Como en los días de Noé, así será el Advenimiento del Hijo del hombre.
Porque así como pasó en los días que precedieron al diluvio, que la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que entró Noé en el arca; y no sospecharon nada, hasta que sobrevino el diluvio y los arrastró a todos, así será también el Advenimiento del Hijo del hombre. Entonces habrá dos hombres en el campo: uno será tomado y uno abandonado; dos mujeres estarán moliendo con la muela, una será tomada y una abandonada.
Velen, pues, porque no saben qué día viene su Señor.
Sepan esto: si el amo de casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, vigilaría y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, también ustedes estén preparados, porque a la hora menos pensada viene el Hijo del hombre (Mt 24, 37-44).
Contemplación
Velen! dice Jesús. En el huerto de los olivos les reprochará cariñosamente a sus amigos:”No han podido velar ni una hora conmigo!”
Velar es más que vigilar. Lo incluye, pero es algo más. Se vigila sobre la puerta y las ventanas de la casa, para ver si están bien cerradas y atrancadas. Se vigilan los movimientos del enemigo, para tratar de prever cuando atacará. Se vigila que los empleados cumplan con sus tareas…
Velar, en cambio, es cuestión también del corazón. Es pasar la noche en vela acompañando a la familia y a los amigos en un velorio; es pasar la jornada junto a la cama de un enfermo. Velar es estar atentos a que haya paz en la casa, que los chicos estén tranquilos, haciendo los deberes y jugando. Mientras hacen sus cosas, los papás y las mamás “velan”: levantan la mirada de tanto en tanto y comprueban si está todo bien, hacen un momento de pausa y escuchan los ruidos de la casa y de los chicos, a ver si no hay nada raro y si todo está transcurriendo en paz…
Evangelii gaudium dice que hay que cuidar que haya “sal y luz en los corazones”. Así como los padres velan para que haya paz y alegría en la casa, así los pastores – y todos somos pastores de al menos alguna ovejita- debemos velar para que haya luz y sal en los corazones de nuestros corderitos y de las ovejas del rebaño que tenemos a cargo, en el corazón de la gente, en nuestra cultura, que es el corazón del pueblo de Dios.
Al fin de este año, en el mundo convulsionado en que nos toca vivir, ciertamente no hay paz. No hay una guerra mundial, pero no hay paz en el mundo porque estallan conflictos todos los días, por muchos lados, y eso hace sentir que hay otros conflictos iguales que están latentes. Es la guerra mundial a pedazos, de la que habla el Papa.
No hay paz en el mundo porque no hay justicia, hay mucha inequidad, pocos que tienen mucho y una inmensa mayoría que tiene poco y en muchos casos nada. Y el asunto es que esto, desde hace un tiempo, se ve. Se ve por todos los medios. Las “ofertas” del “black friday” hacen ver toda la producción que sobra y que se remata en estos días, y eso hace más patente y doloroso que tanta gente no tenga nada, que no pueda comer una buena comida, ni tener una casita confortable.
Cuando no hay paz, la alegría se fragmenta. Hay solo momentos de alegría, burbujas de alegría, pero no hay alegría en la calle. Aquí es donde ayudan y dan esperanza -una esperanza chiquita, como la manito de la hermana menor de la Fe y de la Caridad- las imágenes de la sal y la luz.
Velamos para que haya sal y luz en los corazones. Velamos la esperanza de que nazca Jesús en medio del mundo miserable e inequitativo en que vivimos. Y para eso armamos pesebres con el poquito de sal y de luz que tenga cada familia y cada pequeña o gran comunidad en el interior de sus corazones y estructuras de bien, en las que compartimos la vida. Velamos y protegemos esta sal y esta luz haciendo pesebres, haciendo huequitos de solidaridad y amor allí donde cada uno pueda, en medio de este mundo injusto, agresivo e indiferente.
Preparar estos pesebres es la tarea del mes, la primer tarea del Adviento.
Se nos invita a crear condiciones para que haya luz y sal en la mesa y en los corazones en Nochebuena. Para que tenga gusto rico lo que se comparta, poco o mucho, y haya luz que ilumine la noche y los ojos de los niños y de los ancianos y los de los que los cuidan.
También es linda la imagen del Arca. Estoy leyendo la poderosa novela de Richard Powers sobre los árboles que están “desapareciendo” en nuestro planeta. Se llama “The overstory” –“El clamor de los bosques”, en castellano-. Uno de los personajes crea una fundación para conservar en un “Arca” las semillas de las especies que desaparecen. El problema, piensa -no lo dice, pero lo piensa una persona muy sencilla que la ayuda-, es quién las querrá plantar!
El comienzo del Adviento es de transición y el año pesa en lo que pasó. En la semana de Navidad tiene más peso el presente, con las fiestas y los regalos, y lugo, rápidamente pasamos al año nuevo, a lo que se nos viene por delante en el 2020. La imagen del Arca puede ayudar a rebobinar el año que termina y ver lo que es semilla. Es decir, lo que vivimos y no fue simple objeto de uso o de consumo, sino que es planta viva que dio fruto y quedó semilla.
Una actitud realista y esperanzadora frente a las semillas la da otro personaje del libro: un padre que le enseña a su hija a plantar árboles. La hija, de grande, recuerda las preguntas de su papá: – “Cuál es el mejor momento para plantar un arbol?” le preguntaba cada año. Y él mismo respondía: “20 años atrás!” Pero enseguida hacía la otra pregunta: “Y el segundo mejor momento? Cuándo es?” –“Ahora”, responde la hija haciendo memoria de la primera vez que respondieron al unísono, porque ya había aprendido el juego de las preguntas.
Cuál es la mejor Navidad? nos preguntamos. Y cada uno puede responder pensando en las que se le pasaron y no sembró o no cultivó la semilla que le regaló el Señor y que hoy podría ser un hermoso y gran árbol de santidad en su vida. Para el mundo, quizás la de 1999, cuando comenzaba el milenio! Pero la segunda mejor Navidad es esta, el segundo mejor Adviento es el de este mes. Y si debemos sembrar una santidad cuyos frutos no veremos nosotros, mejor. Porque la pequeñez de nuestra breve vida, que nos iguala a todos en su vulnerabilidad, es un buen lugar para que se ensanche la Esperanza, que al fin y al cabo es lo que tiene que crecer -la esperanza es el Arca y el pesebre-, ya que la semilla y el fruto, que es Jesús, siempre llega a nuestra vida como gracia, nos lo regala cada año nuestro Padre, ese Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez.
