Epulón, o el drama de los que no ven a los pobres (26 C 2019)

«Oían todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de Jesús.(…) Jesús dijo a los fariseos: ‘Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día banqueteaba espléndidamente. En cambio un pobre de nombre Lázaro yacía a su puerta lleno de llagas y ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; pero hasta los perros venían y lamían sus úlceras. Sucedió que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: – Padre Abraham, apiádate de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan. – Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre una gran grieta. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí. El rico contestó: – Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento.  Abraham respondió: – Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen. – No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán. Pero Abraham respondió: – Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán’” (Lc 16, 19-31).

Contemplación
El rico «no consideraba» a Lázaro. Se ve que lo veía porque lo reconoce por nombre al verlo al lado de Abraham. Pero aún allí, lo considera un sirviente! Si está al lado de Abraham no puede ser otra cosa sino un sirviente. Para refrescarlo a él o, luego, más generosamente, para salvar a sus familiares. 

No ve a Lázaro como lo ve Dios, uno a quien ayuda -Lázaro significa «Dios ayuda». 

Lázaro que yace a la puerta del rico, lleno de llagas y ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; pero hasta los perros venían y lamían sus úlceras. 

Lázaro visualizado como sirviente de Abraham al que se le pide que lo mande a refrescar al rico.

Lázaro visualizado como enviado para que al verlo resucitado se arrepientan los hermanos del rico.

Lázaro que muere y es llevado por los ángeles al seno de Abraham.

Lázaro que recibió males ahora recibe consuelo.

Impresiona lo que dice Abraham acerca de que, para creer tenemos «a Moisés y a los profetas» y que si uno no los escucha, aunque resucite alguno de entre los muertos, no se convencerá. Para mi quiere decir que la resurrección del Señor, en cuanto hecho objetivo, no basta para suscitar la fe. De hecho, por algo el Señor se apareció solo a testigos elegidos que habían convivido antes con Él. Los que pueden haberlo visto o tenido noticias del «hecho» de la tumba vacía y de las apariciones, lo tomaron como un hecho sujeto a distintas interpretaciones. 

La fe requiere algo de las dos partes, de Dios y de cada persona. Más aún, de toda una comunidad. De parte nuestra requiere estemos buscando, que seamos personas que se hacen preguntas fuertes acerca del misterio de la vida. Si  le cerramos la puerta a estas preguntas, se la cerramos también a las respuestas que puede brindar Jesús. 

Cuáles son esas preguntas? Son preguntas teórico-prácticas. Con esto quiero decir que, por un lado, son preguntas acerca del sentido último de la vida y, por otro lado, son preguntas por algo inmediato que puedo hacer yo aquí y ahora por los demás. 

Tomemos como ejemplo alguna pregunta que surge de este evangelio. 

Cuál sería la pregunta que se tendría que haber hecho el rico Epulón (siempre impresiona que no tiene nombre propio, su nombre es «Rico» -Epulón significa rico-. Impresiona porque significa que es uno que perdió su nombre, su rostro, y tomó el nombre del dinero al que adoraba. Lázaro también tiene un nombre simbólico -Eleazar, «el ayudado por Dios»-, pero es un nombre que se convirtió en nombre propio. En cambio nadie le pone a un hijo «Epulón», al menos que yo sepa, y si se lo pone, mal para él). Pero volvamos a la pregunta del Rico, esa pregunta que está sobre entendida . Yo creo que debió ser «¿Cómo fue que no me di cuenta!?». ¿De qué? De Lázaro. Pero por lo que cuenta Jesús, se ve que siguió sin darse cuenta de Lázaro. La lógica del rico es algo así: No vi a Lázaro porque era tan miserable que parecía parte del paisaje, de los perros y de la miseria en que vivía. Esto se puede deducir en que piensa que si sus hermanos lo vieran resucitado, lo tomarían en cuenta y se arrepentirían de no ayudarlo. 

Abraham le hace ver que no es así, que ni siquiera la resurrección como hecho externo basta. La prueba está en que el Rico, ahora que identifica bien a Lázaro y lo toma en cuenta porque lo ve al lado de Abraham, glorioso en el Cielo, da por descontado que debe ser un sirviente. Esto se ve en las cosas que le pide a Abraham, que lo mande a servirle una gota de agua, que lo mande a aparecerse a sus parientes. Lázaro no dice nada. Simplemente está allí recibiendo bienes así como antes estuvo yaciendo, recibiendo males. No habla! Este es el signo de que para «ver» a Lázaro como persona hay que hacer un proceso interior. Abraham lo dice explícitamente: Hay que «escuchar» a Moisés y a los profetas. 

Hay que «escuchar» significa hay que «interiorizar» las preguntas. Escuchar significa dialogar, ahondar, abrirse a la palabra del otro y modificar la propia. Este es el primer paso de la fe: no vivir encerrado en las propias palabras e ideas, sino vivir abriéndonos a las de los demás. 

