
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después,
llegó el tiempo de circuncidar al niño
y se le puso el nombre de Jesús,
nombre que le había sido dado por el Ángel
antes de su concepción (Lc 2, 16-21).
Contemplación
Decía ayer el Papa en el Tedeum: “La presencia de Dios en la ciudad, también en esta ciudad nuestra, ‘no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada’ (Evangelii gaudium 71). Somos nosotros los que tenemos que pedir a Dios la gracia de ojos nuevos, capaces de ‘una mirada contemplativa, es decir una mirada de fe que descubra a Dios que habita en nuestras casas, en nuestras calles, en nuestras plazas’ (Ibid.). Cuando Dios quiere hacer nuevas todas las cosas por medio de su Hijo, no empieza desde el templo, sino del vientre de una mujer pequeña y pobre de su pueblo”.
Los “ojos nuevos” -contemplativos- no son los de los que leen muchos libros o ven mucha internet, sino los de los pastores, que al ver a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre, contaron lo que habían oído decir sobre este niño. Contaban de manera tal que todos los que los escuchaban quedaban admirados de lo que decían estos pastores. Qué contaban? Contaban que no había que tener más miedo, porque había buenas noticias, de gran gozo para todo el pueblo: que hoy había nacido un Salvador, Cristo el Señor y que la señal era ese Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Contaban que, cuando el Ángel les había terminado de dar esta buena noticia, habían comenzado a festejar una multitud de ángeles en el cielo, que alababan a Dios y cantaban: Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz entre los hombres en los que Dios se complace.
La buena nueva se recibe y se comunica por atracción. Los que dan la noticia festejan y contagian su alegría. Es la presencia de los pastores que han acudido al humilde lugar del pesebre lo que atrae a la gente. Y los pastores cuentan lo que los atrajo a ellos, cuentan al Niño que los ángeles les hicieron ir a ver.
Ver a un niño, alegrarse por ver a un niño es saber ver a largo plazo. Un niño no tiene nada de especial y lo tiene todo: depende quién y con qué amor lo mire, depende de cuál sea la grandeza desinteresada de sus sueños. Una abuela es capaz de ver en su nieto recién nacido el cumplimiento de sus sueños sin necesidad de verlo ya crecido y padre a su vez. El que mira a un niño con esos ojos ve mucho más de lo que se ve a simple vista.
Los pastores ven con ojos de pueblo. Son capaces de ver en un niño el cumplimiento de sus sueños de paz y de justicia. Lo ven como ve las cosas el pueblo, con una mirada que dilata el tiempo, que recuerda promesas antiguas y sueña realizaciones futuras sin ansiedad por el presente. El presente les llena los ojos con la personita del niño, de su madre y de su padre allí en la humildad del pesebre. El presente les llena los ojos con lo que ellos tienen para regalar a ese niño que será su Salvador. Va unida esta capacidad de estar, de hacerse presentes con regalos allí donde se los necesita, con la capacidad de creer en una promesa. Es una manera de ver totalmente distinta a la del ver espectáculos o cosas para consumir y noticias con los chismes del día.
Cómo se recibe la gracia de una mirada así? Cómo se recibe la gracia de ojos nuevos, capaces de descubrir a Dios en lo pequeño de signos como los que los ángeles dieron a los pastores?
Fueron rápidamente, dice Lucas. La primera condición para “ver” estos signos es mirar rápido: la rapidez. San José y María no estuvieron mucho tiempo, podemos presumir, en la gruta del pesebre. Quizás ya de mañana encontraron otro lugar mejor y desaparecieron de allí. Ciertamente a los ocho días ya estaban en Jerusalén, para circuncidar al Niño y ponerle el nombre de Jesús.