(Después que crucificaron a Jesús) El pueblo estaba allí mirando a ver qué pasaba. Y se burlaban también en medio de la gente las autoridades, frunciendo la nariz, y decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos.» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino.» Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.» (Lc 23, 35-43).
Contemplación
Contemplamos a Jesús nuestro rey crucificado. Lucas nos presenta varias maneras de considerarlo. El pueblo, la gente, estaba allí -dice- expectante, mirando qué pasaba. Las autoridades estaban mezcladas con la gente y se burlaban de Jesús crucificado. Lucas usa la expresión “fruncir la nariz”, como cuando uno se burla de otro y expele aire por la nariz haciendo ruido en señal de desprecio e indignación. Los soldados también hacían befa de Jesús, pero además lo agredían, ofreciéndole vinagre. Antes de la crucifixión le habían dado vinagre mezclado con hiel, un anestésico que el Señor no quiso beber. Ahora le dan solo vinagre. Lucas no dice si bebió. Juan dice que sí, y que después de beber el vinagre entregó su espíritu. Juan es el que narra cómo comenzó Jesús su ministerio convirtiendo el agua en un vino excelente y ahora lo termina – “todo está cumplido” -, bebiendo un vino malogrado.
Como decía Madre Teresa: el Señor tiene sed de todo lo nuestro, incluso de lo malogrado.
Uno de los ladrones lo mira descargando en él su rabia. El otro ladrón, lo mira de manera distinta.
Si prestamos atención notaremos que todos los que miran mal al Señor usan la misma frase: salvate a ti mismo. El buen ladrón, en cambio, sigue otra lógica. Algo se despierta en él al escuchar los insultos de su compañero y al ver al Señor en la misma situación que ellos, sabiendo que no ha hecho nada malo.
También nosotros nos “contagiamos” de las actitudes de los demás. Y podemos elegir con quién nos asociamos. Hay para todos los gustos. Pero es importante darnos cuenta de estos mecanismos sociales en los que hay frases que nos llevan a tomar postura. Frases que nos hacen sentir cosas y por eso nos parece que la postura es nuestra. Pero podemos ser más críticos y reflexionar cómo es que la misma idea -la de salvarse a sí mismo-, suscita actitudes negativas pero en distinto grado. “La gente” se queda expectante, pero la idea de que uno que no se salva a sí mismo no puede ser rey ni Dios la afecta: los que más quieren al Señor están shockeados; otros en cambio, se suman a los jefes que, luego de haber logrado la condena judicial y política del Señor, lo desprestigian públicamente. Para los soldados, la cuestión es más ejecutiva, de obediencia debida al que tiene el poder. Ellos simplemente desprecian a Jesús, como desprecian todo lo que pueden matar con sus manos. Pero lo que me resulta más curioso es que el más afectado, parece ser el ladrón que lo insulta con mucha bronca. Salvate a ti mismo y a nosotros, le grita, indignado por el hecho de que Jesús no se juegue por los de su bando. Y esto precisamente es lo que suscita una postura contraria en el “buen ladrón”.
Los que miran a Jesús desde el poder, los que han logrado que lo condenen y los que lo ejecutan, simplemente se burlan. El que tiene todo controlado, se da el lujo de controlar también su ira. Los que lo miran desde el “no poder”, desde la vulnerabilidad compartida, tienen reacciones más genuinas: uno lo insulta y el otro le habla con cariño.
Esta lógica del buen ladrón es la que nos interesa. Notemos que ni siquiera tiene en cuenta los argumentos de los poderosos. Tiene conciencia: ellos son los victimarios, los que los han puesto en la cruz a ellos tres, sin importar sus diferencias, por tanto, sea lo que sea que digan, son gente que piensa para su propio provecho y no tienen escrúpulos. No le interesa lo que digan. A él le interesa discutir con el otro ladrón. Piensa: los tres somos víctimas, pero Jesús no hizo nada malo. Por qué se enoja tanto mi compañero?
Y en ese instante deja de tratar de convencerlo y comienza a hablar directamente a Jesús. Y Jesús, que estaba callado ante los insultos, a él le responde!
Esta es la gracia del buen ladrón. Se da cuenta a qué gente no tiene que escucharar (a no ser para confirmar cuáles argumentos son seguramente falsos y usados con mal espíritu), se da cuenta hasta donde puede tratar de convencer a otro, que es víctima como él, y con quien sí es interesante hablar realmente: con Jesús, víctima como ellos, pero inocente.
Le habla usando palabras que sabía eran suyas: usa la palabra Reino. Se ve que, como todos, algo conocía del mensaje del Señor, le había llegado de alguna manera eso de que Jesús era Rey y de que su reino era de los pobres, de las vulnerables como él. Tenía claro que no era para nada un reino como el de los poderosos que los estaban crucificando.
No sabemos qué conciencia teológica tenía este buen hombre, pero sí podemos comprobar que en ese rato que pasó en la Cruz junto a Jesús, la desarrolló como para que le dieran un doctorado. Digo esto no solo por la manera como le habló a Jesús, sino también por cómo el Señor tomó en serio su petición. La teología que vale es la que conduce a la salvación y al buen ladrón, su teología, lo llevó derechito al reino. Me admira cómo por sí mismo, sin que nadie le diera argumentos, logró salir de la lógica de los poderosos, esa que usa la burla y la denigración del otro como instrumento de poder.
Se salió también de los estragos que esa lógica (la del salvarse uno) ocasiona en las filas de las víctimas, haciéndolas odiar a otras víctimas e incluso a los mismos inocentes como Jesús que vienen a salvarlos!
El ladrón teólogo discirnió la falsedad de estos argumentos y entró por sí mismo en la lógica de pedir ser salvado y de pedírselo al que corresponde, a Jesús que quiso ponerse a su lado en una cruz como la suya, pero viviéndola bien.