Escuchar a otro es el primer paso para «verlo». Si no escucho en las palabras que el otro dice lo que siente y lo que le pasa, si no lo valoro como persona distinta e igual a mí, no lo «veo». Veo lo que proyecto, veo lo que otros me dicen de él… 

Epulón sigue sin ver a Lázaro aún viéndolo glorioso, en la mejor versión de sí mismo! Otra prueba de que no lo considera es que no le pide perdón, lo quiere usar de empleado para que le sirva una gota de agua, primero, y luego, para que le haga un mandado con sus familiares. No lo ve cómo persona. 

Esa es la grieta! Ese es el abismo que Abraham dice que no se puede traspasar. Es una grieta que se abre en la propia mirada y en el propio corazón. La  grieta que no me permite ver al otro porque no lo amo y no me permite amar al otro porque no lo veo. Un círculo vicioso. 

Es una grieta que no es física ni externa, porque si lo fuera otro podría ayudarme a sortearla, dándome una mano. En la parábola dice que Epulón «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham y a Lázaro junto a él». No sé cuán lejos sería. El hecho es que se pueden hablar con Abraham y se escuchan perfectamente. Como detalle literario me hace pensar que la distancia es mayor para la vista que para el oído. Y esto tiene que ver con lo que estamos reflexionando. La vista pone distancia, el oído cercanía. Para «ver a Dios» y para «ver a Lázaro-para ver a cada pobre-«, hay que «escuchar» a esos grandes hombres -Moisés, los profetas, y a Jesús especialmente- que hablan palabras que tocan el corazón y abren los ojos, palabras que hacen pensar críticamente porque no buscan poseer la realidad sino abrirse al misterio, palabras que nos permiten dialogar con Dios y con los demás sin dividir, palabras que ayudan a amar y a servir, palabras que desencadenan la misericordia, despiertan la sed de justicia, suscitan la ternura y la compasión.

Esta pregunta que el Rico responde mal, Jesús nos invita a responderla bien. La pregunta sería más o menos así: Cómo puede ser que yo no tenga fe? Cómo puede ser que no vea que la fe en Dios tiene que ver con ver a los pobres con la ayuda de Jesús?

Debería darme cuenta de que si no tengo fe, mi primera respuesta seguro será  como la de Epulón. Yo también pensaré: «Si no tengo fe, si no veo a Lázaro, es porque no he visto resucitado a nadie». Aunque algunos afirmen que Cristo ha resucitado, yo no lo ví». 

Pero la parábola me indica otra posible respuesta. Me dice: «No tenés fe porque no escuchás a los que te hablan palabras que abren los ojos y el corazón. O, los escuchás pero no les das el tiempo que esas palabras necesitan para dar fruto. Estás, en cambio, lleno de tus propias palabras y del diálogo distractivo con otros que hablan de todo un poco pero no con palabra de Dios.

El dramatismo de la parábola, que habla del infierno como lugar de tormento, también requiere interiorización. Porque si uno piensa la grieta y el infierno como cosas externas, pierden fuerza. No hay grieta externa que la misericordia no puede rellenar ni lugar que pueda estar fuera del alcance de su bondad. Si existen realidades como este abismo que no se puede salvar y este lugar de tormento al que no puede acercarse ni siquiera una gota de agua para mojar los labios del que tiene una sed abrasadora, no son realidades externas sino espirituales. Solo una decisión espiritual -soberbia y libre- puede ser tan abismal e impenetrable. Y de esas decisiones -de esos abismos e infiernos- está más lleno el mundo de lo que se ve por fuera. Basta unir el rostro de los pobres que agradecerían una miga de pan y una gota de agua (literalmente hablando) y las decisiones política y económicas que, con un decreto, lo impiden. Detrás de la pobreza hay decisiones. Y son decisiones que «no ven» a los que están esperando las migas. Ni siquiera los ven! Y no los ven porque no escuchan palabras de vida. Escuchan discursos abstractos que abren una grieta en su mirada y en su corazón. Y como no ven a los pobres Lázaro, tampoco ven a Dios. Y no lo verán ni aunque estén en el infierno, ni aunque resucite un muerto.

Qué se puede hacer con una cultura y una mentalidad que «no cree en Dios»? Qué se puede hacer frente al drama de los que no ven a los pobres y se pierden el poder ver a Dios? Sólo contar la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón, con la esperanza de que aquellos a los que el Espíritu mueva, nos demos cuenta de que se nos ha pegado la mirada del Rico que no nos deja ver a Lázaro y vayamos corriendo – a ciegas, porque no vemos- a escuchar a Moisés, a los profetas, y a los que nos anuncian el Evangelio con sus vidas y, cuando hace falta, con sus palabras. 

