
Jesús dijo a sus discípulos:
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra ¡qué me queda por desear, si ya está encendido? Hay sin embargo un bautismo con el que tengo que ser bautizado y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12, 49-53).
Contemplación
Las palabras del Señor en el Evangelio de hoy, el fuego, el bautismo y la división, encuentran en el corazón de María un lugar especial para ser contempladas y entendidas de manera justa.
El fuego de Jesús!
En ningún lugar mejor encendido y custodiado que en el corazón de María. En el corazón de nuestra señora, el fuego del Espíritu que trae Jesús a esta tierra, enciende lo que debe arder y brillar -la luz del evangelio, la fe, la esperanza y la misericordiosa caridad, y quema lo que tiene que purificar -el egoísmo-.
Me pasó que buscando imágenes de María relacionadas con el fuego me encontré con todas las que representan su corazón: en su corazón inmaculado está encendida la llama con que el Espíritu se posó sobre ella y los apóstoles en Pentecostés. Y me pasó al revés de lo que me sucede con las imágenes del Corazón del Señor, que me cuesta encontrar una que no tenga detalles que me resultan “melosos» estéticamente hablando. Es que los símbolos a veces pierden fuerza cuando pasa de moda la imagen externa y deja de irradiar en ella la gracia interior. Con las imágenes de nuestra señora en cambio, no me pasó lo mismo, sino que encontré una gran variedad en las que se expresa bien su ternura y la paz mansa que irradia del fuego de su corazón. Es una cuestión mía, pero sé que a otros les sucede lo mismo y que hay imágenes del Señor y de sus santos que no dicen nada a nuestro gusto actual.
El fuego es el fuego del Espíritu. Es un fuego discreto, que discierne y divide sin concesiones y sin maltrato lo que le agrada al Señor de lo que no le agrada. Es un fuego que quema el pecado, sacude la tibieza encendiendo cada carisma y cada misión en lo que tienen de único y personal.
En María vemos que esa llama de fuego encuentra su vela perfecta, e ilumina con luz mansa, desde el candelero, toda la Iglesia, cada alma y cada casa familiar.
En María vemos que esa llama encuentra su horno, donde se cuece el pan de nuestro corazón en el tiempo justo para quedar crocante y fuerte en su corteza y tierno en su miga, como debe ser un corazón.
En María, el fuego que purifica y limpia el corazón, quema sin dañar, sin maltratar, más haciendo gustar el aroma del bien que insistiendo en lo feo del mal. Es fuego que sana más por la atracción que tienen la luz de la verdad y la calidez de la bondad, que por crítica o amenaza contra la maldad del mal.
Es el fuego manso del magníficat de María, de su alabanza mañanera que se levanta a rezar y se pone en camino para ir a servir.
Es el fuego de una mirada comprensiva de madre, sin falsas concesiones y siempre alentadora, que hace reaccionar y estimula a ir adelante.
El fuego que arde en el corazón de María es fuego que enciende otros fuegos, como bien decía San Alberto Hurtado. Y los enciende a mano, uno a uno, artesanalmente, transmitiendo la llama de la fe de corazón a corazón.
El bautismo de Jesús.
Es la inmersión del Señor en la pasión: en el dolor, en la angustia, el sufrimiento y el pecado. Un sumergirse que lo lleva a beber el cáliz de la cruz hasta el fondo. María se sumerge junto con su Hijo en la pasión: así como es la “llena de gracia” o “Gracia-Plena”, también es la dolorosa. María nos enseña a vivir apasionadamente, de todo corazón, todo lo que se refiere a Jesús. Primero se tira de cabeza y luego reflexiona y medita en su corazón.
Su fe es bautismal: es sumergirse y abandonarse enteramente en Dios sin calcular. Con la simplicidad de una madre.
La división que trae Jesús.
Es esa que el anciano Simeón profetizó a María cuando le habló de la espada que le abriría el corazón. Que se lo traspasaría. Es la única división buena, por decirlo así: la que discierne todo en términos de lo que me acerca o me aleja de Jesús. María nos enseña a ejercitarnos en esta única división. El fruto es que dividiéndonos de todo lo que nos separa del amor de Cristo, sumamos y multiplicamos bien. Incluimos a todos en este amor profundo.
Contemplando el corazón inmaculado y encendido de caridad y ternura de María, meditamos estas cosas y dejamos que el Espíritu las haga dar fruto en nuestro corazón.
Diego Fares sj