Y los otros nueve? Dónde están? (28 C 2019)

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de los confines entre Samaría y Galilea. Y al entrar él en cierta aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, 

Los cuales se detuvieron a distancia y alzaron la voz diciendo:  «¡Jesús, Maestro, compadécete de nosotros!» 

Luego que los vio, Jesús les dijo: «Vayan, preséntense ustedes a los sacerdotes.» 

Y sucedió que mientras iban quedaron purificados. 

Uno de ellos, al ver que se había curado, 

volvió atrás 

glorificando a Dios a grandes voces 

y cayendo sobre su rostro a los pies de Jesús, 

le daba gracias (euchariston).

Era un samaritano. 

Respondiendo Jesús dijo entonces: «¿Acaso no quedaron limpios los diez?  Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quién volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?» 

Y agregó:   «Levántate, ve, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 11-19).

Contemplación

            Jesús pregunta por los otros nueve: “Acaso no quedaron limpios los diez? Los otros nueve, dónde están que no vuelven a dar gloria a Dios?”.

            Desde la perspectiva de estos nueve, esta escena vendría a ser como el complemento de la parábola de la oveja perdida, en la que el Señor hace notar cómo 

el pastor deja las noventa y nueve y va en busca de la única perdida. Aquí, aprovechando la fe del samaritano agradecido, Jesús pone el acento en que los perdidos son los otros nueve. 

            Son dos maneras de insistir en la totalidad, en la importancia de todos y cada uno de los hombres. El Señor viene del Padre que “no quiere que se pierda ni uno solo de sus pequeñitos”. Eso incluye tanto a la única oveja que se perdió como a los nueve leprosos curados que no volvieron a agradecer.

            Nos detenemos un momento en estos nueve. Qué les pasó que no volvieron a dar gloria a Dios ni a agradecer a Jesús que los limpió?

            Martín Descalzo afirma que esa es la proporción del agradecimiento -o más bien del desagradecimiento-: nueve a uno. Pero también dice que ese uno vale mucho, porque da mucho fruto. Como la semilla que cae en tierra buena (el agradecimiento es tierra buena para las semillas de Dios), que a veces el treinta, otras el sesenta y otras el ciento por uno!

Pero qué pasa con ese noventa por ciento que pasa de largo en la vida y no se vuelve, no se detiene siquiera, a pensar en dar gloria a Dios por lo bueno ni conecta lo que le sucede con la persona de Jesús. Cuando sucede algo malo, sí, bien que nos detenemos a quejarnos y a cuestionar que Dios no esté. Pero todo lo bueno que nos pasa, el milagro de cada día, lo tomamos como si fuera lo más natural. Y Jesús, que es uno que se queja poco por no decir nada, de esto sí se lamenta: de la falta de agradecimiento. 

            Su pregunta es significativa: “Dónde están?” No pregunta por qué no vinieron, como quien juzga las intenciones del otro, sino que pregunta dónde están, en qué piensan, que tienen en la cabeza que no se dan cuenta? 

            Del samaritano agradecido, si lo quisiéramos definir, podemos decir que era uno que tenía en cuenta las personas. Lucas dice que se volvió “glorificando a Dios” y que “cayó sobre su rostro a los pies de Jesús” y que “le daba gracias”. Estamos ante una persona que conecta lo que le pasó en su cuerpo leproso con El que le dijo que fuera a presentarse ante los sacerdotes. Y como conecta bien, es libre para postergar el mandato ritual y dar prioridad al deber de agradecer primero a la persona que lo curó. 

            Dónde están, entonces, los otros nueve? Por contraste con este único agradecido podemos deducir que los otros nueve están “en las cosas (formales) que hay que hacer” más que “en las personas (reales) a las que hay que agradecer”. 

            También podemos decir, considerando su “estar” de modo dinámico, que son gente que orienta su camino impulsada por el deber en vez de ser gente que vuelve sobre sus pasos atraída por la posibilidad de agradecer. 

            Para ser justos digamos que ninguno de los diez eran personas que se miraban a sí mismas. Al verse curados no se olvidaron de su mal para dedicarse a seguir sus propios intereses. También podemos pensar que, seguramente, el leproso agradecido habrá ido después a presentarse a los sacerdotes, como Jesús les había mandado. Pero la diferencia está en que este fue más libre, primero volvió a agradecer. Y de eso se trata cuando está en juego la fe, que es lo que le interesa despertar a Jesús tanto cuando cura a alguien como cuando predica o simplemente sirve dando ejemplo. La fe sigue los pasos que dio el samaritano, que fueros pasos atrás, hacia un Jesús con el que se encontró por el camino y al que tuvo que volver para dimensionarlo bien. 

            Los pasos de la misericordia nos los enseña el samaritano misericordioso. Los pasos de la fe que salva, nos los enseña este samaritano misericordiado. Pongo estos adjetivos porque el de “buen samaritano” les corresponde a los dos. Uno se vuelve bueno y agradecido y se le abren los ojos a la fe y las manos se vuelven activas para la caridad tanto cuando recibe como cuando practica la misericordia. 

Podemos decir que la primera bondad -la de la fe y la del agradecimiento- es más para con Dios Salvador; y la compasión, es bondad para con el prójimo herido.

Los pasos de la fe

Salir al encuentro de Jesús. El primer paso de la fe es el de un deseo y una decisión: de salir al encuentro. Lo habrían planeado, lo habrían soñado y charlado entre ellos tantas noches desde el momento en que escucharon hablar de Jesús. La esperanza de que alguna vez se les cruzara en el camino fue haciendo que este deseo se convirtiera en la decisión firme de no dejarlo pasar sin hacerle su pedido.