Diego Fares sj

No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero (25 C 2019)

Jesús decía a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador (oikonomo), al cual difamaron de que malgastaba sus bienes. Lo llamó y le dijo: «¿Que es esto que oigo de ti? Dame cuenta de tu administración (oikonomia), porque ya no podrás administrar más.»  El administrador pensó entonces para sí:  «¿Qué voy a hacer ahora que mi señor saca la administración de mi responsabilidad? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar la administración, haya quienes me reciban en su casa!» Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?». El administrador le dijo: «Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez.» Después preguntó a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?» . «Cuatrocientos quintales de trigo», le respondió. El administrador le dijo: «Toma tu recibo y anota trescientos.» Y el Señor alabó a este “administrador de injusticia”, porque obró prudentemente.

* Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. 

* El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes?

* Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero» (Lc 16, 1-13).

Contemplación

            La parábola del ministro de economía difamado por la gente y alabado por Jesús da para mucho. El evangelista pone tres «moralejas» en labios del Señor. Comenzamos por la última, que es decisiva: «no se puede servir a dos señores». 

            Fijémonos que no dice «no se puede robar! Ese es un mandamiento y es claro para todos, para los que roban mucho y para los que robamos poco, para los que roban en bolsos y para los que roban como Manzi, el de la Odisea de los giles, aprovechando los vaivenes económicos para quedarse con los dólares y dejarle a los giles los pesos. 

            La parábola no es sobre el robo sino sobre el servicio. A quién sirvo: a Dios o al dinero. Y lo interesante es que Jesús baja mucho el discurso y termina embarrado en la realidad. No moraliza acerca del administrador, que era un chorro egoísta y terminó siendo un Robin Hood. Tampoco es que diga que está bien en términos morales su actitud, la avivada cuando no le queda otra y pasa de robarle a su patrón para sí a robarle beneficiando a los otros cosa que después le den un puesto cuando pierda el suyo. No! El Señor no moraliza como les gusta a muchos que se rasgan las vestiduras si no se condena a los chorros y se alaba a las personas de bien. El Señor habla en parábolas y las parábolas no son discursos mediáticos sino palabras que buscan herir mi corazón para darle vida.

            Lo que alaba Jesús en el administrador infiel es la virtud práctica de la prudencia. Y pone a propósito un ejemplo escandaloso de su época, como si alabara a los chorros de hoy y dijera, como decimos nosotros muchas veces: «qué hijos…, qué bien que la hicieron! qué vivos que son». 

            El Señor alaba la prudencia para hacernos caer en la cuenta de que es la virtud última, tanto que es necesaria no solo para hacer el bien sino hasta para hacer el mal. Porque el mal, los malos lo tienen que hacer bien! Son astutos en el trato con el dinero inicuo y con los demás, como advierte el Señor. 

            La prudencia -o discreción- es la virtud más alta. Es la que, en cualquier ámbito de la vida, nos lleva derecho al fin. Y el fin último es a quién sirvo yo, que es como decir en términos concretos quién es mi Dios. Dios no es un concepto en el que creo con la mente, sino una Persona a la que sirvo. Porque está claro que todos somos servidores, administradores en todo caso. No somos los Dueños de la vida; no somos «dios». Y entonces el discernimiento más concreto y a la vez el más definitivo acerca de Dios es «si lo sirvo o no». 

            La parábola del juicio final ayuda a discernir con claridad. Al Señor le interesa si creemos en Él, si lo adoramos como nuestro único Dios verdadero. Pero las preguntas que nos hace no serán teóricas, no nos toma  el Credo ni los dogmas. Tampoco son preguntas sobre moral particular, si dijimos malas palabras, si tuvimos malos pensamientos o si cometimos actos deshonestos, de robo, impureza o agresión. Incluyendo estas cosas, las preguntas últimas van derecho al tema de a quién servimos: si servimos al dinero o si servimos al prójimo: si comimos solo nosotros o dimos de comer al que tenía hambre, si nos vestimos solo nosotros o compartimos la ropa con el pobre, si pusimos todo en construirnos nuestra propia casa o tuvimos una actitud hospitalaria para con los sin hogar y sin país, si cuidamos solo nuestra salud o nos ocupamos de los enfermos… En estas preguntas que parecen dejar de lado muchas cosas sobre las que se discute mucho -teológicas, políticas y morales-, está el tema último: el del servicio. Jesús lo ajusta y simplifica de manera escandalosa, haciendo la afirmación más tajante de la historia: no se puede servir a dos señores. Y los señores son Dios y ese poderoso caballero que es «don dinero». Digo  que esta simplificación es escandalosa para muchísima gente, casi para todos, me atrevo a decir.

            Pero volvamos al administrador infiel, al que se quedaba con el vuelto de los negocios de su señor y, al ver que este lo iba a pescar cuando revisara los cuadernos, salió a repartir plata entre los deudores a los que les había cobrado de más, para ganárselos como amigos cuando saliera de la cárcel  (la parábola no deja de tener su actualidad!). 

            No cambió de moral sino de señor. Pasó de servir a su jefe a servir a los deudores de su jefe. De estos, al Señor tampoco le interesa aquí su  moral. Capaz que ellos eran acopiadores de granos y de aceite y también le robaban a los productores y estos a su vez le robaban a los que trabajaban la tierra. Lo que destaca aquí el Señor es la prudencia del administrador para cambiar de Dueño. De eso se trata: tengo que cambiar de patrón!!! 