Esa gente es la que hay que buscar: gente como el buen ladrón y como Jesús, que cargan bien su cruz.
Esos son los pobres que poseen el Reino. Jesús es, quiso ser, uno más entre ellos. Le agregó sólo lo de ser inocente. Pero vivió en su reino como uno más. Sin querer salvarse a sí mismo de su cruz (y de hecho no se salvó, sino que la abrazó) y dando una mano a los demás.
El buen ladrón, con esa oración tan linda en la que le nace llamar a Jesús por su nombre, sin otros títulos, debe “despertar” nuestra oración. Porque por ahí, si Jesús no lo sentimos o no nos responde, puede que sea porque sin darnos cuenta le estamos “gritando” al usar los mismos argumentos que nuestros enemigos; o quizás estemos mudos, que es también una manera de gritar (para adentro), porque nos ha colonizado la lógica del salvate a ti mismo y sálvanos a nosotros, los de tu grupo.
Cada uno tiene que discernir dónde es que su lógica no funciona con Jesús, porque es la del enemigo. Acuérdese, eso sí, que como dice el Papa Francisco, no se disciernen la ideas sino los sentimientos. Puede que tus ideas sean muy razonables, pero si estás mudo, si te quedás de espectador cuando atacan a Jesús, si te burlás de los chistes y befas que hacen los poderosos, si le agregás vinagre a la situación…, es que estás contagiado de una lógica que no es la tuya (a menos que tengas poder, armas o dinero). Sos una víctima más y estás pensando como los victimarios! Amigo, que el buen ladrón te ayude a avivarte que en Jesús tenés un amigo, no un enemigo! Más aún, te hará sentir la dignidad de uno que puede ser parte de su reino. En su reino sos verdadero ciudadano, con tu tarea, con todos los cuidados que un ciudadano merece, con reconocimiento y respeto, con posibilidad de ser útil a los demás.
Y si escuchamos cómo el Señor le aseguró al buen ladrón que estaría en el paraíso ese mismo día, comprendemos que el “hoy” de Jesús es un criterio de discernimiento: sus gracias son “hoy”, son en el mismo día, en lo que abarque la situación presente que estoy viviendo. Así como el enojo, el odio y la burla constituyen un “hoy” (real pero infecundo), también la gracia es “hoy”, pero fecunda. El enojo, el odio y la burla me quitan ciudadanía, me vuelven secta, me roban la pertenencia a mi pueblo, a mi Iglesia, a la humanidad. La amistad con Jesús, especialmente la que se da “en las malas”, me devuelve ciudadanía, me hace inclusivo, me da ser parte de un reino, de la comunidad de todos los que se dirigen a Jesús como a uno más y a cada uno de los demás como a Jesús.
Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.»
Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?»
Jesús respondió: «Tengan cuidado, no se dejen seducir, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca.» No los sigan.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se atemoricen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.» Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.
Asienten bien esto en sus corazones: que no tienen que ensayar de antemano el modo de defenderse y justificar las cosas, porque Yo les daré lengua y sabiduría a la cual no podrán resistir o contradecir ninguno de sus adversarios.
Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a su capacidad de resistir (hypomoné) salvarán sus vidas.» (Lc 21, 5-19).
Contemplación
El evangelio habla de “capacidad de resistencia” y su lógica se puede sintetizar teniendo en cuenta estos pasos: 1. La fortaleza se funda en la convicción de que nada creado es sólido por sí mismo (“no quedará piedra sobre piedra”): todo tiene principio y fin, el universo, la tierra, la vida humana. Por tanto, “somos creados”, como dice Ignacio en el Principio y fundamento. 2. Tener conciencia del misterio de que “todo es creatura”, hace 2.1. perder el control (cuándo sucederá, cuáles serán los signos), pero 2.2. nos libra de los temores (no se atemoricen) y 2.3. no permite que nos manipule ningún seductor: ni poderoso (soy yo) ni sabio (este es el tiempo). La conciencia de ser creaturas 3. nos centra en juzgar todo lo que nos acontece como oportunidad de dar testimonio de que Dios nos ama y nos cuida. 3.1. Sólo en Él nos confiamos (Él nos dará las palabras) y 3.2. allí resistimos con una resistencia del todo especial, que llamaremos “resistencia cordial”. 3.3. El Señor nos da la fortaleza de corazón para resistir. Mejor aún, su Corazón nos “encorazona”.
Un pequeño excurso sobre el lenguaje
En castellano tenemos una palabra que expresa la capacidad de enfrentar lo arduo y de resistir incluyendo “corazón”: esta palabra es “coraje” (“cor”). Decimos “tener coraje” pero no tanto “dar coraje”. Más bien usamos “dar ánimo” o “dar valor”. En italiano se usa “incoraggiare”. Una sola palabra que expresa “dar corazón al otro”. A nosotros “encorajear” no nos suena bien. Pero podría ir “en-corazonar”. Si nos fijamos bien, usamos la palabra para expresar lo contrario: “des-corazonarse” es habitual. Indica que se sacó o se salió el corazón de una empresa y eso hizo que se perdiera el entusiasmo y las ganas para ir adelante. Pero para la actitud positiva no tenemos una sola palabra, que sería “encorazonarse”, sino que usamos una expresión: “poner el corazón”. Quizás se trate de un cierto pudor, al ver que a veces no basta para expresar positividad, porque tenemos conciencia de que nuestro corazón es flaco y vacilante y a veces no sabe a qué adherirse o no tiene fuerza adhesiva para no soltar lo que quiere… Decir “lo hice de corazón” no basta para justificar todo. Porque a veces el corazón sigue una idea equivocada o es blando o egoísta… No siempre “poner corazón” es sinónimo de “poner coraje” o de “resistir con coherencia”.
Por otro lado, “encorazonar” se está usando, pero como neologismo para nombrar los “like”, los corazones en facebook. Indica una acción del corazón, que es “abrazar y rodear con amor algo que nos gusta”. Pero aquí se da el defecto contrario, si parece que da pudor identificar corazón con coraje y valentía, porque a veces el corazón es cobarde, pareciera que no hay problema en identificar corazón con “me gusta” y consentir a un uso superficial de un símbolo que debería ser sagrado.
