
Jesús dijo a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarsea todos los pueblos la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré al Prometido de mi Padre. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.» Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Y aconteció que, mientras los bendecía, se desprendió de ellos y era llevado en alto al cielo. Los discípulos, que lo habían adorado postrándose ante El, volvieron a Jerusalén con un gozo grande, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios (Lc 24, 46-53).
Contemplación
Lo que debemos predicar los cristianos es el perdón de los pecados. Predicamos como testigos, porque hemos sido perdonados. Predicamos no en nombre propio, porque no somos quién, sino en Nombre de Jesús, el Único que puede hacer algo así. Y predicamos con la fuerza que da el Espíritu Santo, porque si no, uno se cansa, tanto de perdonar como de ser perdonado. Es así.
Sabemos qué significa el perdón de los pecados. Es perdonar las malas acciones que uno realiza libre y conscientemente. Sabemos también que hay «condiciones». Para ser perdonados tenemos que reconocer el pecado, confesarlo, pedir el perdón, reparar el mal objetivamente hecho, en la medida en que se pueda y, lo más importante, perdonar a los demás aquellos pecados que tengan que ver con nosotros, como decimos en el Padre nuestro.
Hay que recordar que estas condiciones no son externas, no es que nadie nos obligue a confesar o a reparar, sino que forman parte del perdón mismo. Si no reconozco algo como un error, como algo que omití o algo con lo que herí a otro, no puedo ser perdonado. El poder del Señor trabaja sobre mi libertad, no tanto sobre las consecuencias del pecado (por eso luego se deben reparar sus malos efectos objetivos). Perdonar es aceptar que, así como libremente me fui en una dirección, libremente ahora la cambio. Ser perdonado significa que «puedo empezar de nuevo».
Reconocer el pecado es volver a empezar, este es el punto. Volver a empezar de manera radicalmente distinta un camino que emprendí para un lado, con un estilo, y dirigirme hacia otro lado, con otro modo.
Perdonar los pecados de los demás, sus errores, sus faltas, sus vulneraciones, es darles también la oportunidad, el derecho, la gracia, de empezar de nuevo. Como digo, no significa olvidar ni aceptar el mal que me hicieron en cuanto resultado objetivo -esto se debe reparar en la medida de lo posible y con la ayuda de todos y principalmente de Dios-, pero sí puedo aceptar que empiece de nuevo, como se me concede a mí, con todo lo que eso implica.
Que se pueda comenzar de nuevo es una gracia que actúa benéficamente sobre tres ámbitos de nuestra vida:
sobre el presente (es actual, puedo empezar hoy, ahora),
sobre el futuro (es posible empezar de nuevo)
y sobre la comunidad (es legal, está permitido, vale).
El Papa es uno que insiste en todos los modos posibles que se le ocurren y que el Espíritu le inspira, en esto de «empezar de nuevo». Es casi un punto único de su predicación, que repite siempre. Y lo repite, precisamente porque los que se molestan porque siempre dice lo mismo es que no lo entienden, aún no pueden abrir el corazón a esta verdad que es la llave de todas las demás. Si no dejás que la predicación del Papa te toque el corazón y te «absuelva» esa dureza que no te permite perdonar, no puedes ser perdonado.
Evangelii Gaudium dio el primer grito: «Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! (EG 3).
En Amoris Laetitia recordó con fuerza algo que, luego, Benedicto le agradeció en el aniversario de la propia ordenación: “El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración […] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero […] Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita” (AL 296).
La imagen que usó para ablandar a los que «prefieren una moral más rígida, que no de lugar a confusión», fue la de la Iglesia Madre: «Una Madre que al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (AL 308).
Luego, enGaudete et exsultate definió a los cristianos como «un ejército de perdonados» (GE 82) y habló de»No negar ni disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso».Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza» (GE 89).