Este hombre nos enseña la gran lección de la vida: él sabe que su nueva vida -después de haber sido difamado y condenado como deshonesto- no será lo mismo, no dependerá de su curriculum, ya manchado, sino de la buena voluntad de otros, quizás deshonestos como él, pero a los que se ganó como amigos con el dinero mal habido.

            En el fondo el Señor está diciendo que «todo el dinero» es «dinero de la iniquidad», dinero «no equitativamente repartido». Jesús está condenando el dinero.       

            Esto escandaliza a muchos que empiezan con los argumentos de siempre: pero el dinero es un medio, se necesita para vivir…, etc. No se trata de condenar al dinero como medio sino de discernir cuando se convierte en Dios y, ahí sí, condenarlo sin piedad. Porque es el ídolo más peligroso. Más que todos los otros ídolos, más que el sexo o el poder. Porque es el dios neutro, el dios cuantitativo, el dios sin rostro, el que se hace servir por todos, por pobres y ricos, por laicos y curas y obispos, por niños que roban una moneda a mamá y por viejos que se mueren escondiendo plata en lugares impensados. Por países enteros que están tan hechizados por este dios que lo adoran en forma de doble moneda!!! 

            La pregunta es, por tanto, si estoy sirviendo al dinero o estoy sirviendo a Jesús, siguiendo al Espíritu que me hace reconocerlo como el único Señor de mi vida práctica. 

            Es esta una pregunta que me la puedo hacer -que me la debo hacer- en cada situación. En los grandes negocios y en los pequeños. La pregunta es por el fin, por mi Dueño. Se refleja en lo pequeño (por eso el Señor habla del que es fiel en lo poco y afirma que será fiel en lo mucho), pero es una pregunta no por las cosas sino por el Rostro de mi amo: si es el de Dios reflejado en los ojos de los pobres o es el rostro neutro del dinero, detrás del cual se esconde el «no rostro». 

            Digo «no rostro» y no digo demonio o mal, porque la realidad es que no se puede servir a dos señores no porque no se deba sino porque no existen «dos» señores. El único Señor es Cristo y lo demás son ilusiones. 

            La otra tarde me senté en una pizzería, que para colmo se llama «Los inmigrantes» y me pedí dos porciones de muzzarella. Estaba cortando la primera y entra un hombre al que no le ví la cara (no lo quise mirar!) y me pregunta si quiero medias. Le digo que no y me insiste. Le vuelvo a decir que no y me cambia el discurso y me dice si no le doy un pedazo de pizza para comer por el camino. Él «no» me salió espontáneo, siguiendo el hilo de los no a las medias. Sentí: «es mi pizza», «es poca -solo dos porciones-, la estoy comiendo y no quiero darte de mi bocado». Algo muy primitivo y muy rápido, que el hombre -pequeño y flaquito- aceptó sin discutir. Se fue ahí nomás y yo me quedé con la pizza atragantada. Cuando reaccioné y pensé pagarle una porción (pero no «mi porción»), ya se había ido. Así que otro que vino después y me agarró ya preparado se ligó la limosna. 

            Ese fue el caso. Lo que reflexioné leyendo este evangelio es que , aún teniendo por oficio dar limosnas (que otros me dan para que de), si no estoy atento, no veo ni escucho a «mis patrones», a mis «patroncitos» como decía Hurtado. Y termino sirviendo al dios dinero que se esconde bajo el dios vientre o el dios «yo con mi plata hago lo que quiero», o al dios «ahora no me molesten». Son todas frases del decálogo del dios dinero, que se han incorporado a mi vida y salen espontáneas si no paro un poco y corrijo el rumbo. Gracias a Dios que los pobrecitos me despiertan y me hacen ver que no me tengo que perder la oportunidad de «ganarme amigos con el dinero inicuo». 

            Ese servicio brindan los pobres! Los patroncitos nos recuerdan quién es el Patrón. Por eso piden con autoridad y con caradurez -me das esa porción de pizza para comer por el camino- y luego se van sin insistir (con las medias sí insistió, porque era venta). No es que se fuera a morir de hambre por esa pizza. Solo la pidió para hacerme sentir que él era Jesús y me pidió un pedazo de mi pizza y yo no lo reconocí. Y me quedé con una ganas de dársela que no les cuento. Porque no me pidió «una pizza» sino un pedazo de la mía, yo que andaba medio tristón y comiendo solo en la ciudad y podría haber compartido un rato con él, si lo invitaba a sentarse. Y capaz que hasta me regalaba unas medias, como hizo una vez otro en Milán, o me partía él el pan. Pero desapareció. 

            En cambio este administrador, tan astuto él, no esperó a que vinieran a pedirle. Él mismo comenzó a llamar a los deudores y a ofrecerles cosas, adoptándolos como sus nuevos patroncitos, representantes del único Patrón, de Jesús.