Hacer de tripas corazón
Sin embargo, hay una expresión en la que la palabra “corazón” queda bien parada. Es “hacer de tripas corazón”. Cuando decimos “hacer una montaña de un grano de arena”, entendemos que se está exagerando. Cuando decimos “hacer de tripas corazón” estamos tomando las tripas en cuanto recipiente de la flaqueza y cobardía y el corazón como contenedor de la fortaleza y el coraje. Y hay aquí un discernimiento que juzga bien, creo yo, y hace ver que el corazón es la sede del coraje y que la cobardía no proviene de su sede sino que reside en las tripas.
Es significativo que culturalmente usemos la expresión “poner huevo” o “tener pelotas” (ahora se usa también “tener ovarios” para emparejar géneros). Es decir, juzgamos que el coraje tiene que ver con las partes bajas. Pero estas son como son: o se tienen o no se tienen y este coraje genético, por así decirlo, no es modificable en sí mismo. Cada uno tiene un grado de valentía y cobardía propio escrito en sus partes bajas, dicho esto sin despreciar. Pero vemos y admiramos esos actos de heroísmo en los que alguien “hace de tripas corazón”. O poniendo el corazón logra imprimir a las tripas un coraje que por sí mismas no tenían.
Encorazonados por Jesús
En este punto preciso es en el que nos situamos con el evangelio de hoy. En ese coraje, en esa valentía que nos puede ser impresa no por el nuestro sino por Otro corazón. El Corazón del Señor -que es puro corazón- es capaz de hacer de todas las tripas un corazón como el suyo. Esta operación que nosotros consideramos heroica y que se publicita como algo raro (aunque toda cotidianeidad de trabajo y de amor por la familia tiene mucho de este “hacer de tripas corazón), Él la puede hacer siempre, en todo momento y situación y es propiamente lo que nos cambia la vida. La valentía cristiana, la capacidad de resistir al mal, la gracia de levantarse una y mil veces y volver a ir adelante (así define Francisco la santidad) es algo que no proviene de nuestras tripas ni tampoco de nuestro corazón, pero sí puede ser recibido por él. Nuestro corazón es órgano abierto, no determinado genéticamente, y puede ser “encorazonado” por otro que nos traspasa su valor y nos contagia su ánimo y determinación.
La fortaleza y el ánimo cristiano no es cuestión de voluntarismo o de agallas, no está en poner huevos ni en encolerizarse ni en endurecerse. Hay una fortaleza que es propia del Corazón de Cristo y la infunde su Espíritu que se derrama en todo corazón que lo desea y lo acepta y se deja “encorazonar por Él”.
Esto es lo que el Apóstol Santiago expresa cuando nos exhorta: “Tengan grande ánimo y consoliden sus corazones porque la venida del Señor está cerca” (St 5, 8). Consolidar el corazón y que se llene de ánimo eso sería “encorazonarse”. Y es la cercanía del Señor lo que logra esta gracia, la promesa de su pronta venida, su compañía cotidiana, el contacto de amistad con él en todo momento, por la Eucaristía y el Evangelio, recibidos y gustados en la comunión y la contemplación.
San Pablo habla de estas cosas con palabras imborrables:
“Nosotros nos gozamos en la gracia estribando en la esperanza de la gloria de Dios. Y no solo eso, sino que hasta nos gozamos en las tribulaciones, porque sabemos que:
lo que nos angustia engendra la capacidad de resistencia, el coraje y la paciencia (hypomoné); y la capacidad de padecer, engendra aquilatamiento; y el aquilatamiento engendra esperanza, y la esperanza no defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado“ (Rm 5, 3-5).
Puede hacernos bien pensar que no es que se nos haya derramado el amor como si fuera solo una energía (que es el efecto) sino que es el Corazón mismo de Dios el que se ha trasplantado en los nuestros, ya que el Señor dice que “harán morada en nosotros”.
También dice Pablo, en uno de los pasajes más consoladores del Nuevo Testamento:
“El Dios del coraje y del consuelo les conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Rm 15, 5).
Tener los mismos sentimientos equivale a tener un mismo corazón. O a emparejarlo con el del otro, de manera tal que latan al unísono y se comuniquen su dinamismo. Dado que el corazón es un órgano de pasaje, no algo que valga en sí mismo sino que vale en cuanto que late, al contagiar su latido comunica su mismo ser, que es pura acción de amar.
El coraje del corazón es un coraje espiritual
No es un coraje desmedido, que en su ímpetu individual arrase con todo para lograr la victoria sin importar los daños colaterales. Nada de eso: es el coraje del Señor que en el camino a la pasión, sin soltar la Cruz, va derramando gestos de ternura y consideración con las mujeres que lo acompañan, con la Verónica, con Juan y su Madre.
El coraje del corazón es distinto al del carácter. Más aún, se suele complacer el Señor en “encorazonar” con su valentía a los más débiles y pequeñitos, como vemos en toda la historia de nuestro mártires y santos, en los de altar y en los de “clase media” y, también diría yo, en los de la clase baja de la santidad, que es la preferida del Señor misericordioso, ya que Él los “encorazona” con infinita delicadeza y predilección.
El coraje del corazón es el coraje de la caridad, la paciencia de la caridad.
Es también coraje noble, que no se alegra por ningún mal y que ama todo bien, venga de quien venga.
El coraje del corazón no es momentáneo, sino que se extiende a lo largo de los días y de toda la vida. Es la valentía de abrazar la vida entera con todo lo que sucede y no un arranque de valor pasajero.
Este encorazonamiento, este ánimo y esta fortaleza para soportarlo todo y llevar adelante la misión se alimenta de Jesús. Pero no solo de mirarlo como ejemplo sino de mirarlo incorporando -encorazonando- su Corazón mismo. La oración que “encorazona” es una oración que va directo al Corazón, a la sede del ánimo y del coraje, y de allí toma no solo claridad respecto de lo que hay que hacer sino fuerza para hacerlo.
Y aquí, paradójicamente, el mejor “recipiente” para atraer la Fortaleza del Corazón del Señor no son nuestras virtudes sino nuestras debilidades. Teresita lo sabía y por eso la primera paciencia que ejercitaba no era para con los demás sino para con ella misma.
