
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo:
«Este hombre acepta a los pecadores ( tiene expectativas con respecto a ellos) y come con ellos.»
Jesús les dijo entonces esta parábola:
«Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré mi oveja perdida.»
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.»
Y les dijo también:
«Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice:
«Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que había perdido.» Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte.»
Jesús dijo también:
«Un hombre tenía dos hijos….» (Lc 15, 1-32).
Contemplación
Leo las lecturas para hacer la contemplación y me quedo con un versículo del Aleluya que dice: «Dios nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación». Enmarca para mí las lecturas de hoy, la de Moisés que intercede para que Dios se reconcilie con su pueblo, que lo ha abandonado por otros dioses, y las parábolas de Jesús, con las que el Señor nos revela el sentido profundo de su vida, que es reconciliarnos con el Padre y entre nosotros.
Dice así el pasaje entero de Pablo: «…Todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que consiste en que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5, 18-19).
Esta palabra de la reconciliación, que tenemos como ministerio los cristianos, es una palabra especial. Es una palabra extendida, que sigue los procesos de un largo diálogo… No es una palabra puntual, de esas que concluyen una situación definiéndola, sino una palabra que abre. Es el tipo de palabras como las que dice el padre cuando sale a tratar de convencer a su hijo mayor de que está bien la fiesta que le ha hecho al hermano menor que ha vuelto arrepentido. La palabra de la reconciliación es una palabra que Dios nos va diciendo durante toda la vida.
Así también nosotros, si nos hacemos cargo de este ministerio de la reconciliación, hay una palabra que tenemos que ir viviendo y predicando durante toda nuestra vida, con gestos de reconcilición, con la preparación del terreno para que esos gestos tengan sentido y luego sí, si es necesario, diciendo alguna palabra que ilumine la reconciliación que Dios siempre está poniendo en acto. Poner en acto quiere decir que la reconciliación es «el drama», es «lo que acontece». Si la expresáramos en términos de una obra de teatro podríamos decir que el argumento de nuestra vida es «una reconciliación», como la que ponen sobre el escenario las parábolas de la misericordia de hoy.
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Las lecturas las leo en un momento único de mi vida, de la vida de nuestra familia, como es el de la partida de nuestra madre, ya antes de ayer!, a la Casa del Padre. Ayer la enterramos en la misma tumba en que está papá desde hace 21 años, en el Parque de Descanso de Mendoza, con la cordillera nevada de fondo -el volcán Tupungato!- y todo el verde de este hermoso cementerio.
Tener que predicar a tantos amigos y amigas, me hizo sentir muy fuerte las imágenes cruzadas que cada palabra de nuestros rituales suscita en las mentes modernas, atravezadas por paradigmas diversos. Entonces uno busca en la mente las palabras esenciales -solo alguna- que permitan expresar evangélicamente lo que siente el corazón. Y reconciliación es una de ellas.
Si algo puedo decir, irá seguramente por el lado de «no tomar en cuenta las transgresiones (mentales, el hecho de que cada uno piense lo que quiera o lo que pueda) de los hombres y encontrar palabras que reconcilien. Palabras que reconcilien las ideas con la fe, que reconcilien lo que uno siente de la Iglesia, que reconcilien lo que uno aprendió en el catecismo y lo que la vida le enseñó después.
Al ver la tumba abierta en cuyo fondo está -tapado por una fina capa de tierra- el cajón que contiene los restos de papá, escucho las palabras de Ernesto que dice: «Bendecimos este sepulcro donde estos restos mortales esperarán la resurrección final» y -agrega- «porque en eso creemos: en que Jesús resucitará no solo nuestra alma sino nuestro cuerpo mortal, que enterramos ahora en la fragilidad de la carne». Escucho estas palabras y siento: no se si todos creen en esta resurrección. No sé si todos «la esperan». Yo sé que no lo entiendo, que siento que la muerte me deja «afuera», pero creo en Jesús y espero que Él me resucite, si quiere. Que nos resucite a todos, así como nos dió la vida.
Después, rezando la misa esta mañana, me vino con toda su fuerza la imagen de la tumba en la que descendió, lentamente gracias al aparato mecánico, el cajón de mamá, hasta posarse suavemente sobre el de papá, como en un abrazo. Y sentí esta verdad: que la vida se da a luz y se entierra. Que la vida es un misterio que viene de adentro: venimos a la vida dentro del cuerpo de nuestra madre y al morir somos guardados en el seno de la madre tierra, que nos cobija a todos, a la espera de la resurrección.
Se puede esperar en la resurrección! Si la vida nació desde adentro, si es un misterio de interioridad, se puede esperar que al entrar en el interior de la tierra, un día el Señor nos resucite. Pero más claro que todo es que «estamos afuera». Al ver entrar el cajón en lo profundo de la tierra, queda claro que nuestra vida es «afuera». Y que el misterio no está «más allá», en un Cielo que es más alto pero también afuera, sino «adentro». La vida es cuestión de intimidad: nacemos viniendo de adentro, morimos yéndonos para adentro, desconectándonos del afuera, quedando enterrados, a la espera de la resurrección, que si algo será, será renacer en el Corazón que nos creó.