Diego Fares sj 

«Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación» 2 Cor 5, 19 (24 C 2019).

            Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: 

«Este hombre acepta a los pecadores ( tiene expectativas con respecto a ellos) y come con ellos.» 

Jesús les dijo entonces esta parábola: 

«Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré mi oveja perdida.» 

Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.»

Y les dijo también: 

«Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: 

«Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que había perdido.» Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte.» 

Jesús dijo también: 

«Un hombre tenía dos hijos….» (Lc 15, 1-32).

Contemplación

            Leo las lecturas para hacer la contemplación y me quedo con un versículo del Aleluya que dice: «Dios nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación». Enmarca para mí las lecturas de hoy, la de Moisés que intercede para que Dios se reconcilie con su pueblo, que lo ha abandonado por otros dioses, y las parábolas de Jesús, con las que el Señor nos revela el sentido profundo de su vida, que es reconciliarnos con el Padre y entre nosotros. 

            Dice así el pasaje entero de Pablo: «…Todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que consiste en que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5, 18-19).

            Esta palabra de la reconciliación, que tenemos como ministerio los cristianos, es una palabra especial. Es una palabra extendida, que sigue los procesos de un largo diálogo… No es una palabra puntual, de esas que concluyen una situación definiéndola, sino una palabra que abre. Es el tipo de palabras como las que dice el padre cuando sale a tratar de convencer a su hijo mayor de que está bien la fiesta que le ha hecho al hermano menor que ha vuelto arrepentido. La palabra de la reconciliación es una palabra que Dios nos va diciendo durante toda la vida. 

            Así también nosotros, si nos hacemos cargo de este ministerio de la reconciliación, hay una palabra que tenemos que ir viviendo y predicando durante toda nuestra vida, con gestos de reconcilición, con la preparación del terreno para que esos gestos tengan sentido y luego sí, si es necesario, diciendo alguna palabra que ilumine la reconciliación que Dios siempre está poniendo en acto. Poner en acto quiere decir que la reconciliación es «el drama», es «lo que acontece». Si la expresáramos en términos de una obra de teatro podríamos decir que el argumento de nuestra vida es «una reconciliación», como la que ponen sobre el escenario las parábolas de la misericordia de hoy.

….

            Las lecturas las leo en un momento único de mi vida, de la vida de nuestra familia, como es el de la partida de nuestra madre, ya antes de ayer!, a la Casa del Padre. Ayer la enterramos en la misma tumba en que está papá desde hace 21 años, en el Parque de Descanso de Mendoza, con la cordillera nevada de fondo -el volcán Tupungato!- y todo el verde de este hermoso cementerio. 

            Tener que predicar a tantos amigos y amigas, me hizo sentir muy fuerte las imágenes cruzadas que cada palabra de nuestros rituales suscita en las mentes modernas, atravezadas por paradigmas diversos. Entonces uno busca en la mente las palabras esenciales -solo alguna- que permitan expresar evangélicamente lo que siente el corazón. Y reconciliación es una de ellas. 

            Si algo puedo decir, irá seguramente por el lado de «no tomar en cuenta las transgresiones (mentales, el hecho de que cada uno piense lo que quiera o lo que pueda) de los hombres y encontrar palabras que reconcilien. Palabras que reconcilien las ideas con la fe, que reconcilien lo que uno siente de la Iglesia, que reconcilien lo que uno aprendió en el catecismo y lo que la vida le enseñó después. 

            Al ver la tumba abierta en cuyo fondo está -tapado por una fina capa de tierra- el cajón que contiene los restos de papá, escucho las palabras de Ernesto que dice: «Bendecimos este sepulcro donde estos restos mortales esperarán la resurrección final» y -agrega- «porque en eso creemos: en que Jesús resucitará no solo nuestra alma sino nuestro cuerpo mortal, que enterramos ahora en la fragilidad de la carne». Escucho estas palabras y siento: no se si todos creen en esta resurrección. No sé si todos «la esperan». Yo sé que no lo entiendo, que siento que la  muerte me deja «afuera», pero creo en Jesús y espero que Él me resucite, si quiere. Que nos resucite a todos, así como nos dió la vida.

Después, rezando la misa esta mañana, me vino con toda su fuerza la imagen de la tumba en la que descendió, lentamente gracias al aparato mecánico, el cajón de mamá, hasta posarse suavemente sobre el de papá, como en un abrazo. Y sentí esta verdad: que la vida se da a luz y se entierra. Que la vida es un misterio que viene de adentro: venimos a la vida dentro del cuerpo de nuestra madre y al morir somos guardados en el seno de la madre tierra, que nos cobija a todos, a la espera de la resurrección. 

            Se puede esperar en la resurrección! Si la vida nació desde adentro, si es un misterio de interioridad, se puede esperar que al entrar en el interior de la tierra, un día el Señor nos resucite. Pero más claro que todo es que «estamos afuera». Al ver entrar el cajón en lo profundo de la tierra, queda claro que nuestra vida es «afuera». Y que el misterio no está «más allá», en un Cielo que es más alto pero también afuera, sino «adentro». La vida es cuestión de intimidad: nacemos viniendo de adentro, morimos yéndonos para adentro, desconectándonos del afuera, quedando enterrados, a la espera de la resurrección, que si algo será, será renacer en el Corazón que nos creó. 