En «Vive Cristo, esperanza nuestra» -reafirmó con convicción: «Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar» (CV 1 y 2). Ante todo quiero decirle a cada uno la primera verdad: “Dios te ama”. Si ya lo escuchaste no importa, te lo quiero recordar: Dios te ama. Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado (CV 12). Nunca olvides que «Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (CV 119). Hay que perseverar en el camino de los sueños. No hay que tener miedo de apostar y de cometer errores. Sí hay que tener miedo a vivir paralizados. Aún si te equivocas siempre podrás levantar la cabeza y volver a empezar, porque nadie tiene derecho a robarte la esperanza» (CV 142). (Hay que crear «hogares», ambientes adecuados y) Un hogar, y lo sabemos todos muy bien, necesita de la colaboración de todos. Nadie puede ser indiferente o ajeno, ya que cada uno es piedra necesaria en su construcción. Y eso implica pedirle al Señor que nos regale la gracia de aprender a tenernos paciencia, de aprender a perdonarse; aprender todos los días a volver a empezar. Y, ¿cuántas veces perdonar o volver a empezar? Setenta veces siete, todas las que sean necesarias» (CV 217).
Volver a empezar es la esencia de la vida natural, que se renueva cíclicamente de manera ya determinada. Es también la esencia de la técnica, que construye aparatos que se resetean y reinician sus procesos, limpiando lo que atasca y contamina. No puede no ser la ley de la vida espiritual! No puede ser que, precisamente la vida espiritual, se vea frenada, impedida, complicada, por la maraña de leyes que impiden volver a empezar, que impiden y condicionan el perdón.
El Señor nos manda «predicar la conversión para el perdón de los pecados». Y ni Él mismo pudo hacerlo sin suscitar «escándalo». No le aceptaban que perdonase en sábado, que comiera con los pecadores, que no se lavaran las manos para comer los granos de trigo mientras iban de camino en suma pobreza. Empezar de nuevo es como resucitar, con llagas, sí, pero volver a vivir. Nadie nos puede quitar esa gracia. El Señor pagó un duro precio por ella y no lo hizo para que venga alguno a querer ponerle condiciones a su perdón y a su ofrecimiento de un amor incondicional. Que haya siempre alguno que lo aprovecha mal, no significa que nosotros debamos cerrar la puerta, poner vallas y comenzar a pedir papeles. A nosotros nos toca predicar que Dios perdona los pecados.
Las condiciones las debe ir preguntando cada uno, a medida que sienta lo que este perdón implica. No debemos adelantar el formulario con todas las condiciones, porque espanta a los pecadores y esto es todo lo contrario de lo que Jesús hacía, que no solo no rechazaba a ningúan pecador, sino que los iba a buscar!
Lo que termina abriendo o cerrando la Misericordia es muchas veces algo casi imperceptible, es una cuestión de tiempo: una dinámica es dar el perdón primero y ponerse un paso (o varios) atrás del otro, esperando que vaya preguntando «qué debemos hacer». Siempre un paso atrás y «rebajando» la exigencia, como los apóstoles en el primer concilio de Jerusalén, que no querían «imponer cargas» a los nuevos convertidos, sino solo las indispensables, teniendo en cuenta la cultura de la época y las costumbres.
La otra dinámica es la de pegar en la puerta de la Iglesia el folleto con las exigencias, los horarios y el precio de lo sacramentos, antes de verle la cara a nadie. Y mientras tanto, estar todo el día discutiendo qué dijo y qué no dijo tal acerca de quién puede o no puede comulgar, para que quede escrito en un libro, cuando vivimos en un mundo en el que hay cinco mil millones de hijos de Dios que ni siquiera saben que hay un Dios con el que se puede comulgar y que, de saberlo, preguntarían primero dónde está ese dios de pan y, como hacen los pobres, después de recibirlo y de saciarse, de dar las gracias y sonreír, al ver que es gratis y abundante y que renueva las fuerzas y da vida, solitos preguntarían qué pueden hacer para ayudar a darlo a los demás y, a medida que pase el tiempo, ocupados en esta tarea, surgirá sola la pregunta de si uno puede ser más digno para recibir mejor un don tan grande. En la familia, el pedir perdón de los propios egoísmos, no se impone, sino que nace de la sobreabundancia de amor gratuito y desinteresado que uno recibe durante toda la vida. Muchas veces pasa tiempo, hasta que uno se da cuenta de que el bien que recibió, brotó de la entrega libre de sus padres, de tanta paciencia y de tantos perdones. Entonces, sin que nadie lo exija, uno se siente en el deber de pedir perdón, de reparar, de mejorar, de aceptar los límites de los otros y de perdonarlos también.
El Señor garantiza todo esto Ascendiendo al cielo y sentándose junto al Padre, que es como decir: no digo nada más. Lo cual es decir: vuelvan a escuchar bien lo que he dicho, que es lo esencial.
Diego Fares sj