notable cómo las palabras del evangelio recobran vigor en los momentos de crisis, cuando se abren brechas en el sistema de pensamiento en el que pensamos y discutimos. La Encarnación del Hijo de Dios y el hecho de que nos de a comer su Cuerpo y su Sangre, significa que cuando lo recibimos a Jesús “material y espiritualmente”, lo recibimos de una manera más plena que si lo hiciéramos “solo espiritualmente” (o “solo materialmente”, podemos agregar, para los que se han “acostumbrado a la comunión” y no le dedican un acto espiritual de adoración al hecho físico de comer). Sacramentalmente quiere decir las dos cosas juntas. Esta es la palabra que “cobra vigor” en la situación actual! Sacramentalmente! Dice un antropólogo del Amazonas peruano que los indios huitotos “relatan” sus mitos bailando. “Eso es cosa de baile”, dice un abuelo, cuando le piden que explique un mito. Hay cosas que se comprenden “bailando”, sacramentalmente!
La necesidad que nos ha llevado a poder hacer sólo la comunión espiritual nos devuelve a todos la conciencia de las dos cosas: de la fuerza que tiene el deseo de comulgar, de lo importante que es poner toda nuestra atención y libertad en ese acto de unión con Jesús, y también la conciencia de la importancia del pan, del hecho de comer, de juntarse en la Eucaristía presencialmente y no solo de manera virtual.
Hoy en que el plasma de los que se han curado del Covid-19 es medicina para los enfermos, el lenguaje de Jesús que nos dice que su Sangre da vida eterna y nos redime y nos perdona los pecados parece que adquiere más valor real en medio de tantas palabras gastadas.
La otra oración, la del Cardenal Rafael Merry del Val, reza así:
“A tus pies, oh, mi Jesús!, me postro y te ofrezco
el arrepentimiento de mi corazón contrito
que se abisma en su nada y en Tu santa presencia.
Te adoro en el sacramento de Tu amor,
deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón.
En la espera de la felicidad de la comunión sacramental,
quiero poseerte en espíritu.
Ven a mí, oh, mi Jesús!, que yo venga a Ti.
Que tu amor pueda inflamar todo mi ser,
para la vida y para la muerte.
Creo en Ti, espero en Ti, Te amo. Amén”.
De esta oración me gusta lo de “la pobre morada que te ofrece mi corazón” y lo de “ven a mí, oh, mi Jesús!, que yo venga a ti”. Es fuerte este “venir” el uno al otro, en libertad, para entrar en comunión.
Meditaba y sacaba provecho de esta reflexión: Contra un virus que “no tiene cuerpo”, que es un código genético envuelto con algunas sustancias, contra un virus que se contagia sin que podamos evitarlo y toma la vida de nuestro cuerpo, un Dios que tiene “su propioCuerpo”, individual, uno más, pero inmune al mal y sanificante, y que nos lo comparte y participa para darnos “su plasma”, su Vida, abriéndose a que “libremente entremos en comunión con Él”, se revela simplemente un Dios real.
Me acuerdo cómo me impactó una charla entre Moria Casán y su hija Sofía. La hija le reprochaba que la hubiera mandado a un colegio de monjas y Moria le pregunta:
– «¿Pero vos sos atea o agnóstica?»
– «No creo en la idea de Dios y no creo en la Iglesia, nada. No puedo creer que digan que Dios es un hombre, que un ser que se parece a nosotros sea el que domina todo. ¡Me mato! Si es así, no quiero tener nada que ver.»
Me impactó porque yo pienso que sólo un Dios que no solo “se parece a nosotros” sino que “es uno de nosotros” me resulta creíble, A mí, si me dicen que Dios es una energía cósmica anónima de la que salimos nosotros con esta conciencia, ahí sí que me quiero matar. Capaz que donde se le tuerce la lógica a Sofía es en eso de que “domina todo”. En las cosas de la vida no hay “dominio de todo”. Hay predominio que se limita a sí mismo y sirve a los demás seres vivos. Si no, no habría vida (y nosotros, con nuestro predominio para beneficio exclusivo estamos suicidándonos junto con la muerte de nuestro planeta). Y parece que es lo mismo en la Trinidad, en la que el hecho de que “el Padre sea mayor” no le quita nada al Hijo, al contrario, le da todo, porque es un ser mayor para darse entero.