Los signos de la presencia de Dios en nuestras calles y en nuestras plazas -en los rincones de nuestros pesebres actuales- es una presencia fugaz. Siempre está, pero cada vez hay que encontrarlo yendo rápido. O deteniéndonos cuando somos nosotros los que vamos rápido para otro lado, para otros lugares que no son pesebres. Hay un cruce de velocidades: la que llevamos nosotros, apurados por ir a nuestras cosas y la de los pobres y pequeños que buscan un lugarcito mejor. Estas dos velocidades en sentido contrario hace que la presencia de Dios en nuestras calles y ciudades sea breve, fugaz, pasajera como un cruce de miradas. Por eso la necesidad de rapidez: para ir adonde está ahora, esta noche, y ya no estará mañana. Rapidez para frenar y detenernos un momento a dejar que nos anide la compasión ante alguna miseria fugaz que vemos al pasar. No hace falta mucho para que se nos despierte la compasión, pero como digo, la velocidad contraria que imprimen a nuestra mirada los intereses propios hace que se vuelva doblemente invisible lo que el otro necesita y baste dar vuelta la cara o bajar los ojos un instante para que pase esta “presencia de Dios” como un mendigo que desaparece de nuestra vista y es reemplazado por alguna vidriera o algún semáforo en verde…
Encontraron, dice Lucas. La segunda condición, además de mirar rápido es la mirar para encontrar. Sabemos que a veces uno mira para no ver, mira no queriendo encontrar…, y efectivamente, nunca encuentra. Yo recibí la gracia de que, cuando yo o algún amigo perdemos algo, rezo a los ojos de la Virgen y lo encontramos. Siempre. Sí o sí (con el 100% de la efectividad evangélica que cuando no es cuantitativa, como en el caso de las cien ovejas y de las diez monedas, es cualitativa, como en el caso del samaritano leproso que volvió a agradecer y su agradecimiento, que fue del diez por ciento, valió cien por ciento en intensidad evangélica). La Virgen “me hace ver” donde dejé lo que perdí, o le hace ver al otro donde fue que perdió lo que busca. Pero la oración, muy simple, a la Virgen, es una oración para encontrar. Mucha gente se la pierde porque se le cruza el pensamiento de que “para qué molestar a la Virgen con estas pequeñeces” o de que “lo que se perdió ya se perdió y no vale la pena gastar esperanza en eso…”. Los que simplemente piden la gracia de “ver donde perdieron lo que buscan”, reciben la gracia de “verlo” y lo encuentran. Los que lo han experimentado, lo creerán sin ninguna duda y recordarán algo que les pasó y los llenó de alegría por haber encontrado lo que se les había perdido. Los que no lo prueban por miedo a “gastar esperanza”, nunca lo experimentarán. Es cuestión de cuánto uno quiera de verdad “ver para encontrar”.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre el Niño, dice Lucas. La tercera condición para ver con ojos nuevos es “contar para ver”. Las cosas de Dios se ven en la medida en que uno las cuenta, en la medida en que uno cuenta lo que le contaron. Dios se mete “en medio” del contar las buenas noticias de su evangelio. Y la cosa se va contagiando, como los ángeles se contagiaron de la alegría del anuncio que ellos mismo hicieron a los pastores y los pastores se contagiaron de los ángeles y entre ellos -vamos, se decían y veamos lo que se nos ha anunciado-, y contagiaron a todo el pueblo. Es así: cuando uno cuenta algo admirable que le contaron y que le pasó, ve viendo más. Por eso el Señor manda a que salgamos a anunciar el evangelio y no que nos quedemos a estudiarlo. Contarlo es comprenderlo. Anunciarlo es recibirlo mejor. Son los oídos y los corazones de los oyentes los que hacen que la misma semilla de frutos iguales pero de distinta calidad y en diferente cantidad. El ciento por uno en algunos, y es la misma palabra! En un carisma nuevo para una nueva época, y es la misma palabra!
Volvieron alabando y glorificando a Dios, dice Lucas. La cuarta condición para mantener los ojos nuevos es alabar y glorificar a Dios en la vida a la que uno vuelve. Esto es importante. Porque los ojos nuevos ven nuevas todas las cosas, no solo a Dios en el pesebre sino en la propia cotidianeidad. Y la alabanza en la propia vida común y corriente es el signo de que uno conserva los ojos que el Señor nos regaló para verlo a Él.
La última condición para los ojos nuevos nos la enseña María, que “rumiaba” todas estas cosas meditándolas en su corazón. La mirada nueva de Dios tiene esta “condición” un poco rara y es que necesita que se la renueve volviendo a ver en la oración lo que uno ya vio. La condición es la repetición o rumia, una rumia que “ve las cosas con el corazón”. Digo rara, pero no es tan así. Uno se acostumbra a las cosas y “deja de verlas”. A mí, por ejemplo, ver Roma desde mi terraza es algo que tengo que renovar aprovechando cuando viene alguno que la ve por primera vez. Su maravilla me despierta de nuevo los ojos, haciéndome recordar cómo fue que la vi por primera vez yo. Es que la mirada contemplativa es una gracia que proviene más de la Persona a la que miramos que de la fuerza de nuestros ojos. Solo mirando a Jesús se nos renueva la mirada. Si miramos mucho otras cosas, los ojos se nos apagan y dejamos de ser contemplativos. Esto lo digo con dolor y vergüenza, de perder tanto tiempo mirando pavadas y luego ser miope para ver las maravillas que Dios me hace pasar delante de las narices -fugazmente, eso sí- cada día. Gracias a Dios, Él no se cansa. Y un sorbo de contemplación prende los ojos para mil pesebres, donde el Niño siempre está, sonriente y envuelto en pañales, esperando que vayamos como los pastores a contemplarlo como Salvador.
Diego Fares sj