            La mujer a la que se le pierde la dracma sabe que la moneda está adentro de su casa. Busca, barre y mira debajo de la cama y dentro de los roperos y cajones. 

            El pastor al que se le pierde la oveja, antes de salir campo afuera a buscarla, la encuentra adentro de las expectativas de su corazón, allí donde no se resigna a quedarse sólo con noventa y nueve, aunque sea un número importante. En su interior, sus ovejas son cien. Y esa que falta le pesa adentro. Por eso sale a buscarla y la trae con tanta alegría sobre los hombros. 

            El Padre que abraza al hijo pródigo y sale a convencer a su hijo mayor para que entre en la fiesta, es un Padre que está dentro de la casa. Y todo el movimiento de la parábola es hacia adentro de esa casa construida desde el Corazón por el Padre, de la que un hijo se fue y a la que el otro hijo no quiere entrar. 

            La vida se vive desde adentro. Es un misterio de interioridad. Se despliega hacia afuera, ciertamente, pero madurando desde adentro, yendo y volviendo, sin perder conexión con el misterio de la fuente vital, que no está afuera sino en el interior, en el amor. La palabra de la reconciliación, por tanto, debe ser siempre una palabra que haga sentir que es lindo «entrar»: entrar en relación, entrar en casa, entrar a meditar, entrar a ayudar. Hacen falta no palabras abstractas, que dejan en punto muerto la mente, sino palabras que atraigan y despierten el deseo de volver a entrar en la casa paterna. Que quiten el miedo a entrar, incluso en una tumba, incluso en la muerte. Entrar. 

            Y si uno concibe la vida como a lo que hay que entrar, siempre más profundamente, entonces Jesús pasa a ser el único interesante, el único necesario.   Porque si algo es Él -Jesús-, es puerta! 

            Jesús es la puerta. Jesús es la llave. Jesús es el camino que lleva al interior de la vida – a los valores que valen: la projimidad, la misericordia, la sinceridad, la confianza, la esperanza, la caridad-. 

            Jesús es el Nombre que abre todo, el corazón de tus hermanos, los secretos de la vida, el sentido de Dios.

            Les decía a mi familia y a mis amigos que mamá escribía todos los días en sus agendas (esas de San Pablo) desde el año 1994. Sobre un estante en su mesa de luz estaban ordenadas 25 agendas. Y en cada página están escritas, primero, las resonancias de la Palabra del evangelio del día y, luego, abajo, las cosas de la familia. Allí están guardados nuestros días, en el interior de esas agendas que expresan lo que guardan en su interior todas las madres: las cosas de sus hijos, las cosas cotidianas de su familia. Y comentaba lo que me dijo una de sus amigas (mamá tenía amigas mucho más jóvenes que ella, lo cual es todo un carisma): que María Olga había sido una mujer de fe y que nada había hecho que cambiara su relación con Jesús, ni las cosas malas ni las cosas buenas del mundo y de la iglesia. Una relación con Jesús basada en la lectura de la Palabra y en esa reflexión suya, casera, personal, en la que consistía su diálogo con el Señor. 

            Jesús es la Palabra de reconciliación que el Padre nos ha dado y confiado para que a nuestra vez la demos. Jesús. Las otras palabras sufren con el cambio de paradigmas como un continente que choca con otro (a la velocidad de dos o tres cm por año pero haciendo una presión que crea cordilleras!). 

            Uno dice «resurrección» y siente todo lo que una palabra así despierta en el imaginario actual, poblado de fórmulas químicas aplicadas al cuerpo y a la vida. El imaginario espiritual, lleno de palabras como vida eterna, cielo, resurrección, Dios…, choca con el imaginario cotidiano, lleno de palabras como calidad de vida, implante de órganos y microchips, nube y wifi, actualización de datos, evolución de la materia. 

            Solo la realidad, humilde y rica, de Jesús -con su vida de valores incuestionables, sus parábolas y su entrega- es una roca segura donde poner pie y comenzar a rezar, comenzar a pensar por uno mismo, relativizando un poco todo lo demás. Uno no puede caminar sobre otras palabras como si fueran piedras sobre el mar, porque da dos pasos y se hunde. Sí se puede caminar, paso a paso, por la palabra de Jesús. Jesús como lo sienta cada uno, Jesús como me lo dan los evangelios, Jesús amado por los santos que quiero, Jesús y sus valores esenciales, Jesús misterio, Jesús Eucaristía, Jesús que habla a los sencillos, Jesús bueno con los enfermos, Jesús comprensivo con los pecadores, Jesús que tiene palabras que dan vida… Jesús.