Detenerse a distancia. El segundo paso de la fe es el de la reverencia y el temor de Dios. Es un paso de toma de conciencia: conciencia de la propia indignidad, conciencia del posible contagio… y de no querer hacer mal a nadie. Detenerse a cierta distancia y esperar -fiándose- a que esa distancia será colmada.

 Alzar la voz. El tercer paso es de audacia, esa caradurez interior que impulsa a hacerse escuchar por Jesús que pasa. Es la audacia de Bartimeo y la de todos los pobrecitos que no se hacen notar ante el mundo pero sí ante Jesús.

Hago aquí una disgresión. Todos somos de alzar la voz. Algunos lo hacen solo por internet, haciéndose notar por sus tweets, mostrando sus fotos en Instagram, gritando en manifestaciones a favor de alguna causa, o alzando la voz entre los suyos, discutiendo entre amigos e incluso en familia… Estos diez leprosos tenían claro que ante el único que valía la pena alzar la voz era ante Jesús. Es que para ellos no había posibilidad alguna de que otro los escuchara. Eso era la lepra. Hoy, en cambio, los abusados y los excluidos de todo tipo, por ser distintos, por tener alguna lacra social, pueden hacerse escuchar de muchas maneras. Sin embargo, es bueno darse cuenta de que para escuchar de verdad ciertas cosas el único oído capaz es el oído infinitamente atento y deseoso de salvar de Jesús. Los demás, aún los de los que tienen buena voluntad, no bastan para escuchar los gritos más profundos de tantas miserias de todo tipo como son las que aquejan a gran parte de la humanidad.

Tener preparada “la frase”: compadécete de nosotros. Este es un paso muy personal. Se ve en el hecho de que a la frase “compadécete de nosotros” le agregaron dos apelativos: Jesús y Maestro. Primero Jesús. Como si fueran conocidos. Como si fueran amigos. Luego Maestro: un título que esconde un deseo, el de ser sus discípulos. Deseo pretencioso para unos pobres leprosos, pero que habrá sonado de manera especial en los oídos de Jesús (y habrá hecho parar la oreja a los otros doce discípulos, haciéndoles aprender esta lección dada en la cátedra de la calle acerca de “donde está uno” y de “los pasos que se requieren” para ser verdadero discípulo de Jesús).

            Compadecete de nosotros, dicen. No dice cada uno “compadecete de mí”. Como vamos viendo, estos diez leprosos no eran ese “cualquiera”, ese sujeto indefinido que se esconde detrás de la cantidad -los diez leprosos…-; eran gente que pensaba a fondo, como todos los enfermos que se reúnen en los grupos de los que tienen alguna dependencia, en las antesalas de los hospitales y de las quimios…; gente que charla acerca de las palabras justas para decir. Y esta frase que encontraron y seguramente consensuaron -porque no es que cada uno gritaba la suya- es “la frase”. 

            Reflexionaba sobre esto hace poco, al ir a esperar a mi tía Olga -la última hermana de papá- al Hospital Español ya que se había descompensado en el geriátrico y la llevaban a internar. Cuando la bajaron de la ambulancia la camilla parecía que se desarmaba al avanzar por el piso empedrado del estacionamiento. Le di la mano y ella, quejándose con un hilo de voz por el zamarreo, atinó a decirme: “Ayudame!”. Me conmovió y lo compartí tres días después, en la misa del funeral. Reflexionaba en la misa que esa palabra “ayudame” – ten compasión de mí, compadécete de nosotros -, es la palabra y la frase que todos debemos tener preparada. Porque es la que nos expresa y expresa quién es Dios, en definitiva. Es la frase que simplifica la complejidad de nuestra vida. Para la tía, la ayuda de Jesús se manifestó en nuestra compañía, en la unción de los enfermos que recibió con deseo y muy consciente, en la oración que rezamos con mis primos y primas a su lado. 

Darse cuenta. Este último paso de la fe es un paso que incluye muchos en un instante. Más que un paso es una carrera con toda el alma. El samaritano se dio cuenta de que había sido misericordiado. Lucas expresa todo en una frase: “Al ver que se había curado, volvió atrás glorificando a Dios a grandes voces y cayendo sobre su rostro a los pies de Jesús, le daba gracias”. Todo sucede en un único movimiento que, de un golpe, lo saca de sí mismo -no se queda examinando parte por parte su cuerpo, como hubiera sido lo natural- y lo proyecta en dos direcciones simultáneamente, hacia Jesús que viene por el camino y ante quien cae rostro en tierra, dándole gracias, y hacia el Dios Altísimo, a quien glorifica con gritos de alabanza. Todo esto es la fe, esa fe de la que el Señor dirá: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que cree en mí, como ha dicho la Escritura: ‘De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva’. El decía esto del Espíritu, que los que habían creído en El habían de recibir” (Jn 7, 37-39). 

Y los otros nueve? Donde están? Cómo es que no se dan cuenta de que, sea donde sea que estén y cualquiera sea la dirección en la que están corriendo, la misericordia del Señor ya los ha alcanzado, porque ya ha habido quienes los incluyeron en esa oración comunitaria que dice “compadécete de nosotros”. Basta que en algún momento se den cuenta de que han sido limpiados para que brote en ellos esa fe viva que el Espíritu hace saltar en el interior de los corazones.

Diego Fares sj

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