Otra oración “sacramental”, en el sentido que decíamos de unir lo más material y lo espiritual, es la que nos dejó grabada en los Ejercicios San Ignacio:
“Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del Costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh! mi buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme
Y no permitas que aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a Ti,
para que con tus santos te alabe, por los siglos de los siglos, Amén”.
Es una oración que crea mucha intimidad con el Señor mediante el uso de los pronombres personales y posesivos.
En este tiempo de distanciamiento social, en que el otro es anhelado y temido y uno mismo frena el movimiento espontáneo que lo lleva a acercarse a los que quiere por temor a contagiarlos, valoramos lo que significa que haya Alguien como Jesús que haya ofrecido y ofrezca una comunión total.
A muchos de su tiempo les resultaba una “doctrina dura”. Les parecía mucho esto de “exigir” una comunión tan total (entendían perfectamente lo que Jesús quería decir con eso de “comer su carne”). Pero si uno lo piensa bien, en este tiempo en que todos nos “distanciamos”, quién quiere (y quién ofrecería) una comunión así?
Además, comprendemos que una comunión tan total solo se puede dar “sacramentalmente” -corporal y espiritualmente-. No bastan estas dimensiones si se dan separadas. No hay verdadero amor espiritual si no baja a las obras de misericordia, si no toca la carne herida de Cristo en los sufrientes. No hay verdadera unión de pareja si no se extiende a todas las dimensiones y circunstancias de la vida: al gozo y al sufrimiento, a la salud y a la enfermedad, como dice el rito del matrimonio cristiano.
La última oración que compartimos y sobre la que reflexionamos para sacar algún provecho, es la del mosaico del padre Rupnik que está en la capilla de nuestra casa de formación en Tainach (Eslovenia). En el mosaico contemplamos una Trinidad misionera, que se nos muestra en el Cuerpo de Cristo. Una Trinidad que sale de sí y se nos brinda, viene a habitar en la pobre morada de nuestro corazón, en nuestra tienda, simbolizada en ese ala del Espíritu que toca la tienda de Sara y la cubre con su sombra.
En el mosaico la figura del Hijo resalta por sus colores (azul de hombre, que mira al cielo; rojo de Dios, que es como la sangre que da vida) y centra todo en la herida de su Cuerpo, de su Corazón.
En el Cuerpo de Cristo tenemos acceso a la Trinidad, a nuestro Padre y a nuestro Espíritu Santo común. Contemplar la Trinidad sana nuestras relaciones, porque ellos son todo “relación al Otro”.
Contemplar la Trinidad centrando la mirada en el Cuerpo de Cristo, sana nuestras relaciones con nosotros mismos. Sana nuestra memoria, porque el Padre es más grande que nuestra conciencia y la memoria de nuestros pecados es vencida por la memoria de su Misericordia sin límites ni condiciones.
Sana nuestra inteligencia, porque Jesús es más inteligente que nosotros, es nuestro Maestro, el que tiene parábolas que tocan el corazón e iluminan los ojos con la luz del Evangelio. Un ala del Padre cubre parcialmente el ojo de Jesús, indicando que Jesús “ve con el ojo del Padre”.
Sana nuestros deseos, porque el Espíritu Santo “transforma en Palabra nuestros gemidos” y nos concentra el deseo en los bienes concretos que nos ofrece en cada momento para amar y servir. El Espíritu está vestido de blanco, el color humilde que sin brillar él es la suma de los demás. El Espíritu es la más humilde de las Personas porque no sobresale por sí mismo sino que siempre está exaltando a los demás. No solo al Padre y al Hijo, sino a nosotros, haciendo brillar sus carismas como si fueran nuestros -y lo son, pero porque nos los ha dado-.
Contemplar la Trinidad centrando la mirada en el Cuerpo de Cristo, sana nuestras relaciones familiares y comunitarias, sociales y eclesiales porque nos hace gustar la paz de estar atentos el uno al otro con la alegría que da el poder servir y no pelear. Nuestras luchas de “egos” se desinflan al comprender que nuestro yo no es “nadie” en sí mismo, si no siendo alguien “para los demás”. Los hermanos para los hermanos, los padres para los hijos, los nietos para los abuelos. Gustamos este ser servicialmente para los demás mirándolos a Ellos tres: a ese ondear y abrazarse de sus alas que los hacen cubrirse y volar como Uno solo; a ese darse de sus manos: la del Padre en la bendición, la del Hijo en el señalar siempre al Padre y la del Espíritu “santificando la ofrenda de Abraham” símbolo de la Eucaristía, del Corpus Christi.
Diego Fares sj