La mujer a la que se le pierde la dracma sabe que la moneda está adentro de su casa. Busca, barre y mira debajo de la cama y dentro de los roperos y cajones.
El pastor al que se le pierde la oveja, antes de salir campo afuera a buscarla, la encuentra adentro de las expectativas de su corazón, allí donde no se resigna a quedarse sólo con noventa y nueve, aunque sea un número importante. En su interior, sus ovejas son cien. Y esa que falta le pesa adentro. Por eso sale a buscarla y la trae con tanta alegría sobre los hombros.
El Padre que abraza al hijo pródigo y sale a convencer a su hijo mayor para que entre en la fiesta, es un Padre que está dentro de la casa. Y todo el movimiento de la parábola es hacia adentro de esa casa construida desde el Corazón por el Padre, de la que un hijo se fue y a la que el otro hijo no quiere entrar.
La vida se vive desde adentro. Es un misterio de interioridad. Se despliega hacia afuera, ciertamente, pero madurando desde adentro, yendo y volviendo, sin perder conexión con el misterio de la fuente vital, que no está afuera sino en el interior, en el amor. La palabra de la reconciliación, por tanto, debe ser siempre una palabra que haga sentir que es lindo «entrar»: entrar en relación, entrar en casa, entrar a meditar, entrar a ayudar. Hacen falta no palabras abstractas, que dejan en punto muerto la mente, sino palabras que atraigan y despierten el deseo de volver a entrar en la casa paterna. Que quiten el miedo a entrar, incluso en una tumba, incluso en la muerte. Entrar.
Y si uno concibe la vida como a lo que hay que entrar, siempre más profundamente, entonces Jesús pasa a ser el único interesante, el único necesario. Porque si algo es Él -Jesús-, es puerta!
Jesús es la puerta. Jesús es la llave. Jesús es el camino que lleva al interior de la vida – a los valores que valen: la projimidad, la misericordia, la sinceridad, la confianza, la esperanza, la caridad-.
Jesús es el Nombre que abre todo, el corazón de tus hermanos, los secretos de la vida, el sentido de Dios.
Les decía a mi familia y a mis amigos que mamá escribía todos los días en sus agendas (esas de San Pablo) desde el año 1994. Sobre un estante en su mesa de luz estaban ordenadas 25 agendas. Y en cada página están escritas, primero, las resonancias de la Palabra del evangelio del día y, luego, abajo, las cosas de la familia. Allí están guardados nuestros días, en el interior de esas agendas que expresan lo que guardan en su interior todas las madres: las cosas de sus hijos, las cosas cotidianas de su familia. Y comentaba lo que me dijo una de sus amigas (mamá tenía amigas mucho más jóvenes que ella, lo cual es todo un carisma): que María Olga había sido una mujer de fe y que nada había hecho que cambiara su relación con Jesús, ni las cosas malas ni las cosas buenas del mundo y de la iglesia. Una relación con Jesús basada en la lectura de la Palabra y en esa reflexión suya, casera, personal, en la que consistía su diálogo con el Señor.
Jesús es la Palabra de reconciliación que el Padre nos ha dado y confiado para que a nuestra vez la demos. Jesús. Las otras palabras sufren con el cambio de paradigmas como un continente que choca con otro (a la velocidad de dos o tres cm por año pero haciendo una presión que crea cordilleras!).
Uno dice «resurrección» y siente todo lo que una palabra así despierta en el imaginario actual, poblado de fórmulas químicas aplicadas al cuerpo y a la vida. El imaginario espiritual, lleno de palabras como vida eterna, cielo, resurrección, Dios…, choca con el imaginario cotidiano, lleno de palabras como calidad de vida, implante de órganos y microchips, nube y wifi, actualización de datos, evolución de la materia.
Solo la realidad, humilde y rica, de Jesús -con su vida de valores incuestionables, sus parábolas y su entrega- es una roca segura donde poner pie y comenzar a rezar, comenzar a pensar por uno mismo, relativizando un poco todo lo demás. Uno no puede caminar sobre otras palabras como si fueran piedras sobre el mar, porque da dos pasos y se hunde. Sí se puede caminar, paso a paso, por la palabra de Jesús. Jesús como lo sienta cada uno, Jesús como me lo dan los evangelios, Jesús amado por los santos que quiero, Jesús y sus valores esenciales, Jesús misterio, Jesús Eucaristía, Jesús que habla a los sencillos, Jesús bueno con los enfermos, Jesús comprensivo con los pecadores, Jesús que tiene palabras que dan vida… Jesús.
Se puede hablar «de» Jesús. Decir algo, para que a cada uno el Espíritu le de ganas de hablar «con» Jesús. El que siempre está «reconciliando» a los hombres con Dios y entre sí.
Diego Fares sj