« ¡Qué feliz soy -decía- de verme imperfecta y tan necesitada de la misericordia de Dios! ».
Allí donde estamos “descorazonados” es el lugar preciso a donde dirige su mirada el Señor y, conmoviéndose como se conmovía al ver a los más humildes, pone Él su Corazón y nos encorazona: nos tiende la mano y nos levanta, nos dice tu fe te ha salvado; toma tu camilla y camina; de ahora en adelante, no peques más; sígueme; ánimo, no tengas miedo, soy Yo.
Teniendo a Jesús delante no hay duda de que lo mejor para presentarle, lo más claro y que se hace presente de manera inmediata, tantas veces por día, es nuestro corazón allí donde “nos descorazonamos”. Es precisamente el lugar donde sufrimos las insidias del enemigo para apartarnos de Jesús! San Ignacio diría: aprovechar que allí se desenmascara el enemigo y el ángel de luz muestra la cola de mono: allí donde nos descorazonamos podemos sentir claramente la diferencia de trato del que nos descorazona más y de Jesús, que nos encorazona.
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, tome por esposa a la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo tomó por esposa a la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se dan y se toman en matrimonio, pero los que sean juzgados dignos de alcanzar la eternidad y la resurrección de los muertos, no se tomarán ni se darán en matrimonio. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él. Al oír esto la gente se maravillaba de su doctrina. Pero los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo…» (Lc 20, 27-38).
Contemplación
Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Esta es la respuesta de Jesús a los saduceos. Un Dios de vivientes, un Dios de la vida. Con esto el Señor les dice que sus razonamientos son de muertos, su lógica es una lógica de muerte.
Un detalle resulta revelador. Ahora no lo decimos así, pero en aquella época casarse se decía “tomar mujer”. Se “daba a la mujer en matrimonio” y se la “tomaba por esposa”. Hoy se utiliza el sentido del verbo “lambano” que es “tomar” y también “recibir” y se dice “te recibo por esposa, te recibo por esposo”. Los saduceos terminan diciendo directamente: “de quién será esposa ya que todos ‘la tuvieron’ por mujer”.
Más allá de estas cuestiones de lenguaje, lo que quiero señalar es que la lógica de los saduceos es la lógica de la posesión. Y como la vida no “se posee” sino que es don, esta lógica conduce a errores nefastos. Por eso el Señor, en otra ocasión, argumentando sobre estas mismas cosas les dirá a sus adversarios: ustedes están en un grave error. Hoy nos resulta desagradable usar esta lógica de posesión para hablar del matrimonio. Ningún padre dice al novio “te doy como esposa a mi hija”, aunque si uno lo piensa bien, el rito de entrar con la hija de la mano y luego dejarla en manos del novio está diciendo eso gestualmente. Sin embargo, la lógica de la posesión no ha sido superada sino que ha cambiado de ámbito: ahora ha pasado al propio cuerpo: yo soy dueño/dueña de mi cuerpo, se dice. Pareciera un paso adelante y sin embargo, la lógica es la misma: de posesión.
Jesús propone otra lógica para hablar de la vida. Y usa tres argumentos.
El primero tiene que ver con los hijos, con el ciclo de los hijos. Los saduceos piensan dentro de esa mentalidad en la que la posesión de la esposa se legitima por los hijos. Al no tener hijos, no le pertenece a ninguno de los hermanos. Aunque nos choque esa mentalidad, también hoy es real que cuando hay un hijo en común, la relación entre un hombre y una mujer adquiere otra consistencia vital. No es lo mismo separarse sin hijos que teniendo hijos. El hijo -y los nietos- hace que el vínculo permanezca en el tiempo y no sea solo cuestión pasada. No es solo un vínculo de voluntades ni solo jurídico, sino que hay algo biológico y espiritual que une. Lo que hace Jesús, siguiendo esa mentalidad es ponerla en clave de don, no de posesión.
Escuchemos bien las palabras que usa. Dice: “los que sean juzgados dignos de la eternidad y de la resurrección de los muertos”. La vida eterna no es un “derecho” ni una “exigencia biológica”, es -será- fruto de un don. Así como la vida es don, la vida eterna no puede ser menos.
Lo que pasó es que a nosotros se nos fue instalando una lógica: la de que Dios nos dio la vida y no puede “aniquilarla”. Y como tenemos un alma “espiritual”, esta “debe ser inmortal”. Y entonces “a algún lado tenemos que ir” y “tiene que existir otra vida”. La imaginación va “cosificando” estos razonamientos y terminamos como los saduceos, burlándonos de “quién estará con quién en esa vida eterna a donde tenemos necesariamente que ir”.
El Señor cambia la lógica. Centra todo en Dios, del que serán hijos los que sean considerados dignos de “nacer de nuevo”, es decir, los que sean juzgados dignos de recibir el don de la resurrección.
Esta lógica nos orienta en primer lugar a pensar de modo distinto nuestra vida actual. Antes de sacar conclusiones acerca de cómo se “articulará en el cielo” eso de “ser considerados dignos de nacer de nuevo”, podemos pensar que “ya hemos sido considerados dignos de nuestra vida actual”. Y esto sí debería ser motivo suficiente para ponernos de rodillas, agradeciendo a nuestro Creador, y levantarnos inmediatamente, como María, a ir a servir a nuestros hermanos, ya que todos son igual de dignos y muchos -la mayoría- está sufriendo hambre, pobreza y exclusión.
Para desear cambiar de vida basta considerar mi vida como un don inmerecido, ya que no “soy” digno, sino que “fui considerado digno”. Y no solo por Dios sino por mis padres, que no me abandonaron, y por la sociedad que, en distinta medida, me consideró digno de tener nacionalidad, escuela, trabajo, casa, derechos…
Una vez que uno usa esta lógica del don para juzgar su situación actual, se puede situar mejor para pensar “lo que será el don del Cielo”. Lo que será “ser considerado digno de una vida eterna y de ser hijo de Dios”.
“Ser hijo de Dios a través de un nuevo acto, en el que resucitarme es una “reduplicación” de su decisión amorosa de crearme. Esta vez el ser hijo es un don que se me da siendo yo consciente y eligiéndolo a mi vez. Así como muchos se rebelan contra la vida diciendo que “no eligieron nacer”, pues bien, podemos elegir nacer de nuevo!
