La parábola del Cocinero y la sal que perdió el sabor y la parábola del que es Luz y las lamparitas que lo hacen resplandecer (5 A 2020)

Jesús dijo a sus discípulos:

«Ustedes son la sal de la tierra. 

Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? 

Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. 

Ustedes son la luz del mundo. 

No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. 

Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, 

sino que se la pone sobre el candelero 

para que ilumine a todos los que están en la casa. 

Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes,

 a fin de que ellos vean sus buenas obras 

y glorifiquen al Padre que está en el cielo» (Mt 5, 13-16).

Contemplación

Ustedes son la sal, la luz en el candelero de casa y la de la ciudad en la cima de la montaña… Ustedes… Quiénes? Los que me siguen, ustedes: mis discípulos.

Jesús nos define por el seguimiento: somos Sus seguidores.

Y define el seguimiento por la sal que no pierde su sabor, por la luz de la lámpara en el techo, que ilumina a todos los de la casa, por la luz de la ciudad en lo alto del monte que ilumina el mundo, como la Virgen alada sobre el Panecillo de Quito

A sus discípulos el Señor nos define por estas dos cualidades: una que actúa en lo interior, la de la sal cuya misión consiste en realzar el sabor propio de cada alimento; la otra, que irradia hacia afuera, la de la luz que resplandece. 

Estas son las dos acciones propias del que se pone en camino cada día y sale en seguimiento de Jesús. Una de sus tareas es salar, la otra, iluminar. Ambas son relativas. Para salar bien hay que saborear los alimentos mientras se preparan hasta encontrar el punto justo para cada uno. Conviene dejar la opción -y esto es clave!- de que cada uno de los comensales pueda agregar una pizca de sal a gusto. La justeza en la sal de base que tiene en cuenta lo que el alimento absorbe es el arte del que cocina. Hay que tener cuidado: si se sala un poquito de menos, algo se puede mejorar (y ahí entra lo de la pizca de sal que se deja a gusto del otro), pero si el alimento absorbió sal de más, ya no se puede quitar. 

La parábola del Cocinero y la sal que perdió el sabor

La parábola de la sal es de las más cortas del evangelio. Yo la llamo “la parábola del Cocinero y la sal que perdió el sabor”. No sé si técnicamente se la considera parábola pero a mí me parece que en dos frases el Señor logra expresar todo un drama. Si la sal pierde su sabor, pregunta Jesús: “¿con qué se la volverá a salar? Y ahí nomás responde sin concesiones, como dando por supuesto que todos captamos lo dramático de la cosa: “Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres”. Es que no tiene sentido “salar la sal”, mezclar granitos salados con otros que han perdido el sabor. No hay granitos infinitesimales capaces de entrar en los granitos comunes y salarlos! La sal viene en granitos mínimos para poder realizar esa tarea de ser absorbida en medidas proporciones por los otros alimentos. Por eso, los granitos que no sirven (o un salero entero), se tiran directamente y, sin perder tiempo, se buscan otros que “sean” granitos de sal.

No se trata, por tanto, de una parábola simpática en un sentido algo banal. Como si Jesús dijera “tienen que ponerle un poco de sabor a la vida de la gente”. No es así. No nos dice que nosotros somos los cocineros que deben tener el arte del discernimiento para saber salar. El Cocinero es Él! Y con el Espíritu, son Dos que saben salar muy bien. A nosotros nos dice que somos la sal, simples e importantes granitos de sal que Él quiere usar a gusto. 

La comparación nos hace experimentar dramáticamente que en nuestro sabor intrínseco nos lo jugamos todo. Si perdemos nuestro sabor, no serviremos para nada: nos tendrá que reemplazar. Directamente. Nada dice Jesús acerca de si esto le causa pena o no. Un cocinero que está cocinando la comida no tiene tiempo de lamentarse por unos granitos de sal que se volvieron insípidos. Busca otros buenos ahí nomás y los malos los tira.

A mí esta parábola me hace gustar dos cosas. Una, el gusto de la sal básica, ese grado de salamiento con que el Señor cocinó mi ser cristiano. Me hace bien saborear el gusto intacto de ser hijo de Dios que me imprimió el Bautismo. Es un sabor inmodificable que quedó para siempre. Antes se significaba poniendo unos granitos de sal en la lengua del bautizado. Me hace bien saborear el gusto intacto de ser testigo de Cristo que el Espíritu me imprimió en la Confirmación. Me hace bien gustar el sabor intacto del ministerio sacerdotal, cada vez que pronuncio las palabras de la Consagración y de la Absolución.

La sal es en imagen lo que conceptualmente se llama “carácter”. “El carácter es propiamente hablando un sello por el que una cosa es determinada al cumplimiento de un fin”. El discípulo está salado para salar e iluminado para iluminar. Para ser hay que actuar, eso quiere decir.

