
Después que Judas salió, Jesús dijo: «Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes.Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconoceránque ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13, 31-35).
Contemplación
Así como Yo… les decía Jesús a sus discípulos. Así como Yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. Aquí ni Tomás se hubiera animado a preguntar «Señor: y cómo nos has amado». Porque lo sabían bien. Si por algo lo seguían, si por algo habían dejado todo, sus barcas, sus casas, sus trabajos, sus familias, era por estar cerca de ese amor. Algo habían experimentado que los hacía querer recibir ese amor en cada momento del día. El de Jesús no era un amor para llevarse a casa sino para irse tras Él y quedarse con Él. Si el Señor llevaba su amor a la casa de ellos, como cuando le dijo a Mateo que lo siguiera y fue a su casa, iban por ese amor a su propia casa. Y si el Señor se llevaba su amor a otros pueblos, que eran de esos «otros rebaños» que Él decía que también eran suyos, iban a evangelizar a esos otros pueblos. Donde fuera Jesús con su amor, ellos iban. Porque lo que habían sentido de una manera inexplicable solo con palabras, les produjo una atracción infinita, era un imán que los tenía gravitando como planetas alrededor del Amor de Jesús de Nazaret.
Pero nosotros tenemos que preguntar. No a Jesús sino a ellos, los testigos, los apostóles de ese amor. Juan es quien mejor lo expresa. Por algo lo llamaban «el discípulo que el Señor amaba».
Así que podemos hacer como si le preguntáramos: Cómo era el Amor de Jesús?
Y quizás, recordando cómo lo conocieron, lo primero que nos diría es que…:
«Era un amor fácil de seguir. Cuando el otro Juan nos señaló a Jesús, nos dijo «Ese es el Cordero», «Ese es el Siervo de Yave» (Cordero en nuestra lengua suena como Siervo), nosotros recordamos a Isaías que hablaba del Mesías como uncordero manso, como un hombre de dolores inocente, justo, fiel, que no se opone, ni combate, ni se enfrenta con sus carniceros. Pero aquella tarde en que lo seguimos, de lo que me di cuenta es de que Jesús era una Persona fácil de seguir. Se dio vuelta y al ver que lo seguíamos nos preguntó qué buscábamos y le dijimos «donde vives» y Él: vengan y vean. Eso fue todo. Nos quedamos toda la tarde y lo que experimentamos ahí es lo que cuento en mis cartas y en mi evangelio.
Lo segundo que digo en mi carta es que su amor era vida. Vida en el sentido de vida, vida común, cotidiana, un amor vivible, quiero decir. Porque después vinieron muchos que hicieron del amor del Señor algo invivible. Una cosa tan sublime -les parecerá a ellos-, tan perfecta -si es que eso es perfección- que terminó siendo lo contrario del amor: algo para mirar de lejos pero no para vivir todos los días.
No era para nada así. El amor de Jesús era un amor vivible y perfectamente comprensible para todos, como es la vida que la vivimos todos, no solo los cultos ni los perfectos. La vida la vive cada uno y a su manera, porque no hay «vida en general» sino la mía y la tuya y la nuestra. Por eso digo que «La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio» (1 Jn 1, 2). Eso experimentamos viviendo con Él: que su amor era vida y que se nos mostraba -vengan y vean-. La vimos, la oímos, la tocamos con nuestras manos.
Aquí viene lo tercero que diría de su amor: El amor de Jesús era un amor que se podía tocar con las manos. Por eso no nos sorprendió cuando tomó el pan y nos dijo que era su Cuerpo. Lo mismo que cuando le dijo a Tomás que tocara sus manos y metiera su mano en la herida de su costado. El amor de Jesús era como un pan, que se puede tomar con las manos y partirlo y llevárselo a la boca; era como una herida que se lava y se tocan sus bordes y se venda para que sane.
Un amor fácil de seguir, un amor como la vida cotidiana, que se puede ver y oír y tocar.