Esta es la delicadeza de nuestro Padre del Cielo de la que le habla Jesús a los Saduceos escépticos y burlones y que debería hacer que se derritiera su dureza producto vaya a saber de qué frustración o ambición que no los deja abrirse a la maravilla de lo que les está revelando y ofreciendo Jesús.
El segundo argumento, es el de la Escritura. También aquí el Señor sigue la mentalidad de sus adversarios que sólo aceptaban como canónica la Torá, los cinco libros de Moisés. Les dice que Moisés “ha dado a entender” que los muertos resucitan al hablar de “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Jesús apunta como siempre a la Escritura, como sabiduría de Dios revelada a su pueblo, que cada uno de saber leer. Si uno no aprende a “leer bien la Escritura”, si uno lee solo noticias y lo que se dice en los medios y no profundiza toda su vida en la Escritura, no creerá en la resurrección ni aunque resucite un muerto, como le decía Abraham al rico Epulón. Los saduceos eran tipos cultos y leídos, que creían en el libre albedrío y se jactaban de estar por encima de creencias y mitos populares. Pues bien, el Señor apela a su libertad. La resurrección será un nacer de nuevo libremente, eligiendo creer, eligiendo fiarnos de gente como Jesús y sus testigos.
El tercer argumento es una definición de Dios en términos de vida. La argumentación es fortísima. Empieza con una negación que es como darles una bofetada y que, si la tomaran bien, debería ser capaz de hacerlos reaccionar, ya que son gente que está como muerta. Dios no es un Dios de muertos”, les dice Jesús. Es como decirles “ustedes están muertos”.
Y sigue:… “Dios es un Dios de vivos”. Solo si vivís, puede ser tu Dios. La inversión lógica es poderosa. No te rías de las imágenes ridículas que te has hecho de Dios! No te das cuenta de que son conclusión de una lógica equivocada? Que has seguido la lógica de la posesión que es una lógica de muertos? Abrí tu mente a la lógica de la vida, que es una lógica de don: viví y date a vos mismo y verás que se te vuelven claros los rasgos de este Dios de gente viva, de este Dios que es Padre, de este Dios que no tiene miedo a encarnarse, porque en la vida de la gente simple se encuentra siendo verdaderamente el Dios que es.
Concluye Jesús: “Todos, de hecho, viven para Él”. Es un juicio inclusivo. También los saduceos, aunque no se den cuenta, aunque se burlen de Jesús que les predica este Dios vivo, viven para Él.
Ellos planteaban la “anti parábola de la viuda que no tenía quién la poseyera como esposa en la vida eterna”. Jesús se las desarticula prolijamente y les muestra que ni siquiera Dios “nos posee”: más bien, los que así lo elijen, “viven para Él”.
Un Dios de vivos significa un Dios pobre, que no posee a sus creaturas sino que las alienta a vivir porque las considera dignas de vivir. Y los que son sus hijos y eligen serlo “viven para Él”, es decir: se nutren, disfrutan, crecen, van adelante, trabajan, se donan, ofrecen su vida y la comparten y, viviendo así, hacen de Él su Dios, lo glorifican.
………..
Comparto, como todos los años, las Confesiones de un saduceo, imaginando a uno que se convirtió.
“Creo que fue la serena convicción con que lo dijo lo que me llevó a reflexionar…
Sí, fueron más sus ojos sin rastro de ira ante nuestra burla, que pretendía avergonzarlo en público, lo que me llamó la atención.
Después se sumaron otros detalles, especialmente el contraste entre la gente, que se maravillaba de su doctrina y la furia de mis colegas (más contra los fariseos y la satisfacción que les producía ver cómo nos había tapado la boca, que contra Él…).
Yo había ideado y escrito la “anti-parábola de la viuda resucitada”, como le di en llamar. Y me creí que verdaderamente era ingeniosa. El inventaba parábolas que describían el cielo de los resucitados con la intención de cambiar nuestras costumbres en la tierra y a mí se me ocurrió proyectar una situación terrena para burlarme de sus ideas del cielo. Esperaba, al menos, otra parábola en respuesta. O que rebatiera el argumento, como hizo con lo de la moneda del César…
La verdad es que el Rabbí me resultaba interesante.
Oírlo discutir con los fariseos me encantaba y prefería su apertura moral a la sarta de leyes escrupulosas de nuestros amigos. Lo que no podía entender era cómo un hombre inteligente como él podía creer en la resurrección de los muertos. Soy capaz de comprender que los que trabajan en torno al templo y viven de la religión, necesiten prometer algo bueno a la gente para mantenerla sumisa y colaboradora. Para ello nada mejor que hablarles del cielo mientras se aprovechan de su dinero en esta tierra… Pero que alguien pobre y humilde como el Rabbí, sin ambiciones ni intereses personales, y a la vez tan inteligente, hablara tanto del cielo, me intrigaba mucho. ¿No se daba cuenta que con eso favorecía a los comerciantes de la religión?
La verdad es que la explicación que dio de las Escrituras, lo de que seremos como ángeles y que no nos casaremos, no la seguí mucho. Lo que me golpeó fue la última frase. Me miró especialmente a mí, como si supiera que era yo el que había inventado la anti-parábola y dijo: “Él no es un Dios de muertos sino de vivientes; pues todos viven para él”.
Lucas no lo pone, pero Mateo y Marcos sí lo registraron: Él dijo también: “Ustedes están en un error grave, por no comprender bien las Escrituras”…
Si hay algo que no me gusta es estar en un error; y menos que me lo digan en público. Pero que me dejen ahí, sin más explicaciones y que todo el mundo se de por satisfecho con lo que dijo el que me corrigió, ya es el colmo.
Ahí me di cuenta de que la gente no tenía interés en nuestras discusiones de palabras: estaban fascinados con la Palabra de Jesús. Cualquier cosa que Él dijera, estaría bien. No se ponían a pensar si podrían cumplir todo lo que él les decía. Sus palabras, simplemente, les conmovían el corazón. No eran “razonables”, como esos argumentos que suenan lógicos, pero te dejan afuera. Sus palabras entraban en uno y permane-cían. Era como si se aposentaran sin apuro por dar fruto… Entraban mansamente en el corazón, como semillas en una tierra blanda por la llovizna…
Y eso fue lo que me pasó a mí. Le escuché decir que nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos y se despertó en mí el deseo de ese Dios Vivo; le escuché decir que todos vivimos para Él y se despertó en mi corazón el deseo de vivir también yo para Él.