La otra cosa que me hace gustar, aquí con temor y temblor, es la sal que no viene ya preservada con el carácter sino que la gracia la debemos custodiar y mejorar “junto con los demás”. Así pasa en el matrimonio: la sal tiene sabor “familiar”. La pregunta no es “si me gusta a mí” sino si “nos gusta (y nos hace bien) como familia”.

Así pasa en la vida consagrada: la sal tiene sabor “comunitario”. La pregunta no es por “mi carisma” sino por “nuestro carisma”.

Así pasa en la evangelización de las culturas. La sal tiene sabor a la cultura de cada pueblo. La cuestión no es lo que le gusta a mi cultura sino el gusto nuevo a Cristo que surge de la mutua inculturación.

La tercera cosa que me hace gustar la parábola es que gracias a Dios, en este ámbito de sal compartida y libre, cada nuevo día se puede cocinar de nuevo y se puede usar sal nueva. Eso no quita que haya días que quedaron mal cocidos porque la sal estaba insípida y hubo que tirarla. Las acciones que quedan así son materia de confesión y solo así servirán para algo, ya que Jesús es maestro en salar con su cruz nuestras carnes desabridas y devolverle sabor a nuestra vida insípida. Incluso hay instituciones enteras -con sus libros, reglamentos, edificios y horarios- que pierden su sal: fueron creadas para evangelizar y para ejercitar las obras de misericordia y se convirtieron en otra cosa, como esos hospitales que fueron creados para pobres y terminaron siendo clínicas de lujo- y solo sirven para ser demolidas. El Papa en Evangelii gaudium 27 sueña con una sal que pueda renovarlo todo: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación”. 

La parábola del que es Luz y las lamparitas que lo hacen resplandecer

La parábola de la luz el Señor la expande: no solo no hay que esconder la luz sino que hay que hacerla resplandecer! Si la de la sal nos habla de medida, la de la luz nos habla de desborde: el evangelio debe brillar de manera tal que se desborde, para que la Gloria de la misericordia de Dios resplandezca en todo su esplendor y llegue a todos las casas y a todos los pueblos.

La luz es relativa a la forma y color de las cosas que ilumina y a la sensibilidad del ojo que se adapta a ella para ver. Aquí remito al sitio de Pastoral Jesuita https://pastoralsj.org/ser/2524-matices, donde Facundo Fernández Buils diagnostica con una metáfora genial lo que nos está sucediendo: “Mirar en blanco y negro”, se titula su escrito y dice: “Quizás me equivoque pero tengo la impresión que de un tiempo a esta parte, hemos perdido significativamente la capacidad de reconocer los matices de la realidad”. Ayer me lo contaba y nos apasionamos en una charla sobre fotografía. Yo le decía que era bueno que explicara qué es el “rango dinámico” en una cámara fotográfica, porque era el corazón de la metáfora. Él me decía que era una cuestión un poco técnica, pero concordábamos en que no hacía falta convertirse en especialistas, sino en captar “la cosa”. Y “la cosa” es que el “rango dinámico” o gama dinámica: es la capacidad de captar el detalle -los grises, los matices intermedios- en las luces y en las sombras dentro una misma imagen. 

Nuestro ojo, me decía, tiene una gran capacidad y velocidad para adaptarse en rapidísimos movimientos a todos los cambios y matices que la luz produce en las cosas que vemos. Las cámaras fotográficas antiguas no lo captaban, en cambio las nuevas máquinas digitales si. Pero el asunto es que hay “modos de pensar”  que tienen poco rango dinámico: ven todo en blanco y/o negro. Es la polarización. Y es aquí donde hace falta el discernimiento. Facundo me decía que es verdad que Dios habita en la ciudad. Pero que el asunto es ver  “dónde”. Y que él creía que estaba más en los grises que en el blanco o negro. Como cuando se les aparece en el claroscuro de la madrugada, a orillas del lago, a los apóstoles que venían de no pescar nada. Jesús vive en los grises de la vida de tanta gente que cotidianamente hace el bien y vive las bienaventuranzas y que no es “registrada” por el lente periodístico, afiebrado en fabricar noticias en blanco y negro para vender. 

Hablamos también de que para “ver a Jesús” hay que ampliar el rango dinámico de nuestra mirada y ser capaces de ver procesos, no solo flashes. El Señor está presente y trabaja entre nosotros lentamente, y hay que registrarlo en sus largos plazos que “brillan” a veces en un momento, con luz mansa, en esos pequeños matices que hacen la diferencia.

Que el Señor nos de “ser sal en sus manos”, sal fiel al sabor que no cambia, el de ser hijos, testigos y sacerdotes, sal humilde que tiene el coraje de recuperar, una y otra vez, el sabor del carisma y de la misión si los perdimos, con la gustación del Evangelio, de la Eucaristía y del Perdón.

Que el Señor no de ser “lamparita para su luz”, esa luz mansa que respeta las cosas como son y los ojos de cada uno, y hace que su Presencia amiga se vuelva resplandeciente en medio de los grises de la vida cotidiana.

Diego Fares sj 

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