Estas características son bien de carne, y se pueden resumir diciendo que el amor de Jesús era un amor encarnado, era su amor a personas concretas que se cruzaban en su vida en medio de situaciones bien concretas, no era un amor de manual, como si pudiera haber algo así.
En quinto lugar puedo decir que el amor de Jesús era un amor luminoso. Su modo de hablar, su modo de relacionarse con todos, tenía luz, iluminaba, te hacía comprender las cosas, era transparente. El amor es así, lo que el que te ama hace es lo que siente por dentro, hay armonía y eso se siente, se percibe, y en Jesús esto se daba siempre y abundantemente, por eso digo que era Luz.
Pero la palabra que más me viene es la de «hermano». Y esto sería lo último que diría (sabiendo que se podrían llenar todos los libros del mundo hablando del amor de Jesús, pero más que llenar libros, de lo que se trata es de que cada se contagie y escriba el suyo, contando -con su vida- cómo es el amor de Jesús para él!).
En sexto lugar digo que el amor de Jesús era un amor de hermano. De hermano en el sentido de que «hermanaba». Creaba como un puente directo al Padre y entre nosotros. Esa es la palabra. Lo mismo con nuestra Madre. El amor de Jesús nos regala a su Madre que -inmediatamente, con la frescura de su presencia, con su fragancia- nos hermana. Por eso si me preguntan qué elegiría de entre todo lo que puedo decir, que no tiene límite, para acercarles cómo era el amor de Jesús, digo que era un amor de hermano. Un amor que hermana con los demás y con todo.
San Francisco fue después el que mejor comprendió esto. Y por eso la gente sentía que se les hermanaba. Y no solo la gente, sino todas las creaturas, los pájaros, las cosas, hasta los peces y el lobo. Jesús se nos hermanó, nos hizo sentir hijos del mismo Padre, nuestro Abba del Cielo y de la tierra, y hermanos entre nosotros. Por eso siempre que escribo cuento las cosas como uno se las cuenta a sus hermanos. Porque sabe que cuando un hermano vive algo lindo y lo comparte, los otros sienten un gozo completo, como digo: Les escribimos esto para que estén en comunión con nosotros y nuestro gozo sea completo.
Amense entre ustedes como Yo los he amado. Yo los amé, diría Jesús, de muchas maneras, pero en todas ellas los amé como un hermano. En la vida familiar, la relación de «hermandad» viene al último, a partir de que nace el segundo hermanito. Primero están las otras: las relaciones de pareja, de maternidad/paternidad y de filiación. Pero cuando nace el segundo, como me dijo una mamá citando a otra (autora anónima): «El ‘segundo’ corrobora lo que ya sospechábamos (a pesar del inmenso miedo)… que es posible enamorarse de otro hijo, con la misma pasión e intensidad».
Nada mejor para poner en labios de Jesús y que nos explique cómo es que «su» Padre, el que lo llama «mi hijo amado, mi predilecto», puede amarnos también a nosotros. Somos «el segundo y muchos más» y Él nos ama «con la misma pasión e intensidad» con que ama a Jesús. Como esa madre a su segundo hijito.
Ninguna otra expresión mejor para poner en labios de Jesús y que nos explique cómo es que pudo dejarnos a su Madre. Estaba Él en la cruz y el desgarro de Ella era inimaginable, y sin embargo, pudo amar a Juan (y en Juan a todos sus otros hijos) con el mismo amor y la misma intensidad como una madre ama a su segundo hijo.
La relación de hermandad y de fraternidad completa las demás y las «saca afuera», las expande, las potencia, sin que dejar que se vuelvan abstractas. Como dice el Papa Francisco: la hermandad permite que los iguales sean diversos: incluye totalmente respetando las diferencias. Dejarlo a Jesús que se me hermane, es dejarlo que sea como Él es. Esto solo lo puede hacer el Espíritu. Y cuando la hermandad nace del Espíritu, es un amor capaz de transformar todas las relaciones sociales. Por eso es que ayuda mucho rezar sintiendo y gustando el amor de Jesús como amor de Hermano.
Diego Fares sj