¡El deseo! ¿Pueden creer que estando ante Él, por primera vez en mi vida, descubrí lo que era tener un deseo? Hasta ese momento yo había tenido necesidades. Y tenía claro que cuando las satisfacía, dejaban de interesarme. Así entendía yo esas ideas del cielo: como una carencia que algunos pretendían llenar con una ilusión.
Pero al escucharlo hablar del Cielo a Él, algo nuevo se movió en mi corazón. Deseaba que siguiera hablando. Aunque dijera cosas dolorosas, como eso de que estábamos en un grave error. Todo lo que percibía en Él, su coherencia, su señorío, su limpieza, su sinceridad… todo, eran cosas positivas que despertaban deseos de más en todas mis facultades.
No sé si han tenido alguna vez la experiencia de estar ante una persona así, cuya sola presencia basta para que uno no quiera otra cosa sino seguir estando ante ella. Gozando que esté viva, quiero decir. Gozando que exista.
¡El Dios vivo del que hablaba era Él mismo! Y distinto a la vez.
Y no es que le brillara ninguna luz especial. El Dios vivo estaba en sus Palabras. Se hacía presente en cada una de sus Palabras como si fueran Palabras vivas, capaces de crear lo que nombraban. Cada Palabra suya era como un tapiz bordado, como una pieza musical… Cada Palabra que salía de sus labios iluminaba como un amanecer, limpiaba el alma como un viento fuerte, regaba el corazón como una acequia que trae agua de la montaña. Y después que decía las cosas así, la experiencia no desaparecía, sino que cada Palabra se guardaba ella misma en mi corazón y quedaba disponible, como un tesoro escondido, como una fuente de agua viva, para ser de nuevo saboreada como… ¡como un pan vivo…!
Desde entonces creo en Él. Creo en su Dios, que no es un Dios de muertos. Creo en la resurrección de la carne, de la que me burlaba por ignorante. Creo todo, porque lo dice Él. Y lo más asombroso es que creo como toda la gente sencilla que cree en Él y se le acerca. Es más, quiero mezclarme con esa gente de manera tal que nada me distinga, para que nada me distraiga de estar cerca de Él. Cuánto más anónimo y escondido yo, uno más entre los otros, todos juntos e iguales, más crece Él, más vivo en Él.
Zaqueo era jefe de los publicanos, era rico y buscaba ver a Jesús –quién era-, y no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura.
Entonces, echando a correr hasta ponerse adelante, subió a una morera para poder verlo, porque Jesús estaba a punto de pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús, levantando la mirada, le dijo:
«Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy es necesario que vaya a tu casa.»
Zaqueo bajó a toda prisa y lo recibió alegremente.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Entró a hospedarse en casa de un hombre pecador.»
Poniéndose de pie Zaqueo dijo al Señor:
«Mira, Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguno, le restituyo cuatro veces más.»
Y Jesús le dijo:
«Hoy ha venido la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido» (Lc 19, 1-10).
Contemplación
– Soy Zaqueo, el jefe de publicanos, el rico, el petiso, el que quería ver a Jesús, el hijo de Abraham… como gusten llamarme. Lucas me puso todos los apodos posibles en su evangelio (aunque tuvo la delicadeza de dejar de lado algunos adjetivos que agregaban mis compatriotas…), pero destacó mi nombre propio y les adelanto que estoy orgulloso de ello. Porque limpió mi nombre. Y eso redundó en un bien para mi familia.
Sabrán que mi nombre Zaqueo era objeto de burla para mis paisanos. Significa puro, inocente. Y que un publicano se llame “Puro” en Jericó es como que un paisano se llame Inocencio en el barrio del Once. La cuestión es que me cargaban…
También les diré, que después de mi conversión, no todos se creyeron eso de que iba a devolver lo robado y a ponerme a trabajar por los pobres… Pero yo lo hice con alegría y a conciencia, lo mejor que pude, y quedé en paz. El hecho de que Jesús hubiera venido a hospedarse en mi casa me cambió la vida. Yo me levantaba a la mañana pensando a quién usar y de quién defenderme y pasé a tratar de ver cómo podía ayudar a los demás.
Pero lo que quiero compartir con ustedes no es tanto la moraleja de mi conversión cuanto su dinamismo, que consistió en una gracia especial que tuve: una gracia de Fe. Creo que Lucas me puso en su evangelio más que todo por eso. Me explico. La fe es algo muy personal. En el evangelio hay algunos ejemplos de fe que sirven como modelo para que otros encuentren motivación para la suya. La cosa comienza por ese “deseo de ver a Jesús” que todos sentimos al oír hablar de Alguien como él. Él tiene un sentido especial para detectar la fe. La reconoce de lejos, la lee en los corazones…, le basta un gesto para darse cuenta de que alguien “quiere verlo” y esto se convierte en Él en algo irresistible. Por eso cuando me vio trepado a la higuera me dijo eso de que “es necesario que hoy me hospede en tu casa”. Imagínense: “es necesario!”, dijo. Yo después me instruí y los suyos me contaron que el Maestro siempre decía que si uno se acercaba a Él y quería conocerlo, era porque el Padre había despertado en su corazón esa atracción. Y Jesús respondía a esa fe con su ir al encuentro. No importaba si se trataba de gente sencilla, de gente respetada o de gente como yo… Él no se fijaba en cómo estaba etiquetado cada uno socialmente. Ni siquiera le importaban las motivaciones humanas de cada uno – el que quería ser curado de alguna enfermedad, el que simplemente era curioso, el que pensaba obtener de él alguna enseñanza o favor… Jesús, cuando sentía que el otro tenía fe, no importa si mucha o poca, organizaba un encuentro. Pensemos en la Samaritana, en Nicodemo, en Simón y sus amigos, en Mateo…
Pero bueno, yo me centro en su encuentro conmigo y en una característica de mi fe que es por la que me gustaría ser recordado. No para vanagloria sino para Gloria del Padre que me la regaló, cuando con esa fe me atrajo a beber del corazón de su Hijo amado, Jesús, el Bendito. La característica de que hablo es la de adelantarme: mi fe es una fe que se adelanta. Así la llamo yo.