            Se puede hablar «de» Jesús. Decir algo, para que a cada uno el Espíritu le de ganas de hablar «con» Jesús. El que siempre está «reconciliando» a los hombres con Dios y entre sí. 

Diego Fares sj

Para poder ser discípulos de Jesús -con todas las exigencias que tiene su seguimiento- debemos «negociar» con Él su paz (23 C 2019)

            Caminaban con Jesús grandes muchedumbres acompañándolo, y él, dándose vuelta, les dijo: «Si alguna persona viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. 

El que no carga con su cruz y se viene en mi seguimiento, no puede ser mi discípulo. 

¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y mira si tiene para terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda terminar y todos los que lo vean se burlen de él y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar.» 

¿Y qué rey, si marcha para entrar en guerra contra otro rey, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, todo aquel de entre ustedes que no renuncia a todos sus haberes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 25-33).

Contemplación

            El evangelio de hoy es para todos. Lucas nos habla de grandes muchedumbres que caminaban acompañando a Jesús: había grandes y chicos, familias enteras, gente de toda condición social, cada uno en un momento particular de su vida y de su proceso interior. Y el Señor, dándose vuelta, le habló a todos. 

            Lo que quiero decir es que no era «una clase de gente» -los que buscan un maestro o un referente en un momento de su vida, por ejemplo-, sino toda la gente, movida en ese lugar particular del corazón humano que responde a su Pastor, a su Creador. Sólo Alguien como Jesús puede convocar a todos solo con «pasar», solo con «contar una parábola» o tener un gesto, como el de multiplicar el pan.

            El Señor ve que lo siguen y «dándose vuelta», hace estas cinco advertencias. Son eso, advertencias. Un género literario que usa mucho el Papa Francisco. Siempre hace advertir algo, notarlo, caer en la cuenta. La advertencia no es solo amenaza, es también decir «mirá aquel paisaje, qué hermoso» o «notaste lo que pasó?»… 

            Pero antes de volver a escucharlas y para que no nos suenen remanidas (hay que cargar la cruz!; hay que dejarlo todo…!) tengamos en cuenta que Jesús hace estas advertencias a los que por su propia cuenta salieron a seguirlo. 

            Digo esto porque el cristianismo se ha convertido en muchos lugares en costumbres y creencias que se heredan culturalmente, es decir en cosas en que uno ya encuentra instaladas en su vida, y entonces las advertencias pueden ser motivo de rebelión Que uno diga: «por qué siempre esto de cargar la cruz», «por qué esto de renunciar a mis haberes…». Por eso advirtamos que Jesús le habla a todos pero en cuanto han salido de sus ciudades y se han puesto por su cuenta a caminar con Él. No se les metió en su casa con propaganda ni les habla como a un público cautivo. Les habla -nos habla- solo cuando nos ponemos en camino! Y allí las advertencias, que suenan a amenaza si uno está quieto, se convierten en ayuda cuando uno va en camino.

            Esto es algo en lo que tenemos que reflexionar, en primer lugar, los que somos cristianos. Aunque muchos de nuestros valores se hayan vuelto parte de nuestra cultura e incluso estén en nuestra constitución, no se los podemos imponer a nadie. Y para proponer estos valores debemos hacerlo «al estilo de Jesús». 

            Cómo propone Jesús sus exigencias? Podríamos decir que las propone en sangüiche, poniendo la exigencia entre dos actos de libertad: el acto de libertad inicial que hace el que se pone a seguirlo y el acto de libertad renovado, ese que el mismo Jesús nos hace renovar una y otra vez. Su frase preferida es «el que quiera seguirme (y se la dice a uno que ya empezó a seguirlo)… que cargue su cruz y me siga».

            Las «advertencias», de Jesús son llamados de atención que se dirigen a nuestra libertad, para interpelarnos y despertarnos. Él no solo recuerda las exigencias sino que, cuando la exigencia se hace sentir, aprovecha para preguntar de nuevo si de verdad queremos seguirlo. No dice: ustedes ya se comprometieron, ahora se aguantan. Recordemos el momento en que habla de «comer su carne» y muchos de sus discípulos dejan de seguirlo porque consideran duro su lenguaje. El Señor aprovecha la crisis para preguntarles a los más amigos: «Y ustedes… también quieren irse?» (Jn 6, 68). 

Otro momento fuerte es cuando, ya resucitado, le encarga a Simón Pedro el cuidado del rebaño. Aún allí, o «precisamente allí, el peso que conlleva la misión no lo carga sobre el sentido del deber de Pedro sino sobre su elección de amarlo más que los otros, de amarlo simplemente y de amarlo como amigo, dejándose amar por Él «que lo sabe todo». 

            Esta es la piedra angular que pone Jesús: sus exigencias se apoyan en el amor y sólo en el amor. En un amor por el que podemos optar de nuevo cada vez que nos encontramos en la encrucijada de poder elegir «otros amores». El Papa decía antes de ayer que esa era la diferencia entre hacer proselitismo y evangelizar. El que hace proselitismo manipula tu libertad, el que evangeliza te ayuda y te exige a ser siempre más libre.

            En el evangelio de hoy, Jesús desglosa estos «otros amores» y pone ejemplos de personas, cosas y situaciones que pueden ser impedimento para seguir a Alguien como Él.

Pone primero el amor a nuestros seres queridos y a nuestra propia vida. Son amores naturales básicos, instintivos, incuestionables. Pero si se adueñan de nuestro corazón de manera tal que no nos dejan caminar en seguimiento de Jesús y «crecer» en su amor, debemos aborrecerlos. No aborrecer las personas sino nuestra afección desordenada a ellas con un amor que no les corresponde, ni reclaman, porque ninguna creatura reclama para sí ese amor absoluto que solo se le debe a Dios. Todos experimentamos un natural rechazo y hasta repugnancia cuando sentimos que alguien nos idolatra demasiado. 

            Luego pone el Señor la cruz. Puede ser que uno «ame» una cruz de manera desordenada y que eso le impida crecer en el amor al Señor? Puede ser. Puede suceder que aquello que «nos crucifica», los clavos de un deber o una culpa que consideramos absolutos, nos traten de hacer sentir que «así», con «esta cruz», no podemos seguir al Señor. Pero Jesús nos dice que toda cruz se puede cargar y que lo importante es seguirlo… con la cruz a cuestas.

En último lugar vienen «los haberes», todo lo que ponemos en la columna de nuestro haber y que amamos como posesión nuestra. El Señor nos dice que, si queremos seguirlo, en la columna del haber quiere estar sólo Él. Esto no es por celos sino por realismo: Él es nuestro único tesoro, lo único que podemos «poseer»  en realidad -y poseer hasta el punto de poder comulgar con su Carne-, porque Él es el único que se nos puede dar enteramente. Las demás cosas «se nos escapan» -por decirlo de alguna manera- si las queremos poseer.

Para encarnar bien sus advertencias, Jesús cuenta dos ejemplos de situaciones en las que todos discernimos bien. Y si no lo hacemos, no hace falta que alguien de afuera nos corrija, nuestra misma razón práctica nos hace ver el error de cálculo.

            Los ejemplos del Señor a mi me gusta leerlos «personalmente», en cuanto dirigidos a mí, hoy y aquí. No en general. 

            El discipulado, el seguimiento de Jesús, se puede comparar con lo que sucede al que quiere edificar una torre y lo que le pasa al que emprende una guerra. Hay que calcular gastos y medir fuerzas. 

Jesús nos hace ver lo que le pasa al que calcula mal -que todos se le ríen, porque no pudo terminar lo que comenzó y lo que hace el que calcula bien sus fuerzas y se da cuenta de que tiene que negociar. Este final me parece que es para los dos ejemplos: para mí la enseñanza es que si quiero seguir a Jesús, tengo que aprender a negociar con él. Negociar suena mal, pero si uno «negocia» solo con Jesús, si uno le regatea a Él en la oración, como Abraham cuando intercedió por Sodoma y Gomorra, si uno le pide y le suplica como tantos pobres del evangelio, si uno le insiste y se salta las reglas , como los que metieron a su amigo paralítico por el techo, o la que le tocó la orla del manto entre la gente…, si uno negocia con Jesús en la oración, el discipulado «imposible» se vuelve posible. Porque no hay nadie que pueda calcular bien los gastos de una vocación si que pueda pensar que con sus fuerzas podrá contra el diablo y el mundo que siempre nos redoblan en número. Si quiero ser discípulo del Señor, debo renunciar también a esos «haberes» que son mis cálculos y mis fuerza humanas y «negociar la paz con el Señor». 

Y cuáles son las «condiciones» de paz que el Señor pone a sus discípulos?

La primera condición consiste en recibir su Paz como un don constantemente renovado. La paz es algo que el Señor da cada vez que sale al encuentro de los discípulos, una vez resucitado: la paz les dejo, mi paz les doy. Es una paz que nosotros tenemos que recibir como un don, no de una vez sino muchas veces. Cada vez que lo invocamos para algo, lo primero es «dejarnos dar su paz», entrar en el ámbito de paz que su presencia crea. 

La segunda es estar cerca de la fuente de donde brota su Paz: sus llagas. La Paz que da el Señor «no es como la que da el mundo», que suele ser una paz de conveniencia, que tapa cosas… La paz del Señor tiene como condición «ver sus llagas», acercarnos a ellas, curarlas en los pobres y enfermos… Es una paz que Él nos consiguió pagando el precio de quedar llagado y para experimentarla hay que acercarse a toda llaga, mirarlas con compasión, tocarlas con misericordia en los demás. 

La tercera condición es dejar que el Señor nos «lave los pies», nos perdone los pecados y nos calme ansiedades y culpas

La cuarta condición es «dar la paz» a los demás, como primera cosa, al evangelizar y al interactuar. Las cosas que hacemos en su nombre deben ser hechas cuidando la paz. Es el elemento en el que el Espíritu actúa.

Diego Fares sj