Es una característica especial, lo confieso sin vanidad. De qué otra manera si no, un publicano rico y petiso como yo hubiera entrado en el evangelio? Espero que no me malentiendan. En el evangelio entramos todos, por la gracia de Jesús que atrae a todos y se mete hasta en la casa del publicano y las pecadoras. Pero con nombre propio se destacan sólo algunos, cuya fe tiene algo que puede servir de ejemplo, algo abarcativo, como la red de Simón y sus compañeros, capaz de pescar gran cantidad de peces.
Y ya que mencioné a Simón, pienso que puede venir bien comparar una característica de su fe vista desde mi perspectiva. Lo propio de la fe que tiene Simón, para mí, es que es una fe instantánea. Yo digo que lo admiro en eso porque yo como buen recaudador de impuestos soy muy desconfiado. Esto de lo instantáneo quizás tiene que ver con que él era pescador y en el lago la cosa es así, hay que estar atentos y cuando uno intuye un banco de peces, hay que tirar la red ahí nomás. Para Pedro la fe es como automática: le basta ver a Jesús –o que Juan le diga “es el Señor”- que ya se zambulló al agua. Escucha la Palabra de Jesús y ya está tirando la red.
Así también le va cuando mira para otro lado o escucha los pensamientos del mal espíritu: inmediatamente comienza a hundirse o dice cualquier barbaridad. Pedro es el que tiene que ver y oír al Señor concretamente. Al no ver al Señor en la tumba, se queda pensativo y a la espera. En eso es más como Tomás. Necesita que el Señor lo tome de la mano.
Juan en cambio, según veo yo, tiene una fe más como la de la Madre del Señor: una fe memoriosa, diría. Es el tipo de persona que guarda las cosas en el corazón y las está rumiando todo el tiempo… Eso le permite mirar lo inmediato desde otra perspectiva. Por eso encuentra signos en todas partes. Le basta ver un detalle para reconstruir, en la fe, la totalidad de la figura del Maestro, como cuando vio las vendas y el sudario…: vio y creyó. Él mismo lo dice. Así de simple.
La característica de la fe que se me regaló a mí, en cambio, es distinta. Aunque si lo miro bien vendría a ser como complementaria de las otras, si se puede hablar así. Más que instantánea o memoriosa es una fe que se adelanta. Quizás se me regaló por tener alma de negociante, cosa que resultó ser un terreno propicio. En los negocios el que se adelanta gana. Y pareciera que esto mío de correr (como cuando era chico) a subirme a la higuera, en el lugar por donde sabía que él tenía que pasar, le agradó a Jesús. Por supuesto que él, que sentía todo lo que sucedía a su alrededor, percibió que yo andaba entre la gente deseando verlo y supo que me había adelantado. Y me primereó cuando levantó la vista y se invitó a mi casa, ante el asombro de todos. Es que cuando uno va, el Señor ya fue y volvió. Pero le gusta esto de que uno se le adelante en la fe… Y así como me adelanté a verlo, él se adelantó a invitarse a mi casa; yo me animé a adelantarme a ofrecer ser más justo, y él se adelantó a defenderme frente a los que me criticaban. Entramos así de lleno en esta dinámica tan linda de adelantarse a confiar, a invitar y a ofrecer, que es tan del estilo de Jesús.
Al Señor le gusta la fe en todas sus versiones. Le gusta la fe instantánea de Pedro, cuando se larga al agua sin pensarlo dos veces. Y le reprocha “por qué dudaste, poca-fe!”. Poca-fe le dice! Esta fe tenía sus problemas, también, ya que a veces Pedro decía lo primero que se le pasaba por la cabeza y se ligaba un reto. Pero gracias a eso aprendía mucho, y los que estaban alrededor también. Yo, desde mi perspectiva, lo que saco es que hacer un acto de fe instantáneo, sin dudar ni pensar dos veces, es un modo de adelantarse. Es adelantar el corazón y darlo entero antes que la mente se ponga a razonar. Primero amar y luego razonar.
También le gusta al Señor la fe memoriosa de Juan. Su amigo es uno que conecta todo lo que pasa y es capaz de reconocerlo en los signos más pequeños. Esto puede hacerlo porque guarda las palabras del Señor en su corazón. Y como las palabras del Señor no son “abstractas” sino “vivas”, ellas mismas se conectan entre sí. A Juan le basta que un desconocido les diga “tiren la red a la derecha” para reconocer que es el Señor resucitado. Yo, desde mi perspectiva, lo que saco es que esto de guardar las palabras es un modo de adelantarse también. Uno se da cuenta de que son palabras vivas, que no pueden decirlo todo en un momento y que necesitan tiempo para revelar bien la verdad que contienen en su interior. Y cuando uno hace memoria es como si se adelantara para atrás: la fe es confirmación de que uno había visto bien, de que uno se había confiado con razón. Es eso que llaman “dejà vu”: en un instante uno comprende que “ya vivió” lo que le está pasando, que lo había adelantado en la fe.
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Hasta aquí el Zaqueo de la contemplación del 2007, que me puse a releer con gusto y a seguir “conversando con él” acerca de su fe que se adelanta.
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El 29 de octubre fue el aniversario de La Casa de la Bondad de Buenos Aires. Diez años! La casa tuvo desde el comienzo esta gracia de adelantarse en la fe. Nació de un adelanto, de “ver” que sería tal cual fue y es. Siempre recuerdo el día en que Rossi dijo que iba a hacerla y me propuso que fuera cerca del Hogar. Ya en esa charla estaba tan entera y linda y llena de gente como está hoy. Es que las obras de misericordia crean su propio tiempo (eso que en el evangelio se llama “kairos” -momento de gracia, momento oportuno-), y su propio espacio -que en el evangelio se llama “reino de Dios” y es el espacio que se abre cuando dos se juntan a rezar y a practicar la misericordia.